VISITAS AGRADABLES
A solas en la gran sala de visitas de la mansión Della Scala, con el cuerpo de Brenda amortajado en una salita próxima, Tom Mumford rememoraba toda su vida.
¿Habían valido la pena tantas luchas, tantos sufrimientos, para esto? ¿Había valido la pena descubrir el verdadero amor la noche antes para que ahora le privasen de él para toda la vida?
Si Tom hubiera podido, lo habría dado todo a cambio de Brenda, sus propias consecuencias sobre la vida del planeta y sobre lo que era la vida en la galaxia y en la lejanísima Tierra. Todo. Con gusto hubiera seguido siendo un marido complaciente, un amante casero, un garañón de almacén, y que ella, la mujer juerguista, liberal, desprendida y enérgica, la compañera de su vida, la mujer contradictoria y maravillosa, siguiera viviendo.
Pero esto era imposible. Brenda yacía quince metros más allá, vestida con el uniforme de la orden de Francisco I de las dos Sicilias, las manos unidas sobre el pecho, el rostro cerúleo, los labios azulados, y ocupando el féretro | más lujoso y tremendo que las funerarias de San Cataldo pudieron proporcionar. Un sinnúmero de coronas de flores se agolpaban a sus pies: «TUS EMPLEADAS NO TE OLVIDAN»; «TIBERIA LATTUADA TE RECORDARÁ SIEMPRE»; «LA DITTA VISCONTI Y LOS SUYOS»; «MEG CORSO GUARDARÁ ETERNA MEMORIA».
Pero había una, enorme, de gladiolos y crisantemos, que Tom no podía evitar mirar con la más profunda ira dentro de sí. La leyenda, en cinta negra con letra de plata, decía «BEATRIZ Y ALFIO DALL’ASSASSINO, RECUERDOS ETERNOS. LA MADRINA». Era una burla cruel, inhumana. Con razón la vieja no había rozado con sus labios la mano de Brenda, con razón aún había afirmado: «Estoy todavía viva». Y era verdad. Acababa de demostrar su poderío.
«Vendrán a verte», pensó Tom, «No tardarán mucho. Pero Tom, pobre Tom, infeliz Tom. Domínate, contente. No te pongas histérico como un hombre, no las insultes. No las amenaces, no lo hagas. Que vean tu serenidad y que aún puedes luchar».
Con una serenidad y una frialdad que él mismo no esperaba, había registrado el escritorio de Brenda, el lugar donde él sabía que guardaba los papeles más importantes. Y había encontrado algo que, por lo menos, le podría mantener en la misma posición.
Entró Patrizio llevando de la mano a la pequeña Brenda. Tenía dos años de edad, en este momento, y no se había dado cuenta de nada. Sus padres, por desdicha o por suerte, habían vivido tan separados de ella, cada uno por su lado, que la muerte de uno de ellos difícilmente podía afectarla. Seguramente hubiera llorado si fuesen Patrizio o Giuseppe, Andreina o Annina las que hubiesen faltado. Pero Brenda había sido siempre para ella algo lejano, algo que aparecía por casa una vez cada diez días. Y Tom, alguien a quien era mejor no molestar, enfrascado en sus notas y en sus expediciones.
Tom miró a la niña. Pugnaba por impedir que las lágrimas le saltasen de los ojos. ¡Estaba tan solo! Ni un sólo amigo había venido a hacerle compañía; tal vez porque no los tenía; tal vez porque ya le consideraban un paria condenado con el que era mejor no tratarse.
Bueno; amigos no tenía; pero amigas, sí. Concretamente cinco de ellas, a quienes había localizado unas horas antes, esperaban sus órdenes, tras una de las espesas puertas de quercia tallada de la mansión.
—Ven aquí, hija mía —dijo Tom, sintiéndose muy adusto con su coraza de acero negro, sus pantalones y botas negras. Esta vez, por si acaso, la coraza era una verdadera coraza de acero templado; no un simple adorno delgado como papel de fumar.
La nena se acercó un poco a su padre. A veces había jugado con él, cuando Tom tenía ganas, que era pocas veces. Con su madre, siempre ocupada, casi no había tenido tratos nunca.
