XIII

Me desperté con una desagradable sensación de desaliento provocada por un sueño que hacía ya mucho tiempo que había dejado de mortificarme.

Tendría más o menos unos diez años cuando mi padre me llevó a la conferencia de un famoso monje tibetano que se encontraba de visita en los Países Bajos. Este profesor budista se hallaba en el estrado, sentado sobre un cojín y en la posición de loto, observando con mirada amable el abigarrado grupo a sus pies. Hombres y mujeres neerlandeses ataviados con coloridas túnicas, con sandalias, con collares de grandes cuentas de madera, algunos incluso con la cabeza afeitada, en medio de personas con ropa normal. Gente sentada en la posición de loto o en sillas corrientes, desde los entusiastas que se saludaban efusivamente y con un afecto exagerado, hasta los muy interesados que se entregaban al recogimiento en actitud distante; desde los sumamente jóvenes, hasta los ancianos de más avanzada edad. Mi padre nos había encontrado un lugar en la parte delantera y yo miraba curioso al hombre del estrado que, según mi padre, poseía tanta sabiduría. Este hombre risueño y corpulento me transmitía sobre todo bondad y, desde detrás de una montura de gafas anticuada, sus grandes ojos miraban la sala. Hablaba en voz baja —a veces parecía como si estuviera hablando consigo mismo—, gastaba bromas, se detenía de vez en cuando para beber un trago de agua y pasaba por sus dedos una y otra vez las cuentas de un collar.

Habló sobre el «Presente». Yo ya sabía un poco de inglés y me esforcé en escucharle, también para complacer a mi padre, pero no comprendía la mayor parte de las cosas que decía. Hasta que ese sabio budista pidió a alguien del público que le indicara con las manos cuál era el tamaño del pasado, el presente y el futuro. El primer turno fue para una anciana. Separó mucho los brazos para indicar el pasado, con el presente y el futuro las palmas de sus manos ya casi se tocaban, apenas había espacio entre las dos. El profesor se retorcía de gusto y señaló a continuación a un joven. El muchacho se puso en pie y, para indicar su pasado, separó un poco sus manos, para el presente algo menos y, para indicar el futuro, el chico separó los brazos todo lo que pudo. Entre tanto, se había producido cierta agitación y el hombre del estrado aguardó paciente, sin gesticular, hasta que se hizo el silencio. Durante todo ese tiempo sus manos descansaban sobre el regazo, pero ahora las levantaba al cielo, por encima de su cabeza y claramente visibles para todo el mundo. Se podía haber oído una aguja cayendo al suelo. Dio un suave golpecito con las palmas: «Pasado», dijo. Bajó los brazos, esperó un rato y volvió a levantarlos al cielo. Las manos chocaron, con la misma palmada suave, y dijo: «Futuro». Volvió a dejar caer los brazos y cuando subieron de nuevo por tercera vez, mantuvo separadas las manos lo máximo que pudo. «Presente», dijo con una sonrisa desarmante. Hubo risas y aprobatorios asentimientos con la cabeza. Él aguardó hasta que volvió el silencio, y era todo atención y seriedad cuando preguntó: «Some of you may know, but do you truly understand?».

No lo preguntó con arrogancia o sugiriendo que él, el maestro, sabía más que el discípulo. Era estimulante y tan intenso y personal que miré automáticamente hacia mi padre, que estaba a mi lado. Cuando me contaba algo sobre el budismo, lo hacía siempre con entusiasmo y enardecimiento, pero ahora veía cómo esas palabras le apenaban. La vulnerabilidad que percibí en ese momento en mi padre me hizo un nudo en la garganta y sentí antipatía por el hombre del estrado. Guardé silencio de camino a casa y respondí secamente con un «nada» cuando mi padre me preguntó qué pasaba.

Al abrir los ojos vi que en la cama de al lado yacía un hombre mayor. Me asusté al principio, pensando que era mi padre. Tenía los brazos estirados, pegados al cuerpo, y sólo la cabeza sobresalía por encima de la manta bien doblada. Su cráneo sin pelo se perfilaba nítidamente bajo la piel deslucida y apagada, y tenía el rostro tan consumido que me quedé mirándole fascinado y preguntándome si no estaría muerto. Sólo cuando vi subir y bajar la manta sobre el pecho, de manera apenas perceptible, comprendí que aún estaba vivo. Me liberé de esa visión y entonces me di cuenta de que debía de estar en un hospital. Intenté mirar a mi alrededor y, al no conseguir mover la cabeza, el miedo se apoderó de mí. Alcé un brazo, pero de inmediato tuve que volver a dejarlo caer cuando una intensa punzada de dolor me recorrió todo el cuerpo.

