IV
Luz Daalhoff estaba sentada en la silla más derecha que una vela y hablaba con seguridad y gestos mesurados, sin divagar ni perderse en detalles. Sin embargo, no parecía sentirse cómoda del todo.
Terminó con:
—Y como usted tiene conocimientos de arte, Jaap me aconsejó que viniera a consultarle.
Me pregunté cuánto tiempo habría pasado antes de que empezara a llamarle por su nombre de pila. A mí todavía seguía tratándome de usted, aunque yo le había propuesto que nos tuteáramos, pero por lo visto le costaba mucho dar ese paso. Quizá se debiera a la diferencia de edad, pues calculé que tendría entre veinticinco y treinta años.
Resultaban llamativos sus delicados rasgos faciales, los pómulos pronunciados y el fabuloso cabello negro como el azabache, que poseía un brillo casi antinatural. Todo eso, unido a una tez de un matiz más oscuro que el de Jaap y el mío, indicaban un padre o una madre de procedencia extranjera, bien asiática, bien latinoamericana, no podía situarla con exactitud. Lo único que menoscababa su atractivo aspecto era esa actitud rígida y en exceso formal. Entre ella y el resto de las personas se establecía una incómoda distancia y experimenté la consecuente tensión que producía esa distancia.
Quería averiguar quién había sido Mathias Dijkman. Sacó sus posesiones del maletín y fue examinándolas una a una, le había comprado flores y le acompañó en su traslado a la última morada. La razón de su visita se encontraba entre nosotros, sobre la mesa. Una carta y una pequeña pintura al óleo sin marco que había encontrado en uno de los paquetes envueltos en papel de aluminio.
Mientras contaba la historia, miraba de vez en cuando con el rabillo del ojo a su monitor de prácticas. La juventud y frescura de su rostro constituían un enorme contraste con la cara de mi amigo Jaap Tielemans. Tenía mal aspecto y, para lo que solía ser habitual en él, parecía poco interesado. Desviaba la mirada con frecuencia hacia el resto de clientes que se encontraban en el café donde acostumbraba a recibir mis visitas.
—Creo que puedo ayudarte tanto con la carta como con la pintura. Por lo demás, tampoco hace falta ser un experto, oye —dije con una sonrisa—, hay un montón de personas que podrían hacerlo. —Cogí la carta y señalé el nombre que aparecía abajo—: Para empezar, esta no es la firma de un hombre, sino de una mujer, aunque por su carácter bien podría mandar sobre muchos hombres.
Me miró sorprendida y Jaap ahora pareció espabilarse también.
—Charley casi seguro que debe de ser Charley Toorop, una mujer. El Eddy del que habla, el hombre que por lo visto realizó esta pintura, es su hijo: Edgar Fernhout. Los dos son pintores conocidos, hija y nieto de un pintor aún más famoso: Jan Toorop.
En la cara de Jaap apareció una mueca:
—Bueno, ¿qué te dije? ¡Es bueno de verdad! —Para añadir medio en broma—: No digas nada más, Jager, de lo contrario Luz habrá acabado la investigación antes de empezar.
La miré y pregunté:
—¿Te dicen algo esos nombres?
—No, la verdad es que no. ¿Tendría que avergonzarme? —Lo dijo en broma, pero no sonó así.
—Un poco. ¿Sabes una cosa? Ven conmigo, vivo aquí, a la vuelta de la esquina. En casa tengo algo de la familia Toorop.
La invité a sentarse a la mesa del comedor, que también hacía las veces de escritorio, mientras cogía una pila de libros y catálogos de la estantería.
—Empieza con este catálogo. Está dedicado de principio a fin a la obra de Edgar Fernhout.
Un día frío y lluvioso de finales de 2002 había ido a Arnhem para ver allí, en el Museo de Arte Moderno, la exposición A la luz de Alassio, dedicada al trabajo que había realizado Edgar Fernhout durante los años que pasó en Italia, antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Fue una fabulosa e insospechada sorpresa. Me impresionó tanto que compré el catálogo y estuve hojeándolo días enteros. En muchos de sus cuadros de ese período se vislumbraba el resplandor de la cálida luz italiana. Había logrado transmitirlo tan fielmente que tuve la sensación de que esas pinturas me proporcionaron de veras calor durante esos días fríos y oscuros.
