XXV

Luz Daalhoff vivía en la primera planta de un enorme complejo de viviendas de protección oficial con vistas al aparcamiento de la parte posterior del Bijenkorf. Enfrente de ella, en diagonal, estaban construyendo apartamentos de lujo que contrastaban mucho con los edificios de aspecto sofocante, levantados con hormigón gris. En un intento de romper la monotonía de las fachadas, se habían instalado pequeños balcones de dimensiones demasiado exiguas como para poder sentarse, que se utilizaban como trastero para bolsas de basura y toda clase de enseres superfluos, lo que traía como consecuencia que el conjunto tuviera un aspecto más miserable todavía. En los días en que abrieran las tiendas, probablemente habría un ajetreo importante, pero ahora la calle estaba tranquila, los cierres metálicos de las tiendas estaban bajados y la desnuda superficie de alquitrán del aparcamiento, vacío y cerrado, aumentaba el aspecto desolado de este paisaje urbano.

Dentro no era mucho mejor. El piso era tan pequeño como me suponía y decorado con el mobiliario de madera de pino más barato de Ikea, probablemente comprado todo en un solo día para quitárselo cuanto antes de encima. Después no se había añadido mucho más. Nada de cachivaches, ningún cuadro o póster en las paredes, ningún mueble de diseño, ninguna iluminación ambiental, nada. Casi todo el mundo tenía hoy un suelo de tarima laminada o de madera, pero en casa de Luz había una moqueta barata. Sea como fuere, no había heredado del padre la típica cualidad neerlandesa de prestar mucha atención al interior de las viviendas, y la decoración escasa e impersonal me llevaba a pensar más bien en las casas de vacaciones.

Yo me había apostado en el vano de la puerta de la cocina mientras Luz calentaba agua para el té en un sencillo módulo blanco con fregadero. Parecía enferma pero, como había esperado encontrármela en pijama y albornoz, quedé defraudado. Debió de haberse vestido y maquillado en el tiempo que necesité para llegar a su casa. Me dio una taza y me precedió hasta el cuarto de estar. Nos sentamos a una mesa de comedor que estaba llena de papeles relacionados con el caso Diekmann-Eterman. En un rincón del cuarto había un ventilador que se movía despacio de un lado a otro describiendo un semicírculo, pues incluso a esta hora seguía haciendo un calor bochornoso.

Cogió de la mesa un libro abierto. En la portada había una foto de Marten Toonder caminando por un estrecho sendero mientras ascendía por una colina en lo que yo suponía un paisaje irlandés, donde vivió gran parte de su vida. Era un Marten Toonder de edad avanzada y vestido con ropa de abrigo: una chaqueta gruesa, bufanda y guantes con reborde de piel. Su cabello y patillas blancos, casi plateados, sobresalían de una boina. Marten Toonder, Autobiografía aparecía en letras grandes. Sopesé el grueso libro con las manos.

—¿Qué quieres que lea? —pregunté.

—Te lo indicaré ahora mismo, pero antes debo darte un poco de información de fondo, de lo contrario no podrás situar lo que describe allí.

—Estupendo, empieza.

—Toonder y su esposa Phiny conocieron a Diekmann en la década de los años treinta del siglo pasado. Los presentó Donnars, su cuñado, que pasó una vez por delante de su puerta para venderles un cuadro. Donnars afirmaba que lo había pintado él, pero cuando Diekmann se enteró, se dio a conocer a Toonder y a su esposa como el verdadero artífice del cuadro. Ya en el primer encuentro pidió que le llamaran Eterman, que era el nombre que utilizaba como pintor. Así que, de vez en cuando, le compraban un lienzo. Les gustaba cómo pintaba, pero sobre todo se lo compraban para hacerle un favor, pues llevaba una existencia bastante miserable.

La interrumpí:

—¿Así que era pintor? Pero si en la ficha de identidad ponía restaurador de cuadros, ¿no?

Luz asintió:

—No puedo decir con seguridad que fuera restaurador. Toonder no escribe nada al respecto, pero pintor sí que era, dentro de nada lo verás más claro. Pero déjame antes que te cuente el resto. A través de Toonder, Eterman se hizo amigo después de su madre. El padre de Toonder apenas paraba en casa porque era capitán de la Marina mercante. Su matrimonio no era muy feliz y posiblemente encontrara consuelo en Eterman. Toonder, por lo demás, no se pronuncia sobre si lo que había era más que una mera amistad. En cualquier caso, Eterman era, por lo que cuenta, una persona muy divertida.

