XXIV

A la mañana siguiente cogí el tren muy temprano para llegar al Hospital Universitario de Amberes antes de la hora de visita matinal. Examiné a las tres señoras que había tras el mostrador de información, sopesando cuál me atendería con mayor amabilidad. Me decidí por la más joven del grupo y hacia ella fui.

—Buenos días. ¿Podría decirme en qué habitación se encuentra Pablo Liotto?

No sólo conseguí su atención, sino también la de las dos mujeres mayores que la flanqueaban. Antes de que la muchacha pudiera responder, una de ellas asumió el mando:

—¿Tiene usted permiso de la policía? Sin ese permiso no podrá visitarle.

Las tres me miraron inquisitivas, curiosas por saber quién era yo y cuál era mi relación con el hombre a quien quería visitar. ¿Pertenecía también al circuito criminal, era un cómplice, habían visto mi cara en las revistas del corazón?

—No, no lo tengo. ¿Con quién tengo que hablar para arreglarlo? He venido desde los Países Bajos.

La mujer mayor no pudo contener su curiosidad:

—¿Es usted de la prensa?

—No, qué va.

Me pareció que ya había dicho suficiente y mantuve la boca cerrada. Cuando lo hubo comprendido, dijo:

—Preséntese en el mostrador de la cuarta planta, allí podrán ayudarle.

Sentí sus miradas en mi espalda cuando me encaminé a los ascensores.

Ahora que sabía en qué planta podía estar Pablo Liotto, limitando así bastante mi búsqueda, ignoré el mostrador que se encontraba justo enfrente del ascensor. Miré los letreros, me orienté brevemente en el plano de distribución y decidí empezar por el pasillo de mi derecha. La hora de visita se encontraba en su máximo apogeo y pude deambular a mis anchas sin llamar la atención. En todas las habitaciones donde entraba veía a personas rodeando camas, un poco más adelante pasé por una habitación donde los médicos y los enfermeros aprovechaban la hora de visita para hacer una pausa y tomarse juntos un café. Tras deambular un poco, vi al final de un pasillo sin salida la imagen con la que ya contaba.

Ante la habitación que suponía de Pablo Liotto había un agente de policía uniformado sentado junto a la puerta. Sin llamar su atención, me detuve lo suficiente para analizar la situación. No tenía ningún sentido intentar cosas absurdas. Me habría gustado hablar con el mismo Pablo Liotto, pero ahora que esa posibilidad estaba excluida, opté por la alternativa.

En la planta baja saqué un café de una máquina expendedora y encontré un banco fuera, junto a la puerta principal. Al terminar la hora de visita, no salió ninguna Conchita Liotto. Tal vez con ella se hiciera una excepción y pudiera visitar a su esposo durante las horas no estipuladas, quizá no viniera hasta por la tarde o por la noche, pero venir sí que vendría, y daba por hecho que como hacía poco que su esposo estaba en el hospital, ahora acudiría todos los días.

No sabía si sería tan fiel como Dana Reeve, que había cuidado de su esposo durante nueve años, hasta el momento de su muerte. Esto era algo que también debía de volver loco a Pablo Liotto: «¿Durante cuánto tiempo seguirá viniendo? ¿Qué hará cuando no esté junto a mi cama?». Aparte de lo que significara para él estar encadenado para siempre a la cama y a la silla de ruedas, quizá ni siquiera a esta última, esta era la siguiente consecuencia terrible de su invalidez: lo que hasta hace bien poco había sido una vida en común, ahora iba a convertirse en dos vidas y, en mi opinión, la posibilidad de que en el futuro corrieran paralelas no era muy grande. No si dejas que te fotografíen como lo había hecho ella.

Abandoné pronto mi lugar junto a la entrada, ahuyentado por la procesión de hospitalizados que salían por las puertas, las giratorias y las abiertas de par en par, para disfrutar del sol, tomar un poco de aire fresco o fumarse un cigarrillo. En sillas de ruedas, con muletas, sin piernas, con vendas o con el goteo, sostenidos o impelidos. Obesos o más bien demacrados, viejos y deslucidos, con pálidas caras de hospital, vestidos con camisones, pijamas y albornoces informes, calcetines de tenis con chanclas de baño, medias elásticas. Era como si los personajes apocalípticos de una de las pinturas de El Bosco hubieran salido del lienzo y se hubieran reunido aquí, en la acera, a tomar el sol. Me pareció tan deprimente que me alejé lo máximo que pude sin perder de vista la entrada. Normalmente no me costaba mucho esperar, formaba parte de mi profesión, a menudo procuraba tener a mano algo para leer o escuchaba música. Esta vez, sin embargo, había sido una desgracia, podía apartar la vista, pero la imagen no me abandonaba.

Suspiré aliviado cuando Conchita Liotto apareció alrededor del mediodía. Apenas tuve que esperar y también estaba sola, no iba acompañada de niños, familiares o amigos. Salió por la puerta del aparcamiento, al otro lado de la calle, y se acercó en mi dirección. Seguía siendo tan atractiva como recordaba de la foto, pero iba vestida con mayor austeridad. Con su chaqueta entallada, pantalón formal con un pliegue impecable y correctos zapatos de tacón, iba incluso poco veraniega para este fabuloso día. No quedaba mucho de la mirada altanera y desafiante, su mirada era más bien sombría y reconcentrada. Sin fijarse mucho en nada, pasó deprisa por delante de mí, tan cerca que pude oler su perfume.

