LA HUIDA DE TOM HACIA EL SALVAJISMO

Una mano movió un poco el hombro de Tom.

—Dudado, señor —dijo la voz de Patrizio—. No se duerma.

—No, no. No pierdas cuidado.

El aéreo de doce plazas, ocupado por Patrizio y Tom, con las butacas y la pequeña sala de juntas atestadas de paquetes, bultos, víveres, municiones y agua, volaba velozmente hacia oriente. Seis mil pies más abajo, el oleoso océano desconocido encrespaba suavemente sus ondas, mientras los vellones de alguna nubecilla suelta pasaba rápidamente junto a las claraboyas.

Se encontraban ahora a tal distancia de San Cataldo que la radio era inoperante. Su alcance estaba limitado a unos ciento cincuenta kilómetros, y quizás hubiesen recorrido ya más dé seis mil. Aquel vuelo desesperado, con la muerte en el alma, recordaba a Tom otro vuelo, en el que casi no sabía conducir un aéreo.

Doce días antes, Brenda había desaparecido. Al principio Tom pensó en uno de aquellos viajes inesperados que hacía de cuando en cuando, sin previo aviso y sin informar a nadie. Por otra parte, la puesta en marcha de Santa Catalina la estaba privando de mucho tiempo. La nueva ciudad debía estar terminada completamente antes de que nadie fuera a habitarla. Debía ser algo majestuoso, moderno, amplio.

Pero, más tarde, Tom encontró el planisferio del planeta con una línea roja señalando las islas Orientales y una ensenada del desconocido continente P. Al lado había una orden escrita a la capitana del buque Orlando de Rimini para que desembarcase en las islas gran cantidad de pertrechos, cosa que debía ser hecha de inmediato. La orden era de diez días antes de su desaparición.

¡Aquella loca! ¿Habría sido capaz de emprender en solitario una exploración que varias docenas de mujeres aguerridas hubieran temido?

—¿Elda Frattina?

—¡Señor, sí!

—¿Qué sabe usted de mi mujer?

—Nada, señor. Estamos todas muy preocupadas en las oficinas. Nunca ha estado fuera tanto tiempo.

Silencio por parte de Tom. Se sintió capaz de todo.

—¿Qué sabe usted del buque Orlando de Rimini?

—¿El Orlando de Rimini? Capitana, Elisa Giancarlo, una mujer de mucho temple… Salió de puerto hace casi un mes bajo órdenes directas de la señora… Se espera su retorno dentro de dos días.

—¿Puede usted comunicarse con él por radio?

—¿Por radio?

—¡Sí, y no repita continuamente lo mismo que yo digo! Preguntó a la capitana Giancarlo si ha descargado en las islas Orientales, y si es así, si tiene noticias de la señora. ¡Inmediatamente, Elda!

Un tanto sorprendida por este despliegue de energía, proveniente de un hombre tan sólo, Elda Frattina colgó el auricular y dio órdenes a la sala de radio. Había muchas interferencias, dado el calor del verano, pero aun así, la costera de Brandistocco pudo comunicar a media tarde con él Orlando de Rimini. Sí, la capitana Giancarlo, cumpliendo órdenes de su excelencia, había descargado gran cantidad de material de todas clases en las islas Orientales. Se incluía relación mecanografiada por triplicado. La relación comprendía dos barracas de chapa ondulada, armas, alimentos enlatados, combustible en grandes cantidades, vestuario de exploración, municiones, bidones de agua, medicinas, herramientas, utensilios y útiles de todas clases. El costo total del envío ascendía a seiscientas veintitrés mil doscientas noventa liras. El combustible y los salarios devengados en la travesía ascendían a…

—¡Basta, basta! ¿Y qué sabe ella de mi mujer?

—Nada, señor. Absolutamente nada. Desde el puente de mando creyeron ver un aéreo pequeño sobre las nubes, pero no están seguras. Igual pudo ser uno de esos grandes insectos alados.

—¿La ha buscado usted?

—¡Señor, sí! En todas partes. En San Miniato, en Santa Catarina, en todas nuestras sucursales y agencias… Hemos comprobado, además, que falta un avión de dos plazas. La señora lo sacó de nuestros tinglados en el aeropuerto el mismo día de su desaparición… No ha regresado. ¿El señor cree…?