Ese movimiento llamó la atención de una enfermera que se encontraba fuera de mi campo visual, porque al cabo de una fracción de segundo estaba junto a mi cama. «¿Está bien?», preguntó mientras me miraba indagadora. Tenía la garganta completamente seca y respondí con un «no» ronco y nasal, tomando conciencia de que me habían metido algo en los orificios nasales que me imposibilitaba respirar. En vano volví a intentar mover la cabeza y el dolor volvió a recorrerme el cuerpo.

—Debe moverse lo menos posible. Regresaré enseguida —dijo saliendo disparada.

Al cabo de un par de minutos estaba de vuelta acompañada por dos doctores, a petición de los cuales corrió la cortina alrededor de mi cama. El mayor de los dos me preguntó sin preámbulos si podía oírle. Cuando respondí de manera afirmativa, todavía ronco, pidió a la enfermera que fuera por un vaso de agua. Sólo entonces se presentó él y me presentó a su colega. Me comunicaron brevemente que había pasado cuatro días inconsciente, que me habían operado varias veces y que mi estado, entre tanto, se había estabilizado. Esto último fue recalcado, sin duda para tranquilizarme. Yo escuchaba concentrado la voz imperturbable, pero la lista de mis lesiones era tan larga que me resultaba difícil retenerlas en la memoria. Había perdido líquido del cerebro, habían tenido que volver a colocar en su lugar la nariz rota, los labios desgarrados, suturarme las cejas y la oreja derecha, llevaba un corsé de escayola en el cuello porque me habían dañado unas cuantas vértebras, el hombro derecho lo tenía roto y fracturas múltiples y complicadas en el brazo y en el muslo derechos.

Para concluir, volvió a recalcar que mi estado, entre tanto, era estable y, como si pudiera leer preocupación en mis ojos: «De momento no hemos constatado ningún síntoma de parálisis. Tan pronto como nos sea posible, seguiremos haciéndole pruebas para obtener respuestas definitivas».

Dudó un momento y dijo:

—Los malos tratos que ha sufrido son graves en extremo. Alguien le ha estado pateando repetidas veces con todas sus fuerzas. En su estado, tal vez pueda sonar extraño lo que voy a decirle, pero creo que debería dar gracias por no haber quedado tetrapléjico.

—O porque no le hayan matado a patadas —dijo la enfermera con cierto matiz de repugnancia en la voz.

El médico meneó la cabeza y me miró por primera vez de una manera de la que se desprendía un interés distinto del puramente médico:

—La naturaleza de sus heridas es tal que sospechamos que el autor no quería matarle. Más bien parece que le han querido mutilar deliberadamente. No sé quién llevará esto sobre su conciencia, pero tan pronto como su condición física lo permita, la policía quiere hablar con usted.

Antes de que me dejaran solo, la enfermera se ofreció a llamar a mi esposa. Yo estaba aturdido por todo lo que acababa de oír. ¿Qué estaba pasando? ¡Mi esposa Eileen llevaba años muerta! La enfermera vio mi turbación y respondió asustada que creía que la mujer que había estado todo ese tiempo junto a mi cama era mi esposa. Cuando comprendí que probablemente se trataría de Charlotte, sonreí crispado:

—Más tarde.

Durante las horas que siguieron me llevaron de especialista a especialista. Iba con la mirada clavada en el techo mientras aguardaba tumbado en pasillos y salas de espera e intentaba ordenar mis pensamientos. Debía obtener lo antes posible una imagen de cómo me encontraba, lo perjudicado que estaba, el tiempo que debía permanecer aquí. Tenía que concentrarme en esa información. Aunque hablaba con dificultad, hice un esfuerzo extremo para informarme a través de los doctores que me hacían las pruebas.

Cuando regresé a mi habitación al cabo de unas cuantas horas, vi que cuatro de las seis camas estaban ocupadas. Volvieron a dejarme junto al anciano que seguía tendido inmóvil y en la misma posición. Al otro lado, y dándome la espalda, había un hombre gordo que estaba tumbado de costado mientras veía una película en un DVD portátil. Aunque debió de haberme oído llegar, no se molestó en volverse.

