LA ADMINISTRACIÓN
Los grandes y fríos edificios ocupaban una enorme área, rodeada de jardines, en las afueras de San Cataldo. Un alto muro de hormigón, coronado por alambradas, los defendía a la vez del ataque exterior de las bestias salvajes del continente R (sí, las que destrozaban los sembrados de las granjas Lattuada) y de la huida interior de los pensionistas.
—Tendrá usted que llenar el impreso —dijo la doctora Guerra.
Tom lo tomó en las manos y, chupando la punta del bolígrafo, comenzó a rellenar los diversos huecos.
Nombre:…
Domicilio:…
Edad:…
Nombre de la madre:…
Nombre del padre (si se conoce, o, en otro caso, procedencia conocida de la inseminación):…
Preferencias en cuanto al procedimiento sexual:
a) Inseminación artificial, corrientemente denominado procedimiento en frío.
b) Contacto carnal directo, corrientemente denominado procedimiento en caliente.
c) Elección libre, según los casos, de uno u otro. Si se utiliza el parágrafo, el usuario quedará en libertad de determinar cuándo elige una mujer en las recepciones o cuándo elige el ceder su semen, y ello durante el tiempo de estancia en la Administración.
No estará usted mucho aquí, patroncito Mumford —dijo la doctora Guerra, recogiendo el impreso—. ¡Ah, bien! Veo que ha elegido el procedimiento en frío. Es natural, dado su próximo casamiento.
La doctora Guerra era joven, habladora y simpática. Se preocupó por Tom, como si fuera hijo suyo. Y eso que tuvo buen cuidado de hacer notar que ciertas amistades no habían influido en eso de ninguna de las formas.
—A mí —añadió mientras le acompañaba a su habitación— me es igual que sea usted un protegido de la señora Della Scala o no. Yo trato a todos igual; yo trato de borrar esa terrorífica imagen de la Administración que, no sé por qué, circula por ahí. ¡Si aquí no hacemos nada malo a nadie!
—Claro —contestó Tom, temblando. ¿Cuándo sacarían el cuchillo con el gancho en la punta? ¿Cuándo le prensarían los testículos para extraerle el semen?
Pasaban por los jardines del exterior, cubiertos de macizos de flores enormes: garófanos rojos y blancos, giorginas circulares, de un vívido color amarillo, cardoncillos, terminados en una gran ojiva llena de pinchos violeta. Entre estos macizos surgían los grandes troncos de las quercias con sus hojas casi redondas de un vívido verde frutal. Los edificios, todos iguales, se extendían en forma de estrella, rodeando los grandes bloques centrales, donde estaban las salas de recepción y las oficinas. Algunos hombres, vestidos cada uno a su aire, paseaban por las veredas enarenadas, junto a las fontanas y los cursos de agua. Un par de ellos saludaron de lejos a Tom, identificándole como nuevo.
—Apartamento tres mil cuatrocientos treinta y tres B —dijo la doctora, abriendo la puerta—. Individual, privilegiado. ¿Le gusta?
Sí le gustó. Una pequeña cama, con colcha de ganchillo, cortinas de cretona, muy alegres, y dos butacas, juntamente con un diminuto escritorio. Sobre una mesita baja había una gran cesta de frutas, con un sobre encima.
—Regalo de su novia —dijo la doctora Guerra—. Lo ha enviado esta mañana. Tiene usted radio, teléfono, papel para escribir… ropa… todo lo que necesite. El listín tiene las señas de la lavandería, la clínica y todos los servicios… ¿Ve usted como la Administración no es tan mala?
—Creo que no —respondió Tom, dudoso—. Pero ¿qué necesidad hay de esto? ¿No podrían los hombres solos…?
La doctora se sentó en una de las butacas, hizo seña a Tom de que ocupase la otra y encendió un cigarrillo.
—No, no. No podrían, patroncito. De ninguna manera. Tenga usted en cuenta que, por cada diez mujeres, hay un hombre, y según dicen, la proporción continúa disminuyendo, aunque muy lentamente.
—¿Por qué?
Después de hacer la pregunta, Tom se dio cuenta de que unas semanas atrás no hubiera experimentado esta sensación de curiosidad que sentía ahora. Se hubiera limitado a aceptar las cosas, sin preguntar nada. Era buena la curiosidad, muy buena.
—¿Por qué? Pues no lo sé, no lo sabe nadie. No hay demasiados fondos para investigar y, además, no da tiempo. La Junta de las Nueve suministra todo lo que sea preciso para el buen servicio de la Administración, pero casi nada para investigaciones. Y bien. Lo que decíamos antes… ¿qué pasaría si dejásemos a los hombres solos por ahí? En dos semanas esto sería un infierno, no lo dude. ¿Un cigarrillo?
Tom no fumaba, pero la doctora encendía uno detrás de otro.
—El único problema que el planeta tiene es la tensión sexual. Como soy médica, leo de todo y entiendo de todo. Estoy escribiendo un libro sobre economía, que será un hallazgo. Pues bien, la marcha económica del planeta es muy buena. Se trata de una economía en crecimiento en un mundo rico en minerales, con terreno fértil, con mil variedades de plantas, animales y peces aptos para el consumo humano. Una economía que crece, que se expansiona y que dispone de grandes espacios todavía sin explotar. Planetas como éste, eso he leído, tenían dos o tres mil millones de habitantes, o quizá más. Aquí llegamos escasamente a diez, y disfrutamos de un clima privilegiado. Nadie pasa hambre, nadie está falto de habitación. Todas las obreras, empleadas, profesionales, etcétera, ganan buenos sueldos y pueden disfrutar de casi todos los lujos. Menos de uno…
—El sexo.
