UNA SESIÓN DE CAMPO EN EL RÍO DE LAS PIEDRAS REDONDAS

El coche azul y rojo de Brenda se detuvo ante un gran edificio de piedra situado en la Piazza della Mercatura.

—Ésta es mi casa —dijo Brenda, secamente.

Para estos momentos, Tom ya había relacionado el apellido Della Scala con la misteriosa Scala propietaria de todas las líneas marítimas y, naturalmente, una de las que formaban la todopoderosa Junta de las Nueve. Había tenido una suerte loca, pensó Tom. Amistades como ésta podían ser útiles, ¿verdad? Si es que ella no iba simplemente a sacarle sus favores, valiéndose de su indudable poderío, para dejarlo olvidado después.

—Giuseppe —dijo Brenda—. Te presento al señor Tom Mumford, soltero, amigo mío. ¿Has preparado alguna cosa de comer?

—Sí, señora. Tostadas al ajo, tortellini, pasta, y de beber, un Chianti y un Marsala. También pastelillo al estilo de Torrone. ¿Está bien?

Se volvió hacia Tom.

—¿Te parece bien a ti?

El muchacho casi se atragantó al contestar. Se sentía muy orgulloso de que se le diera tanta importancia como para pedirle su opinión.

—Señora, sí…

—Brenda. He dicho que Brenda.

—Brenda.

Giuseppe era un ancianito arrugado y limpio, muy bien ataviado con una chaquetilla oscura y pantalones no demasiado anchos, casi hasta el tobillo, a rayas blancas y negras. Calzaba unos escarpines de charol negro, con hebillas de plata, todo ello deslumbrante de brillo.

Dirigió a Tom una mirada inexpresiva, como si no supiera catalogarlo. Algo hizo pensar al joven que no era, ni mucho menos, el primer hombre que Brenda della Scala recibía en su casa.

Apenas pudo avizorar las amplísimas habitaciones y salas, llenas de muebles anticuados y de cortinones con flecos. La casa olía a cerrada, y un indudable tufillo de antigüedad se desprendía de los arcones y las cómodas de densa madera oscura.

Sin embargo, el ascensor que les llevó a la terraza era ultramoderno.

Había allí un aparato aéreo de doce plazas, con la misma matrícula que el coche. Los grandes propulsores se abultaban a los lados del fuselaje, causando una aterradora impresión de potencia. El interior, tapizado con seda, estaba dividido en dos partes. La primera, que fue la que ocuparon, contenía los asientos y la cabina de pilotaje. La posterior, separada por un pequeño tabique, una mesa redonda, con seis butacas alrededor, estilo sala de juntas.

El aparato se levantó en el cielo con un suave bramido de los motores. Brenda pilotaba con facilidad, como quien lo ha hecho muchas veces. En la voz de quien le dio la salida desde la torre de control de San Cataldo había un indudable tono de respeto. Giuseppe y Tom se sentaron detrás de ella llevando el anciano en las rodillas una cesta cubierta por un mantel níveo.

Rugió la aeronave sobre la ciudad, dejándola atrás muy rápidamente, y después, con un suave giro, se orientó hacia el sur. Tom respiró. Por un instante había temido que Brenda della Scala se dirigiese hacia el este, y tal vez a la lejanísima tumba de cuarzo rosa donde reposaban los restos mortales de Giovanna la Nera. Aquello era una parte de su pasado que no podía olvidar, pero que hubiera querido borrar.

—¿Dónde vamos? —se atrevió a preguntar.

Pasaban sobre las acerías próximas a San Cataldo. El aéreo se levantó hasta tres mil pies, para huir de la espesa humareda de las fábricas, pero no sin que Tom viese los grandes letreros que decían «ASSASSINO, FUNDICIONES». Atrás quedaron también las granjas acorazadas, con sus pequeñas fortalezas, de una de las cuales guardaba Tom un recuerdo borroso.

—A un sitio que te gustará. Sólo se puede ir en avión. Hay un río, un prado… ¡Fuerza, Tom! ¡No estés tan pálido! ¿Es que no has volado nunca?

La mano derecha de Brenda echó hacia atrás la palanca de gases, y el rugido de los motores subió de tono. Cortaba ahora el aire velozmente, como un cohete.

