VIDA ÍNTIMA

¡Si bastase con estarse quieto y dejar hacer…! Pero la insaciabilidad sexual de Brenda se manifestaba hasta en el deseo de que él participase de sus estremecimientos y eso… eso era algo que Tom, penetrado profundamente de la sinceridad que le debía a esta mujer admirable; era incapaz de fingir.

Además, ella, sobre todo al principio de su matrimonio, era agotadora en todos los aspectos. El cúmulo de energía de que estaba sobrecargada se mostraba trabajando sin cesar (cerca de diez horas diarias), haciendo viajes a pueblos o a San Miniato, organizando continuas fiestas para Tom (pensando que le gustaban) o haciéndole asistir a veladas de otras prepotentes como ella. Si hubiera conocido bien a Tom, se habría percatado de que lo que él quería era estar a solas con ella, charlar, tener las manos cogidas y, además, disfrutar de tiempo Ubre para leer y pensar un poquito.

—¡Ésa es la vida de una funcionaría de tercera! —dijo Brenda cuando él se lo explicó—. ¡No es la nuestra!

Continuó Tom sus ejercicios físicos. Pero ni siquiera en esto lo dejó Brenda actuar por su cuenta. Le buscó un monitor, llamado Patrizio, uno de los pocos atletas que existían en San Cataldo. A Patrizio, de joven, un accidente desafortunado le había privado de los atributos sexuales que le hacían deseable, dándole unas horribles cicatrices y una lisura de piel inesperada. La Administración, tras el oportuno expediente, había prescindido de sus servidos, de unos servicios que, por otra parte, no podía prestar. Patrizio, marginado, había desarrollado músculos y había participado en peleas entre hombres, muy cotizadas y a las que, con gran reprobación de la sociedad honesta, asistían buen número de mujeres. Luchaban desnudos o semidesnudos, incluso en pozos de barro, o ataviados con vestiduras bárbaras, recamadas de joyas falsas y de gran número de dorados. Pero, a pesar de todo ello, Patrizio fue un excelente monitor de gimnasia y lucha para Tom, y acabó tomándole una adoración sin límites. Ya viejo, sin empleo ni retiro, era lo único que podía hacer.

—Brenda.

—Qué.

—Yo he leído en unos de los libros… ¿Cómo es que no tenéis un radar en el puerto?

—¿Radar? ¿Qué es eso?

No sabía por qué, pero le pareció que Brenda sabía perfectamente lo que era un radar. No obstante, se lo explicó.

—¡Oh, no! —dijo ella—. No es necesario.

—Podríais prevenir las invasiones de los insectos; los barcos navegarían con más seguridad…

—Sí; sí lo he comprendido. ¿Uno de los viejos inventos terrestres? Pero te aseguro que no hace falta, Tom. En algo tienen que entretenerse las mujeres… ¿eh, hermoso Tom?

Y ella nunca quiso oír hablar más de esto.

—Ven, acompáñame; tengo deseos de hacer el amor contigo. No me cansas nunca, Tom.

Estaba en los últimos días del embarazo y seguía deseándole, y eso a pesar de que la doctora Guerra le había recomendado que dejase las relaciones sexuales por una temporada.

En este aspecto, Brenda era tan impositiva y vehemente como en toda su vida. Cuando quería sexo, lo necesitaba ya, sin paliativos ni retrasos. Manoseaba el cuerpo de Tom en todas sus partes, lo acariciaba, le decía frases que tan pronto eran dulces como espantosamente brutales. Se sentía Tom como un instrumento musical entre sábanas de seda; era tocado, pero no resonaba; era interpretado, pero no daba melodías.

¿Y las miradas de Brenda a la botella enjoyada? «¿Acaso no puedes privarte de eso?». En otros tiempos, sabiéndola insatisfecha, Tom hubiera soltado unas lagrimitas. Ahora, no; ahora sólo pensaba en darle la satisfacción que ella necesitase, y en volver a sus lecturas y a las notas que iba tomando, pergeño aún lejano del libro que pensaba escribir.

Porque, para Brenda, como siempre, cuando quería sexo, la carne era lo primero. Era un montón de manos que se multiplicaban, era el pellizcar, el amasar, el tratar de dar placer (inútilmente), era el hablar de lo que iba a realizar, y el decir lo que hacía, al mismo tiempo que lo estaba haciendo. Ese cuerpo gigante, tan extraordinariamente sensible, tan deseoso de gozar, era el fracaso número uno de Tom.

Tuvieron conversaciones sobre ello. Aún no habían llegado a pronunciar palabras fatídicas, tales como «Nuestro matrimonio es un error» o «Me equivoqué contigo», pero algo le decía a Tom que no faltaba mucho, y que si no se pronunciaban nunca, sería peor, porque eso significaría algo malo… Alfio, Mario Trani o cualquier fulano de los arrabales.

¿Sería cierto que los primeros días eran importantes, y no menos las primeras noches? ¿No se rompería algo en San Miniato? Tal vez las cosas hubieran marchado de otro modo si hubieran tenido un viaje de bodas tranquilo, sin sublevaciones, ni atentados, sin nervios ni tensiones.

Salían con el coche; iban al Sartirano, el bar preferido de Brenda, donde casi inevitablemente estaba el muy odioso Mario Trani. Tomaban desmán, bebían vino espumoso de la Scaglia; eran recibidos como emperadores. Pero eso era solamente el prólogo de lo que venía más tarde.

Exigía que Tom le amase.

—Tom… por favor. ¿No sientes nada? ¿No puedo darte placer de ninguna manera?

