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Esa misma tarde llamé por teléfono a Annemarie Braam. Reaccionó con entusiasmo ante la noticia de que había encontrado a Nadine Husak. Pude oír el tictac de sus tacones sobre el suelo de mármol mientras gritaba «¡Katka! ¡Katka!» y no tuve más remedio que quedarme pegado al teléfono mientras le transmitía las buenas noticias a su asistenta. A continuación, me preguntó cuándo podíamos ir a recoger a Nadine y su primera reacción de sorpresa se convirtió luego en escasa comprensión al explicarle que no era tan simple. Escuchó mi relato, pero no quedó impresionada en absoluto. Hacía tiempo que había hablado con su marido sobre lo que iban a hacer. Nadine podía ponerse a trabajar en una de sus empresas y, si tenía que someterse a tratamiento por posibles daños psíquicos, también podrían arreglarlo. Dijo sin ningún asomo de ironía que ahora mismo iba a llamar a sus amigas para pedirles nombres de buenos psiquiatras. Naturalmente, comprendía que Nadine debía desaparecer por completo de escena para ocultarse de esos chulos, pero esto no parecía preocuparle mucho: su marido se había visto metido en asuntos mucho peores y no se dejaba amedrentar así, de buenas a primeras. Llegaba de Londres esta noche y ya lo discutiría con él.

Su optimismo resultaba contagioso. Estas personas estaban convencidas de que para cada problema había una solución.

Al cabo de menos de una hora me llamó Charlotte, que me felicitó largo y tendido. Su voz desprendía orgullo cuando dijo que se alegraba de haberme presentado a su amiga.

Habíamos quedado en que Rik Kronenberg iría a hablar primero con ella esa misma noche. Fue lo que le dije también a Dirk Braam cuando me llamó al principio de la noche. No se tomó la molestia de darme las gracias o felicitarme por haber localizado a la chica, y no le gustó nada el planteamiento que le presenté.

—¿Hablar? —resopló con el mismo cinismo de Rik Kronenberg el día anterior—. Ya me lo contó mi mujer, pero no lo entiendo. ¿Que la policía tiene que hablar antes? Esa chica está allí contra su voluntad. ¿Van a pedirle permiso a ella? ¿O a su chulo? No lo hagamos más absurdo de lo que ya es. ¡Imagínate que es mi hija quien está ahí! —Para añadir sin respirar—: ¿Tienes hijos?

—No, ¿qué importa eso?

—¡Tío, intenta imaginarte que es tu propia hija!

—No hay nada malo con mi empatía, pero propongo que lo hagamos de esa manera, pues las personas que lo aconsejan tienen más experiencia que usted y que yo.

Como si yo no hubiera dicho nada, continuó él:

—Escucha, acabo de entrar en la autopista cerca del aeropuerto. Puedo estar en el barrio rojo dentro de media hora. ¿Cuál es la dirección? Tú vives en Ámsterdam, ¿no? Hazme un favor y ve para allá. ¿No tenías una foto de ella? Yo podría arreglármelas solo, pero no tengo ganas de ir preguntando a todas esas putas hasta llegar a encontrarla.

Seguro de sí mismo y con un tono de voz que no admitía ninguna contradicción, me aclaró lo que tenía pensado hacer. Si yo no colaboraba, ya lo veía entrando en la comisaría de la Beursstraat para ponerse a armarla hasta conseguir lo que quería. No era el tipo de persona que se dejaba intimidar. Decidí que lo mejor que podía hacer era estar presente; yo y también Rik Kronenberg.

—Tenemos que esperar a ese agente, es lo que habíamos acordado.

—Bueno, entonces llámalo. Si quiere venir, estupendo, pero tú habías quedado conmigo en que la localizarías, para que quede claro. ¿Y adónde tengo que ir exactamente?

—A la Bethlehemsteeg.

—Un momento, voy a buscarlo. —Y, tras un breve silencio—: Muy bien, aquí está, llegaré enseguida.

—Parece ser que al final del callejón hay una parte cubierta a la que llaman el «pasaje». Podemos quedar al principio y luego entraremos juntos —volví a hacer un intento para atarle en corto.

—Sí, sí, tú tienes la foto.

