XIV
Acostumbraba a ir al gimnasio y en los días grises y oscuros me sumía en la luz, el calor y el aroma a eucalipto de una sauna del barrio. Ahora lo único que podía hacer era estar tumbado de espaldas y mirar por la ventana. Hasta que las fracturas óseas no estuvieran recuperadas, y aún no se sabía cómo reaccionarían las cervicales, era demasiado pronto para la fisioterapia. Me quedaba mirando afuera durante horas, al cielo y lo que acontecía en él: la capa de nubes modificándose, el sol que de vez en cuando la atravesaba, la luz que se transformaba. Cuando cerraba los ojos, veía los cielos que habían sido pintados cientos de años atrás por los paisajistas de los siglos XVI y XVII, a los que tanto admiraba y cuya obra podía quedarme contemplando durante horas. Generaciones de personas habían nacido y habían muerto desde entonces, pero por encima de nosotros se elevaba todavía el mismo cielo, constantemente cambiante.
Entre tanto, ya tenía una habitación para mí solo, conocía a las enfermeras, sabía cuáles eran sus turnos y les insistía una y otra vez a los médicos en que quería empezar a trabajar en mi recuperación lo antes posible.
La familia Braam envió un enorme ramo de flores y una cesta de fruta. Charlotte me contó lo nerviosa que se encontraba su amiga desde que me dieron la paliza. Dirk Braam había estado ese día en el extranjero. Él parecía estar bastante tranquilo, pero su esposa se preguntaba todo el tiempo si intentarían emprenderla también con su marido.
Katka Adamec me llamó. Me dio las gracias y comprendía que la búsqueda de su sobrina ahora estaba en manos de la policía. No se me reprochaba nada, pero yo me sentía incómodo, como si hubiera fracasado.
Mis vecinos de abajo en el Pijp, un surinamés de apenas cincuenta años y su joven novia rubia, vinieron a visitarme. Él trajo una de sus sopas, criticando en voz alta la mala alimentación en los hospitales, y estuvo insistiendo hasta que una de las enfermeras tuvo a bien calentar la sopa. Su novia llegó con la noticia de que mi café habitual, y además el lugar donde recibía a mis clientes, probablemente iba a cerrar.
Charlotte venía al menos una vez al día y traía el pan, la fruta fresca, el zumo de frutas, el yogur, las nueces y los cereales que yo le encargaba. No se veía con malos ojos mi consumo cada vez menor de la comida que preparaban en el hospital. Yo permanecía imperturbable. Sólo tenía un objetivo: salir de allí lo antes posible.
La policía me interrogó varias veces. Por las fotos que me mostraron, llegué a reconocer también al tercer hombre, pero fui el único capaz de identificar a mis agresores, porque el hombre que me había salvado la vida gritándoles se encontraba demasiado lejos para distinguirlos. Además, los tres tenían una coartada confirmada por muchas personas, entre las que se encontraban unas cuantas de las chicas que tenían trabajando para ellos. Así pues, era su palabra contra la mía, de manera que la policía no tenía un caso sólido. Reaccionaron con poca empatía ante mi furia: la investigación seguía en marcha y estaban buscando inconsistencias en esas coartadas.
No lo dijeron directamente, pero me daba la impresión de que a los dos hombres que me interrogaban no les gustaban mucho los detectives privados. A uno se le escapó el comentario de que mi seguro era mejor que el suyo. Si a ellos les pasaba algo, los llevaban sin más a una habitación compartida. En sus preguntas se percibía una velada insinuación de que en este asunto había obrado torpemente y con demasiada ligereza.
Pasaron tres días hasta que apareció Rik Kronenberg. Las bolsas bajo los ojos parecían aún más grandes y su mirada más sombría y gris.
—Vitaminas —dijo con una ligera sonrisa mientras mantenía en alto la cesta que me había traído. Sólo entonces vio la mesa junto a mi cama que estaba llena de toda clase de fruta—. Habría hecho mejor trayendo algo distinto.
—Llévatela —le dije—, de lo contrario se pudrirá y, ahora que te veo bien, creo que deberías aprovecharla, parece que te hace falta.
—Tienes mejor aspecto de lo que me habían contado y, a simple vista, no va a quedarte ninguna lesión permanente. Por fortuna.
Se dirigió a la ventana, observó las vistas brevemente y se volvió hacia mí. Se apoyó en el alféizar con los brazos cruzados y me examinó de nuevo. Tal como me encontraba allí tendido y apenas incapaz de realizar cualquier movimiento, sentí frustración y enfado por esas miradas descaradas.
—Dije por fortuna porque me siento responsable de lo que ha pasado. Te has visto involucrado en algo sin comprender bien lo que era. Antes de que pudiera contarte cómo funcionaba este mundo, se desmadró todo. En realidad, tendría que haber sido ese Braam quien estuviera aquí postrado, pero de todas formas tendrías que haberlo dejado.