Tom miró atentamente el rostro infantil. Los mismos ojos verdes de Brenda, la misma mandíbula poderosa, el mismo cabello castaño rojizo, abundante y duro.
Le acarició la barbilla con la mano. De pronto, sintió un cariño inesperado, un amor profundo por aquel único recuerdo vivo que tenía de su mujer.
—Brendita… nena —dijo—, lucharé por ti. No te dejaré sola.
—¿Juegas, papá?
—No, hermosa, hoy no. Tu mamá se ha marchado, y tengo que acompañarla aún. No llores.
—No lloro, papá.
—Llévatela, Patrizio. Prefiero estar solo.
—No podrá estar solo mucho tiempo, señor. Ellas esperan ahí fuera.
Era de suponer. Venían a repartirse los restos de la carnicería. Incluso la misma Lattuada, seguramente; la que había parecido fiel al principio.
—¿Todas?
—Señor, sí. Todas. Las ocho. La madrina… La señora Dall’Assassino está también.
—Diles que entren.
«Domínate, no grites, no las insultes. Domínate; sé humilde y sereno, Tom Mumford. La venganza es plato que se come frío; la venganza es un rayo que debe caer de un cielo sin nubes».
Entraron lentamente, vestidas de oscuro, precedidas por la madrina, que se apoyaba en su bastón de puño de plata. Su rostro viejo y ajado era la cumbre de la dureza, sus ojos parecían dos cabujones de ágata negra, lucientes y fríos.
—Hemos venido —dijo la madrina— a hacerte compañía en estas horas de dolor. La policía de Seguridad sigue la pista de la mujer huida que asesinó a tu esposa, a nuestra querida Brenda della Scala.
—Siéntense —dijo Tom, fríamente, sin levantarse.
Ocuparon, una a una, las sillas de pesada madera negra. Giuseppe, siempre oportuno, entró con refrescos, marraschino de Zara, y pequeños platitos con aperitivos.
Las mujeres, sin sonreír, fueron tomando un vaso de lo que preferían y picando un poco, por cumplir, de los platitos de porcelana fileteada de oro con las iniciales «B-T».
—Eso —continuó la madrina, que había ocupado el más alto y cómodo sitial— no te servirá de consuelo, buen Tom. El saber que quien asesinó a tu esposa es una mujer de San Miniato, huida con un hijo pequeño de la Administración, no te consolará, no.
—No; no me consuela —contestó Tom, heladamente—. Sé que la verdadera asesina conseguirá escapar. Es ley de vida.
—Es ley de vida —repitió Tiberia Lattuada, sombríamente.
Sus ojos rehuían los de Tom.
—Es ley de vida —repitió Meg Corso, mirándole con fijeza.
—Estás muy sereno, Tom —dijo la madrina—. Cumplimientos.
—Tantas gracias… señora.
Un momento de silencio. Un silencio odioso, gélido. Tom apretaba los papeles en la mano derecha.
—Me llaman madrina —dijo la vieja, suavemente—. Aún estoy viva.
Más silencio. Tom no contestó.
—Sin embargo —continúa la madrina, al parecer un poquito nerviosa ante la calma de Tom, crispando la huesuda mano sobre el puño de plata del bastón—. Sin embargo, esta desgracia origina problemas. Lamento tener que tratarlos en un momento tan doloroso como éste, buen Tom. Pero es necesario.
Tom no contestó. Sus ojos eran duros y fríos como el hielo.
—Las empresas de Brenda necesitan un dirección. No habiendo un nombramiento legal, querido amigo mío, es necesario tomar medidas oportunas. Las empresas de la desdichada Brenda… ¡Dios y la señora conserven su recuerdo inmortal!… Deben ser manejadas con mano diestra, hábilmente. No quiero menospreciarte, Tom della Scala, pero quizá nos agradezcas lo que hemos de proponerte.
—Escucho —contestó Tom secamente.
El vaso de marraschino permanecía a su lado, sin que hubiera probado una sola gota.
