VIDA DE NOVIOS
El recuerdo de aquella noche desagradable condujo a Tom a hacer una pregunta a la doctora Guerra.
—¿Por qué no soy fuerte? ¿Por qué no tengo músculos?
—¡Toma! —contestó ella—. Porque no haces ningún ejercicio.
De manera que Tom comenzó a realizar algunos ejercicios físicos en el gimnasio de la Administración. La monitora le dijo que se había descuidado mucho, pero que aún tenía remedio; el culturismo, incluso masculino, añadió, está al alcance de todos. No se le pasaba de las mientes a Tom el día en que pudiera dar unas bofetadas a alguien, hombre o mujer, que le molestase.
Y la Administración tenía una biblioteca bastante buena, de la que no hacía uso casi nadie. Tom comenzó a absorber sabiduría a grandes dosis en los ratos que el servicio de sociedad le dejaba libre.
Que no eran muchos, porque la Administración, como gallina que cuidase de sus pollitos, organizaba todos los días fenomenales saraos, donde alternaban sus pupilos con grandes cantidades de mujeres que habían recibido un pase. Entre estas últimas no había clases sociales privilegiadas; desde obreritas meritorias a quienes sus patronas habían premiado con un pase para esas fiestas hasta grandes cargos de la Administración que buscaban marido o un agradable contacto en caliente. Pero todos, calientes (eran los más) y fríos, debían asistir.
Y Brenda no faltó a uno solo de esos saraos. Gracias a su situación, había obtenido un permiso especial para pasear los dos por los jardines. Y mientras, en los grandes salones engalanados, obreras y jefas de Administración, menestralas e ingenieras, zapateras y técnicas electrónicas deglutían canapés, bebían líquidos sosos sin alcohol, bailaban, departían con los hombres y, en numerosas ocasiones, llegaban a un acuerdo que permitía a una pareja retirarse a la habitación del pensionista, bajo la sonrisa amable y un poco celestinesca de doctoras y administrativas, Tom y Brenda, cogidos de la cintura, muy acaramelados, paseaban bajo los robles y los pinos.
Se besaban, se besaban. Ahítos de amor y deseosos de que la estancia de Tom terminase (ciertas recomendaciones habían permitido reducirla a tres meses), caminaban enlazados, escuchando románticamente el rumorear de las fuentes, saludados a veces por alguna jardinera en traje de faena que les dirigía una sonrisa cómplice.
Y sin embargo, Tom, a pesar de lo terriblemente que estaba enamorado, no sabía qué decir a Brenda. La dejaba hablar, y ella lo hacía sin cesar, contándole cosas que el mozo no entendía sobre sus negocios, sobre la Junta de las Nueve, sobre las grandes perspectivas de crecimiento del pueblo elegido. Iban a fundar una nueva ciudad en el interior, en un lugar en donde se habían encontrado yacimientos de hierro y cobre… Su nombre sería Santa Catalina, en recuerdo de la patrona, santa Catalina de Siena, y el capital sería puesto por cuartas partes entre las empresas Sforza, Dall’Assassino, Della Scala y Lattuada. ¡Un gran logro!
—¿Dónde viviremos, Brenda?
—En mi casa. Dejarás la Administración y vendrás a vivir allí. Tendrás a Giuseppe como mayordomo, y a seis mujeres para las labores de la casa. Yo no las he necesitado nunca… pero tú si las necesitarás, tesoro. Todo lo que yo pueda darte, lo tendrás.
Tom hizo un mohín.
—Brenda…
—Qué.
—¿Has conocido a muchos hombres antes que yo?
Ella se hecho a reír.
—Ven, Tom. Dame un beso.
Se besaron, se besaron. ¡Qué manía la de ella de llevar siempre aquellos corsés metálicos, de dureza inhumana! En las lecciones de formación profesional de la Administración, Tom había aprendido cosas inesperadas sobre tocamientos y caricias, sobre encelamiento y reconciliación. Hubiera querido —no por obligación, no por lecciones aprendidas, sino por cariño— acariciar los pechos de Brenda, darle placer como fuera. Pero aquella maldita cota de malla de acero templado lo impedía. Sólo podía pasar las manos por los brazos nervudos de la mujer o por su cuello, o acariciar aquella espesa cabellera castaño-cobriza que le enamoraba.