—Comparadlo con vuestro retrato, yo voy a hacer café.
Recorrieron página a página el catálogo y fueron comparando sus ilustraciones, especialmente los retratos, con la pintura que ellos tenían. Era sólo un pequeño retrato con las dimensiones de DIN-A4, pintado minuciosamente con una pincelada muy fina y en grado sumo realista. Un hombre de mediana edad aparecía representado con precisión fotográfica. Solemne, muy pulcro, con una raya impecable en el cabello plateado. La sensación de distancia que habría podido desprenderse del conjunto había desaparecido en gran parte por la expresión bondadosa de su boca. Lo más llamativo era la intensa mirada, dirigida directamente a los ojos del espectador. Estaba pintado con tanto acierto que tuve la sensación de que no era yo quien observaba al hombre, sino más bien lo contrario: el hombre me estaba mirando a mí e intentaba penetrar en mis pensamientos.
Yo, para mis adentros, ya había llegado a la conclusión de que lo que teníamos aquí sobre la mesa coincidía con el estilo de un auténtico Edgar Fernhout y, mientras Jaap y Luz Daalhoff hojeaban el catálogo, sus observaciones iban encaminándose en la misma dirección.
—Esto se llama neorrealismo o también realismo mágico —dije cuando me senté con ellos—. Seguro que conocéis a Carel Willink, el máximo exponente de este estilo pictórico.
Luz Daalhoff asintió:
—¿No era el hombre que estaba casado con esa mujer alta y excéntrica que llevaba esos vestidos tan raros de una diseñadora china? Murió después en extrañas circunstancias, ¿no? Asesinato, suicidio, creo que nunca llegó a esclarecerse.
—Sí, se llamaba Mathilde. Carel Willink siguió fiel al realismo mágico hasta su muerte, pero en el caso de Edgar Fernhout sólo significó un breve período en su obra, después empezó a realizar pintura abstracta.
Luz Daalhoff no estaba muy interesada en la evolución de Edgar Fernhout como pintor:
—Si esta pintura es realmente de Edgar Fernhout, ¿podría averiguarse también quién aparece retratado? ¿Está vivo todavía?
Negué sacudiendo la cabeza:
—No. Madre e hijo murieron hace ya tiempo. Él, me parece, el siglo pasado, a principios de la década de los setenta, pero ahora mismo lo sabremos. —Sólo tuve que hojear el catálogo—: Edgar Fernhout en 1974 y su madre en 1955.
—Lástima.
—Sí, pero no es un obstáculo insalvable. Edgar Fernhout no pintó mucho y lo que hay, por lo que yo sé, está bastante bien documentado. Pero antes tendrás que consultar a varias personas. En este catálogo se menciona a quién representa cada retrato, pero es ahí más o menos donde termina mi conocimiento. Sin embargo, no creo que deba de ser muy difícil, pues la pintura está fechada. —Señalé las letras E. F. y la fecha ’44 en la parte inferior derecha del lienzo—. Y, además, tienes la carta de su madre. De ella se ha escrito mucho más y se conserva una enorme correspondencia.
Volví a coger el catálogo, que también contenía cartas de Edgar Fernhout a su madre y viceversa. Busqué bajo «Archivos consultados» e indiqué los dos más importantes:
—La Biblioteca Real y la Oficina Real de Documentación de Historia del Arte, las dos en La Haya. Probablemente allí estén la mayoría, y si ellos no las tienen, podrán remitirte a los lugares adecuados.
Su reacción fue bastante contenida para alguien que ha recibido tanta información de improviso:
—Eso es más de lo que me hubiera esperado al principio, señor Havix. Un arranque excelente.
—Llámame Jager, ¿vale? —lo intenté una vez más.
—Por cierto, ¿qué te parece la carta? —me preguntó un poco desorientada—. ¿Podrías sacar algo que me ayude a determinar quién es ese Johan que aparece aquí?
Me acerqué la vieja hoja de papel y volví a examinarla. Aunque estaba escrita a máquina, no resultaba tan fácil. Faltaban letras que habían sido rellenadas con una pluma y las líneas se superponían aquí y allá; por lo visto, había algo que fallaba en el mecanismo de la máquina de escribir y, al desplazarse a la línea siguiente, el papel a veces se quedaba enganchado.
Al igual que con la pintura, en cualquier caso pude explicar parcialmente el texto.