—Es evidente que la heredera es su hija, la pequeña y guapísima Brendita. Pero es menor de edad… tú lo sabes bien, Tom della Scala. Hemos pensado que hasta que cumpla los dieciséis años y sea mayor de edad, y pueda hacerse cargo de ellas, todas nosotras, excelentes amigas de tu esposa, debemos colaborar contigo. ¿Verdad?
—Verdad —respondió Assunta Vallone—. Luego pasaremos ahí al lado, para despedirnos de nuestra buena amiga, besándola en la boca y en la frente… Pero ahora el porvenir de Brendita y el tuyo, buen Tom, nos preocupan más que nada.
—¿Qué proponéis?
—Muy sencillo —contestó la madrina—. Muy sencillo, muy simple.
Todas se inclinaron un poco hacia delante. Tanto en los ojos de la madrina como en los de las otras se veía la más profunda avidez, el deseo de descarnar y descuartizar aquellas poderosas empresas. ¡Qué bocado más hermoso, y sólo ocho a repartir!
—Formaremos una junta de administración —continuó la madrina, alzando la mano pellejuda—. Gobernaremos las empresas, la naviera, las refinerías, los transportes de petróleo, las participaciones en otras fábricas o razones sociales… Recibirás lo bastante para vivir con lujo… tú y tu hijita.
—Con una condición —dijo Luisa Pirocco.
—Con una condición —confirmó la madrina, sonriendo escasamente a través de sus delgados labios—. Sabes demasiadas cosas. Queremos que cumplas la ley de la omertá, el silencio. Absoluto, total. Todo eso no debe saberse públicamente.
Esperaban, ansiosas. Creían incluso que su propuesta era la única posible.
—Estoy de acuerdo con la omertá —contestó—. Callaré si es eso lo que queréis. Callaré para salvar el patrimonio y la fortuna de mi hija. Pero hay algo en lo que no estoy conforme…
Hubo una ligera sonrisa maligna en los finos labios de la madrina. Este pobre Tom creía que aún podría poner condiciones.
—Sé perfectamente —continuó Tom— que sólo la casualidad hizo que me salvase de uno de los balazos destinados a mí. La asesina tuvo mal pulso, mala puntería, o quizá le dio pena disparar contra un hombre.
La crispación de labios de Meg Corso, la bonita morena (¿Sería ella la próxima madrina?) demostró que no era eso. No; a las asesinas profesionales no les importa en absoluto disparar contra un hombre, ver cómo la bala de duro blindaje deshace un hombre masculino o una hermosa cabeza de varón. Para las asesinas profesionales (y más si se juegan el porvenir con ello), el disparo sobre alguien del otro sexo es un placer casi equivalente al acto amoroso.
Se oyeron gritos airados procedentes de las calles. Dos estampidos cortaron el espeso silencio.
—Las mujeres querían mucho a la desdichada Brenda —dijo la madrina—. Hay un conato de sublevación… hay quien pretende que la hemos asesinado nosotras… ¡Fíjate, nosotras!… para apoderarnos de sus bienes.
—No hay problema —dijo Aldonza Ferrara, modulando despacio los labios bezudos—. La policía podrá poner las cosas en orden en seguida.
—Además —cortó la madrina, dirigiendo a las demás una mirada que ordenaba silencio—, contigo se puede hablar, Tom… Pensamos darles algo que había en reserva, uno de esos viejos inventos terrestres. La televisión. Los aparatos, a un precio irrisorio, saldrán a la calle dentro de poco. Y estamos instalando a toda prisa una emisora…
—En la Señoría, supongo.
—De momento, sí. Luego construiremos un gran edificio; retransmitiremos partidos de fútbol, competiciones deportivas y películas pomo.
—Tú tendrías un gran porvenir, Tom —dijo la Pirocco, con una sonrisa grosera.
Tom no respondió.
—Otra muerte, tal vez la tuya —continuó la madrina—, sería demasiado. Queremos salvar tu vida, pero ya sabes a qué precio…
Tom hizo un esfuerzo más para dominarse. Deliberadamente había dejado su Beretta en la mesita de noche. Sabía que, de haberla tenido en la cintura, no habría podido evitar empezar a disparar. Pero no habría acabado con todas, y habría sido la pequeña Brendita la que pagase las consecuencias. Las sobrevivientes se hubieran repartido los despojos.