—El señor, ¡maldita sea!, está seguro de que esa loca de mi mujer ha partido sola hacia el continente P. Para explorarlo, quedárselo para ella sola y servírselo en bandeja a las otras mujeres de la junta. Es capaz de eso y más…

—¡Señor, sí!

—Claro que sí. ¡Maldita loca! ¡Bisa, atenta!

—Señor, sí. Lo que mande. ¿Preparo una expedición de socorro?

—Haga lo que quiera, en este aspecto. Pero quiero el aéreo grande, el que tiene la sala de juntas, lleno de pertrechos. Patrizio y yo partimos inmediatamente. Ustedes pueden seguirnos después…

—¡Son casi doce mil kilómetros!

—Dos días de viaje, con una escala para descansar en las islas.

—Pero, señor… Yo no puedo permitir…

Tom se incorporó cuan alto era, que resultaba ser un par de dedos más que la rechoncha Elda Frattina. Ausente Brenda, se sentía completamente investido de autoridad.

—Usted permitirá lo que yo quiera, Elda. Será mucho peor si se niega. ¡Aprisa!

Habían encontrado las dos barracas en las islas Orientales tras doce horas de viaje. Durmieron en una de ellas, cargaron combustible y continuaron la ruta marcada por Brenda en el mapa.

—No se duerma, señor.

—No me duermo, Patrizio. Sólo estoy envarado y cansado. Nada más que eso.

—Lleva usted casi dos días pilotando, señor.

—¿Verdad que sí? ¡Y aún se creen que los hombres sólo servimos para andar en la cama con ellas!

Pésima frase. Recordando instantáneamente el grave defecto de Patrizio, Tom se dio cuenta de que hubiera sido mucho mejor callarse. Apresuradamente, buscó otro tema.

—¿Resulta de tu gusto el revólver, Patrizio?

—No me gustan las armas, señor. Y ninguno de los dos tenemos buena puntería. Las prácticas que hemos hecho en las islas, señor…

—Lo sé, lo sé. Pero, por lo menos, si llega el caso, podremos armar ruido. Quizá los insectos se asusten.

—Dios y la Señora le oigan. Prefiero éstas.

Y Patrizio alzó sus grandes manos de karateca, del tamaño de jamones pequeños.

A lo lejos, la espesa niebla amarillenta dejó entrever la línea oscura de una costa baja donde rompían las olas.

Tom indinó el aéreo, que descendió lentamente hasta los mil quinientos. El rugir del aire en los ventiladores se hizo más fuerte, y el morro, ante el contacto con una atmósfera más densa se volvió difícil de dominar.

Estaba anocheciendo. Los rayos del sol, casi horizontales, lamían el contorno de la costa, desde donde grandes nubes espesas se levantaban. Se veían árboles de un plumoso verde, grandes extensiones de playa dorada, praderas más al interior…

—¡Una ciudad!

Sí; era una ciudad. Pero una ciudad monstruosa, que se extendía hasta perderse de vista. Cuanta extensión de costa podía divisarse desde el aéreo estaba cubierta por aquellas extrañas edificaciones, que parecían hechas con hierbas o con bejucos. En las calles y avenidas, en medio de la oscuridad creciente, se avizoraba un remolinear de figuras indistintas, un escarabajeo excitado y bullente.

—Apenas hay luz, señor.

—Sí. Debemos aterrizar.

—Tenga cuidado.

—No seas pesado, Patrizio.

El aéreo derivó un poco hacia estribor, trazó una curva, inclinándose hacia la derecha, y se aproximó a una pradera no muy lejana de las primeras edificaciones. Tom puso en marcha los propulsores verticales y, con un chirrido y grandes nubes de humo aceitoso, el aparato se posó suavemente sobre la hierba. A lo lejos, se veían unas luces verdosas, fosforescentes, signo inequívoco del lugar donde la enorme ciudad se hallaba situada.

Una vez detenido el aéreo y apagados los motores, Tom y Patrizio, como precaución inevitable, se apresuraron a Henar de combustible los depósitos, utilizando para ello parte de los jerricans apilados entre las butacas. Después, Tom extrajo la larga antena exterior e hizo varias llamadas en la frecuencia interna de los aéreos, tratando de localizar a Brenda.

No obtuvo respuesta.

—¿Qué cree usted, excelencia?

—No está aquí, o de estar, no se encuentra en su aparato.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Coger las armas, vestirnos y marchar a investigar a esa ciudad.

—¡Es muy peligroso!

—Todo lo es, empezando por la vida misma. ¿No te has dado cuenta de que el hecho de vivir trae consigo la necesaria aventura de la muerte?

