LOS DOCUMENTOS DEL CAPITÁN
Estaba en un ángulo de una gran sala mal iluminada. El chirriar de la antena era inmediato, tan inmediato como que el grueso vástago de acero reposaba en el centro de la sala sobre cojinetes de mercurio, girando sin cesar en virtud de un complejo sistema de ruedas dentadas.
Las tumultuosas aguas del Belice eran ya solamente un lejano recuerdo.
Tom se puso en pie con cierto trabajo, sintiendo los músculos acalambrados, e hizo unos cuantos ejercicios calisténicos para poner a punto su temple y flexibilizar los músculos. Después, examinó con atención lo que le rodeaba.
Un gran motor eléctrico alimentado por grandes cables que bajaban del techo movía sin cesar el vástago de acero de la antena. Por lo demás, la sala era muy grande, y llena de pupitres o consolas de metal gris, con indicadores y diales. Tom caminó de uno a otro, sin entender gran cosa de b que los indicadores decían. Había una escalera de acero, de caracol, que ascendía hasta el techo, hallándose separada de la sala por una puertecita de metal, también pintada de gris. Un olor a ozono, a motores eléctricos en marcha, reinaba en toda la sala. El zumbido y bordoneo de los motores era constante, así como el gemir de la antena en su baño de mercurio.
Iba Tom a subir por la escalera de caracol cuando descubrió, casi oculto entre dos grandes consolas de color blanco lechoso, llenas de interruptores y palancas, un anticuado armario de madera, una de las hojas, semientreabierta, dejaba ver algo blanco. ¡Libros!
¡¡¡Chuint, chuint, chuint!!!
Aquello era superior a sus fuerzas. ¡Tenía que verlo!
Y así, sin pensarlo más, sin saber siquiera qué hora era ni si le esperaban para cenar o no, o que pensaría Brenda (cosas que ahora le preocupaban muy poco), Tom abrió la puerta del armarito y vio una colección de viejos volúmenes, así como unos cuantos fajos de papeles amontonados, y algunos planos al ferroprusiato cubiertos de polvo.
Bastantes libros trataban de la teoría y la practica del radar, así como de otros inventos que Tom no alcanzó a comprender bien. Por ejemplo: ¿qué era una cámara de burbujas? ¿Y qué significaba la propulsión espacial mediante el efecto Kreiter? ¿Y por qué había una docena de volúmenes descabalados sobre balizas espaciales, luces de posición de las astronaves o estiba en gravedad cero? Esto superaba con mucho sus escasos conocimientos científicos, aun cuando, nebulosamente, podía deducir algo del significado de los títulos. Así, Criogenia y transporte humano a distancias estelares le espeluznaba ligeramente, con sus imágenes de cuerpos envueltos en papel plateado y sepultados en un escarchado gas liquido. Así, Determinación de orientaciones vectoriales del espacio no le decía casi nada; pero sus mapas, llenos de estrellas desconocidas, con la posición del planeta Tierra marcada con un doble círculo, y los complicadísimos problemas que el autor resolvía, le llenaban la cabeza de imágenes absurdas de aquel lejano mundo. Había otro, titulado Vórtices espaciales que era casi sólo matemáticas, pero que le hizo recordar la vieja maldición de las mujeres con respecto a las computadoras de la Tierra y el vórtice que, según el diccionario, había extraviado la expedición.
Tanto los libros como los planos tenían tal capa de polvo encima que demostraba que durante muchos años nadie los había tocado. En cuanto a los planos, eran de diversos modelos de astronaves, identificadas con siglas de letras y números. Había seis modelos diferentes, y poco pudo sacar Tom de ellos, salvo que la palabra «capacidad humana» colocada en un ángulo significase algo real. Uno dé los modelos tenía una capacidad de ocho mil (era el más grande). Otro, de dos mil quinientos (era el más chico).
Había un legajo corroído, lleno de agujeros y casi Agible, que era lo último que quedaba por ver. No se trataba de un libro, sino de un manuscrito, y su título era Memorias del capitán Nathan Wilder. Iba Tom a comenzar a hojearlo cuando el ruido de la trampilla superior, abriéndose, fe hizo acurrucarse junto al armarito de madera.
Una mujer vestida con un uniforme azul oscuro descendió por la escalera. Llevaba en la mano una bolsa de plástico con algo que parecían papeles rotos, colillas y restos diversos. Dio una vuelta distraída revisando varios diales, y después, abriendo la compuerta que daba sobre el Bélice, arrojó por allí la bolsa de plástico. Después, volvió a subir. De arriba llegó, por un momento, rumor de risas, y la conversación de tres o cuatro mujeres. Después, la compuerta superior se cerró con un ruido sordo.
El manuscrito del capitán Nathan Wilder estaba en un estado deplorable. La humedad, las ratas y los mohos lo habían destrozado de tal manera que solamente algunas frases podían leerse. Estaba escrito con una letra anticuada, y algunas de las palabras eran incomprensibles para Tom.