—Tus colegas también daban a entender que había sido culpa mía. ¿Vienes a repetírmelo?
—No era esa mi intención —sonó huraño—. No he venido aquí a reprocharte nada, sino porque creo que tienes derecho a una explicación.
—¿Sobre qué?
—Sobre el asunto en el que te has visto envuelto.
Se apartó del alféizar, se dirigió a los pies de la cama y agarró el borde de hierro.
—Presta atención, te lo contaré sólo una vez. A dos de los tres hombres que te dieron la paliza ya los conocías. Son hermanos, el más bajo se llama Jirka Perun, es el que piensa y el de mayor atractivo; el grande es Otik Perun, la fuerza bruta que maltrata y viola a las chicas, el hombre con quien ya habías trabado conocimiento. Me atrevo a apostar que él fue quien quiso dejarte inválido a patadas. El tercer hombre es uno de sus compinches. Son de origen checo, pero tienen pasaporte alemán. Con él pueden ir y estar donde quieran, pero su base se encuentra en Colonia. Allí estuve los días pasados, por mi cuenta, sin resultado alguno. Desde esa ciudad llegan en un pispás a los Países Bajos y Bélgica, que con Alemania incluida hacen un total de tres países. Compran chicas de África, Europa del Este, Asia, Latinoamérica, no importa de donde vengan. Son otras organizaciones las que reclutan a las chicas, pero mantienen una estrecha colaboración. Sus chicas trabajan en la prostitución tanto legal como ilegal, dependiendo de las circunstancias locales y de lo que sea más provechoso. En los Países Bajos compensa trabajar legalmente y arreglar todo el papeleo porque, una vez que están tras el escaparate, su productividad es alta.
—¿Productividad? ¿No es esa una palabra algo extraña en este contexto?
—Esa es la razón por la que me debes dejar que termine de hablar, para que comprendas mejor cómo funciona. ¿Quieres que sea más grosero? Para ellos lo que cuenta es que se follen a cada una de esas mujeres el máximo número de veces posible, ya que cada polvo significa dinero, bingo. ¿Puedo continuar ahora?
Rik Kronenberg era de mecha corta, no aguantaba ni una broma. Estaba apretando con tanta fuerza los barrotes de mi cama que los nudillos de las manos se le pusieron blancos.
—Son traficantes de personas que explotan a sus chicas al máximo. Llámalo esclavitud o como quieras, pero no tiene nada que ver con el antiguo proxenetismo, para la chica no queda nada. Tienen que entregar todo lo que ganan y les ponen como excusa que han pagado por ellas. La organización está montada de tal manera que ejercen un control absoluto durante veinticuatro horas al día. Ese antillano que recibió un golpecito de Braam es uno de los recaderos que se encargan de la vigilancia, no esperan nada más de él. Entre las propias chicas se habla de una determinada jerarquía. Algunas han conseguido un lugar en la organización. Ese Jirka es sobre todo quien tiene un don infalible para controlarlas, a veces mantiene una relación amorosa con ellas o las favorece de alguna otra manera.
La puerta del pasillo había estado abierta todo el rato y su potente voz debía de haber atraído la atención, porque apareció un enfermero que le dijo enfadado: «¿Qué está haciendo usted aquí? No es hora de visita y este paciente necesita descanso».
Autoritario y antipático, Rik Kronenberg le informó de que era de la policía y tenía permiso. Esa actitud le sentó muy mal al enfermero, que sólo desapareció después de haber examinado con todo detalle la identificación de Rik Kronenberg. Se marchó sin despedirse.
Cuando estuvimos de nuevo solos, continuó como si el incidente no se hubiera producido.
—Para que quede bien claro, no hago ningún juicio de valor sobre las chicas que controlan a otras, pues también son prostituidas y en su situación procuran sobrevivir lo mejor posible y conquistar un lugar donde les vaya un poco mejor. Precisamente esas chicas son las que nos resultan más inaprensibles, porque afirmarán que trabajan de manera voluntaria. En cualquier caso, nunca denunciarán; más aún, conozco casos en los que han testificado contra otras chicas para defender a sus jefes. Así es más o menos cómo funciona la organización propia. Luego hacen circular a las chicas para evitar que establezcan vínculos con gente como yo, asistentes sociales o quien sea. En su entorno no debe haber nada que resulte familiar, nadie a quien se atrevan a acudir para pedir ayuda.
—Eso no era lo que me había dado a entender tu jefe. Según él, en ti sí confían.
De manera indirecta, también era un cumplido, pero cayó en saco roto.
Meneó la cabeza:
—Algunas no dicen nada, otras hablan conmigo pero sin esperar ninguna solución. Yo estoy aquí para que se desahoguen conmigo de vez en cuando.