Llamé a la comisaría de policía de la Beursstraat y pedí que me pusieran urgentemente con Rik Kronenberg, pero no estaba. Pregunté por su número de móvil sin ningún éxito: no podían dárselo a terceros. Insistí, intentaron llamarlo, pero regresaron con el aviso de que no lo cogía. No me quedaba más que dejarle un mensaje.

Rik Kronenberg no respondía a mi llamada y apenas llevaba diez minutos esperando cuando me llamó Dirk Braam.

—Entro en la callejuela ahora, ¿dónde estás?

Lo vi llegar desde lejos. Un hombre de negocios, con un traje impecable y un teléfono pegado a la oreja, que miraba al frente sin interesarse por los escaparates. No podía haber llamado más la atención entre el público compuesto de turistas y puteros que deambulaban por allí observando y examinando a las damas. Agité el brazo para que me reconociera y poco después nos estrechábamos la mano por primera vez.

Cuando estuve frente a él, comprendí por qué no había tenido ningún inconveniente en venir hasta aquí. Era un poco más bajo que yo, pero de anchas espaldas y muy musculoso. Su sastre le había elaborado un traje perfecto, hecho a medida, para acentuar al máximo ese físico portentoso. Al igual que su esposa, prestaba mucha atención a su aspecto exterior, pero en su caso la visita a un buen peluquero y a un buen salón de belleza era más que suficiente de momento. Alrededor de la boca se le dibujaba una mueca dura, con la ligera burla de alguien que sabe que ha llegado más lejos que la mayoría de las personas, lo que le confería un aspecto algo intimidatorio en combinación con su presencia física.

Enseguida entró en materia.

—¿Y la policía? ¿No iba a venir también?

Le expliqué que todavía no había conseguido dar con Rik Kronenberg. Me pidió la foto de Nadine Husak, la miró brevemente y dijo meneando la cabeza:

—Joder, esto no es normal, si todavía es una niña…

Me devolvió la foto, me agarró del brazo y me dio un apretón de ánimo:

—Pues vamos, no pienso quedarme aquí esperando.

El espacio en el que entramos consistía en un bloque de cuatro habitaciones en el centro con una decena de cuartos rodeándolo. Se veía a los clientes iluminados por una mezcla de neones rojos, rosas y violetas procedentes de los pequeños habitáculos. A quien trabajara aquí no le daba nunca la luz del día. Fuimos recorriendo los escaparates con prostitutas en sentido contrario al de las agujas del reloj y, aunque aquí la mayoría era de Europa del Este, vi también chicas africanas. Para no llamar demasiado la atención, me puse un poco por detrás de Dirk Braam, que observaba con tranquilidad a las chicas sin decirles nada. No parecía que le molestara mucho la situación.

Al final de la ronda me esperó:

—Nada, ¿no? Había dos cortinas corridas, así que debemos tener un poco de paciencia. No pueden tardar mucho. Seguiré dando vueltas mientras tanto.

Sin esperar mi respuesta, pasó del dicho al hecho.

En la segunda vuelta cosechamos resultados. Dirk Braam iba un poco por delante de mí, y tras él, justo delante de mis narices, se abrió una puerta. Un cliente salió y vi de cerca la cara de Nadine Husak. Dudé un momento, conmocionado por el contraste entre la chica de la foto y esta mujer enfundada en un body blanco plastificado, con altos tacones y el cabello recogido. Me echó un vistazo con la mirada vacía y apreté el paso hasta alcanzar de nuevo a Dirk Braam en la entrada.

—No pueden tardar demasiado —despotricó.

—La he encontrado.

—¿Sí? —La sorpresa duró poco—. Excelente. Lo que vamos a hacer es lo siguiente: yo entraré y hablaré con ella, mientras que tú esperarás aquí hasta que volvamos. ¿De acuerdo?

Al cabo de menos de diez minutos los vi acercarse juntos. Dirk Braam la llevaba agarrada por el brazo y con paso resuelto se dirigía a donde estaba yo. Aunque Nadine Husak caminaba con él, sumisa, su rostro transmitía confusión, pero la confusión se transformó en miedo cuando miró a mi lado y, por un instante, pensé que era yo quien la asustaba. En ese momento se adelantó alguien que estaba junto a mí y les cerró el paso a la vez que cogía a Dirk Braam del brazo.