Me encontraba extenuado y cerré los ojos. Comprendí que tendría que quedarme aquí de momento y aún podrían pasar semanas antes de que pudiera irme a casa. Fui repasando con la mente mis lesiones, una a una. En la cabeza se me había acumulado líquido, pero por suerte ya lo había expulsado y, si bien la presión me había dañado una zona, no era un daño permanente. La cara volvería a arreglárseme, la fractura del hombro era simple y cicatrizaría rápida y completamente, sobre las cervicales perjudicadas no podía decirse nada todavía, tal vez más tarde sería necesaria una operación. Las fracturas óseas en el brazo derecho y el muslo tardarían semanas, si no meses en recuperarse, y era imposible saber si alguna vez volverían a funcionar como antes. Quizá tuviera que pasar el resto de mis días con la pierna rígida o incluso algo de cojera. Obtenía a diario mi cóctel de medicinas, entre las que había antiinflamatorios y un calmante que me administraban a través del suero.

El primero que apareció junto a mi cama fue Jaap. Desde la última visita con Luz Daalhoff no había vuelto a verle. Parecía más animado y me pregunté si se debería a que se había reconciliado con su novia.

Acercó una silla, se sentó a mi lado y me puso una mano sobre el brazo sano:

—Dije que me llamaran tan pronto como hubiera noticias. Felicidades, Jager. Me alegro de que estés de nuevo aquí.

Asentí y articulé despacio que todavía no se me daba bien hablar. Me interrumpió y dijo que, entre tanto, se había estado informando sobre lo que había ocurrido y que también sabía en qué asunto andaba metido.

—¿Quién te dio la paliza fue la gentuza que prostituía a esa chica? —preguntó.

Volví a asentir con una inclinación de cabeza.

—Eso es lo que sospechan mis colegas, pero ya se encargarán ellos de preguntártelo dentro de poco. Ese Rik Kronenberg se ha pasado por aquí ya varias veces.

Después de haberme examinado un poco, oí por segunda vez ese mismo día:

—Puedes estar agradecido, Jager. Todo habría podido terminar mucho peor. Un automovilista que iba por el Hobbemakade vio cómo te estaban moliendo a palos. Se detuvo y les gritó con el móvil en la oreja, desde la otra orilla del canal, que estaba llamando a la policía; después, volvió al coche y empezó a dar bocinazos sin parar, lo que les llevó a poner pies en polvorosa.

Procuraba reprimir al máximo la idea de que todo habría podido terminar mucho peor.

—Por lo visto, llevo aquí ya cuatro días, Jaap —dije pronunciando con dificultad—. ¿Han encontrado a la chica?

Meneó la cabeza:

—No, pero la están buscando. Ya te lo contará dentro de poco el mismo Kronenberg. Ahora tú no puedes hacer nada, así que intenta salir de aquí lo antes posible.

Se puso en pie y añadió:

—No puedo quedarme mucho tiempo, pero me alegro de haber venido: ver para creer. Seguro que te recuperarás del todo. Si puedo, volveré mañana. ¿Quieres que te traiga algo?

Con la mano sana le apreté el brazo y dije:

—Me tienen que trasladar a otra habitación. —Me miró sin entender bien lo que decía y me esforcé al máximo para ir emitiendo palabra tras palabra—: Tengo un seguro particular, para una habitación individual. Necesito estar solo, ahora, hoy mismo.

Dudó por un momento y le apreté con más fuerza el brazo.

—Muy bien, lo intentaré —respondió—. Vuelvo enseguida. ¿Tienes alguna preferencia sobre el lugar? —preguntó burlándose un poco.

—Tan alto como sea posible —repliqué.

—Tan alto como sea posible —repitió mis palabras mientras me miraba indagador. Tras un breve silencio, levantó un pulgar y le apareció una risilla en el rostro—: ¿Por qué no? Iré a preguntarlo por ti, Jager.

Se detuvo un momento en el vano de la puerta ante una enfermera que entraba en la habitación. Parecía como si fuera a decirle algo, pero luego meneó la cabeza y siguió su camino. Ella lo miró sorprendida.

Acababa de marcharse Jaap cuando entró Charlotte. Al contrario que a él, a ella no la habían avisado del hospital y se emocionó mucho al comprobar que había recobrado el conocimiento. Por primera vez veía cómo le faltaban las palabras. Con las manos sobre la cara, emitía profundos sollozos sin ningún recato. Cuando volvió a recuperar más o menos la compostura, apretó los puños y dijo con una voz llena de frustración reprimida:

—Dios mío, qué preocupada me tenías.

—Está bien, todo se arreglará —respondí calmándola.

