LA PEQUEÑA FORTALEZA; ADRIANA
Era aún de noche. A su alrededor todo era silencio. La navecilla, empotrada entre dos troncos de árbol, lanzaba una leve humareda por los propulsores de latón. Los rugidos de las fieras tricornes habían cesado, y la lunagialla oscilaba pesadamente en el cielo negro, a gran altura, a ponto casi de alcanzar a la diminuta y azulada lunacapri y eclipsarla, como cada noche desde que Dios y la Señora crearon este santo mundo.
La pequeña fortaleza más próxima lanzaba unas lucecitas moribundas a través de sus estrechas ventanas, a no más de doscientos metros de distancia.
Tom se sentía terriblemente dolorido, pero, al mismo tiempo, muy excitado. Por fin iba a conocer el mundo, y con suerte (no dudaba de que le seria precisa mucha), obtener un puesto en una de aquellas maravillosas revistas en colores, conocer el amor, y ser loado con mil palabras bonitas por las estupendas redactoras de Hombres deseados o de Machos a gogó. ¡Magnífica perspectiva!
Pero ahora era preciso salir de allí, y así lo hizo, levantando la burbuja de cristal, quitando el contacto de la aeronave, y tomando en sus manos el hermoso neceser de piel donde reposaban sus pertenencias más preciadas.
—¡Puerca miseria! —dijo débilmente, tratando de imitar la brutal entonación de Giovanna la Nera. Pero no le salió bien.
Tropezó mientras caminaba hacia la pequeña fortaleza aspillerada. Había plantas con largas cintas verdes que se enredaban en sus tobillos y que arañaban los bonitos escarpines de tafilete dorado. La preciosa blusa blanca también sufrió las acometidas de las ramas de los árboles y de los cañadizos que protegían los sembrados; pero al fin, después de mucho sufrir, llegó al lado de la construcción. Llamó a la puerta de hierro remachado; oyó voces en el interior, reniegos, juramentos. Se asustó un poco; pero por fin abrieron.
Una fuerte ráfaga de luz le cegó. Después escuchó una voz femenina, enronquecida por el alcohol y el trabajo.
—Pero ¿qué es esto? ¿Qué tenemos aquí?
Un átomo de silencio.
—¡Puerca miseria! ¡Venid, chicas! ¡Venid aquí!
Volviéndose hacia él.
—Y tú… ¿quién eres?
—Me llamo Tom… Tom Mumford… Yo…
—Pasa, patroncito, pasa… No te vamos a dejar ahí. Pasa y que las demás vean un muñecote como tú.
Era una mujer grande, basta, vestida con pantalones estrechos y blusa de dril azul oscuro, todo ello lleno de manchas. Del interior del edificio salía una nube de humo, olorosa a coñac y a calcetines poco limpios. Tras el rostro de la mujerona se apiñaron como media docena de rostros más, todos ellos ansiosos, desojados, con las bocas entreabiertas, mostrando grandes dosis de dientes amarillos.
Se sintió empujado hacia el interior. Otra mujer, un Poco más limpia que las demás, dio una orden seca.
—¡Cerrad esa puerta! ¿O queréis que los tricerontes nos cojan aquí dentro y nos trinchen? Tú, Orsolina, sigue con la guardia…
—Pero, Adriana, yo… este patroncito, yo también… —¡A callar, maldita andrajosa! Te toca a ti, con que sigue con ella… Y tú, hermoso, siéntate… ¿De dónde vienes?
Adriana parecía buena persona. Sus rasgos eran un poco más finos que los de las otras, a pesar de llevar el mismo atuendo grasiento y calzar al costado una pistola de buen calibre. Por cierto que las demás no iban armadas, aun cuando en una estantería de madera, junto a la pared, reposaban una docena de pesados rifles.
—Siéntate, cariño —dijo la mujerona que le había abierto la puerta, mirándole con ansia, y conduciéndole con las manos hasta unos taburetes que había en el centro de la habitación, rodeando una mesa de madera pringosa, cubierta de vasos y platos sucios.
Tom lo hizo, un poco amedrentado, después de dejar su neceser junto al armero lleno de rifles. La llamada Orsolina, maldiciendo, subió por una escalera y desapareció en el piso superior. Quedaron cinco mujeres, incluyendo a Adriana, que tomaron también asiento junto a la mesa y se quedaron con los ojos muy abiertos, mirándole hipnóticamente.
—Me llamo Rosa —dijo la mujerona que le abriera—. Y no he visto en mi vida cosa igual que tú… Ni en las revistas, ni en casa de Ugo, de Ugolino o de Giancarlo.
Se besó el pulgar y el índice, puestos en cruz.
¡Palabra! ¡Por éstas!
