VI
Pasó más de una semana antes de llegar a conseguir las fotos de Nadine Husak que, en efecto, habían sacado en la fiesta de despedida y que resultaron muy útiles. En una de las fotos aparecía ella con la familia: el padre, la madre y sus dos hermanos menores. Nadine y los chicos miraban alegres y despreocupados a la cámara, pero los padres parecían un poco perdidos, abatidos por la despedida inminente y nada acostumbrados a posar. La segunda fotografía era un retrato en el que aparecía muy maquillada. El exceso de maquillaje en labios, cejas y pestañas contrastaba de manera poco natural con su pálida tez y la media melena de lacio cabello rubio. Ese fallido intento de parecer más seductora y adulta transmitía algo de tristeza. Su cara era superficial y poco expresiva; no es que careciera de atractivo, pero no era lo que se dice guapa. Volví a coger el retrato de familia y vi que debía de medir más o menos un metro setenta, con buena planta, delgada y robusta. Me sorprendí preguntándome por el aspecto que tendría el resto de su cuerpo cuando estuviera casi desnuda. ¿Bastante tentadora como para seducir a los puteros?
En la información que Katka Adamec me había entregado en papel sobre su sobrina y el hombre que la acompañaba no había nada que a simple vista pudiera ayudarme a encontrarla. Un turco o un marroquí, poco mayor que Nadine, pero más un muchacho que un hombre, de su misma estatura, complexión normal. Tampoco podía darme un nombre, estaba tan nerviosa que ni siquiera recordaba si había llegado a decírselo. De la ropa que llevaba tampoco supo aclararme nada. La cazadora de cuero de su sobrina sí que le llamó la atención al instante por lo cara que parecía; era una cazadora que nunca podría haberse permitido en Eslovaquia.
Nadine y ese hombre llevaban la misma joya colgada al cuello: una cadenita de plata con un corazoncito de oro apretado por una mano. ¿Qué indicaba eso sobre la relación entre los dos? Normalmente significaría un signo de unión, pero ¿cómo era posible si estaban obligándola a prostituirse? Al menos eso era lo que yo seguía creyendo, si admitía lo que me había contado su tía.
Hacía mucho tiempo que no me pasaba por Alkmaar y no era un mal día para regresar allí. El sol brillaba, la temperatura era agradable y apenas soplaba el viento. En las terrazas de los cafés y restaurantes de la Waagplein, la plaza de la balanza, las personas disfrutaban del buen tiempo y hasta por los canales podían verse algunos botes navegando. Con tanta alegría y frescor en el ambiente tenía que ponerme manos a la obra con el trabajo que me había traído hasta aquí.
Comencé tomándome un café en el sitio donde Katka Adamec había quedado con su sobrina: Grand Café Henry’s, al pie de la Balanza. Lo encontré enseguida gracias a su descripción, pero volví a salir casi con la misma rapidez. Ni las fotos de Nadine ni la combinación de ella con un joven marroquí o turco hicieron reaccionar a nadie. Les dejé una copia pidiéndoles que se las mostraran también al personal que no estaba en ese momento. Sentí las miradas suspicaces en la espalda mientras volvía a salir a la calle. Era una perspectiva poco halagüeña que volvería a experimentar muchas más veces durante ese día, pero no me quedaba otra. Empezaba de cero y, mientras no tuviera nada concreto, debía batirme el cobre con artillería pesada y abordar a todo aquel que tal vez pudiera saber algo. Ese era el trabajo que Annemarie Braam me había encargado.
Me dirigí paseando al lugar donde se practicaba la prostitución pública: el Achterdam. Si bien Nadine Husak podía no estar debidamente registrada trabajando tras un escaparate o en un club, el Achterdam era el corazón del comercio carnal en esta ciudad y sus alrededores. Si estaba buscando una aguja en un pajar, parecía lógico empezar aquí, aunque sólo fuera por ir entrando en materia dentro de un mundo que debía ahora frecuentar. Estaba al tanto de lo que se escribía en la prensa sobre el proxenetismo moderno de loverboys, esos chicos que acababan prostituyendo a sus novias, el comercio de muchachas extranjeras y los vínculos entre el ramo de la prostitución y el crimen organizado, pero todo lo conocía de lejos. ¿Qué podría esperarme de las muchachas con las que dentro de nada me pondría a hablar, qué relaciones se establecerían entre ellas en este lugar?