—Esto —dijo Tom— es la felicidad, cariño.
—No; no lo es aún. No, tesoro mío. Lo será cuando estemos casados. La subasta será dentro de un mes, y te aseguro que va a ser sonada.
—Pero, dime… ¿has conocido a muchos hombres?
—¡Qué manía has cogido! Alguno que otro; no soy inocente, no me desbridaron ayer. ¿Qué quieres tú? ¿Qué hubiera podido hacer yo? No estoy mal del todo…
—¡Qué va! ¡Eres la mujer más guapa del planeta!
—Favor que tú me haces, encanto; los ojos con que me ves. Pero te prometo, por mi vida, que seré para ti solo. Se acabó todo lo demás.
—Te quiero, Brenda. Te adoro.
—Y yo a ti, Tom, cielo. Más que a mi vida misma. Y sin embargo, Brenda, no se podía dominar. Le acariciaba intensamente, ya que Tom no llevaba ninguna coraza que le protegiera de esas manos que se multiplicaban. Le tocaba todo. Y el pobre Tom, para quedar bien, se apresuraba en algunas ocasiones a tomar progestiridina, suministrada en bonitos viales de color verde por la doctora Guerra, a fin de hacer un papel que no hubiera podido hacer de otra forma. Gozaba Brenda dándole placer, o creyendo que se lo daba. Al final, cuando ya faltaban muy pocos días para la subasta, Tom aprendió a dárselo a ella, sin que llegase por ello a un completo procedimiento en caliente. En este aspecto, la energía de la mujer parecía inagotable; no se cansaba nunca. Le mordía las orejas, le besaba, dejaba escapar roncos gemidos. Más de una vez, más de diez, las frondas del suntuoso parque cobijaron ese amor manual, apresurado y encantador, con el que se sentían más unidos que nunca.
Pero Tom resultaba a veces un pesado.
—¿Has conocido a muchos? ¿Has hecho el amor con muchos?
—¡Déjate de historias, bien mío! Sólo tú existes para mí ahora. Sigue, bésame… sé todo lo que puedes ser ahora. Te deseo intensamente.
—Y yo a ti, amor.
En los salones de la Administración continuaban las grandes fiestas de la temporada. Los fríos calentaban a sus parejas, los calientes las enfriaban en poco rato.
—Quítate la blusa, Tom. Déjame que te vea desnudo de cintura para arriba.
—¡Oh, no! ¿Y si nos vieran?
Canapés de desmán, desmán ahumado en lonchas, desmán con guarnición de pisellos y carotas, pequeños filetes de bertañino rebozados, racimolos enteros con patatas y salsa de arándanos. La Administración se esmeraba; la Administración, a pesar de las feroces novatadas de sus pupilos, que habían causado la muerte a más de uno, cuidaba de que la alimentación fuera de lo mejor y las bebidas (colas, limonadas, oranges, sin alcohol, sin progestiridina) fueran frescas y abundantes. Unas docenas de policías, tan enervadas como las clientes, con los rostros enrojecidos y los ovarios echando fuego, cuidaban de que nadie se sobrepasase y llegase a la brutalidad. Rara vez eran necesarios sus servicios, y alguna que otra, un hombre caprichoso de los uniformes tomaba a una de ellas, con el benéfico permiso de la subteniente, siempre concedido(¡al final del sarao!), y se la llevaba a su habitación.
—Cuando te vi desnuda, en el río de las piedras, querida Brenda, pensé que eras la mujer más femenina del mundo.
—Olvídate del río de las Piedras. Lo he vendido. Pasaremos la luna de miel en el castillo del Agua… Es propiedad de la Junta; me lo han prestado para los dos. Nos llevaremos a Giuseppe y a dos sirvientas… Dejaré las empresas diez días.
—Sólo diez días…
—¡No puedo dejarlas más, tesoro!
—Se me hace eterno el tiempo.
—Tranquilo, Tom. Pasado mañana es la subasta. ¡Furfantes, measmos! ¡Le habían quitado tres meses de felicidad!