SAN MINIATO; LA CASA EN EL ÁRBOL

El aéreo de doce plazas surcaba el aire velozmente dirigiéndose hacia el sur.

—Pero… No entiendo, Brenda… ¿Y nuestra luna de miel?

—Lo siento, Tom… Lo siento.

—¿Ha sido esta conferencia telefónica?

—¡Sí, eso ha sido! Escucha, querido. Hay problemas serios en San Miniato. Quieren prender fuego a las refinerías: no me queda más remedio que ir allí. Yo… siento que éste sea nuestro viaje de novios; pensaba otra cosa.

—A tu lado —dijo Tom, mimosamente—, cualquier viaje será bueno.

El viaje no fue bueno ni malo, sino indiferente. Mientras Tom se aburría en el asiento del copiloto y Giuseppe y las dos sirvientas dormitaban en los traseros, Brenda colocó el piloto automático y se dedicó a hablar por radio.

—No; de ninguna manera —decía—. No cedan en esto. Le buscaremos una solución, pero deténgalas hasta que yo llegue. Sobre todo, que coloquen, ¡cómo sea!, los liners en los pozos veintidós y veinticuatro.

—¡No me diga que es imposible, Rinaldi! ¡Es usted la ingeniera responsable, y eso quiere decir algo! ¡La madrina no lo sabe todavía, pero se enterará, y cuando lo sepa, volarán cabezas! ¡Las de ellas y la de usted, Rinaldi!

Tras cuatro horas de viaje y cerca de mil kilómetros recorridos, el aéreo descendió bruscamente. Tom pudo divisar, en medio del anochecer iluminado ya por las dos lunas, una gran hilera de derricks perdiéndose en el horizonte, y en algunos lugares, chorros de fuego que procedían de los quemadores del proceso de combustión. Todo ello le fue explicado, rápida y nerviosamente, por Brenda, y Tom apenas entendió nada.

Tomó tierra el aparato en una pequeña pista de hormigón, con una torre de control diminuta. Sorprendentemente, en uno de los extremos se elevaba un gran árbol seco. Un verdadero coloso, de quizás cien metros de alto, y no menos de cuarenta metros de diámetro en la base. Lo extraño era que en el tronco, cerca del suelo, se veían luces, como si hubiera farolillos empotrados en la madera.

El pequeño aeropuerto estaba situado sobre una gran colina rocosa, a cuyos pies se extendían las hileras de luces de San Miniato, perforando la oscuridad, y más allá, los derricks, los depósitos de crudo, y el complejo conjunto de oleoductos, depósitos y almacenes.

Un grupo de personas esperaba junto a la torre de control. Tom fue presentado rápidamente a varias de ellas (la ingeniero Rinaldi, la podestá Fisichella, la jefe de la policía, Vittorini…). Mientras era arrastrado por Brenda hacia el árbol, las demás mujeres les siguieron, hablando todas a la vez, en todos los tonos de voz posibles. De San Miniato llegaba un sordo rumor hirviente, un griterío sólo ensordecido por la distancia.

—¡Pero, señora! ¡Han ocupado los depósitos de casing!

—Y piquetes de mantenimiento, ¿han dejado?

—Bueno; eso sí, señora. No han llegado a reventarlo todo aún, pero están irritadísimas O conseguimos una solución o esto se irá al demonio.

—¿Qué efectivos tienes, Vittorini?

—Doscientas mujeres, señora. Imposible hacer nada con eso. ¡Pida socorros a San Cataldo, a Brandistocco! Necesitamos un par de miles de mujeres aquí.

Brenda se plantó en jarras junto al árbol.

—De eso, nada, Vittorini. Yo sola me basto para poner esto en condiciones. Suponiendo que la madrina no se entere… Y ahora, ¡por favor!, denme media hora para dejar a mi marido en casa.

—Señora, sí.

Porque el árbol, realmente, era una casa. En tiempos quizá muy lejanos, artesanos expertos habían excavado en el gigantesco tronco seco los peldaños, la puerta, las ventanas y las habitaciones de una vivienda. Las paredes, como era natural, eran de la propia madera del desdichado árbol, pulidas y abrillantadas hasta la exageración. Las bonitas vetas de color manteca, alternadas con otras más oscuras habían sido hábilmente aprovechadas en algunos lugares para excavar celosías al exterior, o entre dos habitaciones. En cuanto el moblaje, era evidente que buena parte de él había sido realizado utilizando la misma madera sobrante. Con ello, había habitaciones en que la vista se perdía un poco, no distinguiendo las paredes del moblaje.

—Volveré —dijo Brenda—. Giuseppe, Annina y Andreina cuidarán de ti.

Le besó rápidamente y salió, seguida por la turbamulta de mujeres nerviosas.