Era preciso acabar con aquello.
—Esto —dijo, alzando en la mano las hojas de papel— es el testamento ológrafo de mi querida esposa, la fallecida Brenda della Scala. Fue redactado y firmado, con seis testigos, el mismo día en que nació su hija. En este momento, nuestra prima, la abogada Beata della Scala, está legalizándolo en el juzgado. Podéis verlo. Nombra heredera universal a su única hija, Brenda, y me nombra a mí albacea y administrador legal hasta su mayoría de edad, con todos los poderes y facultades.
Lo dejó encima de la mesa de porcelana. Las manos de la madrina se tendieron, engarfiadas, hacia el documento. Lo cogió y lo tendió a Pat Visconti, que también era abogado.
Durante un par de minutos, la Visconti leyó velozmente lo que decía el testamento.
—Es legal —concluyó, con voz dura—. Indestructible como un Moque de granito. Tiene los requisitos legales y si Beata está legalizándolo en este momento, no podemos hacer nada.
—Se puede dictar una ley anulando d testamento —afirmó la gorda Ferrara, enseñando los dientes.
—No seas estúpida, Aldonza —contestó Pat Visconti—. Si hacemos eso, lo que ahora es una pequeña revuelta en las calles pasará a ser una sublevación de lo más sangriento. Sería como reconocer que la matamos nosotras.
—Aunque eso no sea cierto, ni mucho menos —afirmó la madrina, suavemente. Los trazos de su rostro parecían tallados en acero. Sus ojos brillaban ferozmente, con el fulgor lleno de odio de quien ve que ha perdido la primera batalla—. Además —continuó—, ¿quién iba a confiar de aquí en adelante en un testamento o en cualquier documento legal si lo anulamos… directamente? ¿Puedo convencerte, Tom, para que renuncies a ese derecho que te da el testamento de nuestra querida amiga? ¡Saldrías ganando!
—No lo creo. No renunciaré. Pero os prometo una cosa. Como mi intención es salvar la fortuna de mi hija, guardaré la ley de la omertá, y no interferiré con vosotras. En estos momentos sólo puedo pensar en Brendita… Es lo único que me queda de ella. No pienso suplicar, no pienso rogar. Soy tan duro como pueda serlo cualquiera de vosotras. Si intentáis anular el testamento o privarme a mí o a mi hija de nuestros derechos, volverá a correr la sangre en las calles de San Cataldo. Elegid.
No contestaron. Miraban todas a la madrina, que, con las manos crispadas sobre el puño del bastón, contemplaba al viudo Della Scala, como si quisiera perforarle con los ojos.
—De un lado —continuó Tom—, mi silencio y mi disciplina. Callaré, obedeceré. A cambio de mantener íntegro el patrimonio de mi hija. De otro, la guerra a muerte. Aún podría contar con alguna ayuda… y yo sólo también valgo. En este último caso, lo perderé todo, pero vosotras no saldréis bien paradas. Hay armas, hay explosivos y hay deseo de venganza.
La madrina se puso en pie. Sus pupilas diamantinas expresaban claramente, con una mirada que fingía ser dulce, lo que había escogido.
—Vamos, vamos, Tom. Naturalmente, la paz. ¿Cómo va pretender cualquiera de nosotras privar a una infeliz huérfana de sus bienes? ¿Has podido pensar eso alguna vez, Tom?
Se ponían todas en pie; se preparaban para marchar. La cosa estaba decidida. El cadáver de Brenda, falto de venganza y castigo, se revolvería en su tumba durante años, y quizá su espíritu surgiera por las noches para atormentar a las que la habían asesinado. Pero de momento…
—Repito, Tom. No me has contestado. ¿Piensas eso de nosotras?
Estaban agrupadas junto a la puerta, esperando tan sólo esa pequeña derrota; la respuesta de Tom.
—Señora, no.
Su voz fue apenas audible.
—Me llaman madrina —dijo la vieja, con suavidad amenazadora tendiendo la mano derecha extendida, el dorso hacia arriba Y es señal de respeto, a mis años, besarme la mano y llamarme así.
