TRIUNFO Y FINAL

La noche fue apoteósica. Bebieron espumoso, esta vez puro, sin mezclas, y hablaron mucho, muchísimo. Como nunca lo habían hecho, contándose todo y confiando el uno en el otro, como carne de su carne que eran entre sí. Cenaron a todos los criados, incluyendo a Giuseppe y a Patrizio, y se encerraron en sus habitaciones. Tom se puso un batín de ella, y Brenda, por broma, se puso una bata con encajes de Tom. Se rieron los dos como niños viéndose así disfrazados, y decidieron seguir así toda la noche, hasta que llegase el momento cumbre de hacer el amor, lo que deseaban ferozmente ambos. Se tocaban, se besaban continuamente, dejando huellas húmedas de vino y de licor en la boca del otro. Comieron alegremente unos platitos pequeños, deliciosos, que Andreina había preparado.

Después, se reclinaron sobre el lecho de sedas y pieles, mientras la gramola interpretaba una de aquellas melodías dulzonas, románticas, que tanto gustaban a las feminidades exaltadas del planeta. Poco a poco, Tom, sintiéndose enardecido y a punto de estallar, separó los encajes que protegían los pechos de Brenda, sintiendo bajo sus dedos la suave curva sedosa de las encantadoras prominencias.

—¡Oh, Tom, vas a hacer que me estremezca!

—¿Y yo, qué? ¿Acaso soy insensible?

—Te quiero, Tom. Para siempre y por siempre. —Y no por lo que has hecho esta noche. Siempre te he querido, creo, creo, que desde que te vi por primera vez, aunque sea una tontería decirlo.

—Y yo a ti, Brenda. Sólo por ti haría lo que hice, no por nadie más. Y también te quise desde que te conocí… pero siempre me pareciste demasiado importante para mí…

—¡No digas tonterías, muñecote! ¡Y ámame, lo necesito!

—Y yo también, como nunca.

Era cierto. Sentía como nunca había sentido. La excitación; el deseo de poseerla recorría sus venas como un torrente de lava líquida. Ya no era necesaria «aquella Porquería» y ya no lo sería nunca. Tom Mumford estaba cierto de ello. Y más tarde, cuando desmayaron uno en brazos del otro, cuando ella aseguró que no podía aguantar más y cuando él dijo lo mismo, y cuando con las manos unidas, los labios unidos y los cuerpos íntimamente unidos se dijeron todo sin palabras, supieron que jamás, jamás, jamás tendrían otro problema amoroso de ningún tipo. Tom supo que se había liberado de aquella esclavitud y que podría amarla siempre que quisiera, y ella, caída entre sábanas de seda, con las soberbias caderas levantadas sobre el lecho, lo sintió también en lo más profundo de su ser. Se sintió poseída, amada, dominada, y pensó, casi inconscientemente, si en aquella lejana Tierra los hombres amarían así. Y Tom, inconscientemente, también la amó como un verdadero hombre, llevándola por su camino, acariciándola, pellizcándola, tomándola aquí y allá, y volviéndola tan loca de placer que al final fue ella misma quien le suplicó que la hiciera suya. Y precisamente con esas palabras.

Y cuando llegó la cumbre, el final que ambos esperaban, lo sintieron ambos a la vez, y se juraron mil veces no abandonarse nunca y colaborar en todo como dos seres iguales.

Después, un sueño reparador y tranquilo les acompañó a los dos, mientras, muy juntos, soñaban cosas oscuras de increíbles y recorrían caminos de fantasía en vehículos imaginarios.

«He sido Rhett Butler…», pensó Tom, antes de arrebujarse junto al fresco cuerpo desnudo de Brenda y entregarse al sueño.

Amaneció. La luz del enorme y rojizo sol comenzó a filtrarse a través de los tules y de las vidrieras de colores, poniendo de relieve los dos dragones que devoraban un cuerpo humano y la divisa de la familia: «TRIUNFO SIEMPRE». Tom se despertó, perezoso y enérgico a la vez. Miró a Brenda. Un rayito de sol, pasando a través de las cortinas y haciendo bailar en su estela millones de granos de polvo flotantes, se reflejó sobre los muslos de Brenda. Tom decidió pensar en ellos con las mismas frases que las revistas pornográficas utilizaban para los hombres: «Son unos muslos potentes, lisos, atiburonados, con una piel que parece dorada y tan luminosos como si llevasen un horno de hierro derretido en su interior. Dan ganas de sacarles un molde en escayola, de levantarles un monumento, de vestirlos de seda negra y de estar toda la vida sintiéndolos y mirándolos». Resultaba excitante, sin saber por qué.

Los acarició, comenzando en la cadera y descendiendo hasta la lustrosa rodilla, que parecía barnizada con goma laca. Tal era su redondez y su brillo.

Brenda se despertó. Le dio un beso rápido, a lo que contestó Tom con otro beso fugaz. Y después se dieron los dos un beso gigantesco, ancho, con las bocas perdidas en los labios del otro.

—Te quiero.

—Te quiero.

—Pero hay que trabajar, Tom. Empieza hoy algo muy: nuevo para los dos.

«No lo sabes tú bien», pensó él. Ya sólo era cuestión de tiempo… Unos años más, quizá un lustro, y todo iba d cambiar de una forma inesperada.

—Acompáñame al despacho. A ti, que eres tan papelero, seguramente te gustará hacer algo allí. ¡Quiero que lo hagas, Tom! ¡Quiero que trabajemos juntos!

—¿Aunque sea un hombre?

—Precisamente por eso.

—Gracias, Brenda. Cumplimientos, madrina.

—Cumplimientos, Tom. ¡Qué salado eres! ¡Estás guapo hoy; tienes una cara de pillo! ¡Y lo que hiciste! ¡Qué valor!