—¿Qué crees que estás haciendo, tío?

Dirk Braam se quedó mirando al muchacho larguirucho que estaba frente a él. Un antillano vestido con una cazadora de piloto que le quedaba muy amplia, pantalones vaqueros de tiro bajo, botas altas de baloncesto sin cordones, adornado con joyas y en la cabeza una gorra de béisbol puesta al revés.

—¿Tú quién eres? —le preguntó Dirk Braam mientras le examinaba con desprecio— ¿Ice-T? —añadió burlón.

—Yo cuido de ella, tío. Déjala en paz, tiene que trabajar.

—Bueno, entonces tengo una noticia que darte. Acaba de recibir a su último cliente.

El chaval dio un paso hacia delante, pero antes de que pudiera hacer nada, Dirk Braam le metió un bofetón con todas sus fuerzas. Alcanzó a su adversario con tal dureza que este dio de golpe con sus huesos en el suelo, al tiempo que se estampaba la cabeza contra la pared. Miré a Dirk Braam y, con gran sorpresa, vi que en su rostro había aparecido una sonrisa. ¡Estaba encantado! Volvió a coger el brazo de Nadine y me hizo un gesto brusco para que continuáramos. Vi cómo los clientes retrocedían ante nosotros en el pasillo y se pegaban contra la pared. En la cara de una muchacha, que había estado durante todo el tiempo apoyada en el vano de una puerta, surgió una sonrisa de satisfacción y no hizo intento alguno para acudir en ayuda del muchacho que yacía en el suelo.

Apenas habíamos salido de la Bethlehemsteeg cuando nos topamos con otro inconveniente. Nadine Husak iba caminando entre nosotros, pero de repente se detuvo, retrocedió e intentó soltarse. Dirk Braam la retuvo por los pelos. Oí cómo empezaba a llorar por lo bajo. Su llanto expresaba tanta desesperación que me conmovió hasta el tuétano.

En el canal se nos había aparecido un hombre que ahora nos cerraba el paso con las piernas separadas. Era uno de los dos tipos que habían posado en la foto junto a Ortac. Esta vez no llevaba traje, sino un abrigo largo de cuero. Por desgracia, no era el más pequeño de los dos y, ahora que lo teníamos tan cerca, comprobé que era más grande y robusto de lo que ya parecía en la foto.

Nos ordenó en alemán que soltáramos a la chica. Como si ya contara con que lo fuéramos a hacer, dirigió su atención a Nadine Husak. En un idioma que no comprendí, pero con una actitud que expresaba un profundo desprecio, le gruñó unas cuantas palabras. Ella se encogió y, aunque tampoco la entendí, quedaba claro que de alguna manera estaba disculpándose. Ni siquiera se atrevía a mirarlo y la sumisión que proyectaba era tan estremecedora que sentí emerger un intenso desprecio por el hombre que tenía delante. Sentí cómo iba aumentando la tensión en mi cuerpo y cómo se me tensaban los músculos.

En el mismo momento en que Dirk Braam dijo que la cogiera para así poder tener él las manos libres, el hombre dio un paso adelante, agarró con el puño el cabello recogido de Nadine Husak y tiró de la muchacha con tanta fuerza que oí cómo le crujía el cuello. Fue un gesto tan inhumano que no me quedó otra elección.

