VIDA SOCIAL
Alguna mala poetisa del planeta había dicho alguna vez que la vida era como un firmamento; como un negro cielo de mujeres iluminado por los brillantes puntos de las estrellas, que eran, naturalmente, los hombres. Sólo el buen natural de las nativas de San Cataldo impidió que fuera torturada y muerta inmediatamente después de haber proferido semejante ridiculez. No obstante, como todos sus poemas eran del mismo tono, decíase que, después de leerlos, más de una mujer no había vuelto a ser la misma. En cuanto a los hombres que los habían leído, era igual; tenían suficiente resistencia para aguantar eso y más.
Desde luego, Brenda della Scala no se había molestado en leer las obras de aquella masculinizada mujer. Se hallaba en los últimos meses del embarazo, que soportaba con facilidad, sin cesar ni un momento en sus ocupaciones. Viéndola, con el vientre hinchado, sobrecargada con aquel peso supletorio, Tom pensaba cuán cierto era que las mujeres fuesen el sexo fuerte, el sexo dominante. Hacía falta una indudable dosis de fortaleza para soportar tal cosa. Un hombre no hubiera podido. Claro que, si un hombre hubiera tenido que aguantarlo, entonas no habría sido un hombre, sino una mujer.
La lunagialla, con su enorme convexidad reluciendo sobre las desconocidas constelaciones, iluminaba la terraza del palacio Della Scala, donde se celebraba una fiesta más. Los farolillos de colores ponían un alegre contrapunto a las mesas bien servidas y a la orquestina que interpretaba canciones sentimentales.
—Esa expedición —decía la podestá Pertini— es muy peligrosa y no sirve de nada.
—Debemos progresar; es necesario —contestó Brenda, agitando orgullosamente la melena leonina—. Fíjate bien, Pertini, y tu también, Lattuada.
Se inclinaron las tres sobre un plano, seguidas por la atenta mirada de Tom.
Se hallaban plasmados en él tanto el continente R, perfectamente conocido en su tercera parte, como el gran océano, y el continente P, completamente desconocido.
—Desde San Cataldo hasta estas islas. Ya están exploradas, y no hay nada en ellas. Tendré allí pronto un repuesto de víveres y combustible. Y después, desde las islas hasta este punto.
El lápiz de Brenda trazó una línea, apretando tan fuertemente que la punta se rompió.
—¿Y qué utilidad representaría eso? —dijo la podestá Pertini—. Ni siquiera hemos explorado el interior del continente R. Aún hay media docena de mujeres que han huido con sus hijos al interior, y no sabemos dónde están. Más valdría…
—Una cosa te digo —respondió Brenda, dirigiendo a Tom una mirada de soslayo, preocupada por la inconveniencia que la podestá acababa de decir—: cuando los habitantes de la Tierra vengan…
—Maldita sea la Tierra y sus computadoras.
—Maldita sea. Pero cuando nos localicen otra vez y vengan, necesitarán sitio.
—Bueno, pero ¡están allí los insectos!
—¿No los derrotamos cada año?
—Sí; claro. Y cada año atacan con más fuerza.
—Tendremos que enfrentarnos con ellos alguna vez de forma definitiva.
Se enfrascaron en una discusión sobre conveniencias económicas, sobre concesiones y explotaciones. Lattuada no era partidaria de la expedición, pero tampoco lo era de que Brenda della Scala la realizase ella sola y se adjudicase grandes extensiones de terreno en el lejano continente Perdido.
—¿No te aburrimos, Tom? ¿Por qué no te reúnes con los demás hombres?
No; no le aburrían. No en balde se había tragado por completo casi toda la biblioteca del palacio Della Scala, y eso que sólo estaba compuesta por librotes descabalados, en su mayor parte novelas rosas y novelas amarillas, y solamente un par de docenas de libros científicos. En cuanto a reunirse con los demás hombres… ¡Bah! Eso era lo que menos deseaba.
La velada se componía de unas treinta mujeres, y no más allá de doce hombres. Hasta podía considerarse una proporción excesiva, dadas las circunstancias reinantes. Pero Tom se encontraba mejor escuchando esta conversación, que le interesaba muchísimo, que hablando de trapos y de decoración con el resto de los hombres.
Todos ellos eran maridos únicos, a excepción de cierto personaje por el que Tom había comenzado a sentir un odio mortal. Estaba también el celebérrimo Alfio dall’Assassino, hecho un brazo de mar, procurando ser el centro de la reunión. La madrina no había venido; no se encontraba muy bien. Este Alfio, sin que se supiera muy bien por qué, había intentado intimar con Tom, sin conseguirlo. Tom había experimentado una repelencia inmediata hacia él, sólo inferior a la que sentía por aquel otro personaje, aquel Mario Trani. A pesar del interés y la dulzura que el retorcido Alfio había puesto en él, Tom se había cerrado como un molusco, impidiendo cualquier confianza. Además, algo sospechoso le navegaba por la mente cuando contemplaba la forma rara con que Brenda y él se trataban. No en vano la odiosa poetisa había dicho que «para las cosas del corazón, los hombres poseen un sexto sentido». Había sobrevivido, a pesar de esa afirmación.