Me cogió el libro de las manos, buscó algo y leyó en voz alta: «Sus visitas bastante frecuentes eran siempre especiales porque cada vez mostraba algún que otro talento oculto. Sus poderes telepáticos eran asombrosos y sus premoniciones notables, además de un conocimiento del misticismo muy amplio, aunque intuitivo».

Levantó la mirada y me dijo:

—Y no sólo eso, Toonder escribe también que Eterman se dedicaba a la astrología.

De inmediato me vino a la cabeza el maletín con los pasajes del Apocalipsis de San Juan empaquetados en papel de aluminio, junto con los signos y textos astrológicos.

—Por tanto, el hijo había heredado los genes de su padre.

—¡Exacto! —respondió con voz ronca—. Pero voy a continuar. Durante los años de guerra, Toonder dirigió un estudio de dibujos animados en Ámsterdam y, además, era su propietario. En un determinado momento, llegaron a trabajar allí más de setenta personas, muchas más de las que eran necesarias en realidad. Al ofrecerles Toonder trabajo a esas personas, evitaba que fueran enviadas a Alemania para verse sometidas allí a trabajos forzados en la industria bélica. Además, en ese estudio había una prensa ilegal de donde salía toda clase de impresos prohibidos. Todo esto funcionó sin problemas durante un tiempo, hasta que en el otoño de 1944 Toonder se quedó sin dinero para pagar a todos esos empleados. Cuando habló con su madre sobre sus preocupaciones y esa necesidad urgente de dinero, esta le sugirió que fuera a La Haya para hablar con Eterman, lo que le sorprendió bastante a Toonder, porque llevaba mucho tiempo sin verlo y, además, le recordaba como una persona de aspecto menesteroso. Dudó que tuviera dinero, pero al final decidió ir.

Volvió a buscar otra página y dijo:

—Adelante, lee tú mismo lo que ocurrió. Es demasiado estrambótico para expresarlo con palabras.

Arrimé la silla a la mesa y empecé a leer.

La última semana de octubre, De Zwaan terminó sus balances y estaba orgulloso con razón, pues había tenido que realizar un minucioso trabajo de reconstrucción, aunque su orgullo se vio disminuido por la situación económica.

—Estamos a dos velas —dijo—. Tom Poes es el único que aporta dinero, pero no es suficiente para pagar a setenta y tres trabajadores. Y el alquiler. Y la luz. De la calefacción ni hablo.

Esa era la noticia que yo había estado temiendo durante todas esas semanas, pero que había apartado de mi mente. Y ahora que se había producido, sólo podía reunir a la gente y decirles que me resultaba un poco engorroso, pero si podían ser tan amables de esperar para recibir sus salarios.

Fueron amables. Uno preguntó cuánto podían tardar en cobrar y el resto me concedió crédito cuando les di un plazo de una semana o así.

Pero después me vine abajo. La comida se hizo más escasa, empezó a hacer más frío, y tras Pelster no había ya ningún asidero. Y justo ahora, ahora que la cosa estaba poniéndose más fea que nunca, debía dejar en la estacada a mis empleados.

Phiny tampoco sabía qué hacer, pero ella se andaba con menos secretismos que yo en ese tipo de dificultades, lo que demostró cuando mi madre me llamó por teléfono una noche, desde Oegstgeest.

—Escucha… —dijo. Ese era su inicio habitual, ni apremiante ni amenazante, sino más bien el consejo de una mujer mayor y más sabia que quiere calmar el llanto de un niño—. Escucha, me he enterado por Phiny de que tienes dificultades económicas. Eso es muy desagradable. Lo he discutido con… Eterman, y enseguida me ha dicho que deberías ir a visitarle. Es una persona muy buena, oye. A mí me ayuda mucho. Yo iría, si fuera tú. Pásate por Oegstgeest y puedes quedarte aquí una noche.

Fue una conversación telefónica muy extraña y los dos nos preguntamos si debía tomármelo en serio o no.