De Vlerken, 8 de agosto de 1944
Querido Johan:
Ayer estuve en casa de Eddy y vi el trabajo que se traía entre manos. Así, a la chita callando y desde tan lejos, te ha hecho un fabuloso retrato que me ha impresionado muchísimo. Eddy va a llegar más arriba de lo que yo me había esperado de él, o mejor dicho, va a convertirse en lo que yo pensaba que había dentro de él, a pesar de que no estaba segura del todo de que tuviera la fuerza y la capacidad de sacarlo. Y ahora sí que lo hará, seguro. Es estupendo saberlo. Aún tiene que evolucionar mucho, pero creo que en Holanda se convertirá en un personaje especial.
Él mismo te lo enviará pronto, porque toda Bergen ha de ser evacuada ahora y no puede quedarse casi nadie. No me atrevo a trabajar ya en el taller de forma clandestina, porque me están vigilando. Por suerte he podido darle un buen empujón a mi lienzo grande Las Tres Generaciones, pero, claro, tengo que volver a enviarlo a Ámsterdam, donde se guardará en un sótano a prueba de incendios.
Es una época muy mala para vender cuadros. También te estoy realmente muy agradecida por la ayuda económica y recibo con mucho agrado tus interpretaciones astrológicas en un mundo que muestra todos los síntomas de la rabia. Tus palabras parecen haberle hecho mucho bien a Eddy, justo cuando andaba tan mal en el aspecto psicológico.
En lo que a mí respecta, comparto tu optimismo en general. Cada día cambia la vida y, aunque nosotros ya no llegaremos a disfrutarlo, estoy segura de que habrá un mundo mejor.
Charley
—No, me temo que no —dije tras leer la carta—. Pero sí que es una historia interesante.
Le conté brevemente lo que sí sabía. De Vlerken era el taller de Charley Toorop en Bergen, un pueblo situado en Holanda del Norte. El taller se lo había construido su padre para que pudiera dedicarse al arte sin preocupaciones. Había tenido tres hijos, dos chicos y una chica, a quienes había educado prácticamente sola, porque su esposo, Henk Fernhout, era un alcohólico que desapareció bien pronto de su vida. Uno de los chicos, John, se había convertido en un famoso cineasta, frecuente colaborador de Joris Ivens; la chica se había casado y había llevado una «vida burguesa» corriente, una vida por la cual poco interés podía mostrar su madre. El tercer hijo, Edgar, era en el que había puesto todas sus esperanzas para poder continuar la línea de pintores. Las Tres Generaciones era el cuadro en el que había representado esta línea: un busto de su padre, ella misma y su hijo Edgar. Aunque su padre fue un pintor reconocido y ella misma también podía contar cada vez con más admiradores, los problemas económicos eran casi continuos. Se había esforzado especialmente en reunir suficiente dinero para su hijo, para que pudiera trabajar tranquilo desarrollando su arte. Charley Toorop había dedicado su vida al arte, que para ella era más importante incluso que sus hijos. Su pasión era tal que durante la guerra siguió pintando de manera clandestina, porque se había negado a ser miembro de la Kultuurkamer creada por los nazis y, por lo visto, sólo una evacuación forzosa de Bergen había podido frenarla.
—Por supuesto, yo no conozco todos los detalles; si quieres conocerlos, deberás zambullirte en los libros.
—Eso haré, desde luego —dijo Luz Daalhoff—, y muchas gracias de nuevo.
—Si consigues algo, me gustaría enterarme.
Durante nuestro encuentro, Jaap no dejaba de mirar su reloj y, una vez concluida la conversación, fue el primero que se levantó. Tampoco esto era propio de él; aunque tuviera prisa, sabía disimularlo muy bien. Luz Daalhoff guardó con cuidado la carta y la pintura en la funda archivadora, las envolvió en el papel de aluminio y lo metió todo entre las otras carpetas. Jaap se ofreció a llevar el pesado maletín, como lo había llevado también cuando nos había precedido mientras subíamos a mi piso en la tercera planta.
Él fue el primero que descendió por las escaleras estrechas y mal iluminadas de peldaños empinados. Aproximadamente a mitad de camino, se volvió hacia mí y preguntó:
—Se me acaba de ocurrir ahora, pero ¿cuánto puede valer esa pintura? ¿Tienes alguna idea?