En un intento de disuadirle sin causarle muchos daños al principio, le estampé con todas mis fuerzas el pulpejo de mi mano en el rostro. Él retrocedió un poco y soltó a la chica maldiciendo. Fue la primera vez que mostraba algún tipo de emoción. En ese momento, Dirk Braam saltó sobre él, pero eludió la embestida; en su lugar, acabó lanzándole al suelo y, para mi espanto, vi que se agachaba con rapidez y se disponía a romperle el brazo. Sin dudarlo, le di una patada en el hombro que le hizo soltar su presa, para luego erguirse y concentrarse en mí. Vi cómo Dirk Braam se incorporaba vacilante a sus espaldas, demasiado lento como para poder esperar ayuda de su parte. El hombre venía por mí y yo iba retrocediendo despacio, en dirección al canal, y fue entonces cuando alcé los brazos con gesto implorante. «Tranquilo, tranquilo —dije—, ya ha sido suficiente.» Alrededor de su boca apareció una mueca despectiva. En ese momento me abalancé de golpe sobre él y le alcancé en plena cara con el puño derecho, aprovechando el impulso de todo el peso de mi cuerpo, ahora sí con intención de hacerle daño. Fue a dar con todos sus huesos en el suelo y se golpeó la cabeza contra el empedrado. Mientras estaba aturdido, pero todavía consciente e intentando incorporarse con movimientos vacilantes, le grité a Dirk Braam: «¡Rápido, tenemos que tirarle al canal!». Aunando todas nuestras fuerzas, tiramos de él hacia el borde, le hicimos pasar por encima del hierro que sirve de amarre para los barcos y le dejamos caer. Fue a dar con sus huesos en un bote medio hundido que estaba allí amarrado. «¡Vámonos, rápido!» Esta vez cogimos los dos a Nadine Husak y pusimos pies en polvorosa tan rápido como nos fue posible.

Aunque había durado un par de minutos a lo sumo, fue tiempo suficiente para causar un buen atasco circulatorio, y al otro lado del canal se había reunido un buen número de personas que miraban curiosas en nuestra dirección. Por suerte, no vi a ningún policía y nadie pareció tener intención de seguirnos; sin embargo, no me sentí tranquilo hasta que estuvimos en el aparcamiento junto al coche de Dirk Braam, que se inclinó exhausto hacia delante mientras jadeaba. Cuando se recuperó, me rodeó los hombros con el brazo: «Joder, ese cabrón quería romperme el brazo». Una fracción de segundo después había recuperado de nuevo la bravura: «Tendré que llevar el traje al tinte, pero este trabajito ya lo hemos arreglado. Bien hecho», dijo apretándome el hombro.

Miramos al unísono a la chica, que estaba callada a nuestro lado, sin hacer ruido y a la espera de lo que fuera a suceder. En sus ojos no percibí ningún alivio: estaba totalmente conmocionada y desorientada.

Dirk Braam la observó durante un instante y dijo:

—Vámonos. Siéntate detrás con ella. —Se lo pensó mejor y señaló hacia su brillante Bentley azul oscuro—: Quizá le ayude tomarse una copa. Tengo bebida a bordo. Hoy vendrá de puta madre. En cualquier caso, yo también voy a tomarme una.

Nadine Husak no reaccionó, pero yo acepté su ofrecimiento. El lóbrego aparcamiento se iluminó con un chorro de luz al abrir el pequeño frigorífico empotrado y, tal como estábamos allí los tres, la situación tenía algo de surrealista. Dos hombres mayores con una copa en la mano en la que no faltaban ni los hielos, junto a una muchacha inmóvil, escasamente vestida con un body blanco que resplandecía. Si yo apenas podía comprenderlo, ¿qué no se le estaría pasando a ella por la cabeza?

Una vez en la autopista, Dirk Braam llamó por teléfono a su mujer para comunicarle nuestra llegada. Restó importancia a lo que nos había sucedido y se concentró en lo que debía ocurrir. Le pidió que llamara al médico de cabecera y le dijera que fuera a la casa, ya que probablemente la chica tuviera un shock y necesitaría algún calmante. Por lo demás, debía preparar a Katka Adamec para el lamentable aspecto con el que iba a encontrarse a su sobrina. Con una capacidad de empatía que me sorprendió, preguntó si su hija Raffaëla podía prepararle algo de ropa:

—Son más o menos de la misma talla y lo que lleva puesto ahora irá enseguida a la basura. Eso es lo primero que vamos a hacer. Y prepara un baño caliente.

Intenté hablar con Nadine Husak sin resultado alguno. Con cada intento, parecía ir pegándose más a la puerta del coche. Renuncié, me retrepé en el asiento tapizado en cuero y fijé la mirada en el exterior. Un baño, un calmante del doctor, la presencia de su tía, otra ropa… me pregunté con tristeza si todo eso sería suficiente.