Otra pequeña derrota que se exigía a cambio de la victoria principal. Con los ojos bajos, Tom se levantó, tomó la mano de la anciana y depositó un beso repugnante sobre la piel llena de arrugas.
—Sí… —dijo débilmente, fingiendo humildad—. Sí, madrina.
Lo mismo que había sido la primera en entrar, la madrina fue la última en salir, despidiéndose de Tom con un gesto leve de su mano huesuda.
Después de que las ocho mujeres hubieran abandonado la mansión, Tom, a solas, permaneció unos momentos inmóvil, con la mano derecha apoyada en la mesa circular de porcelana, y el testamento de Brenda aún en la izquierda. Luego dijo, en voz bastante alta:
—Podéis salir ahora… —y añadió cortésmente—. Por favor.
Otra de las puertas que daban a la gran sala se abrió. Salieron la fiel Elda Frattina, con los rasgos descompuestos, y cuatro mujeres más.-Sois el jurado —dijo Tom, mirándolas con dureza—. Todas vosotras habéis tenido alguna relación conmigo y por eso os he pedido que esperaseis en ese cuartito y que oyeseis todo lo que se ha dicho aquí. Tú, Adriana, fuiste la primera mujer que hizo el amor conmigo… ¿Verdad que te acuerdas de aquella noche en la pequeña fortaleza? ¿Verdad que te acuerdas de cuando me indicaste el camino de San Cataldo? Y tú, Laura Rossi, eras cliente mía en El Paraíso, cuando yo no era más que un miserable fulano de los arrabales. Creo que llegué a quererte un poco, y eso que aquella doctora… ¿cómo se llamaba?
—La doctora Paini, micer Della Scala.
—Eso. La doctora Paini. No; no me dejaba en paz. Y a vosotras dos, Vittoria y Matilde, hace unos meses supe comprender vuestros deseos de tener un hombre y creo que os di un buen rato de diversión con ese puerco de Mario Trani.
—¡Estaba muy bueno, señor! ¡Vaya tarde!
—¡Sí, señor! ¡No la hemos olvidado nunca!
—Gracias, queridas amigas. A ti, Elda Frattina… ¿qué te voy a decir? Has sido la colaboradora de mi esposa durante muchos años y la conocías casi tan bien como yo. Y ahora os pido a todas vosotras que me digáis la verdad. Las habéis oído a ellas y me habéis oído a mí… ¿Culpables o nocentes?
—Culpables —contestó velozmente Elda Frattina, con los rasgos descompuestos.
—Culpables —contestaron las demás, casi a coro.
—Está bien —respondió Tom, mirando las armas que todas ellas llevaban—. De momento, podéis olvidaros de esas pistolas. Y de lo que ha pasado aquí. Y de la excelente puntería y la afición al tiro que siempre ha tenido esa gorrina de Meg Corso. Tenía dos razones para pediros que oyeseis; una, escuchar vuestro veredicto; la otra, que me protegierais si ellas intentaban algo violento. Esto último no ha hecho falta… son demasiado inteligentes. Pero todo ha concluido ya. Muchas gracias, amigas mías. Podéis marchar…
Le miraron, con sorpresa reflejada en los anchos rostros femeninos.
—Entonces… —dijo Elda Frattina—. ¿Es qué no vamos a hacer nada?
—De momento, no —contestó Tom—. Lo primero de todo es mi hija, y si hacemos algo, la pobre perdería lo que tiene, y quizá la asesinasen también. Algún día, algún día os pediré que me ayudéis… Por cierto, Vittoria, Matilde… ¿queréis trabajar para mí de ahora en adelante?
—Señor, sí. Con mucho gusto.
—Consígueles un puesto, Elda. Mejor remunerado del que tienen ahora… Haré lo que sea por vosotras, a partir de este momento. Os buscaré hombres, os daré dinero, seré vuestro amante si queréis… Pero algún día, algún día os lo pediré todo… Adiós, amigas mías. Dejadme solo.