Tardaron media hora en tomar tierra. El lugar, tal como había indicado Brenda, era bonito. Se trataba de un valle entre montañas cortadas a pico, de manera que, efectivamente, la única forma de llegar a él era mediante un aéreo. Había un río torrentoso, de espesas aguas azules que saltaban y burbujeaban entre mil piedras pardas, casi completamente esféricas. Este río, de rápida corriente espumosa, pasaba rozando el pie de uno de los acantilados verticales que limitaban el valle. La otra orilla era un prado, lamido por las veloces aguas. También protegido por un acantilado vertical, había en él una pequeña cabaña de ladrillo rojo, con dos chimeneas. Parecía una casa de muñecas, con sus contraventanas de madera verde, y su tejado de color pizarra, muy agudo.

—Me costó casi un millón de liras construiría —dijo Brenda, ayudando a bajar a Tom—. Un capricho. ¿Quieres verla?

Era un nido. Solamente dos habitaciones: una sala de estar con chimenea y una alcoba. Brenda, de pronto, parecía molesta. Escondió rápidamente unas fotografías que estaban desperdigadas sobre el gigantesco y mullido sofá, y dio una patada a un slip masculino, de encaje negro, para que se deslizase y desapareciera bajo el desordenado lecho.

—Bueno —dijo, con una posecilla—. No me lo cuidan mucho. Giuseppe se olvidó de arreglarlo la última vez que yo, ¡ejem!, dormí aquí. ¿Verdad, viejo Giuseppe?

—Señora, sí.

—Vamos fuera, Tom, encanto. Esto no es para ti.

Y sin saber por qué, Tom se sintió muy agradecido.

Comieron a la sombra del acantilado, ya que el sol pegaba fuerte. Giuseppe les sirvió, mirando siempre con mucho cariño a su ama, y con una expresión cada vez más extraña, a Tom. Todo estaba muy bueno, y era de primera calidad.

Después, misteriosamente, Giuseppe se esfumó en el interior de la cabaña, se abrieron las ventanas; sábanas y cubiertas fueron puestas a airear, y el rumor de una aspiradora zumbó en el silencio del valle.

Brenda acercó su silla de tijera a la de Tom. El Marsala parecía haberla puesto muy contenta, y en cuanto al muchacho, la media docena de copas que había tomado casi se le habían subido a la cabeza. «¡Qué voy a hacer!», pensó. «Si quiere, que me tome. No será peor que cualquier otra, y, desde luego, que la doctora Paini, esa mala bestia».

Pero ella no hizo ninguna tentativa en este aspecto. Hablaba y hablaba sin cesar, contándole cosas de negocios, de compras y relaciones mercantiles, tan complicaos que Tom no entendió una palabra, limitándose a sonreír dulcemente y a asentir con alegría cada vez que la conversación parecía requerirlo. Era su papel; no había otro para un pobre fulano de barrio como él. Y estaba tratando con una señora, una verdadera señora, una de las nueve señoras más poderosas de este mundo.

Además, realmente, Brenda no le dejaba hablar. Era impositiva y dominante, incluso en esto. De lo que dijo se desprendía que era la que más sabía, la que siempre tenía razón y la que resolvía todos los problemas de la Junta.

—La madrina —añadió—, y me refiero a la señora Dall’Assassino, que me considera su sucesora. ¡Claro! Ni Lattuada, ni Sforza, ni Vallone, ni Visconti pueden hacer el mismo papel que yo. Pero vale de charla, Tom Cuéntame cosas tuyas…

—Yo… —dijo Tom—. Yo… Y no supo qué decir.

No importó demasiado. De repente, Brenda se quedó mirándole con fijeza.

—¿Sabes? —dijo—. Eres el hombre más guapo que he visto en mi vida. Y he visto unos cuantos. ¿No te lo han dicho nunca?

Se lo habían dicho, desde luego. Pero Tom prefirió un discreto silencio a una contestación inoportuna. A fin de cuentas, ese silencio no le importaba nada a Brenda; ella sola era capaz de llevar una conversación.

—Tienes unos ojos maravillosos, Tom…

—Los de usted también lo son, comendadora…

Brenda chilló, en tono agudísimo:

—¡No me trates de usted…! ¡No me trates de usted! ¿Somos amigos o no?