—¡Es una buena excursión! —dijo Phiny preocupada—. Desde luego, está bien que vayas a ver a tu madre, pero ¿qué pinta Eterman allí? ¿En qué podría ayudarte?

Eso también me lo preguntaba yo, por supuesto. Recordaba esa colosal pintura de Homero con el esplendoroso marco que le habíamos comprado por setenta y cinco florines. Ese pobre diablo que nos había enseñado tanto y al que ayudábamos comprándole sus pinturas por un precio irrisorio… Pero yo tenía tanta confianza en mi madre que decidí ir.

Cuando le conté a Strüwe que debía trasladarme un par de días a La Haya para conseguir algo de dinero, me prestó su bicicleta con ruedas de madera, y tras haber examinado bien mis papeles, el jueves 26 de octubre por la mañana me levanté temprano, me despedí de mi esposa e hijo y me puse en camino (ese día es uno de los pocos que puedo descifrar en mi agenda, pues el resto es un garabato ilegible, con nombres que ya no me dicen nada y que a buen seguro serán falsos).

Circular sobre ruedas de madera no es ningún placer. Todavía recuerdo bien que ya estaba hasta las narices del viajecito cuando había alcanzado la carretera principal hacia Rotterdam y dejé la ciudad a mis espaldas. En aquella época ya era una carretera asfaltada por la que podían desplazarse a gran velocidad las unidades militares que se trasladaban de Ámsterdam a Rotterdam. Para las ruedas de madera era también mucho más cómodo, aunque el pedaleo seguía resultando un trabajo ímprobo. Entonces me llamó la atención lo ancha, lo larga y lo vacía que estaba la carretera. Sobre todo larga. Inconmensurable y derecha como una vela enfilando el horizonte, sin personas o movimiento en ninguna parte. Yo mismo me veía como un personaje de un cuadro de Willink: realismo mágico. O, a decir verdad, más surrealista.

Hay algo desalentador cuando no se tiene ningún punto para calcular la distancia. Es pedalear y pedalear, y nunca cambia nada.

Pero la temperatura era agradable y esa soledad era relajante, se podía pensar. Se trataba sobre todo de pensamientos sobre el pasado, que parecían tan inverosímiles que daban la impresión de ser recuerdos de una vida anterior. Y con ellos vino también una suerte de sentimiento de culpa por haber roto de manera tan radical con ese pasado. Van der Lelie y Levisson, personajes olvidados; el olor del huecograbado y los ojos de Eric Winter; Bram Klein y Eterman. Sí, sobre todo este último, naturalmente.

Él ya decía entonces que estos eran tiempos catastróficos. A un pariente lejano le había dado algunas obras para vender a entusiastas del arte. Esa era la ayuda que él, por razones de karma, podía ofrecer. Nada pecuniario, porque también para él, como artista, no pasaban inadvertidos estos tiempos. Eso decía cuando lo conocimos.

Y ahora yo estaba de viaje porque mi madre pensaba que él podría hacer algo por mí. Surrealista era la única palabra para esta excursión.

Duró mucho, ya no recuerdo cuántas horas estuve pedaleando, pero fueron muchas. Y cuando uno no monta en bici de manera habitual, surgen toda clase de molestias, de manera que llegué bastante destrozado a casa de mi madre.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que nos habíamos visto y me llamó la atención que tenía mejor aspecto. Había adelgazado y le sentaba bien. También había desaparecido cualquier huella de su extraña vaguedad y de sus alucinaciones, pero justo cuando estaba preguntándome si mi padre tal vez habría sido el culpable de sus trastornos, empezó a hablar de él.

—Qué terrible lo de tu padre, ¿eh? —me dijo—. Tan enfermo y ahora solo en ese país extraño. Estoy bastante preocupada, mira. No sabemos nada de él, y ahora han empezado a disparar esas desagradables bombas V2. Todo Londres está en llamas. ¿Quieres otra galletita? O mejor no, que vamos a cenar enseguida.

Por otra parte, quería saberlo todo de los niños, y estaba claro que Eiso habría hecho mejor quedándose en Oegstgeest, porque la madre de Phiny era una mujer peculiar.

—Muy diferente de Phiny, ¿a qué sí? Me llama una vez por semana, y es tan compasiva… Ella comprende lo difícil que me resulta.

