XXII
—Samarinda es el nombre de un buque portacontenedores de bandera venezolana —dijo Rik Kronenberg cuando me llamó—. Ese barco fue interceptado hará más de un mes en el puerto de Amberes con un enorme alijo de cocaína oculto en un par de cilindros de cable de acero.
Dejé escapar un silbido:
—Entonces no era pequeño el soplo de Perun, ¿no?
—No, y que lo digas. Ha sido la mayor aprehensión de drogas que hayan hecho nunca en Bélgica: 4.600 kilos, con un valor en la calle de más de 220 millones de euros. A este lado del océano se han producido unas veinte detenciones. Un acontecimiento bastante internacional, con gente de Colombia, Venezuela, Ecuador, Bélgica, Italia y nuestros propios Países Bajos. Los italianos hablan de implicación de la mafia. Se ha convertido en un escándalo político enorme que incluso ha llevado a plantear preguntas en el Parlamento belga. También aquí se ha escrito mucho al respecto. ¿Lo recuerdas?
—No, no me enteré de nada, por entonces estaba en el hospital.
—Pues no eras el único.
—¿A qué te refieres?
—Me contaron que la detención de esa banda fue una operación bien preparada y muy limpia, sin muertos, tiroteos o persecuciones salvajes, pero sí hubo un herido. Uno de los colombianos, el supuesto jefe de la banda, al intentar escapar, atravesó de un salto el cristal de un apartamento y en su tentativa de saltar de un balcón a otro, cayó desde un cuarto piso. Sigue vivo, pero ha quedado tetrapléjico y está en la cama de una dependencia custodiada, mirando al techo como una flor de invernadero.
—Sí, ¿y bien? ¿Qué tiene de especial?
—Bueno, todavía puede hablar y tiene una lengua muy larga. Desde su cama del hospital ha anunciado que ya se encargará él de que todos los belgas en Colombia sufran las consecuencias. En resumidas cuentas, que su familia va a vengarse. Se le ha tomado tan en serio que la embajada belga en Bogotá ha recibido instrucciones de cómo debe actuar, incluido un aviso a los compatriotas que viven y trabajan en Colombia. Han llevado incluso a que el Ministerio de Asuntos Exteriores haya emitido un comunicado en el que desaconseja viajar a este país. Eso ya es en sí bastante especial y, por lo visto, tan delicado que se ha intentado no darle demasiada publicidad. No se ha conseguido, porque los partidos de derechas lo han recogido con agradecimiento y se han encargado de inflar el asunto al máximo, planteando preguntas al Parlamento sobre lo que hace la Administración con el crimen organizado y sobre quién manda en realidad en su país. Han jugado, sobre todo, la carta de todos esos extranjeros que siguen entrando en Bélgica y sólo acarrean problemas.
—¿Y bien? —pregunté.
—¿Y bien qué?
—¿Se han vengado ya? Ya ha pasado un mes.
—No tengo ni idea. En cualquier caso, yo no he leído nada. Tal vez no sea para tanto y sólo sean fanfarronadas. Tal vez vayan en serio y estén aguardando a que se calmen las aguas para golpear entonces. Si yo fuera belga y no tuviera la necesidad imperiosa de estar allí, me mantendría lejos. Son criminales peligrosos y, si son capaces de financiar un alijo tan enorme de cocaína, debe haber una gran organización detrás. Y por lo que yo sé, Colombia es de todas formas una sociedad violenta; no, yo no iría allí de visita. ¿Qué importa? Así pues, Perun ha dado un chivatazo estupendo y a cambio le dejan en paz. Tú y yo salimos con una mano delante y otra detrás.
Más tarde, ese mismo día, busqué en internet más información sobre ese alijo de drogas interceptado. En la prensa belga, en efecto, se había escrito mucho sobre el tema y no sólo porque fue un megahallazgo o porque, tras las amenazas expresadas, la política había empezado a intervenir en el asunto. El hombre en torno al cual todo giraba era una conocida figura de la alta sociedad al que, por lo visto, le gustaba ser el centro de atención; encontré innumerables artículos en revistas del corazón y papel cuché. Un aspecto físico atractivo y deportivo, un hombre de negocios de éxito, casado con una preciosa colombiana y con dos hijos. Pablo Liotto, de treinta y dos años, lo tenía todo en la vida y quería que todo el mundo lo supiera.