La frase y la idea eran excesivamente literarias y filosóficas para la mentalidad de Patrizio. Por tanto, se limitó a coger las armas y una pequeña mochila con medicinas, municiones, agua y alimentos, amén de un diminuto transmisor de radio.

Tom se puso una coraza-justillo de delgado acero azul, con las inevitables aletas transparentes en los hombros, pantalones de montar y botas altas de luciente cuero negro. Con los brazos desnudos, el cinturón lleno de dorados cartuchos y el pesado revolver Beretta al cinto, tenía un aspecto tan impresionante que hasta Patrizio se asombró.

—¡Señor, excelencia! ¡Se ha vestido usted de mujer, comendador!

—Me visto de lo que quiero. En San Cataldo no puedo, pero aquí sí. Vamos. ¿Llevas tu pistola?

—Señor, sí. Pero no creo que sepa usarla a tiempo, porque no he practicado tanto como usted…

—¡Qué le vamos a hacer, Patrizio mío! Te aseguro que si tuviera una barrita de carmín, me pintaba los labios, ¡palabra!

El silencio del atleta fue suficiente prueba de lo que le escandalizaban estas palabras.

Una horas más tarde, después de atravesar varias praderas y bosques de árboles plumosos, que la lunagialla subrayaba con un vívido verde vegetal, llegaron a los primeros edificios.

En lo alto de largas pértigas lucían unas fosforescencias de fuego fatuo. Parecían globos de cristal en cuyo interior diesen vuelta media docena de pequeños insectos con un órgano luminiscente, porque los puntos luminosos que constituían ese sistema de alumbrado giraban y bordoneaban sin cesar, con un rumor leve, en el interior de esas esferas.

No había un ser viviente a la vista. Aparte del rumorear de las luciérnagas en su cristalino encierro, el único era el lejano borbotear de las olas contra la playa.

Patrizio y Tom se adentraron en las retorcidas calles. De vez en cuando, Tom hacía una llamada por radio, siempre sin respuesta.

La ciudad rompía los moldes de lo que cualquier pensamiento humano podía suponer. Predominaban de tal forma los puentecillos y las conexiones entre unos y otros edificios que podía suponerse fundadamente (siempre con cánones de pensamiento humano) que aquellos seres se pasaban la vida entrando los unos en casa de los otros. Cualquier rastro de aislamiento parecía cuidadosamente eliminado.

Las calles estaban pavimentadas con tierra, cubierta con esteras de hierba seca cuidadosamente trenzadas. Cada cuarenta o cincuenta metros se alzaba una de aquellas pértigas coronadas por una esfera luminosa. Cubriendo las calles, se lanzaban arcos de bambú o de una caña similar, entretejidos con piedras de brillantes colores, que destellaban alegremente bajo los rayos de luz verdosa de las esferas. En cuanto a los edificios, gozaban todos ellos de una característica común; ser de una o dos plantas como máximo. Y de varias características muy distintas: ninguno se parecía en lo más mínimo al de al lado. Había estructuras rectangulares, con ventanas cuadradas cubiertas de algo como vejiga de pescado, construcciones con altas torretas en cuya cumbre los juncos trazaban un entrelazado inhabitable, y otras en las que arcos vegetales de delgados tallos de mil colores marcaban entradas en lugares sombríos.

En otros sitios se alzaban frágiles industrias de cañas, a todas luces imposibles de habitar, dada su endeblez, pero que tenían un indudable gusto estético y un aéreo lanzamiento de formas que las hacía extraordinariamente agradables a la vista. Todo ello surcado de piedras brillantes (cuarzos, amatistas, lapislázuli, topacios, aguamarinas) combinadas de una forma a la vez caprichosa y artística que hacían que la vista fuera de uno a otro mosaico de carbunclos, de un dibujo a otro, como si misteriosas manos hubieran trazado esos hermosos caminos visuales.

¿Y los puentecillos? Cruzaban sobre las calles y los techos, unían todos los edificios entre sí, y, a veces, uno de ellos con los tres o cuatro más próximos y con bastantes de los más lejanos. También estaban hechos de las mismas estructuras de cañas, bambúes o de delgadas chapas de madera porosa. Tenían balaustradas, contrafuertes y arquitrabes que los reforzaban y sostenían, y oscuras oquedades en su principio y su final daban entrada y salida a los edificios donde nacían o morían.