—Señora, sí.

—Brenda.

—Brenda, sí.

—Pues eso. Ni me llames comendadora, maldita sea. ¡Puerca miseria! Esa bruja de Dall’Assassino ha nombrado comendadoras a Lattuada, a Vallone y a su propio marido, ese Alfio. Y a mí, no. Supongo que es una prueba, o un equilibrio de la balanza del poder. ¿No te parece?

—Brenda, sí.

—Claro. ¿Tienes esa boca tan perfecta todos los días, o la tienes hoy solo?

—Todos los días. Usted… Perdón… tú también tienes una boca muy bonita, tan roja…

—Eso es por la buena alimentación y la salud. Yo me moriré pronto, pero no he tenido una enfermedad en mi vida.

Durante un par de minutos, ninguno de los dos dijo nada. En la cabaña continuaban surgiendo cosas por las ventanas, y proseguía el ruido de cacharros puestos a lavar, así como el bordonear de la aspiradora.

Después, Brenda, sin decir una palabra, le pasó el brazo desnudo por los hombros, y le atrajo un poco, muy poco, sólo ligeramente, hacia ella. Tom se dejó hacer. Lo que ella quisiera, todo lo que ella quisiera. Tanto como si quería poseerlo ahora mismo y olvidarlo a continuación. Era la primera mujer —salvando quizás aquella Adriana de las fortalezas— que le había tratado como a un ser humano. Entreabrió la boca, esperando recibir el profundo beso que se avecinaba. Pero no hubo tal. Brenda le miraba con una terrible intensidad, destellando chispazos sus ojos verdeazulados. Por primara vez, Tom se dio cuenta de que su piel era un poco irregular. Parecía tener varios centímetros de espesor, y en una mejilla lucía un pequeño grano, que no afeaba en absoluto el conjunto. Era lo más profundamente femenino, lo más poderoso, lo más fuerte y dominador que había visto jamás.

—No… —dijo Brenda, en voz ronca y baja—. No puedo. De ninguna manera. No se por qué, pero no puedo. Perdona.

Se levantó y, con gesto brusco, se quitó el justillo azud cobalto, quedándose desnuda hasta la cintura. Después, con un gruñido, se sacó las botas y los pantalones, dejándose un traje de baño reducido, rojo fuego.

—¿No quieres bañarte, Tom?

El río velocísimo daba miedo a Tom. Negó, con la cabeza, en silencio, sintiéndose un poco defraudado por el hecho de que ella no hubiera querido besarle.

Tenía Brenda un cuerpo un poco llenito, no muy delgado, con unos muslos poderosos, cilíndricos, y unas pantorrillas como vigas maestras de aeronave. Sus pechos eran pequeños, casi planos sobre el torso, coronados por pezones de un encantador tono rosa. Supo Tom, en este instante, que si ella le abandonaba, iba a ser un desgraciado para siempre. «No, por favor, no me dejes… haz lo que quieras conmigo, pero no me dejes…».

—Yo sí.

Y las atiburonadas formas de Brenda se sumergieron, con gran escándalo de espumas y un fenomenal chapuzón, en las heladas aguas del río de montaña. El cuerpo atlético de la mujer cortó con grandes brazadas, poderosas, las aguas congelantes, y a poco, surgió al otro lado del río, sorteando las piedras redondas que bifurcaban la corriente en agudas crestas de espuma. Intentó trepar por el vertical acantilado, y lo consiguió, ante el espanto de Tom, que casi soltó un gritito.

—No se preocupe, patroncito Tom —dijo la voz de Giuseppe—. Lo hace siempre. Se conoce todos los agujeros y todas las resquebrajaduras. Trepará hasta aquella roca amarillenta, y desde allí, volverá a bajar.

Tom esperó unos momentos. Efectivamente, parecía ser así.

—Giuseppe —dijo—. Ella… ¿viene aquí muchas veces… con hombres?

—Nunca la he visto portarse así con ninguno —respondió el viejecillo, contestando a la vez a la pregunta hecha por Tom y a las dos o tres más que había flotando en el ambiente.

Desde la roca amarillenta, el musculoso cuerpo de Brenda della Scala, propietaria de una verdadera fortuna, inició el descenso.