Otra mujer, sonriendo torcidamente, puso ante él un plato con un comistrajo de papas y carne, así como un gran vaso de licor rosáceo, que escanció de una botella adornada.
—Come, hermoso.
—Escucha, tú, muñeco —dijo una tercera mujer—. Si éstas no te hacen caso, yo me recomiendo.
—Mira, Lina —dijo la llamada Adriana—, no seas basta. Y dejad al pobre patrón en paz. A saber qué es lo que hace aquí y de dónde sale.
—¿Es que tú no te recomiendas? ¡Mi a ti ni a mí nos desbridaron ayer!
—Pues bueno. Pero déjalo comer…
—Y beber —añadió Rosa, frunciendo las cejas de mala forma. Mirando con lascivia al pobre Tom, le escanció otro vaso de la botella adornada. Era un licor suave, aromático, pero de un indudable contenido alcohólico. Además, Tom tenía hambre, y por ello devoró la bazofia de carne y papas y pidió más, lo que le fue servido rápidamente, acompañado de otro vaso de licor.
Le miraban en silencio, hambrientamente. De vez en cuando, una de ellas se levantaba, pasaba detrás de él, con un pretexto fútil, y le tocaba los hombros o la nuca. Después, enrojecida, silbando entre dientes, resollando, volvía a su sitio mientras las demás le dirigían miradas asesinas.
Mientras Tom comía (y bebía) se cruzaban entre ellas rápidos conciliábulos en voz baja. Tom no pretendió enterarse de lo que decían, muy satisfecho de encontrarse solo con tantas mujeres a la vez, aunque fueran poco aseadas y estuvieran mal vestidas. Con el tiempo, seguro que viviría cosas mejores. La llamada Rosa le escanciaba sin cesar licor de la botella enjoyada, a pesar de las miradas de desagrado de Adriana. Y lentamente, Tom sintió que se le iba subiendo a la cabeza, y sintió unos alcohólicos deseos de quitarse la ropa y mostrar a aquellas damas tan simpáticas que él era tan bueno, o mejor, que los hombrecitos soñados de las revistas porno.
Por lo pronto se quitó el abrigo de piel que le había protegido del frío durante su viaje, quedándose con la blusa de volantes, bajo la cual, por llevar la contraria, había tenido buen cuidado de no poner el cuerpo de tela parda. Se transparentaban sus carnes, lo sabía… ¡y qué le importaba eso! Si a ellas les gustaba, a él también.
—Sigue, encanto —dijo Rosa—, quítate algo más.
—¿Qué quieres que me quite?
—Empieza por los pantalones… si te parece bien.
Tom obedeció, quedándose con el slip de raso escarlata y las piernas desnudas, pantorrilla y muslos. Hubo un alarido reprimido por parte de las mujeres.
—¿Otra copita?
—Sí.
—Lo dicho —gruñó Rosa—. Lo sorteamos, a ver quién es la primera… ¿Nos lo jugamos a mayor carta?
Mientras las mujeres enarbolaban una mugrienta baraja, Tom apuró la última copa de licor, sintiéndose muy mareado y casi sin saber lo que hacía. Se levantó, hizo unas evoluciones por la estancia, ante los resoplidos de las mujeres, y al final se apoyó en el armero, colocando su frente en la fría recámara de uno de los rifles. Esto le alivió un poco.
Una mano se apoyó en su hombro. Se volvió. Adriana, con cierto gesto compungido, le miraba con fijeza.
—Me ha tocado a mí. Lo siento mucho, patroncito, pero eres demasiado guapo… Ven conmigo.
Casi no se dio cuenta Tom Mumford de cómo subían la escalera y cómo entraban en una pequeña habitación, donde todos los muebles eran un armario de metal gris, y una hilera de camastros de campaña. Adriana le llevó hasta uno de ellos, respirando ansiosamente, mientras no dejaba de sobarle por el camino. A Tom le pareció tan normal, e incluso agradable, que la mano de la mujer tratase de introducirse bajo su blusa, cogiéndole pellizcos con los dedos o que la otra mano se deslizase sobre sus caderas o que la tercera mano le tomase por el cuello y volviera su cara hacia ella, o que otra mano más acariciase los desnudos muslos. Bien es cierto que Adriana no tenía más que dos manos, pero sus tocamientos se multiplicaban de tal forma que parecía más un pulposide que una persona humana.
Tom se dejó caer sobre el camastro, y, entre las brumas del alcohol y la excitación (sería una de las pocas veces en que la sintiera), apenas se dio cuenta de cómo Adriana lo desnudaba, dejándolo tal como vino a la vida, y cómo ella, después, se quitaba también la ropa. Tenía un cuerpo compacto, con pequeños pechos en forma de pera, coronados por pezones de color pardo, erectos y muy excitados, al parecer. En sus brazos destacaba la piel, llena de pecas amarillentas, y unos notables músculos que ondeaban bajo ella.
