V
Al día siguiente por la noche encontré un mensaje de Luz Daalhoff en el contestador pidiéndome que le devolviera la llamada en cuanto pudiera.
Empezó haciéndome un cumplido cuando la tuve al otro lado de la línea telefónica:
—Tenías razón, en la Christie’s de Ámsterdam conseguí sacar algo y tus estimaciones eran acertadas. Hace un par de semanas se subastaron pinturas de Edgar Fernhout: dos paisajes y una naturaleza muerta. Cada uno de los paisajes reportó alrededor de diez mil euros, pero la naturaleza muerta, de una sábana, ochenta mil euros. Cuando mencioné el retrato, la señora con la que estaba hablando se mostró interesada de inmediato. Fue bastante reticente a la hora de mencionar cantidades, pero al insistir y seguir describiendo el lienzo, calculó por fin un monto de alrededor de cien mil euros. Con un amplio margen por arriba o por abajo, dependiendo de la calidad, así que andabas muy bien encaminado. Lo que olvidé preguntar es por qué los paisajes se vendieron por tan poco dinero. ¿Tú lo sabes?
—Sigues haciendo preguntas que puedo responder. Los paisajes son lo que en la jerga del arte se llama «obra no típica» de Edgar Fernhout, que en cierto sentido realizó un poco como de pasada. Por lo que realmente se le conoce es por los retratos y las naturalezas muertas, de ahí que se pague mucho más por ellos.
—Está claro. ¡Ah, sí, una cosa más! La mujer con la que hablé se mostraba al principio bastante reservada, unos periodistas la llamaron un par de veces. No se mostró más amable hasta que comprendió que lo único que me importaba era ese pequeño retrato. La naturaleza muerta, por lo visto, provenía de la colección de Goudstikker. —No se había olvidado del ligero reproche de ayer—: Ese nombre sí que lo conozco. —Para, acto seguido, volver a relativizar de inmediato su propio conocimiento—: Pero es porque también se ha escrito mucho sobre él.
Con el teléfono encajado entre el cuello y el hombro, mientras abría y ordenaba el correo, hasta ese momento sólo había estado escuchándola a medias. Sin embargo, al oír el nombre de Goudstikker fui todo oídos. Era obvio que tenía noticias de las que yo aún no estaba al tanto.
—¿Se ha vendido una pintura de Goudstikker? ¿Quién la ha vendido?
—Sus herederos, la nuera y el nieto —su voz transmitió entusiasmo al darse cuenta de que podía contarme algo que yo no sabía—. En Christie’s no quisieron decir quién era el propietario, sólo que el dueño anónimo y los herederos se habían puesto de acuerdo sobre la venta del lienzo.
En efecto, los periódicos, las revistas e incluso la televisión habían prestado mucha atención al caso Goudstikker, el marchante y coleccionista de arte judío cuya colección había acabado en manos de los nazis para, a continuación, al terminar la guerra, pasar al Estado neerlandés. Y de manera injusta, como resultó al final, porque, tras muchísimos procesos judiciales, la reclamación de los herederos de Goudstikker fue por fin estimada. Un gran número de museos debieron ceder en total más de doscientos lienzos de maestros antiguos: una enorme sangría. Los directores de los museos, que habían guardado silencio durante todos esos años sabiendo que algo no estaba en regla con la propiedad de esas pinturas, ahora no se atrevían a levantar la voz.
Por lo que yo sabía, los herederos no habían decidido todavía lo que iban a hacer con los lienzos, pero el primer paso fue trasladarlos todos de manera provisional a los Estados Unidos, donde vivían. Por lo visto, también habían localizado un cuadro de Edgar Fernhout que había pertenecido al suegro y abuelo, y este sí que decidieron venderlo. Era evidente que necesitaban dinero para pagar las elevadas minutas de los prestigiosos abogados, o tal vez pensaran que un lienzo de Edgar Fernhout no armonizaba con todos esos maestros antiguos.
—Interesante. No sabía yo que Goudstikker también poseyera obra de Edgar Fernhout.