Sí que la tenía. El que no se le hubiera ocurrido esa pregunta hasta ahora era otra señal de su desinterés o ausencia: el Jaap Tielemans que yo conocía lo habría preguntado mucho antes.
—Es difícil decirlo con exactitud, pero calculo que será entre los cincuenta y los cien mil euros.
—Madre mía, ¿qué me dices? —De su voz salió tanto sorpresa como espanto.
No sé lo que ocurrió exactamente a continuación, pero, como reacción a mi respuesta, Jaap giró con tanta brusquedad que el pesado maletín debió de hacerle perder el equilibrio y, con maletín y todo, cayó un buen trecho dando tumbos. A mitad del tramo consiguió volver a agarrarse, pero el maletín siguió rodando con sordos golpes peldaño a peldaño y no se detuvo hasta llegar al rellano de la primera planta.
—¿Estás bien? —gritamos Luz Daalhoff y yo al mismo tiempo.
—Sí, sí —dijo irritado, seguido por un fuerte «joder» cuando vio el estropicio que había debajo.
El maletín se había abierto, una parte del revestimiento de plomo se había desgarrado y yacía entre una maraña de papel, fundas de plástico y trozos de aluminio.
—¡Qué día de mierda! —fue la conclusión de Jaap, desprendiéndose de su voz una sorda resignación.
—Lo he numerado todo, así que creo que no será tan grave, en un abrir y cerrar de ojos lo habremos ordenado de nuevo —le consoló Luz Daalhoff.
La sensatez que atestiguaba esa acción, en efecto, constituía una suerte en medio de la desgracia. Arrodillados, Jaap y yo fuimos recogiendo primero los papeles que pensábamos que se correspondían y se los fuimos entregando a ella. El maletín había quedado inservible, así que Luz hizo montones con ellos y los fue poniendo en uno de los peldaños de la escalera. Yo me puse a buscar de inmediato la pintura de Edgar Fernhout y, para mi alivio, constaté que no había sufrido ningún daño.
—Subo un momento a buscar otra cartera.
Cuando regresé, Luz estaba sentada en la escalera. Miraba la pequeña pintura que, cuidadosa, alzaba en el aire sobre las palmas de las manos a la difusa luz. Levantó la mirada y me preguntó:
—¿De verdad es tan valiosa?
—Sólo es una estimación, oye. Hay que llevarla a Christie’s o a Sotheby’s, seguro que ellos ya habrán subastado alguna vez algo suyo.
—Y estaba dentro del maletín de una persona a quien el Estado le ha sufragado el entierro.
—Bueno, pues entonces al final el Estado tuvo buena suerte. En el caso de que no puedas encontrar a ningún heredero.
Después de que se marcharan, no le di muchas más vueltas. Tenía bastante trabajo y, aunque hubiera podido ayudarla, dudaba de si llegaría muy lejos con esa información. Luz había dicho que ese Mathias Dijkman tenía unos sesenta años. Tal vez ni siquiera hubiera nacido cuando Edgar, el hijo de Charley Toorop, pintó al «Johan» a quien ella se dirigía en su carta.
Me preocupaba más Jaap.
—¿Qué está pasando? —le pregunté al llamarle esa misma noche.
—¿Qué quieres decir? —se puso a la defensiva.
—No dejabas de mirar al reloj, estabas ausente, apenas interesado. Venga, ¿cuánto tiempo hace que nos conocemos? Y luego vas y te caes por la escalera.
Me callé el hecho de que debía de haberle causado una penosa impresión a su subordinada, a la que parecía que no se le pasaban muchas cosas por alto, pues eso lo sabía él mejor que nadie.
—Estamos pasando por un momento difícil aquí, Jager. —Volvía a sonar poco receptivo.
Jaap trabajaba de policía en el Departamento de Homicidios del Equipo de Investigación en la Región de La Haya. Pensé que tal vez tuviera problemas en el trabajo, no sería la primera vez que andaba a la greña con sus superiores, pero esto parecía guardar relación con la vida privada. Me invadió una sensación incómoda, pero ya había empezado la conversación.
—¿Quieres decir entre tú y Elzeline?
—Exacto.
—Creía que os iba bien.