—Ya vale de comentarios —dijo la Pertini—. ¿Nos reunimos con los señores?
Los señores, poco atentos a su línea, estaban devorando desmán picado, desmán con guarnición de hojas de ectizia, desmán en filetes y desmán en turbante con carpitas y carne de dindo.
Tom se sirvió en un plato unas cuantas lonchas. De la mantecosa carne color crema se desprendía un aroma exquisito y penetrante que inundaba las pituitarias y hacía percibir su delicado sabor aun antes de introducirlo en la boca.
Formaron un grupo Brenda, Tom, Alfio dall’Assassino, la coronela Visconti, muy femenina con su uniforme, la podestá Pertini, la podestá Fisichella (que había venido de San Miniato para unas gestiones administrativas), la gerente Elda Frattina (mujer de confianza de Brenda, que llevaba la firma de casi todas sus empresas) y el inevitable y odioso personaje, Mario Trani.
Bebían Chianti en altas copas de cristal soplado a mano, patrimonio de la familia Della Scala desde nadie sabía cuántas generaciones. La podestá Fisichella comía a grandes bocados una hermosa ración de lucértolo en salsa.
Aún coleaban los comentarios sobre la expedición.
—Y si nadie quiere hacerla —dijo Brenda—, cualquier día equipo mi aéreo, lo cargo de combustible y me voy yo sola allí.
Tom hizo una mueca.
—No lo dirás en serio, querida.
—Yo sólo hablo en serio de estas cosas, mi amor. Y dejémoslo por ahora. Hablemos de otra cosa; de la hermosa noche que hace.
—Y de lo bellos que son los caballeros —añadió la podestá Fisichella, entre bocado y bocado de carne. Como podestá de una ciudad provinciana, no tenía ocasión de contemplar hombres que se salieran de lo corriente. Incluso, a pesar de su cargo, había tenido que conformarse con un matrimonio triple.
—Llevas un bonito traje, Tom —dijo Alfio, sonriendo venenosamente.
—Regalo de Brenda —contestó Tom, con una sonrisa no menos venenosa—. El tuyo es muy hermoso también.
—Regalo de Beatriz.
—Claro.
—Hay que ver —dijo la gerente, Elda Frattina, notando la tensión que proliferaba en el ambiente— lo poco distintos que son los trajes de hombres y mujeres, y lo distintos que son a la vez.
—Usted dirá —respondió Tom fríamente—. O son distintos, o no lo son. Pero ¡las dos cosas a la vez…!
—Bueno; yo quería decir…
—No; si ya lo sé —cortó Tom—. Tanto hombres como mujeres llevan pantalones. Los de las mujeres son, normalmente, estrechos y ceñidos hasta el tobillo. Los de los hombres, anchos, acampanados, y solamente hasta un poco debajo de la rodilla. Menos los de alguno que los lleva más cortos.
Clara alusión a Mario Trani, que los llevaba un par de dedos por encima de la rodilla. El muchacho se limitó a sonreír, no dándose por aludido.
—Las mujeres —continuó Tom— llevan botas hasta media pantorrilla; los hombres zapato plano o escarpines. Las mujeres, a veces, llevan botas de caña alta hasta la rodilla. Además, las mujeres llevan casi siempre esas corazas de metal o de cuero con aletas en los hombros y los brazos desnudos; los hombres llevan blusas espumosas, sedosas, undosas. Los hombres llevan sombrero; las mujeres, no.
—¡Qué estupendo resumen! —dijo, obsequiosamente, Elda Frattina—. Su marido es un genio, señora.
—Sí; lo es —contestó Brenda, y su expresión daba a entender claramente que «podía haber sido un genio en otras cosas»—. Por eso me casé con él.
Parecía que Mario Trani le hubiera leído el pensamiento.
—Donde debe ser un genio un hombre —dijo dulcemente— es en el amor.
—Todos son genios en eso —dijo la coronela Visconti, con una galantería muy militar—. Conocí yo a un pelirrojo que… ¡ejem!, ¡ejem!
Se cortó bruscamente. Estas historias de soldadotas y orgías no eran para contarlas delante de señores.