La mirada se me quedó clavada en una foto suya y de su mujer. Esa foto sólo podía haberse hecho con una intención: ostentar. De pie al borde de una piscina, la pareja había sido fotografiada de lado, con la mirada vuelta a la cámara. Pablo Liotto sonreía lo más cálida y encantadoramente posible, pero su esposa miraba altiva y parecía segura de que a cualquiera que la mirara no le quedaba más remedio que adorarla. Él estaba detrás de su esposa rodeándole la cintura con los brazos, vestido casi con descuido en pantalón corto, camisa hawaiana y chanclas, pero Conchita Liotto iba «vestida para matar», llevaba un bikini dorado y calzaba zapatos con tacón de aguja y abertura por delante. Las piernas largas y musculosas, nalgas redondas y prietas, un vientre liso, senos turgentes; lo relacioné enseguida con las perfectas formas de las estatuas en el jardín de Dirk Braam.
El éxito de Pablo Liotto había llegado ahora a su fin. Me pregunté qué debía significar quedarse tetrapléjico para alguien tan obsesionado con la belleza y el aspecto exterior. No podía ser nada más que el infierno en la Tierra.
Esa noche soñé que no era Pablo Liotto quien yacía en la cama del hospital, sino yo mismo. A los pies de mi cama estaban Jirka y Otik Perun. Jirka Perun se me acercaba sin decir nada. Yo estaba tetrapléjico y sólo podía seguirle con los ojos. Incapaz de moverme o de pedir ayuda, el miedo me estaba volviendo loco, pero nadie acudía en mi auxilio. Jirka Perun no tenía prisa, deslizó despacio la mano por mi cuerpo hacia arriba, preguntando una y otra vez en voz baja: «¿Sigues sin sentir nada?». Me puso la mano en la entrepierna, sacudió levemente la cabeza y miró a su hermano, que seguía parado a los pies de la cama con una mueca de burla. Hasta que no me tocó la mejilla, no sentí su roce. Me dio un suave golpecito y dijo: «Y cuando mejores, cuando hayas realizado un ímprobo esfuerzo y te hayas entrenado bien, volveremos». Miró de nuevo a su hermano, en cuya cara apareció la misma mueca burlona. A modo de despedida, me pellizcó la mejilla y dijo: «Espero que vivas muchos años».
Me desperté bañado en sudor. Me sentía totalmente confuso y el corazón me latía incontrolado en la garganta. Para recuperar de nuevo un poco el control, me levanté y recorrí la habitación de un lado a otro. Me bebí un par de vasos de agua y puse la tetera a calentar. Sentado a la mesa de la cocina, con las manos rodeando la taza caliente, me percaté de que no sólo eran esos hombres quienes me infundían miedo, sino la idea de quedarme tetrapléjico. Había estado caminando por el borde del precipicio. Lo que le había pasado a ese Pablo Liotto por accidente, los hermanos Perun habían querido hacérmelo a mí deliberadamente. Si ese automovilista no hubiera estado allí, si no hubiera salido en mi defensa en lugar de seguir su camino como habría hecho la mayoría, yo también me habría quedado así. Había sido pura casualidad, la casualidad de que Pablo Liotto yaciera allí así y la misma casualidad de que yo me hubiera librado. Las lágrimas empezaron a brotarme de los ojos.
Cuando conseguí tranquilizarme un poco, me di cuenta de que esto no podía continuar así. Una pesadilla ya era suficiente. Dirigí la mirada hacia la última pila de papeles que me había entregado Rik Kronenberg. Tras haberme insistido mucho, había accedido a ayudarlo, quería hacerlo a distancia y de tal manera que no tuviera que entrar en contacto directo con los hermanos Perun, pero esa postura tan ambigua había llegado a su fin. También ellos debían de tener su punto débil y, si seguía buscando el tiempo suficiente, lo encontraría. Y si no lo encontraba en la montaña de información reunida en esas investigaciones, me pondría yo mismo manos a la obra.