—Podría quererte —dijo la mujer, acercándole el rostro—. Podría querer para siempre a un hombre como tú. Pero ¿cómo se te ha ocurrido venir aquí?
Después le besó, y sintiendo por primera vez unos labios femeninos sobre los suyos, Tom se dio cuenta de que aumentaba su excitación, y de que sus deseos de algo desconocido eran cada vez mayores. Tenía el miembro completamente erecto, y la mano de Adriana, casi cariñosamente, casi con dulzura, jugaba con él atrayéndolo hacia sí. Muy lentamente, ella se colocó sobre él en la cama, apoyándose en los brazos para no pesarle demasiados le pidió, tímidamente, que la acariciase, cosa que Tom hizo con torpeza, tocándola en aquellas partes que le parecieron más oportunas. Adriana lo agradeció, resoplando y mostrándose cada vez más tierna y más cariñosa, besándole en la boca y profundizando en la suya con su áspera lengua.
—¡Patroncito! ¡Tom, Tom! —gimió ella, suspirando con fuerza—. ¡Ya, ya me viene! ¡Oh, qué placer me das! ¡Eres un rey, eres lo mejor del mundo!
Y en medio de estremecimientos y sacudidas de todo el cuerpo de Adriana, que ahora pesaba sobre el suyo como una losa de plomo, el pobre Tom, sin sentir nada absolutamente, se dijo que aquello debía ser el amor, aquello que pintaban como una cosa tan bonita, tan maravillosa, y que, al parecer, sobrepasaba toda descripción.
Más tarde, Adriana se dio la vuelta y durmió un poco. Sintiendo a su lado aquel cuerpo desnudo, del que ahora se exhalaba un hedor acre, a sudor y cansancio, a trabajo y sufrimiento, Tom sintió que se le saltaban las lágrimas. Lo habían violado —pensó—, y para nada.
Cuando Adriana se despertó, aún desnuda, al cabo de pocos minutos, lo encontró de pie al lado de la cama, completamente vestido.
—Me voy —dijo él.
—Será mejor —musitó la mujer débilmente—. Si no, esas lobas de abajo te van a destrozar. Pero, escúchame, por favor… Nunca, nunca, ni en la Administración, ni en ningún sitio, he sentido lo mismo que contigo. He tenido dos hijas ya, y no me arrepiento. Pero si tuviera un hijo, no sé si dejaría que hicieran con él lo que harán contigo…
Otra Giovanna la Nera. Otro caso igual.
—Me voy, Adriana.
—Sí, claro que sí. Yo te diré por dónde puedes salir sin que te vean. Tom, querría tener dinero, fortuna, todo… y serías sólo para mí… Pero sólo una de las Nueve o alguna de esa clase puede tenerte. ¡Tom, te quiero! ¿Te acordarás de mí?
—Quiero marcharme —insistió Tom tercamente.
—Claro que sí, amor. No voy a permitir yo que… Menudas measmos, las de abajo. Y a mí no me desbridaron ayer… ¡Recuérdame, por favor! ¡Dime que no lo hubieras hecho con otra!
—Huh —dijo Tom.
—¿Quieres unas liras? ¡Toma, todo lo que tengo!
Metió entre las sudorosas manos de Tom un lío de billetes mugrientos.
—Ven conmigo, tesoro.
Tenía Adriana lágrimas en los ojos, y le contemplaba con una dulzura tan singular que Tom estuvo a punto de ablandarse. Pero no; lo que quería era marcharse de allí, y cuanto antes. Si las demás iban a someterle al mismo sudoroso tratamiento, mejor era largarse, y de prisa.
Le acompañó ella por otra escalera estrechita, hasta una pequeña habitación en el piso de abajo. Salió un momento y le alcanzó su neceser. «Se han dormido, amor… han bebido demasiado… Vete y no olvides a Adriana… Me diste un placer como ningún otro… ¿Te lo di yo a ti?».
Tom no contestó. Agarró con fuerza su neceser, y esperó. Ella abrió una puertecita en el muro. Amanecía. Su rostro de rasgos sin finura parecía suavizado y dulce.
—-Mira allí; sí, allí, lejos. Es San Cataldo. Supongo que te has escapado de la Administración. Malo es, pero es mejor que te destrocen todas las lobas que te topes en el camino… Ve allí; cuídate, tesoro. No te olvidaré.
Tom no quiso rechazar el húmedo beso de despedida de Adriana. No comprendía muy bien la ternura actual de esta mujer, comparada con el comportamiento anterior de todas ellas. Era aún demasiado joven y no sabía lo que realizar el amor a tiempo puede significar para una persona, aunque sea una vulgar Adriana, vigilante de los sembrados, inculta y aparentemente sin sentimientos.