—Sí siento algo; un poquito, corazón…

—No basta con eso. Deberías volverte loco de gusto, querido mío. ¡Me desvivo por hacerte cosas, y tú ahí, con las piernas apretadas y esa maldita botella al lado!

—Bueno; ya lo sabías…

—Pero yo pensé, yo creí…

—Y ¿qué puedo hacer yo?

—A veces pienso que no me quieres. Si me quisieras… ¿O es que sólo soy la máquina de ganar liras?

—¡No digas eso; no soporto que digas eso! Comprende; esto no lo es todo; yo te quiero. Más que a nada en el mundo, Brenda. Pero ¿qué le voy a hacer? ¡No siento nada!

Vino la respuesta, brutal, contundente.

—¡Finge, maldición!

Le compró un cochecito de dos plazas, una preciosidad lacada en rojo, con parachoques cromados y un impresionante surtido de faros. Le llevó trajes y joyas, le enseñó a pilotar un aéreo. Hasta los carnets de conducir y pilotar, dada la influencia de Brenda, se los dieron sin necesidad de examen.

—¿Es que no me deseas, Tom?

¿Cómo no iba a desearla? Mil años de su vida hubiera dado Tom por sentir un excelente orgasmo con Brenda, como aquel único caso cuando ella, herida y chorreante de sangre, le poseyó en San Miniato. Pero con la progestiridina sólo lograba erecciones, no placer; y sin placer no experimentaba la necesidad de realizar ninguna actuación placentera para su esposa.

Una tarde le llamaron del edificio Della Scala. Era la apoderada, la fiel Elda Frattina. Brenda había sido llevada a la clínica a toda prisa. Había roto aguas.

Hasta el último segundo estuvo firmando documentos y dando órdenes.

—¡Si fuera niño! —había dicho Tom.

—Bueno… —había contestado Brenda, con renuencia—. Si es niño, cumpliremos con las normas. No soy una obrera insatisfecha, como para fugarme. Pero espero que sea niña. Y que se llame Brenda. Y que siga mis pasos, y sea la feliz dueña de un imperio.

El parto apenas duró veinte minutos, sin la más mínima complicación. Para cuando llegó Tom a la clínica, conduciendo su flamante TOM-882, la pequeña Brendita —amasijo de carnes rojizas, ojos cerrados, puñitos engarfiados— reposaba en su cunita de la maternidad.

—¿Serás igual que tu madre? —dijo Tom viéndola a través del cristal—. ¡Serás igual que tu madre!

El nacimiento no les unió. No había sido el niño prometido, el niño deseado, el que podía ser educado por Tom con las ideas que en su cabeza iban surgiendo sin cesar. No vino el que podría ser el padre de todos los hombres, el nuevo profeta, el que podría aprenderlo todo y sustentar la antorcha de una nueva vida en el planeta.

Había sido otra mujer lo que había nacido. Otra Brenda della Scala en pequeño. Por tanto era Tom mismo el que debía continuar, abandonando la vida cómoda. Faltaba algo que hiciera detonar ese proceso.

La arquitectura

El edificio Della Scala era un gran bloque encristalado de doce plantas. No menos de cuatrocientas empleadas, bajo la dirección de la todopoderosa señora, o en su ausencia, de Elda Frattina, prestaban sus servicios dentro de él. Algunos viejos, ya jubilados, completaban sus menguados ingresos en los puestos de venta de helados o refrescos en las diversas secciones. Forzudas mujeres, de mentalidad escasa, atendían la limpieza. No era lo menos importante la potentísima emisora de radio, para las comunicaciones con los diversos buques. No existía el radar.

Otro edificio impresionante era el palacio de la Señoría. Tradicionalmente se le venía considerando como la sede del Gobierno, y su gigantesca fábrica de acero y esmalte cobijaba lo que todas llamaban «los servicios centrales de las Nueve». Situado en plena Piazza della Mercatura, solamente una parte de él era moderna, la construida con paneles de acero inoxidable, con vigas de esmalte púrpura intercaladas. El resto iba degenerando por grados hacia una prodigiosa antigüedad. Se pasaba del acero al hormigón armado, de aquí a la piedra berroqueña, y de aquí a unas naves o bastimentos, edificados con madera de los enormes árboles de la región. Lo rodeaba un foso lleno de agua, alimentado por el caudal del río Bélice. Decíase que sus subterráneos profundizaban, en el interior del terreno, ocho o diez o más pisos. Radicaba allí, sobre todo, el cuartel general de la policía de Seguridad.

Terrible arma ésta, y, por ello, cualquiera de las Nueve que hubiera podido hacerse con su dirección, hubiese dominado a las demás. Pero las Nueve eran hábiles, y además de sojuzgar con mano de hierro la economía del planeta, no pretendían hacerse daño entre sí. Por eso, los grados superiores de la policía de Seguridad eran un inextricable entrecruzamiento de primas, sobrinas, hermanas, tías y nietas de todas y cada una de las Nueve. No había sublevación militar posible. Si una sola de las nueve familias hubiera intentado dominar la policía, se habría encontrado sin remedio con una gavilla de parientes de las demás, que, habiéndose enterado del plan, lo habrían hecho abortar en minutos.

Pero mientras en la cúspide del palacio de la Señoría giraba sin cesar una misteriosa antena enrejillada, por sus pasadizos de piedra, por las estancias del subsuelo, pictóricas de oscuridad, por las galerías de espesa madera de quercia y por las terrazas ultramodernas, circulaban sin cesar el oro, la vida y la sangre del planeta entero.