—¡Brenda, Brenda! ¿Me escuchas? Soy Tom… Si me escuchas, contesta, por favor.

Silencio sepulcral, y no sólo el de la radio. También el de las viviendas vegetales. Ni un solo ser viviente se movía por allí. Parecía que, ante la desconocida amenaza del aéreo, rampando en los aires sobre la ciudad, se hubieran retirado todos.

Sin poderlo evitar, Tom y Patrizio, la mano diestra en la culata cuadrillada de sus revólveres, entraron en varias de aquellas construcciones. El interior era similar, en belleza y simplicidad, al exterior. Había ligeros muebles de madera, cuyas formas en nada recordaban el mueblaje humano, escudillas y vasijas de arcilla cocida, ornadas con dibujos simétricos y con piedras de alegres colores incrustadas. Se repetía en general un dibujo consistente en una elipse con varías líneas onduladas en su interior. No había instrumentos de metal, armas ni máquinas de ninguna clase. Solamente algunas azadas o hachas de piedra dura, enroscadas mediante fibras vegetales en mangos de madera rojiza. Ni cristal, ni plásticos, ni conductores de cobre, ni porcelana. Nada que diera a entender la existencia de una industria manufacturera.

El rumor rusiente de las olas sobre la arena había aumentado de volumen. Se aproximaban a la costa, siguiendo las retorcidas callejuelas solitarias de la ciudad.

—¡Brenda, Brenda! ¿Me escuchas?

Había vasijas torneadas conteniendo un líquido claro y amarillento. Había hojas de un tejido vegetal con signos misteriosos trazados en ellas mediante un negro almagre. Había pequeñas esferas donde una única luciérnaga revoloteaba, iluminando calladamente el interior de una de las mansiones. Había jarros volcados, mantas de tejido sedoso arrugadas, muebles caídos, demostrando la existencia de una huida incontrolada, llena de terror.

Repentinamente, en una de las viviendas, oyeron el ruido rasposo de unos élitros. Era un edifico ojival, terminado en una gran cúpula asimismo ojival hecha sólo para ser vista, pues, dada su deleznable construcción, era evidente que no podía ser habitada nunca. Poco práctico, desde el punto de vista humano de cualquiera de los habitantes del planeta, incluyendo en ello al mismo Tom.

Entraron. Algo como una mesa tumbada en el suelo… un jarro volcado, derramando un líquido seroso sobre el pavimento de tierra batida, un pequeño receptáculo de arcilla conteniendo una negra tinta que también se había derramado, y, junto a ellos, unos cálamos de caña, unas hojas vegetales con la impenetrable escritura a medio trazar, y al fondo…

Al fondo había lo que podía ser, con buena voluntad, un lecho de sedas y pieles, y sobre él, el cuerpo examine de un insecto. Vivía aún, aunque era evidente que estaba agonizando. Tom lo supo, a pesar de desconocer por completo la vida y el metabolismo de esos seres.

El propio Tom se sorprendió de su valor, al ver que Patrizio temblaba ante aquella muestra de vida inhumana.

Permanecieron unos instantes mirando la extraña figura. Realmente, no había motivo muy claro para llamarles insectos. Algunos sí que eran quitinosos, llenos de garras y caparazones. No así éste.

Era… translúcido. Su forma no era humana, pues resultaba extraordinariamente largo, con dos alas sedosas, de tono gris, que se extendían bajo el cuerpo casi inmóvil. Las piernas, compuestas de varios segmentos, ocupaban más de la mitad de su longitud, y en la parte superior había cuatro extremidades, dos a dos, terminadas en unas manos rudimentarias. El rostro, sin embargo, resultaba sorprendente, a punto de ser hermoso. Tenía unos ojos verdes, enormes, terriblemente expresivos; carecía de nariz, y la boca era una fina línea ondulada hacia arriba, que igual podía representar una sonrisa que un gesto beatífico. Una espesa cabellera blanca se derramaba sobre la yacija.

Los ojos se abrieron y cerraron lentamente, con gesto de pavor y sufrimiento. Una de las manos se alzó un poco, tendiendo un fragmento de tejido entre los pequeños dedos rosados. Hubo un estremecimiento, y la gran cabeza noble cayó hacia atrás. Tom supo que acababa de morir. Y supo, sin saber cómo, que le habían abandonado allí, al emprender una desatinada huida ante aquel horrible aparato, y los no menos horribles seres que habían desembarcado de él.