Tom miraba fijamente a Mario Trani. Conocía perfectamente su vida y milagros, pues no en balde había formado parte de su misma promoción en la Administración. Además, había sido uno de los que le adjudicasen aquella horrible noche de novatadas. No, Tom no pensaba olvidar esto, y alguna vez…
Porque este Mario Trani era un caso especial… Con extraordinaria habilidad, había ido construyendo su futuro desde el mismo momento en que ingresó en la Administración. Cuando llegó a la pubertad y comenzó a ser útil para cualquiera de los dos procedimientos, fue uno de los pocos que eligió en exclusiva el procedimiento caliente. Dejó que su cabello rubio creciera, hasta formar una undosa melena sobre los hombros, mientras que los demás muchachos, para dar muestras inequívocas de su sexo, lo llevaban muy corto, como Tom Mumford. No le fue perdonado un solo día de servicio, ni salió antes de hora de la Administración. Únicamente la casualidad quiso que Tom y él salieran a la vez de allí, aunque protegidos muy diversamente por la fortuna.
Los demás compañeros le llamaban «Su Virilidad» no sólo para darle un título honorífico burlón, consecuencia de los absurdos humos que tenía, sino para manifestar de alguna forma cómo hacía honor al procedimiento que había elegido.
Porque Mario Trani, con sus azules ojos, su cabello rubio, su recta nariz y su roja boca, formando todo ello un conjunto hermoso pero desvaído, probaba todo y seleccionaba en consecuencia. Las candidatas, atraídas por su belleza de efebo, eran minuciosamente observadas, interrogadas y casi disecadas quirúrgicamente por el apuesto mancebo. Después, seleccionaba lo mejor, medido en liras e influencia, y, por último, las pasaba al banco de pruebas definitivo, o sea, la cama.
Como, además, aceptaba regalos (fuesen en metálico o en especie), acabó su licenciatura en la Administración con una mediana fortunita, que le permitió establecerse por su cuenta en una deliciosa, aunque diminuta, villa del barrio norte de San Cataldo. Conservó a todas sus antiguas amantes, todas ellas de gran fortuna y notoria influencia, aunque su logro máximo, el tener como amante una de las Nueve, no había sido conseguido todavía. Sabía, además, jugar con el corazón y los sentimientos de ellas, burlándolas, haciéndolas esperar, negándoles a veces sus favores, poniendo un cebo que luego no entregaba, siendo, en suma, veleidoso, lleno de caprichos y completamente cruel. Como un verdadero hombre.
Y como verdadero hombre, se había negado a ser subastado, esquivando así esta adjudicación definitiva a una o varias mujeres que le hubiesen impedido ejercer el oficio más viejo del planeta.
Naturalmente, era odiado a muerte por los hombres decentes de San Cataldo. Sin embargo, las normas sociales eran tales que ningún hombre (posible fuente de hijas) dejaba de ser admitido en ningún lugar, hiciera lo que hiciera. De no ser así, ni siquiera Tom hubiera podido entrar en sociedad.
—Por otra parte —dijo Mario Trani, suavemente—, hay cosas en el sexo que no son ciertas. Parece ser que el pelo largo es característico de las mujeres, y el corto de los hombres. Sin embargo, yo lo llevo largo, y no pasa nada.
—Naturalmente —contestó Tom con acritud—. Como que no significa nada, como otras mil cosas. Aquí lo único que cuenta es que los hombres son escasos, y las mujeres no… Si fuera al revés…
—¡Qué maravilla! —dijo la coronela Visconti, poniendo los ojos en blanco—. Mis mujeres estarían encantadas…
—A lo peor no tanto —respondió Tom—. Pienso yo que no. Podemos examinar tres situaciones sexuales diferentes…
¿Por qué ese malnacido de Mario Trani estaba aproximándose a Brenda e intentando hablarle en voz baja? Discretamente, mientras continuaba su perorata, Tom se deslizó a estribor, intentando introducirse entre ellos.
—O los hombres son menos y las mujeres más, caso del planeta. O son el mismo número, en cuya circunstancia los sexos tendrían el mismo valor. O las mujeres menos y los hombres más, en cuyo caso los hombres trabajarían y serían dueños de las cosas, y las mujeres serían el objeto deseado y codiciado. Pero el supuesto más interesante es el intermedio; igual de cada sexo. Habría que hacer muchas suposiciones para decidir…
No le escuchaban. Comían, bebían, charlaban entre sí. Y, sobre todo, Mario Trani continuaba su lenta aproximación hacia Brenda, que le escuchaba con esa bobalicona sonrisa de mujer cuando se ve (orgullosamente) asediada por un hombre atractivo.
—… y puedes venir cuando quieras. Strada Nuova, doscientos veintitrés; es una pequeña villa con jardines. Estaré encantado de recibirte.
—¡Ejem! —dijo Tom tan brutalmente que todas se sobresaltaron, Mario Trani, con una sonrisita, se apartó un poco. Su rostro decía: «¡Ah, tú eres el amo legal, pero yo seré lo que quiera y cuando quiera!». Brenda estaba muy seria, dando a entender con su expresión (¡parecía sincera!) que aquello no le interesaba nada.
La velada acabó poco después, y mientras Giuseppe y el cuerpo de la casa recogían todo, Brenda y Tom se retiraron, sin decirse una sola palabra.