El Achterdam era una callejuela de apenas doscientos metros de largo donde estaba concentrado todo el negocio. Para ir cargándome las pilas, había estado caminando antes por las calles adyacentes, sin encontrarme a una sola prostituta. Era un bonito barrio, con edificios antiguos muy bien restaurados; un entorno apropiado para «la profesión más antigua del mundo».
Entré en el Achterdam junto al canal Luttik Oudorp y lo primero que hice fue dirigirme despacio hacia el otro lado, sin hablar con nadie. En la parte derecha había sólo habitaciones que daban a la calle, pero a la izquierda resultó haber más pasillos angostos y techados, con muchas más habitaciones a los lados. Las prostitutas de allí estaban casi a oscuras, y la única luz era el fosforescente malva y rosa que salía de sus propios cuartos. Los pasillos eran tan estrechos que los clientes pasaban deslizándose muy cerca del cristal de puertas y ventanas y, allí donde las damas habían dejado las puertas abiertas, podían tocarse sin problemas. Me llamó la atención el hecho de que hubiera muchas cortinas corridas, y no porque las prostitutas estuvieran atendiendo a sus clientes, pues había demasiada tranquilidad. Las prostitutas, sentadas o en pie, tenían una expresión aburrida en sus rostros y, en algunos cuartos, estaban incluso charlando entre ellas y fumando.
Me había fijado en varios carteles donde ponía «Cámara de vigilancia», pero no advertí vigilancia física hasta que no estuve en el centro, después de mucho zigzaguear. En el cruce de un par de callejuelas, apostado de tal manera que podía controlar varios escaparates, había un hombre de unos cuarenta años con una gruesa barriga cervecera y un cigarrillo en la comisura de los labios. Pasé a su lado mientras iba fumándome mi picadura de tabaco negro. Su aspecto era el de una persona acabada y deforme. No era mi intención verme envuelto en la mierda, pero llegado el caso, este hombre no sería rival para mí. Probablemente tampoco fuera esa su misión y, si pasaba algo de verdad, seguro que llamaría a alguien de complexión más robusta.
Aún no me había topado con ningún club, por lo visto aquí la prostitución sólo era de escaparates. Guiándome por su aspecto y escuchando retazos de conversaciones, deduje que la mitad de estas chicas provenían de Europa del Este. Quizá eso pudiera servirme luego. Del resto, la mayoría era de color; del oscuro de las negras hasta el marrón claro de las asiáticas. Las chicas neerlandesas, blancas y rubias, podían contarse con los dedos de una sola mano. ¿Dónde estarían? ¿Trabajarían en otro lugar, en clubes privados o para empresas de servicio de acompañantes?
Cuando llegué al final del Achterdam, vi una tienda en la esquina sobre cuyo escaparate aparecía escrito en grandes letras rosas: «Alquiler de habitaciones: razón aquí». Aparte de esto, el inmueble servía de locutorio y dentro había un par de expendedores automáticos de comida y refrescos. Entré, saqué una Coca-Cola de la máquina y fui a sentarme en una elevada escalera casi justo enfrente de la entrada. En un barrio donde los clientes daban vueltas y deambulaban y donde sólo se producía intercambio de miradas con las prostitutas, no había nadie que se fijara en mí. No estaba muy concurrido, pero en la tienda entraban chicas jóvenes con cierta regularidad. Algunas sólo con un pequeño bolso, otras con un bolso mayor en la mano o colgado al hombro. Mi mirada se detuvo en una muchacha que con un pantalón de chándal y una sudadera amplios, además de una bolsa de deportes colgada al hombro, parecía como si estuviera dirigiéndose a un gimnasio. De alguna manera, su vestimenta resultaba mucho más erótica que la ropa ajustada, los tacones altos y la cara maquillada de muchas de sus colegas.
A las mujeres las atendía un amable señor de unos sesenta años que, de pie tras el mostrador, como el recepcionista de un hotel, entregaba y recibía las llaves. Tan pronto como las tenían en su poder, las chicas entraban en la callejuela de camino a su escaparate, de camino a su trabajo. Me sorprendió la normalidad con que transcurría todo.
Tras terminar la Coca-Cola, volví a entrar dispuesto a iniciar mi trabajo. Me dirigí al hombre y le puse una copia de la foto de Nadine Husak sobre el mostrador. Al principio me llegué a preocupar por su posible reacción, pero ahora comprobaba que no había motivos. En lugar de echarme a la calle, me miró con atención y luego meneó la cabeza, para responderme después que no la había visto nunca por allí. Al indicarle que quería pasarme por los escaparates y preguntarles también a las chicas, se encogió de hombros:
—Tú mismo, pero no creo que saques mucho. De todas formas, no las molestes mientras estén intentando hacerse con un cliente, te caería una buena. No te arriendo las ganancias.