Instintivamente, tomó en su mano el fragmento de tejido que se desprendió de los deditos infantiles. Había líneas de una escritura desconocida, aún fresca, cartelas ovaladas con líneas en su interior y elipses con pequeños dibujos intrincados. Todo parecía seguir un orden y una norma. Por sí acaso, cuidadosamente, lo guardó en su bolsillo.

—Sigamos, Patrizio. Voy a llamar a Brenda de nuevo, Inútilmente. No hubo respuesta.

Continuaron su camino. Las callejas desembocaban en una amplia explanada de tierra apisonada, que terminaba en pilotes de madera, coronados por farolillos y por haces de campanillas de plata, que el viento agitaba, produciendo un cántico relajante. La impresión general era de tranquilidad, de belleza.

Contra los pilotes rompían las espumosas olas del océano y, amarradas a ellos, se columpiaban pequeñas barcas cóncavas, de proa y popa muy altas, en las que se apilaban redes, cántaros de barro, haces de maderas olorosas. Un suave aroma a madera recién cortada llenaba el ambiente, mientras las dos lunas, con su suave mezcla de luz amarilla y azulada, lo iluminaban todo.

Un poco más lejos, algo como un gran muro plateado se alzaba junto a los pilotes y las estribaciones del malecón. Parecía vivo, pues pequeñas ondulaciones recorrían su escamosa superficie. Se extendía hasta perderse de vista, sumiéndose en una zona de oscuridad.

Os deseo la paz; verdaderamente os deseo la paz. Aquello podía ser una construcción o un ser vivo. En verdad digo que os deseo la paz.

—¿Has dicho tú algo de paz, Patrizio?

—No, excelencia. Pensé que había sido usted.

—Y, sin embargo, yo he oído claramente…

Me tenéis miedo, seres blandos, y, sin embargo, yo no os haré daño.

Los pensamientos llegaban hasta las mentes de Tom y de Patrizio a oleadas repentinas, de tal forma que era preciso recapacitar y recordarlos de nuevo cada vez que se los percibía. Venid, acercaos a mí; estáis llenos de temor, pero yo no os haré daño. No podría hacéroslo aunque quisiera.

—¿Quién eres?

Soplaba una fresca brisa, agitando las campanitas de plata y los plumeros de piedras de colores que ostentaban los barquichuelos. Soy el gran pez; soy un gran pez, y estoy aquí sirviendo a los Hsui.

—Pero ¿dónde estás?

Se habían aproximado al muro plateado hasta casi tocarlo. Aquí, a vuestro lado; soy eso que creéis que es un muro.

—¿Cómo puedes hablar?

—No habla, señor, no habla… y, sin embargo, le oímos.

Tiene razón; no hablo; solamente pienso. Caminad, caminad hasta que encontréis la herida.

—¿Hacia dónde debemos caminar?

Tom estaba verdaderamente asombrado. Hacia delante, siguiendo la misma dirección que llevabais. Caminad hasta la herida. Aquello era vida inteligente; un poco molesta, porque los pensamientos del ser (¿había dicho que era una gran pez?)… Sí; soy un gran pez… Se entremezclaban con los suyos, produciéndoles un cierto revoltijo mental. Caminad hasta la herida.

Lo hicieron, un poco amedrentados ante aquella vida desconocida, y al mismo tiempo tranquilizados al pensar que nadie quería hacerles daño.

El muro iba creciendo en altura, y era claramente perceptible que estaba formado de grandes escamas plateadas. A veces, pequeñas aletas de elegante forma se entreveraban entre las escamas. Se agitaban un poquito. Han huido todos, porque os temen. No les hagáis daño. Están sanos, no enfermos. Debéis respetarlos.

—¿A quién no debemos hacer daño?

Había una herida enorme en el murallón plateado. Una herida sangrante, roja, que goteaba una serosidad amarilla. A los Hsui, a los que llamáis vosotros los insectos… están sanos. Son buenos poetas, buenos músicos… ¿Oís las campanillas de los Hsui? Son la bienvenida a los pescadores. Acercaos; no temáis… La herida era gigantesca y en el suelo del muelle reposaban varios cuchillos de piedra, algunos de cobre, y unos cuantos cubos de madera donde se amontonaban trozos de carne roja, aún humeante.