La señora Wierts era una ayuda enorme para ella. ¡Ay, si no la tuviera! Pero de Eterman no podía contar mucho, sólo que era un gran apoyo espiritual y que la comprendía muy bien. Y cuando pregunté si él estaba bien, se sorprendió.

—Él siempre ha estado bien, ¿no? —preguntó un poco indignada. Yo sí que parecía cansado, opinaba ella, y debía acostarme pronto.

Al día siguiente salí temprano hacia La Haya, y tras buscar y preguntar un poco, llegué a la calle donde él vivía. Una de esas calles aburridas y despobladas que tanto abundan en esta ciudad; y su casa era una que estaba en medio de una hilera muy larga, muy larga. Llamé al timbre y subí la oscura y estrecha escalera que llevaba a la segunda planta. Allí se encontraba Eterman esperándome con una sonrisa y la cabeza echada hacia atrás para mirarme a través de la parte inferior de sus gafas.

—Muy sorprendente —dijo—. El contacto etéreo no ha sido alterado y, sin embargo, estamos rodeados de influencias exteriores de magia negra. Sí, sí, lo veo: su vibración ha sido minimizada por horrores. Entre.

Abrió la puerta de par en par y se apartó a un lado para dejarme pasar. Entonces me hallé en una «suite»: dos salas que estaban separadas por puertas correderas. Habitaciones estrechas con altos techos y sólo una mesa y un par de sillas en la sala que daba a la calle, mientras que el cuarto de atrás estaba vacío. ¡Pero las paredes no!

A la izquierda de la repisa de la chimenea colgaba un cuadro colosal que me pareció un Rubens. Sobre la propia chimenea había un lienzo más pequeño que me resultaba vagamente conocido. Mostraba un hombre anciano con un gran sombrero negro cuya ala arrojaba una profunda sombra sobre su rostro. Pero la luz era asombrosa.

—Un Rembrandt —dijo Eterman—. Seguro: período tardío. Menos rematado. La época de Claudius Civilis, ya sabe.

Y a su derecha colgaba el soberbio rostro de un caballero con un cuello de encaje que clavaba sobre mí su mirada un poco burlona.

—Van Dijck —explicó Eterman—. Un lord inglés.

Me controlé lo suficiente para no quedarme con la boca abierta, pero desde luego que percibió la incrédula sorpresa en mi rostro. Con una fina sonrisa se dirigió a la repisa de la chimenea y de allí cogió unos cuantos papeles que reposaban sobre un costado.

—Certificaciones de autenticidad —informó—. Mire, aquí tiene una testificación de Bredius. Pero hay más. Confirmaciones evidentes. Estúdielas a sus anchas.

Cogí los documentos y los examiné por encima, pero con respeto. Las firmas me parecieron auténticas, y de eso entendía yo un poco.

Al volver a poner en su sitio el hatillo, mi mirada se detuvo en un recorte de periódico que había debajo de los papeles, y reconocí la foto que aparecía en él: Eterman nos la había mostrado a Van der Lelie y a mí en nuestro primer encuentro. En aquel momento no le presté ninguna atención, porque la pintura del anciano con el gran sombrero negro era más importante.

—Ese Rembrandt —dije— se parece a…

Pero él ya se había vuelto y se dirigía a la otra habitación en busca de cigarrillos. Cigarrillos auténticos que me ofreció para que cogiera, y creo que raras veces disfruté tanto de ese veneno como entonces, después de haber tenido que fumar los Consi, ese sucedáneo de tabaco, y el cultivo propio.

Él también absorbió el humo hacia sus dientes con la misma avidez y, acto seguido, dijo que no quería hastiarme más y que se daba perfecta cuenta de que me quedaba un duro viaje por delante. Mi señora madre le había informado de que tenía algunas intrincaciones pecuniarias, y ahora consideraba un honor poder tenderme la mano. Con cuánta frecuencia habíamos sufragado su arte en el pasado, ¿no es cierto?

Hablando de esta guisa, se dirigió a un armario que había junto a la puerta corredera y, cuando lo abrió, vi muchas baldas, todas ellas repletas de muchos estuches de piel. Cogió uno y me lo entregó.

No sé lo que me había esperado, pero el colosal peso del objeto me sorprendió. Me apresuré a abrirlo y entonces comprendí, de repente, que me encontraba allí con las manos llenas de barras de oro. Lingotes los llaman, creo.