Comenzaba así: «Mi nombre es Nathan Wilder y tengo noventa años. Hace sesenta y dos que llegué a este planeta, a Nueva Italia, y soy uno de los pocos hombres enteros que quedan en él. Cuando tomé el mando de la expedición siciliana, era un joven lleno de ímpetu y creído de que sabía todo lo que se podía saber sobre viajes espaciales. Los vórtices, si es que verdaderamente existían, no eran para mí más que una leyenda, y no creía en absoluto en todas las abstrusas teorías matemáticas sobre su existencia y sobre su influencia sobre las rutas y las comunicaciones interestelares.
»Salimos del astropuerto de Fiumicino a las doce horas del día 13 del 2109, y los tenientes comandantes a mis órdenes llevaron con un buen tino…»
Aquí, como en muchos otros lugares, las larvas y la humedad habían destruido el manuscrito. Tom continuó leyendo lo que buenamente se podía leer, con un ansia voraz por conocer cosas nuevas.
»… Completamente imposible controlar el lugar donde estábamos, ya que los cambios de las estrellas impedían toda identificación. Nuestro destino, la estrella alfa de NU-6006 parecía ya imposible de alcanzar. Durante cerca de treinta días siderales dimos vueltas sin cesar en aquel torbellino, una nave detrás de otra. Sólo fue de lamentar la pérdida de la Palermo-2, que dejó de comunicar con el control central.
«Por fin, conseguimos identificar un sol de clase G5 cuyo segundo planeta parecía ser habitable. Los exámenes espectroscópicos revelaron…»
«Chuint, chuint», continuaba la antena. Tom suspiró y se atrevió a encender un cigarrillo, «… dos continentes, uno con la grosera forma de una R, y que por eso fue llamado así, y el otro, muy lejano, casi circular. Dada la mejor situación del primero, se tomó tierra en él, y prontamente…
»…diez años ya. El doctor La Bruna ha comprobado que el nacimiento de un porcentaje excesivo de mujeres no es ya una pura casualidad, sino una consecuencia de alguna circunstancia que aún no ha podido comprobar. Por las calles de nuestra ciudad de San Cataldo corren centenares de niñas de uno a diez años y algún niño suelto. Esa feminista de Castervetrano, esa maldita Bárbara Negretti está gozando como nunca. Dice, a voz en grito, en reuniones públicas y en nuestro periódico, que eso es una labor de la providencia para demostrar la superioridad de las mujeres. Por desgracia, las mujeres le hacen demasiado caso, y temo que dentro de algunos años…»
Otro cigarrillo, acompañado de los nervios de Tom. Hubiera dado cualquier cosa por una buena copita de aguardiente de Zara, «… ellas son las que llevan todo el trabajo y las que se apoderado de todas las propiedades. Podría decir que el día de ayer fuel el día en que a los hombres nos pusieron… No han llegado a tanto, pero sí que han establecido un sistema de vestidos que diferencia los sexos, e incluso a los viejos que provenimos de otra civilización nos han obligado a usarlo. Por mi parte, prefiero no salir de casa a ir haciendo el ridículo por ahí con esas blusas de colores y esos pantalones anchos, que casi parecen faldas cortas. Sin embargo, los hombres de la nueva generación, la mayor parte de los cuales tienen casi treinta años, no han tenido inconveniente en aceptar esa moda.
»Y no sólo esa moda, sino el trato que conlleva. La maldita Bárbara Negretti dice que es preciso administrar las reservas seminales del estado, el uso de los instrumentos masculinos y los procedimientos de germinación. Está transformando al hombre en un vil objeto sexual. ¡Y a la mayor parte les gusta! No a mí, no al anciano doctor La Bruna, que trabaja sin cesar en su pobre laboratorio, pero a estos jóvenes sin vergüenza alguna…
»… la muerte cerca, y por eso escribo este diario. Hace una semana murió el doctor La Bruna, y me dejó para leer un estudio suyo, diciéndome que ya era tarde, que era ya muy difícil cambiar nada, pero que si alguien quisiera… Así que lo añado al final para que estas hojas vayan a parar a donde Dios y la Virgen de Palermo les den a entender, y que si llegan a manos de alguien, algún día, haga, si puede, el uso que más convenga.
»Firmado: Nathan Wilder, hombre entero, capitán de la expedición fallida a alfa NU-6006. Y, como dicen las mujeres, dueñas de este planeta… ¡Malditas sean las computadoras de la Tierra!»
Las hojas que venían a continuación llevaban el título Modificaciones genéticas en Nueva Italia, por el doctor Angelo La Bruna. Tom, durante unos minutos, devoró ávidamente su contenido. Eran bastante más legibles que las memorias del capitán Wilder, sin duda por haber sido escritas en una clase de papel más resistente. Mucho de lo que allí ponía era término técnico de tipo médico, medianamente comprensible para Tom. Pero el final, las conclusiones, estaban escritas en italiano simple y puro, y lo que allí decía dejó a Tom con la respiración cortada, casi sin saber dónde estaba. Entonces, ¿es que era posible…?
«Chuint, chuint… ¡Crack!».
El vástago de acero que rotaba la antena de radar acababa de detenerse en seco. Del piso de arriba llegó un rumor de conversaciones excitadas.