—¿No estás trivializando ahora tu papel?
—Escucha primero lo que tengo que decirte, luego podrás responder tú mismo a esa pregunta. ¿En dónde me había quedado? Ah, sí, ese turco de Alkmaar con quien te viste relacionado. Esa es una de las personas con las que alojan temporalmente a sus chicas, pero las guardan también en otros países, en burdeles, barrios rojos, servicios de acompañantes. Por lo demás, sólo aparcan a una chica con un turco de esos si él puede demostrar que es capaz de proporcionarle suficiente trabajo. —Se dio unos golpecitos en la cabeza con el dedo y dijo—: Lo peor es lo que hacen con esas chicas para destrozarlas mentalmente.
A pesar de su tono de voz aleccionador, le dejé que continuara. Aunque no se esforzaba lo más mínimo en entablar amistad conmigo, observé en mi interior que este hombre sombrío y malhumorado comenzaba a ganarse mi simpatía.
—Empieza con la violación que lleva a cabo ese Otik. No es casualidad; su sola presencia tiene que infundirles miedo. Podrías llamarlo una suerte de ritual, un primer paso para destrozarlas psíquicamente. A continuación, las someten a amenazas sin cesar. Ese Otik es sospechoso de asesinato de al menos una chica en el Schipperskwartier, el barrio rojo de Amberes. El hecho de que la policía belga no lo haya podido demostrar nunca, Otik lo utiliza como arma contra las chicas: él asesina y ellos son incapaces de atraparle. «¿Es cierto, Rik?», me pregunta alguna vez una de esas chicas. ¿Tendría que mentirles? Pues no. Junto a las amenazas, también las maltratan cuando no han ganado suficiente dinero. Y se les hace ver que no deben esperar nada de la policía, porque es corrupta y la tienen en el bote, algo que también les resulta a las muchachas muy verosímil, pues en los países de donde vienen saben muy bien que la policía es corrupta. Por último, les informan de que si piensan que pueden escapar, la emprenderán con sus familias. «Una llamada telefónica y liquidamos a tu familia.» No olvides que todo este trayecto empieza con el reclutamiento de las muchachas en los pueblos y ciudades de donde proceden. Eso las lleva finalmente, y con unas se produce más rápido que con otras, a convertirse en seres totalmente sometidos, sin esperanza de que pueda haber otra existencia. Lo que queda es la aceptación de que este es su destino, su vida.
Volvió a darse golpecitos en la cabeza:
—Eso es lo que hacen con esas muchachas, pero también es bueno tener una idea de lo que pasa por la cabeza de esos hermanos Perun. Una cosa puedo asegurarte: no ven a esas chicas como seres humanos, por esa razón tampoco las compadecen. Ya estén enfermas o no, tienen que trabajar, y si llegan con poco dinero, les pegan para que la próxima vez les hagan más ojitos a los clientes mientras están en los escaparates. Cuando se quedan embarazadas, algo que ocurre con regularidad, las obligan a abortar. Si tienen los pechos demasiado pequeños, las llevan a una clínica belga para aumentárselos, para que sus cuerpos sean más atractivos. ¿Qué opinión puede merecerte alguien que actúa de manera tan sistemática y taimada con chicas de dieciocho años?
Era una pregunta de la que no esperaba respuesta. ¿Qué quería de mí ahora que me había contado cómo era realmente el mundo por el que deambulaba cada día?
—¿Entonces, fue eso lo que pasó con Nadine Husak? —le pregunté.
—Sí.
—Y ahora la han recuperado.
Meneó la cabeza:
—No, eso quiere decir que no me has escuchado bien. Ella se ha ido por su propio pie, hasta tal punto la han destrozado. Toda esa charla sobre su futuro no significaba nada a la hora de la verdad.
—¿Y ahora? Antes dijiste que habías ido a Colonia. A buscarla, supongo. ¿Qué crees que han hecho con ella?
Reaccionó sorprendido:
—¿Piensas que le han hecho algo?
—¿Te parece una idea tan extraña?
—Le habrán dado un par de tortas, ¿pero más? Me atrevería a apostar que ya ha vuelto a trabajar, a ganar dinero. Por lo demás, ya se ocuparán ellos de que no podamos encontrarla. En cualquier caso, yo no lo he logrado todavía.
—De todas formas, tú no eres el único que la está buscando.
—Sí, ¿y cuánto tiempo crees que podemos continuar así? Pero bueno, me voy.
Se acercó a mi lado y me dio la mano.
—No olvides tu cesta de fruta —le dije.
Dudó por un instante y respondió:
—¿Sabes qué es quizá lo más terrible? Que al final hemos conseguido empeorar la situación más de lo que ya estaba. Esa gentuza ha sacado ahora de ella mucho más provecho. Ha pasado a ser un ejemplo para el resto, pues ha regresado por voluntad propia.