Por mucho que cooperara, cuando le pregunté si podía dejarle una copia, su reacción fue negativa:
—No, no creo que le guste a mi jefe, y tampoco quiero meterme en líos.
Pensé en pasarme por todos los escaparates, uno a uno, pero por suerte no fue necesario; allí donde las damas estaban a la vista unas de otras, el dirigirme a una de ellas ya fue suficiente para llamar la atención del resto. No faltaba curiosidad, pero eso era todo, y tampoco obtuve ningún resultado. Algunas miraban de veras las fotografías de Nadine Husak para, acto seguido, negar con la cabeza; otras apenas se dignaban a echarles un vistazo. No preguntaban nada o sólo querían saber por qué la buscaba, de dónde era y qué le había pasado. Yo respondía tranquilo, pero no recibí nada a cambio. Sólo una vez me dijo una que primero tendría que dejarme mimar y luego ya seguiríamos hablando. Otra se introdujo la mano en el minishort estando a mi lado, e hizo como si se metiera el dedo, mirándome desafiante mientras lo hacía. No era por ella, pero con una de las copias en la mano y rodeado de todas sus colegas, la situación resultaba demasiado incómoda como para excitarse. Me dijeron de todo, que si me la mamaban, que si echábamos un polvo, que podía «entrar» por sólo treinta y cinco euros, y que tenían ganas de hacerme algo especial. Allí donde las damas se sabían seguras de la atención mutua, había risas, pero no podía hablarse de auténtica relajación, pues gritaban demasiado y sus gestos eran demasiado groseros como para que resultaran distendidas.
Continué mi camino con tanto estoicismo como me fue posible. Por diferentes que fueran las respuestas que podía recibir, me propuse mostrarles a todas el rostro de Nadine Husak. Por lo demás, seguía a mi aire, nadie me molestaba. El hombre que antes se encontraba vigilando el cotarro había desaparecido y sólo me miraban de reojo y fugazmente un par de puteros que pasaban a mi lado sin aminorar la marcha. Cuando llegué al final de la callejuela, me senté en el pretil del puente con vistas a la Balanza. Había estado dando vueltas por el Achterdam menos de un kilómetro, pero parecía como si hubiera estado corriendo una maratón. Mi aspecto exterior seguía inmutable, pero estaba sudando y ahora me resultaba muy difícil tener que repetir esto, quizá más tarde, con otras chicas. Para apurar este cáliz hasta la última gota, entré en la Tienda Erótica Especializada Eros y mostré allí también las fotos, pero una vez más sin resultado alguno.
De nuevo en la calle, oí procedente de alguna radio: «If you’re going to San Francisco, be sure to wear some flowers in your hair» de Scott McKenzie. Escuché toda la canción sin moverme y con un nudo en la garganta. Había sido uno de los éxitos del verano hacía mucho tiempo, cuando me pasaba los días enteros con mis amigos en la piscina, tanto tiempo atrás, tiempo pasado de manera definitiva.
Estuve escuchando hasta que la canción concluyó para pasar a la siguiente y di unos golpecitos en la foto de Nadine Husak.
—Pero a ti sí que voy a encontrarte —dije en voz alta, encaminándome de nuevo al Achterdam.
—¿Y bien? ¿Has conseguido algo? —preguntó el hombre que alquilaba las habitaciones con un tono lleno de escepticismo.
—No, lamentablemente no. La mayoría ni siquiera miraba las fotos en serio y las que sí lo hacían no sabían nada, aunque sí había un montón de cosas distintas que querían hacer. En ese sentido, me ha resultado muy instructivo.
Ignoró lo último y dijo:
—También puedes pasarte por los hoteles, quizá trabaje en un servicio de acompañantes. Son cada vez más frecuentes. Desde que legalizaron la prostitución, apenas alquilo habitaciones. Ha desaparecido todo lo que era ilegal y a la mayoría de las chicas neerlandesas tampoco les gusta esta nueva situación.
—Sí, ya me llamó la atención. No he visto casi ninguna neerlandesa. ¿Cómo es posible? ¿Las extranjeras trabajan por menos dinero?