Con este pensamiento me quedé dormido.
A la mañana siguiente llamé a Jaap y quedamos en vernos esa misma noche. Teníamos la costumbre de comer juntos un par de veces al año en mi café habitual, donde también daban comidas. Un plato grande con un pedazo de carne o pescado en el medio, cubiertos por una salsa cualquiera, y un platillo al lado lleno de patatas grandes y una sencilla ensalada de lechuga, tomate, huevo rallado y pipas de girasol. La carta del menú era sencilla y llevaba mucho tiempo siendo la misma, pero los platos de comida, que se preparaban en una pequeña cocina a la vista de los clientes, estaban buenos.
Este sábado por la noche habíamos encontrado una mesa pequeña en el anexo que habían montado de madera. Era a finales de junio y teníamos una fabulosa noche de calor. Las ventanas estaban abiertas de par en par, por lo que la construcción parecía un esqueleto de madera y era como si estuviéramos sentados en la calle. Todas las mesas estaban ocupadas, la mayoría con parejitas que habían salido a cenar de dos en dos o de cuatro en cuatro, y en la barra se veían incluso personas esperando su turno. Había bullicio, la gente charlaba, comía, bebía y fumaba mucho.
Jaap estaba de un estupendo humor, muy locuaz. Después de que hubieran recogido los platos y hubiéramos pedido el café, hice una observación sobre su estado de ánimo y le pregunté si eso significaba que la situación entre Elzeline y él había mejorado.
—¿Te refieres a si nos hemos puesto de acuerdo sobre el tema de los niños?
—¿No fue esa la razón de la bronca?
—Bronca no es la palabra exacta, pero no nos hemos puesto de acuerdo, no. Lo hemos dejado.
La sorpresa debió de habérseme leído en el rostro, porque respondió riéndose:
—Así pues, ¿durante todo este tiempo que has estado sentado frente a mí creías que iba a ser padre dentro de poco?
—Sí, en realidad sí. ¿Qué ha fallado?
—¿Fallado? No ha fallado nada en absoluto. No quiero tener hijos y punto.
—¿Así de fácil? ¿Te estás tirando un farol?
—No, no fue nada fácil. He pasado noches en vela, e incluso ahora no sé si lo he hecho bien. Lo que sí sé es que, desde que tomé esa decisión, me he quitado un peso de encima. ¿Te sorprendo? ¿Te parezco insensible?
—No, no —dije apresurado—, no pienso emitir ningún juicio al respecto, venga ya.
—Al final se creaba mucha tensión cuando estábamos juntos. ¿Sabes qué fue lo decisivo? Durante todo el tiempo de nuestra relación lo importante éramos nosotros dos y ahora, por primera vez, tenía la sensación de que lo importante era ella. En fin, tal vez tenga una recaída, pero ahora predomina el alivio. Tal vez suene muy duro, pero estoy contento de no verme ya sometido a tanta presión. También quisiera olvidarlo todo de momento.
—¿Y ahora estás solo?
La expresión en su cara me resultaba tan conocida que supe la respuesta.
—Así pues, ¿vuelve a ser como antes? Ten cuidado no vayas a dejar a una de esas novias tuyas embarazada sin querer, sería algo muy desagradable.
—Ese es un razonamiento retorcido que sólo tú podías hacer, Jager.
—¿Sí? Bueno, las cosas pueden torcerse.
—¿Ah, sí? Ahora que estamos hablando de mujeres, ¿puedo preguntarte si tienes algo con esa Charlotte? Me pareció que era maja, y atractiva sí que era. ¿Y por qué la he visto sólo una vez?
—Hemos salido un par de veces.
—Sí, ¿y qué pasó? ¿Te has acostado ya con ella?
—¿Qué pregunta es esa? —reaccioné conteniéndole. Ojalá no hubiera empezado a hablar de Elzeline.
—Una muy importante, tú lo sabes muy bien. Bueno, venga: ¿sí o no?
—No.
—Muy bien. ¿Y vas a acostarte?
—Ni idea.