Le miró, con los verdes ojos reidores, la cabellera desordenada sobre los potentes hombros femeninos.

—¡Habría que llamarte padrino!

—No digo que no, querida.

Desayunaron juntos, dándose los bocados el uno al otro en los tenedores de plata, como si fuesen dos enamorados recientes. «Es que —dijo ella, susurrando para que el viejo Giuseppe no les oyese— eres un amante… además de marido».

Tom quiso recordar algo; algo que le sonaba nebulosamente. Un apellido.

—¿Cuál es tu nombre completo, Giuseppe? Un poco más de bollería, por favor…

—Señor, sí. Giuseppe Wilder, señor.

Indudablemente, descendiente del viejo capitán Nathan Wilder, el de las memorias. Las generaciones iban una tras otra, continuaban, no se extinguían. Tal vez Mumford, apellido no italiano, fuese el nombre de alguno de los oficiales de la flotilla, de un teniente, de un maquinista o de cualquier otra cosa así.

Salieron a la calle. Eran las ocho de la mañana. El sol iluminaba con sus largos rayos, en este maravilloso día de primavera, la avenida entera, con sus cochecitos aparcados junto a las aceras, sus árboles verdes surgiendo de los alcorques llenos de tierra, el sinfín de maceteros llenos de geranios blancos y ojos que la municipalidad de San Cataldo había hecho poner en las blancas paredes de las casas. Todo brillaba, todo relumbraba. A lo lejos, al final de la avenida, las rejas del puerto, recientemente pintadas de verde, se confundían con las ramas cortadas en listas de los palmitos.

—¿Mi coche o el tuyo? —dijo Tom.

—El tuyo, amor. Empieza por hacer de chófer… luego, ya veremos lo que te hago yo a ti.

—Y yo a ti. No te creas que me voy a quedar atrás. Te deseo; te deseo ahora mismo, Brenda… Si no fuera por el trabajo.

—Si no fuera por eso… Pero es mi primer día de madrina… Hay que recibir los plácemes. Seguro que Elda Frattina ha preparado algo.

—¿Lo sabrá?

—¿Tú crees que Tiberia, o cualquier otra, no se lo habrán dicho?

El TOM-881 arrancó suavemente, destacando los charolados reflejos de su carrocería. Las parejas de la policía de Seguridad les saludaron, llevándose la mano a la visera. Alguna funcionaría vestida de oscuro alzó la mano correctamente, en señal de pleitesía. Tal vez sólo dijera buenos días a una de las Nueve, pero parecía un rendimiento, un saludo humilde.

El cochecito, Tom conduciendo, seguro con su traje de mujer, su pistola y su dominio del volante y las palancas del vehículo, recorrió triunfalmente la avenida. Las rejas pintadas de verde fueron abiertas servilmente por una viejecita retirada, que tenía el puesto de guardacoches en el aparcamiento próximo.

Suavemente, Tom detuvo el automóvil junto a la gran entrada de cristales de la naviera Della Scala. Con risas en los labios, como un niño, se apeó velozmente para abrir la puerta de Brenda. Hubo un rumorear, un rebullir, en la portería del edificio de oficinas. Seguramente, las mujeres empleadas allí, empezando por la fiel Elda, habían colocado sus espías para avisar de la llegada de la señora, porque vio correr hacia el interior a una jovencita vestida de verde, y, casi de inmediato, dos docenas de funcionarías, encabezadas por Elda, surgieron a través de las grandes puertas de cristales. Una de ellas llevaba una caja de cartón blanco, desbordante de flores, con una cinta azul en la que letras doradas decían: «CUMPLIMIENTOS, MADRINA».

—¡Puerca miseria! —dijo Brenda, aún sin levantarse de su asiento—. ¡Estas chicas no pierden ocasión de cumplir! ¡Les aumentaré mil liras el sueldo a cada una!

Era cosa seria, dada la plantilla de la ditta Della Scala. Tal vez después Brenda no la cumpliera, pero quedaba muy bien, en este momento.

«Paaa… cummmmmmmmmmm…»

Hubo un aullido silbante. Algo duro rebotó en el hormigón, a un palmo de Tom, Instintivamente, sin tiempo para pensar, sabiendo lo que significaba aquello, Tom se tiró al suelo.

Él grupo de la puerta se retiraba, entre gritos.

«Paaa… cummmmmmmmm…»

—¡Brenda, Brenda, por el amor de Dios y la Señora!

La cabeza de Brenda cayó hacia adelante, acompañada por su cuerpo, lenta, muy lentamente. Tom, tendido en el suelo, apenas tuvo tiempo de ver el cráter sangriento que se había abierto en la nuca de su esposa y las oleadas de sangre que surgían de allí, manchando el traje, encharcando la tapicería, cubriendo San Cataldo y el planeta entero. Parecía que hubieran segado la cabeza de Brenda, con una hoz, con una guadaña, con un inmenso y descomunal martillo.

Elda Frattina y dos mujeres más corrían hacia él, menospreciando el riesgo de los disparos.

«Pa… cummmmm…»

Se le llevaban de allí, le arrastraban en volandas cuando lo que él quería era estar al lado de su esposa, de su amante, de la mujer que era toda su vida.

Le metieron a la fuerza en el interior del edificio.

Había gritos desordenados, histéricos, en todas partes.

—¡La han asesinado! ¡Puercas, salvajes!

El cadáver de Brenda, inmóvil, caído sobre el salpicadero del TOM-881, era un horrible contrapunto a esta gritería y a estos nerviosismos inútiles.

Tal vez a lo lejos relumbraba la sonrisa amarilla de Alfio dall’Assassino, que recordaba tiempos pasados, pensaba en sus consejos de unas horas antes y se cobraba desprecios que, en su momento, parecieron cosas sin importancia.