—¡Claro que no, no tiene nada que ver con eso! Todo es culpa de la política. Esa gente de La Haya no tiene ni idea de cómo funcionan las cosas aquí. —Meneó la cabeza de manera reprobatoria—. Legalizar la prostitución, inscribir a esas chicas, controlarlas e incluso hacer que paguen impuestos, resulta demasiado. Entiéndeme, yo me llevo bien con ellas, pero no porque empieces a llamar a una prostituta «trabajadora sexual» va a convertirse de repente en una profesión normal. Todas esas chicas que no lo aceptan, y si me lo preguntas, tienen toda la razón, han desaparecido de escena. Ya no volverán a venir aquí para que todo el mundo las controle y vea si tienen los papeles en regla: un permiso de trabajo, inscripción en la Cámara de Comercio, en el ayuntamiento, papeles del Servicio de Inmigración y Naturalización, etcétera. ¡Todo eso no cabe en ningún bolso de ninguna de estas damas!
—¿Y quiénes siguen trabajando aquí?
—Desde que se han abierto las fronteras son sobre todo las chicas de la Europa del Este. Sus novios les arreglan los papeles, porque ellas apenas hablan una palabra de neerlandés, lo habrás podido comprobar tú mismo hace un rato. Ahora no lo dirías, pero cuando se anima el cotarro, ganan un buen dinero tras el escaparate. Y todo lo que era ilegal funciona ahora en otro lugar. No es que haya disminuido la demanda, oye, pero durante los últimos años este barrio no ha dejado de empeorar. Si continúa así, tendremos que empezar a alquilar habitaciones a gente que busca vivienda y a estudiantes. —Entró una chica y, como señal de que nuestra conversación había terminado, repitió su consejo—: Inténtalo en los hoteles. Suerte.
Por fortuna, no había muchos hoteles, en cualquier caso bastante menos que habitaciones en el Achterdam. En lugar de propuestas obscenas y curiosidad por puro aburrimiento, fui tratado con poca amabilidad y en algunos casos lisa y llanamente a patadas. La idea de que sus habitaciones fueran utilizadas por putas no era bien acogida por el personal que me atendía. En el momento en que comprendían que no era ningún cliente potencial, sino alguien que estaba realizando ese tipo de preguntas, su manera de tratarme cambiaba por completo.
No saqué nada en claro. Ya era suficiente por hoy. Mañana empezaría con las agencias de acompañantes.
Decidí hacer una última parada cuando, poco después de salir de Alkmaar por la A9, vi un cartel en el que ponía «Motel Akersloot». Entre unas cosas y otras ya eran las siete y tuve que dar muchas vueltas en el enorme aparcamiento antes de encontrar un sitio donde estacionar. Mientras me encaminaba a la recepción, observé que el restaurante de mi derecha estaba lleno. Por lo visto, todo el personal se encontraba manos a la obra; una pantalla electrónica en el vestíbulo indicaba que todas las salas disponibles estaban en uso para banquetes de boda y reuniones de empresa.
Tras el mostrador de recepción había una mujer de mediana edad y un muchacho de unos veinte años. Me atendió la mujer, que iba crispándose a medida que me escuchaba y apenas se dignó a echar un vistazo a la copia que puse en el mostrador.
—No, no la he visto nunca. Me temo que no puedo ayudarle.
Se me adelantó al darse cuenta de que me disponía a hacerle más preguntas:
—Llega en un momento especialmente desafortunado, tenemos muchísimo trabajo. ¿Podría regresar en otra ocasión?
Su tono de voz, dicho de la manera más suave, no es que invitara mucho a regresar. Tras un largo día que había conseguido crisparme bastante los nervios, hube de controlarme para no tirar de ella por encima del mostrador y gritarle si acaso no tenía ella también hijas. En ese instante intervino el muchacho. Había estado escuchando la conversación a cierta distancia y ahora se encontraba a su lado.
—¿Puedo mirarla? —Cogió la copia y no necesitó mucho tiempo para responder con seguridad—: La reconozco. Seguro.
Durante todo el día había oído tantas veces «no» que dudé por un momento:
—¿De veras? —Pero su mirada seria hablaba por sí sola—. ¡Estupendo! —me corregí enseguida—. ¿Puedo hacerte un par de preguntas?
Antes de que pudiera responder, la mujer intervino:
—Ya le he dicho que ahora no nos viene bien.
La ignoré y me concentré en el chaval:
—¿Cuándo te viene bien? Puedo esperar un rato, sin problemas.