Se sentó a mi lado, me cogió la mano, la dobló cerrándola y la rodeó entre las suyas. Se había puesto un perfume fresco de olor agradable, pero parecía cansada y vulnerable. Me apretó la mano con fuerza y, mientras miraba el exceso de anillos en sus dedos, me dispuse a esperar incómodo lo que estaba por venir. Suspiró hondo y dijo:

—Creía que ibas a quedarte en coma, que quizá te convertirías para siempre en una especie de planta de invernadero. Por mi cabeza bullían ya ideas sobre eutanasia, algo terrible. Y todo por mi culpa, te metiste en este asunto por mí.

—¡No, mujer!

Me sentía demasiado mal como para empezar a hablar del tema y explicarle que yo era el responsable de lo que hacía o dejaba de hacer. Cada palabra era una palabra de más; tenía todavía la nariz taponada y cada vez que respiraba sufría un intenso dolor en la garganta, que tenía en carne viva.

Justo cuando quería decir que me resultaba difícil hablar, Jaap entró en la habitación. Se quedó parado por un momento para observar el espectáculo y, a continuación, vino en nuestra dirección. Cuando se disponía a presentarse, Charlotte se levantó y se estrecharon la mano mientras ella le decía con espontaneidad que había oído hablar mucho de él. Cuando Jaap preguntó a su vez cómo nos habíamos conocido, Charlotte me miró sorprendida y se produjo un silencio incómodo. Antes de que me dieran la oportunidad de decir algo, Jaap tomó la palabra. Me miró negando con la cabeza y dijo con una voz que chorreaba cinismo:

—Creía que no había secretos entre nosotros. —Tal como estaba allí tumbado, difícilmente podía defenderme, lo que aprovechó agradecido—: Vale, está bien, en cualquier caso ya veo que preferís estar solos —y tendió la mano a Charlotte mostrándole su más simpática sonrisa—: Hasta la vista, espero que volvamos a vernos en circunstancias normales. —Para mí tenía aún una breve información—: Acabo de conseguirte una habitación individual, aunque no podrás mudarte hasta mañana, pero sí que está en la planta superior. No te imaginas la mirada que me lanzaron cuando se lo pedí, pero sí que puedo decirte una cosa: estás en deuda conmigo para la eternidad.

Charlotte pudo quedarse un poco más y luego la echaron. Extenuado, me quedé dormido casi de inmediato. Cuando desperté, vi que fuera ya se había hecho de noche. Había jaleo, les estaban sirviendo la cena a unos cuantos pacientes de mi habitación, me cambiaron el suero y con una paja me dieron de beber poco a poco y con cuidado. Después, volví a quedarme dormido para despertarme en mitad de la noche. Todos dormían y la habitación estaba en silencio, envuelta en oscuridad, sólo entraba una débil franja de luz desde el pasillo a través de la puerta, que estaba entornada. Oí primero el leve ronquido del hombre gordo a mi lado. Sólo cuando volví la cabeza en la otra dirección con mucha cautela, centímetro a centímetro, y escuché con la máxima concentración de que era capaz, oí la respiración tranquila del anciano. Yacía en la misma postura que cuando le vi por primera vez.

Estuve un rato escuchando, y entonces dejó de respirar sin aviso alguno y de manera sosegada, se había terminado en un instante. Me invadió la sensación irracional de que esperó para morirse a que hubiera alguien que fuera testigo de su muerte. Por lo que yo sabía, no había recobrado la conciencia desde el momento en que le vi por primera vez hasta que exhaló el último aliento. Sin embargo, entonces aún estaba vivo. ¿Habría soñado o sentido algo durante esas últimas horas antes del final definitivo, antes de que se le acabara la vida? Mientras me mantenía inmóvil en la cama junto a él, observé a través de la ventana que había a sus espaldas cómo en la oscura noche aparecía un avión iluminado que iniciaba despacio su descenso hacia el aeropuerto de Schiphol. Un avión con pasajeros que se preparaban para el aterrizaje inminente, pasarían por la aduana en un instante, saludarían a sus familiares, irían juntos a casa y, al día siguiente, se despertarían. Bien es cierto que un poco cansados del viaje, pero listos para un nuevo día.

Para el hombre que estaba a mi lado ya se había acabado todo. Estuvo solo cuando llegó el momento, nadie le cogió la mano ni le susurró palabras inspiradoras de sosiego. Yo estaba tumbado con los ojos abiertos junto a él, hasta que tuve la sensación de que así estaba bien, que le había hecho suficiente compañía. Sólo entonces estiré el brazo hacia el cordón que pendía sobre mí y toqué el timbre.