Me quedé sin habla contemplándolos mientras él me miraba por la parte inferior de sus gafas, con una sonrisa de felicidad dibujada en el rostro.

Quise decir algo sin saber qué, pero él se me adelantó.

—No quiero retenerle más —dijo—. ¿Será tan amable de transmitirle mis cumplidos a la señora Phiny? Para ella han sido tiempos onerosos, he oído. Y su estado es aún delicado. Pero su punto nodal de felicidad está favorablemente iluminado por el sol, dígaselo. ¿Y me permite que le desee un buen viaje? Cuando los tiempos sean más propicios, espero que podamos volver a rular como antes. Esos eran buenos tiempos: rular, todo el día rulando.

Hablando de este modo, me condujo a la escalera e hizo un alto allí.

Quise estrecharle la mano, pero retrocedió un paso, levantó los dedos estirados ante su cara y los movió de un lado a otro en una suerte de movimiento en abanico.

—¡Ser libre! —habló en tono imperativo—. ¡Ser totalmente libre!

Descendí por la escalera con cierta torpeza mientras intentaba guardar el pesadísimo estuche en el bolsillo interior de mi chaqueta.

No obtuve ningún éxito, pues en la chaqueta surgió un bulto nada atractivo y, además, era tan pesado que la prenda se combaba por completo. Pero le presté poca atención mientras me subía a la bicicleta de Strüwe. La sensación de que ahora ya no podría ocurrirme nada había suprimido las otras emociones, y dejé la ciudad con una vibración etérea. Ya volvía a estar en la carretera principal, pero su aspecto era muy diferente del de ayer. Era sólo el telón de fondo para una figura mítica que, con un disfraz que no le quedaba nada bien, regresaba a su castillo.

Por supuesto que me intrigaba Eterman, el artista de los misterios. Ya desde el primer día en que entablamos conocimiento, Phiny y yo habíamos tenido la sensación de que las pinturas que le comprábamos no estaban del todo «terminadas». Parecían siempre estudios preliminares, y por su volatilidad iban a parar con toda naturalidad a la escuela impresionista. Y ahora que lo pensaba, sabía por qué ese Rembrandt me resultaba familiar. Nosotros tuvimos un primer esbozo en casa que Phiny no quiso colgar en la pared porque el aspecto del anciano era muy macilento, como un muerto del que hubiera desaparecido todo rastro de vida, pero con la diferencia de que esa vida no había desparecido, porque nunca la había tenido. Era Adán antes de que el Señor le hubiera soplado en la nariz el aliento de la vida.

Y ahora, en la guerra, Eterman tenía la posibilidad de hacer algo para lo que había estado preparándose durante toda su vida. Creaba Maestros Antiguos; nada de falsificaciones, sino originales, pintados con tintes que él mismo había creado según las recetas de los Antiguos.

Y de repente volví a ver ante mí ese recorte de periódico en la repisa de la chimenea. Aparecía él en una foto mientras estaba pintando el retrato del general del Ejército de Salvación: Bramwell Booth. Ahora sabía quién era en realidad ese anciano que, bajo el nombre de Homero, miraba con tanta amabilidad a las visitas desde la pared en casa de mi madre. Ese Homero no era otro que el general Booth, pintado con la pintura y la pincelada de Rembrandt.

Dejé el libro abierto sobre la mesa con la portada hacia arriba. Luz me miraba, porque me tocaba a mí deducir lo inevitable.

—Era un falsificador. Con el dinero que ganó, ayudó a Marten Toonder, a Charley Toorop y a su hijo Edgar Fernhout. Los cuadros en la lista del maletín de su hijo son falsificaciones que vendió a Donnars durante la guerra.

Yo hablaba despacio, reflexionando al mismo tiempo sobre el significado de todo esto y, sobre todo, pensando en cuáles serían sus consecuencias.

—Sí, así debe de haber sido —dijo Luz—. Quizá «mecenas» ya no sea la palabra correcta, pero Diekmann sí que los ayudó. Su hijo debía de conocer la procedencia del dinero, quizá se enterara por Donnars, su tío. Se avergonzaba y por eso no quería hablar de su padre. Eso fue lo que dijo la señora Heerlien, ¿no?, esa vez que sacó a relucir la muerte de Toonder. Dejó caer que su padre había ayudado a Toonder durante la guerra y que eran amigos. Sin embargo, no quiso seguir hablando del tema.