Jaap no se conformó con la respuesta:
—Eso suena como si todavía estuviera todo en el aire. No tendrás dudas de sus sentimientos hacia ti, ¿verdad? ¡Tal como estaba junto a la cama mirándote! ¿Qué más pruebas quieres?
—Esas cosas necesitan tiempo.
—Bueno, en mi opinión lo importante es no dejar que pase su tiempo.
No seguí con el tema, hice una seña al camarero y le dije a Jaap:
—Todavía me molesta la espalda. ¿Pedimos la cuenta y vamos a dar un paseo? Quiero ejercitar la pierna también, luego podemos ir a algún sitio a tomar una copa.
—¿Con ella tienes también estas conversaciones tan buenas? —me preguntó Jaap mientras se ponía en pie meneando la cabeza.
Entre unas cosas y otras, ya se había hecho de noche y salimos paseando del Pijp en dirección al Rivierenbuurt, el barrio de los ríos. Yo iba caminando más despacio de lo normal, pero sin muletas, sólo arrastraba un poco la pierna derecha. Jaap no sabía nada de mi colaboración con Rik Kronenberg y el hecho de que me estaba pasando información confidencial de los expedientes policiales. Seguía buscando una manera de poder pillar a la banda Perun y le pregunté a Jaap por su opinión de manera indirecta. ¿Qué le parecía que las personas que comerciaban con mujeres, que habían asesinado a Nadine Husak y que me habían dado una paliza a mí probablemente no fueran a ser procesadas porque la policía a lo más que llegaba era a incomodarlas? ¿Y qué se podía hacer? Sin detener el paso, me miró un instante con el rabillo del ojo. Quizá pensara que podría esconderse alguna intención oculta tras mi pregunta, pero no entró al trapo. En su lugar, su reacción fue bastante lacónica, casi derrotista:
—Con frecuencia sucede que una investigación no termina en una condena. Hay que poder aceptarlo, de lo contrario en un abrir y cerrar de ojos acabas completamente frustrado y quemado. Yo hago todo lo posible por resolver todos los casos que me asignan, ya lo sabes, pero si no lo consigo, también soy muy capaz de desconectar.
—Para este caso tengo más dificultades, lo comprenderás.
—Sí, lo comprendo, Jager, pero ¿qué puedes hacer tú? La policía judicial les anda pisando los talones a esos peces gordos. Y si no consigue atraparlos, acaban muertos a tiros por gente de su misma calaña. Sólo tienes que ver a Sam Klepper, John Mieremet, Cor van Hout y todos los demás. La primera vez que intentaron liquidar a Cor van Hout fue, por cierto, en este barrio, y aquí, en la Biesboschstraat, atacaron a Steve Brown. En mi opinión, aquí vivía o vive también una de las muchas novias de Willem Endstra.
Se detuvo ante una casa donde era evidente que vivían niños, pues en las baldosas de la acera habían pintarrajeado con tizas de colores, junto a la fachada habían instalado un arriate en el que lucían las flores en todo su esplendor, a un lado había un pequeño banco de madera y al otro lado de la acera, encadenada a un árbol, una bicicleta con una caja delante para llevar a los niños.
Jaap estuvo observándolo todo durante un instante y dijo:
—No te lo esperarías en un barrio tan tranquilo e impecable donde los niños juegan en la calle.
Habíamos llamado la atención de uno de los habitantes del piso bajo: un joven rubio y alto se levantó de una mesa en el cuarto de atrás y se dirigió a la ventana a través de la habitación que daba a la calle.
—Sigamos andando, Jaap.