—Para ser sincera, esa no es la única razón de mi llamada. Creo que vuelvo a necesitar tu ayuda.
Su voz sonaba precavida. Le fastidiaba tener que molestarme de nuevo y los cumplidos deberían facilitarle un poco más la formulación del nuevo favor que iba a pedirme.
—Como sigas así, tendrás que empezar a pagarme. Pero venga, suéltalo, tal vez volvamos a tener suerte.
—Ayer por la noche, mientras estaba poniendo otra vez en orden los papeles del maletín, encontré algo nuevo. No sé cómo pudo pasárseme por alto. Soy muy meticulosa. La única explicación que se me ocurre es que estuviera entre el maletín y el revestimiento de plomo, y que apareciera con la caída. Ayer lo recogimos todo deprisa y corriendo, de ahí que no me llamara la atención hasta llegar a casa.
—Y ¿qué es?
—Sí, pues en realidad no lo sé exactamente. Ayer me fijé en que tenías fax. ¿Te parece bien si primero te lo envío y luego seguimos hablando?
—Sí, claro, adelante.
Lo que salió deslizándose del fax tenía todos los visos de ser la página de un viejo libro de caja. Con diferentes columnas que indicaban la partida de gastos, su descripción, la mención del importe y la fecha, pero era evidente que había sido utilizada para otros fines. Los títulos de las columnas se habían cambiado y leí de izquierda a derecha: «Pintor», «Composición», «Importe» y, por último, «Fecha». La letra era irregular y difícil de descifrar. La lista no era larga y en la primera columna había sólo un limitado número de nombres que leí con creciente sorpresa e interés: Rembrandt, Rubens, Van Dijck, Hals, Lievens, Maes. Conté en total dieciocho pinturas de estos seis maestros, vendidas en un período de tiempo que comenzaba el 25 de marzo de 1941 y terminaba el 12 de octubre de 1944, que era la fecha en que se había vendido el último, un lienzo de Nicolaes Maes. Las cantidades variaban desde los 75.000 florines por un cuadro de Jan Lievens, hasta los 350.000 florines por un lienzo de Rembrandt. Bajo la columna de «Composición» había una breve descripción de cada pintura. Como en esta columna debía introducirse más texto, el escritor había empleado una letra más pequeña, por lo que la mayoría era casi ilegible.
—¿Qué te parece? —me preguntó después de haberme dejado un tiempo para estudiar la lista.
Tuve que decepcionarla:
—Esta vez sí que no puedo añadir más a las conclusiones que tú misma seguro que ya has sacado: esta es una lista de venta cualquiera. Pero no tengo ni idea de quién podría ser. Puedes intentar averiguarlo, pero después de tantos años me parece que vas a tener pocas posibilidades de éxito. Muchos de los negocios que se dedicaban en aquella época al arte hoy ni siquiera existen. Y no hablemos ya de las dificultades que supondrá encontrar un vínculo con ese Mathias Dijkman.
No sonaba muy alentador, pero así eran los hechos. Para suavizarlo un poco, me esforcé en hablar más de los antecedentes. Le hablé de la animada actividad en el mercado del arte durante la Segunda Guerra Mundial, alimentada por el interés y el afán adquisitivo de los nazis, liderados por Hitler y Göring, y cómo el mundo del arte neerlandés había participado en gran medida de ella. Eran tiempos felices, los nazis arramblaban con todo, a menudo sin saber lo que se llevaban, y los precios no hacían más que subir. Le di nombres de comercios dedicados al arte y en algún caso incluso personas con las que podía contactar.
—No se menciona a los compradores —le dije cuando tomé la lista y volví a estudiarla fugazmente—, pero ya te habrás fijado.
—Sí, me sorprendió. ¿Tienes alguna idea de por qué podría ser así?
—A los marchantes neerlandeses no les gusta que les recuerden aquella época, ya que los prebostes nazis eran sus mejores clientes. Probablemente este vendedor no quería tenerlo en los libros para que no le acusaran después de colaboracionismo. Eso es algo obvio, pero tal vez hubiera otra razón.