Guardó silencio un instante para darme la oportunidad de reaccionar.

—Así debe de haber sido, en efecto —dije yo—, pero continúa, termina primero tu historia.

—Donnars fue a ver a Giltaij van Puyvelde antes de su muerte, cuando su cuñado Eterman llevaba ya enterrado mucho tiempo. No sé por qué, quizá para ajustar cuentas, tampoco es que importe, pero debe de haberle contado que esos dos cuadros de Rubens eran falsificaciones. Giltaij van Puyvelde no quiso creerlo al principio, pero Donnars le sugirió que fuera a preguntarle a Toonder si Eterman era un falsificador. Soy incapaz de saber lo que se cocía en la cabeza de Giltaij van Puyvelde, pero debió de producirle una enorme conmoción el descubrir que dos obras de Rubens, que él había analizado y descrito ampliamente y que había recogido en su catálogo, el trabajo de su vida, eran falsificaciones. Una conmoción tan grande que le llevó al suicidio.

Esta vez no aguardó a mi reacción y planteó la pregunta que debía de haberle estado rondando durante todo ese tiempo:

—¿Crees que deberíamos informar al Boijmans? Quiero decir: ¿la prueba es suficientemente convincente?

Había esperado su pregunta, era lógico e inevitable que se llegara a ese punto. Divulgar este descubrimiento sería una recompensa inesperada por todo el tiempo y el esfuerzo que había invertido.

Me puse en pie y fui hacia la ventana. La calle estaba vacía y, a excepción del suave zumbido del ventilador, el silencio era absoluto. El aparcamiento desolado, cuyo alquitrán semejaba el agua oscura y estancada de un pozo profundo, el alto muro sin ventanas detrás, la escalera de incendios que subía zigzagueando a las alturas, la luz de las farolas que incidía en dos contenedores de basura mal colocados… la imagen era otra, pero la atmósfera que evocaba se correspondía con la del cuadro Nighthawks de Edward Hopper. El vacío, la quietud en que Luz y yo habíamos sido atrapados por un instante y la sensación de que no había nada que nos uniera realmente, que estábamos solos. A lo sumo habíamos recorrido una parte del camino juntos y, tras lo que acababa de oír, ese camino parecía haber llegado a su fin.

Hasta la fecha, había supuesto que Adriaan debía de haber mencionado el nombre de Eterman en calidad de restaurador de cuadros. Tras lo que acababa de leer, comprendí que también había podido ser en un contexto muy distinto. Adriaan me había contado mucho sobre Van Meegeren, el maestro falsificador que no se había quedado en el anonimato y que poco después del final de la guerra había sido el centro de atención durante un tiempo: el hombre que había estafado a los nazis vendiendo un Vermeer falso a Göring. Toonder describía cómo Eterman le había mostrado una certificación de Bredius. Ese nombre lo conocía también gracias a Adriaan, era un famoso experto en materia de arte y el hombre que adquirió por una suma récord en 1937 para el Boijmans Los peregrinos de Emaús y que, según resultó después, era una de las más famosas falsificaciones de Van Meegeren. Bredius calificó el cuadro como un punto culminante en la obra de Vermeer.

¿Se habían conocido Van Meegeren y Eterman? ¿Estaban al tanto de sus respectivas prácticas? Sí era así, ¿habría dejado caer Van Meegeren a Adriaan alguna vez el nombre de Eterman? Conociendo a Adriaan, en ese caso habría dos posibilidades: o había ocurrido tan de pasada que no volvió a prestarle mayor atención, o lo había hecho pero sin lograr averiguar más sobre Eterman. Ya no podía preguntárselo a Adriaan y en este momento había algo que me inquietaba mucho más.

Me di la vuelta hacia Luz.

—¿Que si creo que debemos informar al Boijmans? —repetí su pregunta—. Al final la decisión es tuya, es tu descubrimiento.

Mi falta de entusiasmo provocó una expresión de decepción en su rostro. Quiso decir algo, pero yo me adelanté:

—Antes de que tomes una decisión, debo mostrarte algo.