Al cabo de menos de dos horas volvía a salir. Yo ya estaba preparado y fui tras ella hasta el aparcamiento. Sacó las llaves del bolso y las dirigió a un reluciente Land Rover. Las luces parpadearon brevemente y el clic del cierre centralizado de las puertas resonó con fuerza dentro del recinto de hormigón.

En el momento en que se disponía a subir al coche, la abordé:

—Señora Liotto.

Se volvió y me examinó con desconfianza.

Me apresuré a tranquilizarla:

—¿Tiene un momento? ¿Quisiera hablar con usted un instante?

Miró rápido a su alrededor por si había gente cerca para acudir a ayudarla en caso necesario, luego volvió a concentrarse en mí.

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?

El tono de su voz invitaba a poco, pero estábamos conversando y tampoco hacía falta que se alargara. No importaba quién fuera yo y escucharía con creciente interés lo que tenía que decirle.

El resto de la tarde estuve paseando por las callejuelas de Amberes en todas direcciones, sin una meta específica, sólo con el deseo de que la atmósfera de la ciudad vieja penetrara en mí. Estuve considerando la idea de regalarme con una buena comida y luego buscar un hotel, pero la perspectiva de un viaje en tren al anochecer me resultaba más atractiva.

Tenía un compartimento para mí solo. El tren circulaba a velocidad variable por un mundo que, al final de un día tan estupendo, respiraba por doquier eternidad. Un tractor que ascendía por una colina despacio en un paisaje ondulado y a la luz dorada del sol poniente, con un rastro de polvo a sus espaldas que quedaba suspendido inmóvil en el cielo. Pequeñas casas adosadas cuyas fachadas posteriores se encontraban cerca del talud, con construcciones anexas y buhardillas de todas clases y dimensiones, cobertizos desvencijados y pequeños jardines estrechos donde los habitantes hacían barbacoas, bebían cerveza y por donde corrían los niños. Bosques donde dentro de poco enmudecería el canto de las aves y asomarían los animales nocturnos. Un chico y una chica a los que casi podía tocar tal como estaban con sus bicicletas apretadas entre las piernas, cogidos de la mano y esperando ante el paso a nivel.

Iba registrando todo en mi interior, colmado de melancolía. Todo estaba paralizado, tranquilo. Cuando yo ya no existiera, ese sol volvería a pender sobre el paisaje, repitiéndose cada día de nuevo y siempre como si fuera la primera vez. Cuando hubiera transcurrido el tiempo suficiente, nadie me recordaría, al igual que a todos esos hombres que habían vivido antes que yo y a las personas que vendrían después de mí. Todo pasaba, desaparecía en el olvido.

De manera involuntaria, esa idea aligeró también aquello que había hecho ese día. Bien hecho o mal hecho, ¿por qué tendría que permitir que pesara sobre mí? Al final, esta acción también se desvanecería en el tiempo y llegaría a olvidarse.

Mi teléfono sonó poco después de pasar Rotterdam. Era Luz, que me saludaba con una voz nasal. Hablaba nerviosa y apenas habíamos intercambiado un par de palabras cuando casi se asfixió en un acceso de tos.

—Tranquila, tranquila. ¿Estás resfriada? Tienes la voz tomada.

—Estoy griposa. Con este tiempo tan bueno, y yo llevo ya dos días en casa. Pero no te llamo por eso. Acabo de descubrir quién era Diekmann y por qué utilizaba ese pseudónimo de Eterman.

—¿Y bien?

—¿Quieres que vaya a contártelo en persona? No me gusta hacerme la misteriosa, pero es una historia bastante curiosa. Me resulta difícil expresarla con palabras, aquí tengo un texto ante mí que sería mejor que leyeras tú mismo. Si te viene bien, me subo ahora al coche y llegaré dentro de tres cuartos de hora.

—También puedo pasarme yo por tu casa. Ahora estoy en el tren. Dentro de diez minutos llegaré a La Haya, a la estación de Hollands Spoor. ¿No vives por ahí cerca?

—Sí, pero no hace falta que vengas. Prefiero coger el coche.

Sonaba levemente asustada, tal vez no le apeteciera nada recibirme en su domicilio.

—¡Venga ya, mujer, que estoy al lado! Y estás enferma, ¿no? Explícame cómo llegar y en poco más de media hora estaré llamando a tu puerta.

Desde un punto de vista práctico, eso era lo más lógico, pero he de confesar que también sentía curiosidad por ver cómo vivía.

Después de que me hubiera descrito la ruta y estuviera a punto de cortar la comunicación, no pude evitar preguntarle:

—Me habías hablado de un texto que debía leer, ¿qué es?

—Un fragmento de la autobiografía de Marten Toonder. Él, su esposa Phiny y sobre todo su madre conocieron bien a Eterman, y también escribe sobre esa relación.