—Dentro de poco más de dos horas acabo mi turno, si usted tiene tanto tiempo… Puede comer algo o tomarse un café aquí al lado.
—Estupendo, allí estaré. Muchísimas gracias.
Vi la desaprobación en el rostro de la mujer y por un instante pareció como si quisiera decir algo, pero en ese momento la distrajo un cliente del hotel que requería su atención.
En el restaurante me asignaron una mesa para dos junto a otra más larga en la que unos diez obreros de la construcción, de algún lugar al este del país, comían y bebían dando voces. No pude seguir toda la conversación, en parte por su marcado acento, pero comprendí que estaban trabajando en la construcción del nuevo estadio del AZ, situado cerca. Mantenían una acalorada discusión sobre la política de selección llevada a cabo por Marco van Basten para el mundial.
La comida no estuvo mal y, después de haber cogido un par de revistas del rincón de lectura, me pedí un café. En una revista de cotilleos leí que Dana Reeve, la mujer de Christopher Reeve, el actor que interpretaba a «Superman», había muerto de cáncer. Su fama le venía sobre todo por el apoyo que le había ofrecido a su marido, quien tras caerse de un caballo en 1995 se había quedado tetrapléjico. Todavía me acordaba de sus imágenes en una silla de ruedas. Christopher Reeve falleció en 2004 a los cincuenta y dos años de edad. Así pues, ahora su esposa moría también dejando un huérfano de trece años. ¿Por cuántas calamidades puede verse afectado un hombre? Probablemente mi reacción fuera la misma que la de muchos otros: me estaban poniendo un espejo delante. ¿Qué estaba haciendo con mi propia vida? ¿Había aprovechado al máximo este día que ya nunca se repetiría? Ya lo sabía: carpe diem. Carpe diem quam minimum credula postero: Aprovecha el día, no confíes en el mañana. Esa era otra variante del «Vive el presente» que tan a menudo le había oído a mi padre: No existe más que el presente, pues el pasado ya se fue y el futuro está por llegar. Sólo en el presente podrás encontrar eternidad e intemporalidad. ¿Había vivido yo hoy de veras? El único momento que me venía a la mente ahora fue mientras estaba escuchando, sentado en el puente, la canción de Scott McKenzie, e incluso ese instante se encontraba lleno de melancolía, de dolor por lo que ya se había terminado.
A la hora a la que llegó el muchacho para sentarse a mi mesa, los obreros de la construcción ya se habían marchado y el restaurante estaba un poco más tranquilo. Con una sorprendente seriedad, el chico tomó la iniciativa.
—Disculpe su reacción, no aguanta el estrés y, además, está frustrada. En ese sentido, vuelve a resultarme un buen ejemplo.
—¿Qué quieres decir?
—Ella tiene un empleo fijo y ya no se irá de aquí. Un ejemplo de lo que no quiero que me ocurra a mí. Yo trabajo aquí a tiempo parcial y sólo temporalmente; estoy estudiando Derecho, por eso. El verla me motiva para estudiar mucho más —concluyó burlón.
Le hizo señas a un camarero, pidió café y me preguntó:
—¿Puedo ver otra vez esas fotos? —Estuvo mirándolas durante un rato y se cercioró por completo—: No cabe duda. ¿Así que usted piensa que ha ido a dar con sus huesos en el mundo de la prostitución?
Asentí con la cabeza:
—Eso parece, sí. Primero tengo que encontrarla, sólo entonces lo sabré con certeza.
—¿Es familia suya?
—No, me pagan para que la encuentre.
Se quedó sorprendido y me preguntó con interés en qué consistía eso. Se lo resumí lo máximo que pude y, cuando volví al tema que me había traído hasta aquí, fue de nuevo muy concluyente:
—Puedo confirmarle ya sus sospechas: trabaja de prostituta con toda seguridad. La trae aquí un turco o un marroquí, creo que un turco; luego se queda el resto de la noche con uno de nuestros clientes, un gordo asqueroso de Limburgo. Le echo unos cincuenta años, pero en cualquier caso es lo suficientemente mayor como para ser su padre. —Podía oírse con claridad la repugnancia que transmitía su voz.
La había visto un par de veces y no podía decir con exactitud cada cuánto tiempo venía, ya que él sólo cubría una parte del servicio de noche. Tal vez viniera también para otros hombres, pero él sólo la había visto con ese gordo. El procedimiento estaba claro. A eso de las diez de la noche ella y su acompañante entraban juntos y, hasta que no venía a recogerla el gordo, el turco no se iba, para luego pasarse a buscarla a la mañana siguiente. No sabía su nombre ni el de su acompañante, que conducía un BMW rojo tuneado: llantas gruesas, spoiler, tubo de escape cromado y todo un escándalo cuando salía derrapando.
