EL PARAÍSO
Tres días más tarde, Tom sabía perfectamente dónde había caído, y lo que tenía que hacer. Pero las explicaciones de papá Ugolino sobre lo que pasaba en la Administración eran tan terribles que prefería cualquier cosa antes que caer en las garras de ese desconocido y lejano organismo.
Bien es verdad que Tom no tenía la menor idea de dónde se encontraba, ni de qué vida se hacía en San Cataldo, ni de ninguna otra cosa. En eso no era muy diferente de muchas mujeres de las que asistían, por las tardes o las noches, al establecimiento de papá Ugolino. A ellas sólo les preocupaba ganar buenas liras trabajando, maldecir a la Administración y a las computadoras de la Tierra, insultarse entre sí, llamándose «measmos» «no te han desbridado» «hija de un andrajoso» y «miserable», y en los interludios entre una pelea y otra, beber como bestias y tratar de meterles mano a él, a Assinio, a Cosimo o a Enzo. Estos tres eran sus compañeros de suerte o de desgracia.
—Aquí, con excelentes muchachas que te amarán y te darán una pasta, o a la Administración. Allí te cogen el instrumento con un gancho y te lo retuercen para sacarte el semen. Con eso fecundan a esa pandilla de burras. Si no te sale semen, te dan dos palizas diarias, y te abren los testículos con un bisturí para sacártelo a caños. Luego te meten en la prensadora… ¡Y eso si que es peor! O te ponen electricidad en la misma punta, a ver si cumples. Hay muchos que mueren allí, créeme… ¿Quieres ir a la Administración?
—¡No! —gritó Tom, aterrorizado.
—No irás, guapo, no te preocupes. Tú cumple, acuéstate con las chicas… ¡eso no es tan malo! Hazlas beber; el diez por ciento para ti. Si las entrompas, ya no sirven para nada… menos la doctora Paini. Así que si beben mucho, tú ganas liras y te dejan tranquilo. ¿Verdad, Assinio?
—Sí…
Era el mismo de las revistas, pero envejecido, grueso. Sólo una sombra de lo que las fotografías mostraban. Hebras grises, grasa en el vientre y bajo los brazos, y rostro desgastado. Aún llevaba una de las anillas de oro en una tetilla. La otra estaba desgarrada y sangrienta. Se la habían arrancado en una juerga descomunal.
—¿Verdad, Cosimo?
—Sí…
Muy joven, casi un niño, con expresión viciosa. Cojeaba un poco de la izquierda, pero tenía grandes ojos y bonitas manos. Estaba muy solicitado.
—¿Verdad, Enzo?
—Sí…
El más viejo de todos. Una verdadera ruina. Gordo, pálido, deforme. Hacia un strip-tease atocinado y sudoroso en el minúsculo teatrillo. Apenas tenía gracia ni agilidad para moverse, a medida que iba soltando prendas en el polvoriento entarimado. El padre Ugolino, con sonrisa picara, movía los focos para iluminar las pobres desnudeces de Enzo. Generalmente, la cosa acababa con un bombardeo de botellas vacías, que Enzo esquivaba con dificultad. Varias moraduras en los hombros y el rostro eran testigos mudos de esa brutalidad.
Tom tuvo un éxito inmediato. Y tal vez por ello, esos primeros días, o esas primeras semanas, pasaron en un duermevela incesante de vasos de licor, de acodarse en el mostrador y oír los cuentos absurdos de las mujeres, de dejar que uno y otro cuerpo pasase sobre el suyo en la soledad pastosa del zaquizamí que le servía también de alcoba. Aprendió a utilizar el llamado enderezador, o vino de rosas, como decían las más finas. ¡Ah; aquel maldito bebedizo, que era preciso tomar cuando la propia naturaleza no daba a su pobre órgano viril la consistencia necesaria! ¡Aquella maldita botella que reposaba siempre en una silla desvencijada, junto a la cabecera de su camastro! ¡Aquella botella siempre llena, siempre vaciándose, siempre solícitamente renovada por las huesudas manos de papá Ugolino!
Y sin embargo, Tom no era muy desgraciado. En el fondo, se sentía orgulloso de la atención que las chicas le prestaban, de sus caras embobadas cuando les servía copas. Ganó unas cuantas liras, con sus comisiones, aunque no llegó a alcanzar a Cosimo, que se llevaba la palma. Enzo y Assinio, más fondones, se quedaron muy atrás, por lo cuál le tomaron un odio africano.
Incluso le quedó tiempo para leer algo y aprender cosas, a pesar de que papá Ugolino, cariñosamente, no le dejase salir todavía a la calle, «para protegerle de malos encuentros».
«El Correo de la Tarde»
Era el único periódico de San Cataldo, y, a pesar de su nombre, salía solamente por las mañanas. Se componía de cuatro hojas grandes de papel amarillento, donde la mayor parte de las noticias se condensaban en cuatro apartados: fútbol entre diversos equipos; entradas y salidas de buques; avisos de tipo familiar, con nacimientos, sobre todo, y siempre de chicas; y, por último, algún artículo económico o político. Había frecuentes referencias al Gobierno de las Nueve, en plan laudatorio. Tom casi no entendió nada. La editora era Assunta Vallone.
La radio
Debía tener poco alcance la emisora de San Cataldo, pues nunca habían podido escucharla desde la caverna de cuarzo rosa. Las emisiones comenzaban invariablemente así: «Ésta es radio San Cataldo, propiedad de la comendadora Pat Visconti, emitiendo en siete mil ciento cincuenta megaciclos. El programa de hoy…». El programa de hoy consistía siempre en música ligera, noticias amplísimas sobre fútbol, deportes y sobre unas apuestas mutuas denominadas toda-patada; y, a veces, unas escuálidas secciones sobre economía o sobre libros. Solamente emitía seis horas diarias.
El diccionario
Se lo prestó primero, y se lo regaló después, Laura Rossi, segunda oficial del Principessa Issotta, un buque de carga de las líneas Della Scala, que hacía travesías regulares entre San Cataldo y las poblaciones mineras de Brandistocco, Gherlino y Misalta. La editora era la sempiterna Assunta Vallone, de la misma forma que, al parecer, una tal Brenda della Scala era la propietaria de la inmensa mayoría de los buques.
Encontró Tom algunas definiciones sabrosas. Todas las de aquellas cosas con concomitancia sexual, desde luego. Y también un montón de equivalencias del vino de rosas, desde enderezador hasta alegrante, pasando por addirizzatore y voluptuario. En la palabra Tierra encontró una esquelética descripción del lejano planeta y una explicación macilenta acerca de cómo la población de San Cataldo llegó allí a través de un vórtice del espacio, que les hizo perder todo contacto con el planeta natal. Las computadoras terrestres habían programado tan erróneamente el viaje que nadie sabía muy bien dónde estaba la Tierra ni dónde estaba el planeta que habitaban, al cual, por cierto, no se había molestado nadie en poner nombre. Por eso —añadía el diccionario— la población maldecía con frecuencia las computadoras terrestres, mientras se esperaba en vano un contacto cualquiera con el planeta madre. Las Nueve representaban el gobierno, la potencia económica y la presencia de la Tierra en San Cataldo. Su autoridad era suprema y no podía ser discutida. Punto. Además, para eso estaba la policía de Seguridad.
En la palabra Administración solamente había una leve referencia al hecho de que controlaba las diferencias de sexo entre la población, dado el menor número de hombres… (Según las estadísticas más modernas, de once años antes, los hombres representan un 9,23 por ciento del total de la población).
Y poco más pudo aprender Tom.