—Parece una buena explicación.
—Quizá sí. En cualquier caso, salir a la calle a buscarlo es un trabajo ímprobo. Lo mejor sería que te pusieras manos a la obra con la carta de Charley Toorop y la pintura de su hijo. Ese es un enfoque mucho más directo.
Había tenido un día largo y no pensaba hacer nada más. En cambio, me quedé mirando una lista que no podía quitarme de la cabeza. Lo que podía verse allí parecía más interesante de lo que era en realidad. Por especial que pueda ser hoy la venta de un Rembrandt o un Rubens, en las décadas de los años treinta y cuarenta del siglo pasado eso era el pan nuestro de cada día. Así fue como Goudstikker pudo reunir una colección tan enorme de valiosas pinturas de maestros antiguos. Poseía un stock de más de mil lienzos cuando estalló la guerra, algo que hoy en día sería imposible, incluso para el coleccionista más rico y agresivo. Goudstikker habría estudiado esta lista con interés para, acto seguido, tomar una decisión, comprar lo que deseaba y anotar de su puño y letra la reciente adquisición en la agenda donde mantenía al día todas sus transacciones. También otros habrían podido hacerlo; aunque Goudstikker era el más grande, seguro que no era el único. No había más que mirar el precio: un autorretrato de Rembrandt vendido por 350.000 florines. En aquella época una cantidad considerable, pero no fuera de las posibilidades de los marchantes más importantes de ese tiempo. Si hubiera sido un bello ejemplar, hoy valdría decenas de millones; en euros, entiéndase bien. En ese sentido, esta lista tenía a lo sumo un valor histórico.
No, no era la lista lo que me absorbía, sino la persona con la que la asociaba. Si hubiera estado vivo aún, le habría puesto de inmediato en contacto con Luz Daalhoff. Aunque le había dado nombres de galerías de arte y personas de contacto, la verdad era que, tras la muerte de Adriaan Mantingh, acaecida unos cuantos años atrás, no había logrado encontrar un sustituto adecuado que tuviera tantos conocimientos sobre el mundo del arte y al que pudiera llamársele un experto con todas las de la ley. Si ahora quería averiguar algo, tenía que pagar por una información que no alcanzaba el nivel al que estaba habituado con Adriaan. La mayoría de los implicados se encontraban demasiado arriba como para poder estar verdaderamente libres de prejuicios. Por lo demás, con frecuencia me parecía que se me ocultaba información. Adriaan no sólo lo sabía todo acerca de las pinturas antiguas y de cómo se organizaba su mercado, sino que también era íntegro y se negaba a cerrar los ojos ante malas prácticas, cualidades bastante raras en ese mundo.
Echaba de menos todo esto, pero también echaba de menos su amistad. Me levanté y fui hacia la parte de atrás. Después de haber levantado la ventana, escuché los pájaros que volvían a cantar y trinar en los descuidados jardines traseros de nuestros edificios poco antes de caer la noche. En el silencio irreal que siguió, pensé en Adriaan, en Eileen, en mi padre y en el padre de Charlotte, en personas que ya no estaban aquí, que me habían precedido en la muerte, personas a las que había querido y a las que había sobrevivido. No había nada que entender, no había ningún plan grandioso, ningún Dios que lo gobernara todo. La misma casualidad que nos había reunido, había vuelto a separarnos después. Años atrás, como consecuencia del fallecimiento de Eileen, me prescribieron el antidepresivo Seroxat. Aunque estuve cerca, no llegué a volverme loco ni atenté contra mi propia vida. Más tarde conseguí incluso ir reduciendo el consumo de forma paulatina. La amargura también se desvanecía. En noches como esta la melancolía ocupaba su lugar. De un día que ya se había terminado, estas eran las horas en que descendía sobre mí cierta sensación de intemporalidad, de eternidad.
Inmóvil, estaba sentado en la oscuridad mientras los recuerdos me iban pasando por delante.