Durante horas, Tom Mumford permaneció a solas arrodillado ante el ataúd de Brenda. La habilidad de la empresa funeraria (era una pequeña di tía, también propiedad de la muerta) había sido tal que el rostro de la asesinada, maquillado y arreglado, parecía el de una persona dormida. Sus grandes párpados cerrados velaban para siempre aquellos ojos que habían estado a punto de contemplar el resurgir de un planeta; sus manos, cruzadas sobre los entorchados del pecho, seguían siendo en la muerte tan Poderosas y enérgicas como lo fueron en vida.
No; no eran pago suficiente unos cuantos muertos para compensar aquello.
Al amanecer, cuando las veladas luces del sol iluminaban el escudo del ventanal, Tom, de pronto, prorrumpió en sollozos gigantescos, que le desgarraron el pecho. Las lágrimas corrieron a ríos por su rostro, pero no por esto se sintió más consolado.
La luz del sol hacía lucir la divisa de la familia: «SEMPER VINCO», triunfo siempre.
Y sería verdad, se prometió Tom. Porque Brenda triunfaría aun después de muerta.
«Il Corrierre della Sera»
«… y así, ayer tarde, en medio de una impresionante manifestación de duelo, se realizó el sepelio de la señora Brenda della Scala, vilmente asesinada por una activista huida, al parecer de las lides tutelares de la benéfica Administración. La carroza, a la Federica, con plumeros y ornamentos negros, recamados de plata, atravesó las principales avenidas de San Cataldo seguida por un enorme cortejo. En coches cerrados, presidían el duelo el viudo Della Scala, Micer Tom Mumford, juntamente con sus más íntimas amigas, la señora Beatriz dall’Assassino y la señora Tiberia Lattuada. Se hallaban presentes igualmente el resto de la Junta de las Nueve, así como colaboradoras, amigas de la ilustre finada, autoridades y representaciones de la policía de Seguridad. Las fábricas Della Scala enviaron un enorme contingente de trabajadoras y empleadas que portaban gigantescas coronas con leyendas alusivas. La banda municipal de San Cataldo, dirigida por la mestra Patrizi, interpretó músicas fúnebres adecuadas al acto, entre ellas una composición original de la podestá Pertini, familiar de la extinta, que fue muy celebrada por su sentimiento y musicalidad. Más tarde, concluyó el óbito en el cementerio de San Cataldo, donde los restos mortales de la prócer fueron sepultados en el panteón familiar…»
«… sin noticias, por ahora. Han transcurrido ya dos meses desde el vil asesinato de la señora Della Scala, y los servicios de la policía de Seguridad continúan sin poder localizar a la autora del asesinato. Al parecer, es una tal Marcella Monicelli, de quien se dice que, habiendo tenido un hijo de la Administración, huyó con él hacia el interior, perdiéndose en las montañas. Dada la rígida postura que la ilustre finada ostentaba a este respecto, así como sus morigeradas costumbres, no es de extrañar que la criminal acción de la facinerosa se haya orientado precisamente hacia una de las mujeres de más personalidad de este planeta…»
«… en su emisión número ciento tres. Como siempre, ha constituido un éxito la retransmisión a través de los nuevos receptores de televisión. El Motor Ghia y el Della Scala se enfrentaron de nuevo en el campo del honor. Es de reseñar el fuerte dribling de Catavilnichi, así como las fenomenales paradas de la portera del Mottor, Alisa Menconi. A los quince minutos del segundo tiempo, Stratti hizo una incursión en el campo enemigo, pasó a Ponsoni y ésta a Bardinella. La Bardinella, con furia muy propia de la ditta Della Scala, cuyos colores defendía, lanzó un cañonazo sobre el área enemiga, que fue coronado por un majestuoso gol que la portera Menconi fue incapaz de detener. Recordemos a este respecto que la creadora del equipo fue la finada Brenda della Scala, cuyo asesinato, hace más de un año, continúa sin aclarar. Digamos, de paso, que las nuevas instalaciones de la TV San Cataldo, en el monte Urbino, han producido gran satisfacción en la población entera del planeta, así como la línea de repetidores que suministra la señal a todos los pueblecitos y establecimientos de nuestro mundo. Dícese que en época próxima podrá instalarse la TV en color, aunque el costoso presupuesto es lo suficientemente elevado como para que los receptores no estén al alcance de cualquiera…»