Habíamos andado un rato en silencio el uno al lado del otro, cuando Jaap tomó la palabra:
—También tengo muchos otros juicios por asesinato, pero cuando se trata de un asesinato en el circuito criminal, me llama una y otra vez la atención lo vulgar que es el motivo. Casi siempre se trata de dinero. Narcotraficantes que se arrebatan clientes, alijos de drogas que se roban entre sí, diferencias de opinión sobre la cantidad que uno debe pagar al otro. Nadan en dinero, pero esa es la causa de la mayoría de las disputas, parece como si nunca tuvieran suficiente. Y la desconfianza total, porque siempre están intentando engañarse. Todo el tiempo están en una especie de equilibrio inestable que puede ser alterado por lo más mínimo y, de hecho, esas alteraciones se producen continuamente. Tú ahora estás obsesionado con esos hermanos Perun, pero quién sabe, quizá venga luego una banda que quiera tomar a su cargo sus negocios por las buenas o por las malas. Por las buenas será imposible, puedes apostarlo, pues son demasiado violentos. Hay pocos que envejecen tranquilos. «Quien a hierro mata, a hierro muere», aparece en la Biblia. Tal vez esto te consuele, pero lo mejor que puedes hacer es olvidarlo. —Al no haber reacción por mi parte, detuvo el paso y me miró—: ¿Me oyes, Jager? Déjalo. ¿Quieres que te cuente otra cosa? En el periódico de hoy había un artículo interesante sobre la guerra de Irak. Los norteamericanos han organizado la logística de tal manera que un soldado herido en el campo de batalla puede llegar a la mesa de operaciones en menos de una hora. Es una atroz promesa con la que puede contar cualquier soldado. Para la traumatología parece ser muy importante: en heridas graves esa primera hora es crucial para lo que pasará después. A esa hora la llaman the golden hour. Cuando lo leí, pensé enseguida en ti. Tú has tenido suerte dos veces. La primera vez porque intervino alguien, en sí algo no muy habitual en Ámsterdam; la segunda vez porque llegaste a la mesa de operaciones en menos de una hora. En tu caso eso fue muy importante, porque tenías retención de líquidos en el cerebro. ¿Te han contado ya que lo cogieron justo a tiempo? En cualquier caso, a mí sí. Dos veces suerte, Jager.
Aunque sus intenciones eran buenas, yo me enfadé:
—Me doy perfecta cuenta, pero ¿he de comportarme ahora, de repente, como si nada hubiera pasado?
Jaap señaló hacia el cielo oscuro que pendía sobre nuestras cabezas:
—No sé qué habrá escrito para ti en las estrellas, pero un budista como tú debería saber hacer algo con tanta suerte, ¿no? Por lo que a mí respecta, decirle a tu Charlotte que quieres de veras algo con ella. ¿No es una noche de verano estupenda? No permitas que sea yo quien te retenga, me desvaneceré en la noche.
Cuando a eso de las doce estuvimos ante la puerta de mi casa, me alegró que por fin pudiéramos despedirnos. No tenía nada que ver con la compañía de Jaap, al contrario, pero mientras caminábamos fue formándoseme una idea en la cabeza que quería meditar tranquilamente.
La terraza que había en la esquina estaba todavía llena y bajé las ventanas que daban a la calle para aislarme de la algarabía. Me hice una taza de té y estuve reflexionando paso a paso lo que debía hacer para poder ejecutarlo. Desarrollé los detalles sobre el papel, sopesé los diferentes guiones. Cuando me fui a la cama, al cabo de unas horas, ya lo tenía todo planificado con precisión. Sin embargo, no pude conciliar el sueño. No tenía dudas sobre la viabilidad y estaba dispuesto a asumir los riesgos correspondientes; esa no era la razón por la que no quería venirme el sueño.
La pregunta que me rondaba todo el tiempo la cabeza y a la que no había encontrado respuesta definitiva no me dejaba en paz: ¿Debía hacerlo? Iba dudando aquí y allá entre el «sí» y el «no». No había nadie a quien pudiera preguntárselo, sólo la idea era ya absurda. Posiblemente unos dirían que «sí», otros que «no», pero la respuesta de alguien que estaba viendo el partido desde la banda carecía de importancia. Sólo había una opinión que contara: la mía.
Por fin me levanté y saqué una moneda del bolsillo de mi pantalón. Si todavía podía caminar por casualidad, entonces bien podía la casualidad determinar lo que iba a hacer. Cara o cruz. Lancé la moneda al aire con el índice y el pulgar, y la atrapé con la palma de una mano sobre el dorso de la otra. Tomé aliento y aparté la mano de arriba. Cuando vi lo que la casualidad había decidido por mí, asentí con la cabeza.
Contuve las ganas de volver a lanzar la moneda y la dejé sobre la mesa.