Jaap era un hombre bien parecido y esto, unido a una actitud despreocupada que irradiaba seguridad en sí mismo, pleno de confianza en que la vida no le reservaba nada más que cosas buenas, lo convertía en buena compañía y en una persona irresistible para muchas mujeres. Bajo el lema del carpe diem había llevado una vida alocada durante años, con gran número de relaciones breves y a menudo tempestuosas, comenzadas sin preámbulos dignos de mención y con un final aún más rápido. Sin embargo, desde hacía unos dos años había encontrado el verdadero amor. Al menos, eso pensaba yo.
—Eso es precisamente lo más frustrante, no es por nada que pase entre nosotros.
—Perdona, no lo entiendo.
—Se le está despertando el instinto maternal. Se me atraganta la jodida expresión. No para de decir que estamos muy bien; perfecto, yo también lo creo, pero de ahí a que quiera tener un hijo… Y el hecho de que lo quiera es, según ella, precisamente una señal de lo bien que nos va, pues de lo contrario no querría tener un hijo mío, ¿no? Me siento acorralado. ¿Sabes a lo que me refiero?
—¿No quieres tener hijos? —eludí su pregunta, que no llevó la conversación a aguas más tranquilas.
—Ahora no —dijo secamente—. Y luego tienes que aguantar toda esa patraña de que a mí todavía me queda mucho tiempo, pero que a ella no: el «reloj biológico», otra jodida expresión.
—Pero ella no es tan mayor.
—Sí, eso también he intentado explicárselo, pero no funciona. Tiene treinta y seis años y, en su opinión, se va haciendo cada vez más difícil. No para de hablar todo el tiempo de todas sus amigas que ya tienen hijos.
—Qué coñazo. Si quieres que hablemos alguna vez de ello, seré todo oídos.
Le hice el ofrecimiento pero, para ser sincero, no tenía ni idea de cómo debía afrontarse una conversación así. Podíamos ser buenos amigos, pero este tipo de intimidades no era nuestro estilo. Para mi alivio, a Jaap también le parecía que ya habíamos hablado bastante del tema.
—Déjalo. Sé que tienes las mejores intenciones, pero mañana estaré de nuevo al pie del cañón. Lo que ocurrió hoy no volverás a verlo. Por cierto, ¿qué te pareció Luz?
—Una persona seria.
—Sí, es algo que debe aprender aún: relativizar un poco más, relajarse un poco más en el trato social. Ya se lo he dicho: ser demasiado seria puede a veces obrar como freno, y en este trabajo debes tener la capacidad de relacionarte ágilmente con todo tipo de personas. Con ella no siempre resulta. Bueno, claro, también es bastante joven todavía.
—Me parece que en ella habéis encontrado una buena policía. En mi opinión, va a meterse a fondo en el caso. Apenas la conozco, pero ¿no se comportará así porque piensa que de alguna manera debe demostrarse algo?
—No sólo eso. También es ambiciosa. Para ella hacerlo bien no es suficiente, quiere formar parte de los mejores. No me parece mal que se entregue a este caso siempre que no vaya en detrimento del resto de su trabajo.
—¿De dónde son sus padres? —pregunté—. Supongo que al menos uno de ellos no tiene sangre neerlandesa.
—Cierto. Su padre es neerlandés, pero la madre es peruana. Se conocieron cuando él trabajaba allí de médico para un proyecto de desarrollo. Una vez me enseñó una foto de su madre, una india fabulosa. Luz afirma que su madre desciende de los emperadores incas y, por tanto, tiene auténtica sangre inca. El que se vea ella misma aquí como una especie de mestiza, algo negativo para muchas personas, es para ella bastante delicado. A su manera de ver, es precisamente el caso contrario; el descender de los incas es algo de lo que está especialmente orgullosa. Por lo demás, no es que lo mencione mucho, la mayoría de los colegas apenas sabe dónde está Perú. Ni siquiera sabe lo que significa su nombre, ¿tú lo sabías?
—Sí, hasta ahí sí que llega mi conocimiento de español.
—Bueno, sí, por lo demás, ella es neerlandesa, ni siquiera ha vivido en el Perú.
Hablamos un poco más sobre el asunto que los había traído hasta mí y luego interrumpimos la comunicación.
No tenía experiencia para aconsejarle a Jaap cómo tratar los anhelos maternales de su novia, porque antes de que hubiera podido convertirse en un tema de conversación para Eileen y para mí, ella había fallecido.