Sin saber por qué, Tom se sentía invadido de una extraordinaria compasión por aquel ser enorme, cuya bondad se derramaba en ondas y en avalanchas en todas direcciones. Encontró unas cajas de mimbre artísticamente trenzado, con peculiares dibujos que recordaban rostros grotescos. Los ojos y algunos rasgos estaban trazados con piedras de colores y con hilillos de plata o de oro burdamente trabajados. Dio la vuelta a una de ellas y se sentó, mientras Patrizio, respetuosamente, permanecía de pie.

—¿Ha venido por aquí otra persona como yo?

El gran pez emanó sorpresa. No; no que yo sepa, ser blando. Nunca oí hablar de ello. Pero puedo enterarme. Tom, lentamente, guardó su revolver en la funda. Gracias; sé que eso mata, aunque no creo que quieras matarme a mí. Espera.

Pocas veces en su vida se había sentido Tom tan reposado y tranquilo como estaba ahora junto a Sobodor, el gran pez. Ni siquiera se le ocurrió pensar cómo había sabido el nombre del pez. No; te aseguro que no, ser blando. He hablado con los Hsui. Están muy lejos, llenos de miedo. En lo que vosotros llamáis mil kilómetros al norte o mil kilómetros al sur, no ha aparecido por aquí otro como tú.

—Gracias, gran pez. Ahora sé que puedo regresar. Pero explícame…

Sé lo que quieres. Saca eso que llevas en el bolsillo, eso que escribió el gran Suen-Tsi, uno de nuestros mejores poetas, antes de morir. Dáselo al ser blando que te sirve, y que camine hasta mis ojos. No le sucederá nada.

—Toma, Patrizio. Anda, camina hasta sus ojos.

—La verdad, señor, yo…

—Venga, hombre. No tengas miedo. ¿Voy yo?

No. Tú quédate aquí, junto a la gran herida, que es por donde pienso mejor. ¿Verdad que donde hay sangre emana mejor el pensamiento? Camina, ser blando, que nada te pasará.

Durante un rato, los pensamientos del pez cesaron. Patrizio, sacando el revólver de nuevo, en la otra mano el pliego de tejido que recogieran junto al Hsui muerto, se hundió en la oscuridad. Pasaron sus buenos tres minutos antes de que el pez, con un pensamiento más profundo y poderoso que antes, recitase:

En los pocos instantes de vida que me restan

viviré de nuevo otra vez toda mi vida.

—cuando esos instantes pasen y queden aún menos momentos de vida…

Volveré a vivirla en ellos, y en ellos también viviré los instantes anteriores.

—cuando hayan pasado y esté más cerca de la muerte, y me quede tan sólo un granito de arena de existencia…

Volveré a vivir mi vida en él.

Por eso, viviré un millón de vidas, de nuevo, gracias a mi muerte.

Pero, al final, moriré.

—Es hermoso —dijo Tom Mumford—. Es hermoso —repitió. Y lo sentía de verdad.

Sí; ser blando. Es hermoso. Eso escribió Suen-Tsi, durante su último millón de vidas. Vuelve a dejarlo junto a él, porque cuando los Hsui regresen, lo recogerán y lo leerán en las plazas, para que todos puedan conocerlo.

—Pero ¿qué hacen los Hsui contigo? ¡Tú no eres un Hsui!

Patrizio había regresado, respirando ansiosamente y mirando sin cesar a sus espaldas, temeroso al parecer de que de allí surgiese una nube de afiladas garras, zarpas, mandíbulas y élitros y le devorasen en pocos segundos. Me comen.

—¿Qué has dicho?

Me comen. Los Hsui me comen…

—Pero… ¿es posible? Entonces, ¡son unas malas bestias!

No. Yo me entrego a ellos.

Después, durante un buen rato, mientras las lunas caminaban pesadamente en sus misteriosas órbitas a través de la densa atmósfera nocturna, llena de ruidos de olas y de aromas de gomas vegetales, el pez explicó a Tom lo que eran los Hsui y cómo vivían.

—Tom, seguro ahora de que Brenda no estaba allí, y de que nunca había ido allí, comprendió muchas cosas antes de emprender el camino de regreso, depositar el pergamino junto al muerto cuerpo del poeta Hsui y subir de nuevo a la nave aérea.

Adiós, querido monstruo. Así resonó en su mente, por última vez, la voz de Sobodor, el gran pez moribundo, antes de que el aéreo despegase en dirección a las islas Orientales y hacia la civilización.

—Adiós, gran pez. Que Dios y la Señora te bendigan.