—Si llega lo que yo pienso —musitó Giuseppe— sólo le pido una cosa, patroncito Tom Cuídela. Cuídela mucho. Es más débil que lo que ella misma piensa.

Y después se retiró de nuevo al interior de la cabaña. Había muchas más cosas que asear.

Brenda, chorreando agua, respirando de prisa, se sentó otra vez junto a Tom.

—No te atreves, ¿eh?

—Señora, no.

—Pues bueno. Yo sí. Si alguien puede hacerlo, yo lo hago. Eso mismo. Bien, Tom, bien. Habrá que ir marchando. Ya es casi de noche. No me gusta aterrizar en la oscuridad.

—Lo que usted… lo que tú digas.

—¡No seas tan esclavo, demonio! ¡Llévame la contraria alguna vez! Di que no te da la gana, que quieres quedarte aquí tres días, di lo que quieras, pero no seas así. ¡Sé tú mismo, pon fuerza, Tom!

—Bueno.

Otro momento de silencio. Pasó un ángel, con alas cubiertas por lazos rosas y por partituras musicales con la marcha nupcial de Mendelsohn.

—¡Giuseppe! ¡Giuseppe! ¡Recógelo todo, que nos vamos!

Le miró, atentamente.

—Lo que no me explico, querido Tom, es lo que hace un chico como tú en un sitio como ése.

Y Tom reventó. Mientras de nuevo el brazo de Brenda se posaba en sus hombros, y mientras sentía el enorme atractivo del cuerpo casi desnudo que había junto al suyo, aunado al terrible poderío de la mujer, de su clase, de su fortuna y de todo aquello que podía deshacer a un hombre débil, Tom explotó como una granada. Comenzó a contar cosas, lentamente al principio, más rápido después. Supo, instintivamente, que Brenda no iba a causarle ningún mal aun cuando se lo dijera todo. Y así, explicó toda su vida y sus aventuras; lo de las cavernas de cuarzo rosa y lo de Giovanna la Nera; lo del padre Ugolino y lo de la doctora Paini… Todo, absolutamente todo.

Brenda le escuchó en silencio, sin interrumpirle ni una sola vez. Dejó que terminase la terrible historia y, entonces, con una suavidad inesperada, le propuso:

—Tom, pobrecito mío. ¡Cuánto has sufrido! No te enfades, pero… ¿Puedo darte un beso?

Fue Tom mismo el que contestó con los hechos, en vez de con palabras. Se aproximó a Brenda y la besó. Y al hacerlo, al sentir la boca de Brenda sobre la suya, se dio cuenta de que no debía dejarla perder por nada de este mundo. En suma, que era la mujer de su vida, y que debía hacer todo lo posible para que no se le escapase, si sus cortas fuerzas se lo permitían.

Y ella era indudablemente muy experta en estas lides. Porque el beso fue todo lo historiado, profundo y experimental que un beso puede ser. No quedó cosa por hacer ni contacto por realizar, y, verdaderamente, Tom aprendió mucho con este dulcísimo intercambio.

Había cambiado mucho la expresión de Brenda.

—Ahora nos vamos, cariño. ¿Dices que la doctora Paini aparece por allí los días quince de cada mes?

—Sí…

—Muy bien, hombre más guapo del mundo. Y no miento. Tendrás noticias mías. Y ella va a tenerlas también. Voy a tener una conversación con esa basura… ¿Papá Ugolino, dices? Te van a dejar tranquilo, créeme. Y luego, ya hablaremos tú y yo, amor.

Silencio.

—Pero, ¡bueno! ¡Dime que te gusto un poco!

—Más que nada, señora… digo Brenda… más que nada en todo el universo. ¡De verdad, lo juro!

Brenda se echó a reír.

—No me extraña —contestó, orgullosamente—. Pero tú lo vales todo… Ya verás lo que va a pasar, ya lo verás.

»¿Nos vamos? ¡Giuseppe, maldito Giuseppe! ¿Está todo recogido?

—Señora, sí. Y buen trabajo que me ha costado, porque la señora, y dispénseme, es de un desordenado, cuando viene aquí, que no hay hombre que pueda ponerlo todo a punto…

—¡Basta ya! ¡Al aéreo, Tom! ¡Al aéreo, Giuseppe! ¡Nos vamos!