—Efectivamente; es usted muy listo, patroncito Mumford. El sexo. Es el único bien escaso, y hay que administrarlo. Por otra parte, es evidente que ésta es la situación normal de la civilización. Un hombre puede fecundar cien mujeres, mientras que ¿para qué le servirían cien hombres a una sola mujer? Necesitamos hijas, muchas hijas que ocupen el planeta, trabajen y hagan aumentar la riqueza de que todas disponemos…
Entonces… ¿por qué Giovanna la Nera…?
—Ya sé, ya sé. Corren bulos sobre la Administración. Historias de torturas, de estupideces, ¡yo qué sé! Mire —señaló la doctora su maletín negro—, dentro de cinco minutos efectuará usted su primera donación, y ya verá como no es nada horrible. Es lo mismo que habrá hecho usted a solas muchas veces.
Tom nunca había hecho nada a solas, de forma que no supo qué contestar.
—Pero —continuó la doctora— el caso de Giovanna la Nera no es raro. Bueno; sí lo es, porque en cuanto nace un niño, la Administración le ficha, le sigue, lo educa, lo controla. A los dos años de edad lo retira de su madre; esto puede parecer cruel, pero es necesario. El ansia de posesión de hombre es tan enorme que algunas intentan huir para tener un hombre, aunque sea su hijo, para ellas solas. Incluso se dan, o se dieron en el pasado, casos de incesto. May repugnante. Y como es natural, también se producen casos de lesbianismo, a falta de otro material… delito gravísimo, muy penado. Necesitamos más población, más hijas, más hijos, no uniones estériles entre dos mujeres. ¿Vamos con dio? No se asuste, por favor. Piense que con lo de hoy (sólo se le pedirá una vez cada dos días) fertilizaremos a un centenar de mujeres. Las reservas de esperma congelado de la Administración…
Mientras continuaba hablando sin cesar, la doctora extrajo un vaso de cristal esterilizado y unas gasas. Pidió a Tom que mostrase su miembro viril («¡el instrumento!», señaló jocosamente), lo limpió y le pidió que actuase.
Avergonzado, Tom lo intentó. Fue inútil. No logró ni siquiera una erección.
—Bueno —dijo la doctora, alegremente—. No hay que preocuparse. Son los nervios. Puedo desnudarme, si es que eso te va a ayudar. No te molestará que te tutee, ¿verdad? Da más confianza. Tú puedes hacerlo conmigo, también. Puedo traer un par de chicas lindas que te remonten el ánimo… pero tranquilo, ¿eh? Sólo para ayudar. Sin entrar en el procedimiento en caliente…
Todo fue inútil. Tom, muy apurado, no consiguió nada. Cuando las chicas lindas (no lo eran tanto) se fueron, y la doctora se vistió, Tom se quedó sentado en silencio, sin saber qué decir.
—Esto es extraño —musitó la doctora—. ¡Malditas sean las computadoras de la Tierra!
—Señora, sí… —murmuró Tom.
La doctora meditaba.
—Vamos a ver… ¿No habrás tomado progestiridina?
—¿Qué?
—Bueno; lo llaman enderezador, vino de rosas, voluptuario… Cuando a los tres años, salen de aquí, los hombres, si les exigen demasiado, tienen que valerse de él. Damos clases de formación profesional, explicando que el peor error que puede cometer un hombre es tomar esa porquería. Inhibe las reacciones; condiciona, causa hábito. ¿Lo has tomado?
—Sí.
—¡Maldita sea! ¡Explícame eso, no lo comprendo! No lo entiendo: una persona de tu clase, que se va a casar con una de las mujeres más importantes del planeta…
A su pesar, Tom se vio obligado a dar algunas explicaciones sobre el tratamiento a que le habían sometido en El Paraíso.
—¡Pobre Tom! —dijo la doctora—. No es culpa tuya, pero te han hecho un desgraciado para siempre. Tendrás que seguir tomando eso, y cada vez más… Bueno; no eres el único caso. Permíteme que use el teléfono.
Trajeron un vial de vino de rosas, y las cosas funcionaron ya sin dificultad. La doctora salió, dejándole un folleto con los actos sociales del día.
Hubo una excelente comida, que Tom tomó en su habitación, sesión de cine y baile.
Por la noche, media docena de hombres se presentaron en su alcoba. Llegó el momento terrible de las novatadas. La comprensión y la dulzura que las mujeres, sobre todo la doctora, habían tenido con él, faltaron totalmente ahora. Con razón decían que los hombres no tienen amigos, sino amigas. Todos los miedos de Tom; todos los terrores anunciados, se cumplieron con creces. Fue un recuerdo muy desagradable, duró mucho, y, al amanecer, le dejó agotado y dolorido. Nunca quiso pensar más en ello. Había que sufrirlo, y lo había sufrido; había pasado, y era mejor olvidarlo para siempre.