Volví sobre algo que había dicho como de pasada:
—Dijiste que creías que era un turco. ¿Por qué?
Se encogió de hombros:
—No estoy del todo seguro, pero una noche, después de haberla dejado, estuvo aquí en el bar viendo un partido del Galatasaray, cuando otras veces siempre se iba enseguida.
Ese era, en efecto, un vínculo muy incierto y tampoco era muy útil. Aunque no podía contarme nada más de Nadine Husak, me había tocado el premio gordo; antes de que me hubiera dado tiempo a sugerírselo, se ofreció a buscarme los datos del cliente en la administración del hotel.
—Deberá tener paciencia. No puedo regresar ahora y ponerme a mirar el ordenador. —Señaló con un gesto de cabeza hacia la recepción—. Ella está trabajando todavía y dentro de nada me preguntará, naturalmente, qué estaba haciendo. No creo que le parezca nada bien que le dé sin más esa información; en realidad, estoy seguro de que no le gustaría nada. Se lo miraré mañana. Si me da su número, le llamaré.
Le di mi tarjeta y se lo agradecí de corazón.
—No hay de qué, oiga —fue su respuesta desenvuelta—. Hágale sudar de lo lindo. Me resulta una imagen repugnante: ese tipo sudoroso encima de una chica como esa. Una cosa así nunca puede hacerse de manera voluntaria, ¿no?
Fue más una conclusión que una pregunta, pero seguí por ahí.
—¿Crees que la están obligando?
Me arrepentí de inmediato. Su reacción demostró que no era una respuesta simple:
—Bueno, no, no en el sentido de que ella se resista, que se vea cómo la obligan, eso no. Pero, en cambio, me resulta imposible imaginarme que una chica así lo haga por su propia voluntad. Deben de darle ganas de vomitar, ¿no? Y, si lo hace por ese turco, entonces sí que es una relación de mierda. En mi opinión, también le tenía algo de miedo, eso sí que no me sorprendería. Ya veo que está bastante fuerte, pero yo que usted tendría cuidado si me lo encontrara.
—¿Ah, sí? —lo miré inquisitivo.
—Una vez tuve un agarrón con él. La primera vez que la trajo aparcó su cochazo de fantasmón justo delante de la puerta. Cuando se lo dije, se puso muy agresivo de pronto. Yo le saco una cabeza, pero me asustó bastante.
—No me pareces el tipo de persona que se achante con facilidad.
—No lo soy, pero eso excedía bastante la categoría de violencia verbal del tipo perro ladrador poco mordedor. Tuve de verdad la sensación de que quería emprenderla a golpes conmigo. Desde luego, no es la clase de persona con la que puedas entrar en razón, con quien puedas tener una conversación normal.
A la noche siguiente me llamó, como habíamos acordado. Obtuve el nombre del individuo y de la empresa de la que al parecer era el propietario. En internet vi que Vermetten & Hijos S. L. se dedicaba al comercio al por mayor de carne y embutidos. Una empresa familiar que tenía ya ochenta años de existencia, con más de cien empleados, una moderna nave industrial, un proceso productivo con el certificado ISO, con una perfecta trazabilidad y la utilización exclusiva de las mejores materias primas, lo que le posibilitaba exportar a un gran número de países europeos y contar con una creciente cartera de clientes. Lé Vermetten adquiría también ahora un rostro para mí, pues en una de las páginas de su web se dirigía como director a sus clientes, indicando brevemente cuáles eran los puntos fuertes de la empresa: calidad y atención al cliente. Todo giraba en torno a esos dos conceptos y era lo que explicaba su éxito. Tenía un semblante amable, pero con lo que sabía ya no podía mirarle sin prejuicios. En otra foto se le veía en medio de todos sus empleados. Era, en efecto, muy gordo; quizá en este ramo la obesidad fuera una cualidad que daba confianza a los clientes.
Así pues, el cliente era el rey en su empresa. ¿Sería eso también lo que esperaba de Nadine Husak cuando solicitaba sus servicios?
Era demasiado tarde para concertar ahora una cita, pero mañana me presentaría en su casa sin más contemplaciones. Imprimí el itinerario y me fui pronto a la cama.