XVI

Se presentó como Els Heerlien y, después de que Luz le hubiera dicho quiénes éramos, nos precedió hasta la parte de atrás de una enorme sala doble con techos altos y estucados. El espacio estaba decorado con mucho gusto, el suelo de parqué, los suaves colores pastel de las paredes, la mesa y las sillas de madera y el tresillo en color crema otorgaban a la habitación una cálida atmósfera. El cuarto delantero estaba bastante vacío y tenía todo el aspecto de una especie de sala de exposiciones. A excepción de un secreter con butaca, no había nada. Las paredes, por el contrario, se encontraban repletas desde la altura de los ojos hasta el alto techo. Los tres nos quedamos contemplando el espectáculo desde cierta distancia, un poco sorprendidos y curiosos, hasta que Jaap rompió el arrobamiento y dijo admirado:

—Qué fabulosa colección de máscaras.

—Muchas gracias. ¿Quieren examinarlas?

Todos respondimos afirmativamente y ella nos precedió de nuevo.

Las paredes estaban cubiertas con gran cantidad de máscaras primitivas de madera sin pintar que apenas parecían labradas, como si hubieran tallado los rasgos faciales con un par de rápidos golpes de escoplo. Desde las más pequeñas hasta las más grandes y con todo tipo de formas: redondas, alargadas, cuadradas, ovaladas. Busqué en vano algo que pareciera placer, pena, felicidad o miedo, pero no encontré emociones reconocibles en las decenas de rostros que me clavaban la mirada. Su aspecto inescrutable resultaba misterioso y siniestro al tiempo, como si estuviéramos siendo observados por algo de un mundo totalmente distinto, un mundo con el que no teníamos ninguna conexión.

Fui hasta el secreter en el que había fotos enmarcadas que explicaban la procedencia de esa colección. En medio de niños y adultos africanos con miradas sonrientes, serias y tímidas, Els Heerlien estaba retratada para la posteridad con su hábito blanco y una cofia en el pelo. Tenía un rostro franco y cálido, y no había ninguna fotografía en la que no estuviera sonriendo.

—¿Estuvo trabajando en África? —pregunté.

Giró el rostro en mi dirección y me miró con sus ojos ciegos y una sonrisa que seguía siendo contagiosa.

—Sí, en efecto, estuve trabajando durante más de treinta años en el Congo como Hermana Blanca.

Jaap estaba ahora también junto a mí y preguntó:

—¿Les llamaban Hermanas Blancas por sus vestiduras?

—Exacto. Oficialmente nos llamamos las Misioneras de Nuestra Señora de África, pero también se nos conoce como las Hermanas Blancas. Hoy en día suena quizá algo extraño, porque ahora la mayoría de nuestras hermanas vienen de la misma África. El tiempo en que los misioneros y las monjas eran blancos ya pasó, deben saberlo sin duda.

Al ver las fotos, comprendí que no había sido siempre ciega y había trabajado mucho tiempo en África. Dudé por un momento si sería adecuado preguntarle por la razón de su ceguera, pero su actitud vivaz y resuelta vencieron esa duda.

—Entiendo que se quedó ciega cuando ya era mayor, ¿no?

—Ah, sí, gracias a Dios, sí. Es consecuencia de una enfermedad que cogí allí, pero no hay ningún día que no piense con cariño y agradecimiento en la época que se me permitió pasar allí. África conquistó mi corazón y me considero privilegiada por haber podido significar algo para tantas personas.

Me impresionaron su jovialidad y la ausencia de autocompasión, amargura o arrepentimiento.

—¿No es una práctica habitual que las personas que han trabajado en el extranjero para la Iglesia, cuando llega el momento de su jubilación, se vayan a vivir a un monasterio para que las cuiden allí? —preguntó Luz.

—Sí, esa es la costumbre. Pero debe usted saber que, debido a que nuestras congregaciones y órdenes cada vez se ven más diezmadas, por desgracia ese entorno ya no es muy halagüeño. En efecto, es un paso insólito, pero opté por vivir aquí, ya que esta era la casa de mis padres. Y, por fortuna, dispongo de medios económicos suficientes para poder rodearme de los cuidados necesarios. Esperemos poder seguir disfrutándolo muchos años. Pero ¿me acompañan al jardín? Hace un tiempo tan bueno que propongo que vayamos a sentarnos a la terraza.

Salimos por las puertas abiertas al jardín, cuya vegetación parecía mucho más lujuriante que en la parte delantera. Els Heerlien nos invitó a tomar asiento junto a una oxidada mesa de hierro fundido en la que estaban esperándonos una jarra de cristal con limonada y cuatro vasos.

Habíamos quedado en el coche que Luz sería quien llevara la conversación y, tras habernos servido, tomó la palabra.

Ya en el momento en que mencionó el nombre de Mathias Dijkman, nos quedamos sorprendidos.

—Sí, ya me pareció oírselo cuando hablamos por teléfono. El apellido de Mathias no era Dijkman. Se llamaba Diekmann, con dos enes.

Se produjo un breve silencio en la mesa y nos miramos extrañados; si todo continuaba así, esto prometía convertirse en una tarde productiva.

Els Heerlien había abordado por primera vez en el supermercado Albert Heijn al hombre que ahora había pasado a llamarse Diekmann y al que ella, consecuentemente, llamaba por el nombre de pila. Después de haberle explicado que quería pagarle el periódico, pero que no lo necesitaba porque no podía leerlo, habían entablado una conversación. Ella estaba interesada en su historia, un hombre que había optado libremente por una existencia itinerante, y él en la de ella, cuando se enteró de que había pasado toda una vida al servicio de la Iglesia. Después de haber hablado con él unas cuantas veces, le invitó a comer a su casa.

Lo dijo como si fuera lo más natural del mundo, pero nosotros teníamos otra idea al respecto. Jaap lo verbalizó de manera diplomática:

—¿Me permite decirle que una invitación así la considero bastante arriesgada?

—¡Bah, al contrario! ¿Quiere decir que debido a mi ceguera no tendría que haberle invitado? —descartó esa insinuación—. ¡Ah, usted no conoció a Mathias! En él no había ninguna maldad y, además, también era muy creyente. Le dije alguna vez que podría haber sido una persona muy útil en África. —Y añadió riendo—: Además, el clima allí es mucho más apropiado para dormir al raso por las noches.

Luz aprovechó la observación sobre su fe para sacar a relucir los textos bíblicos que había encontrado en el maletín. Els Heerlien escuchó con atención la teoría que Luz exponía.

El texto manuscrito, cuidadosamente empaquetado en papel de aluminio, protegido por una cartera revestida con plomo, resultó la reproducción íntegra de la Revelación de San Juan, el último libro del Nuevo Testamento que trata del inminente apocalipsis. Mathias Diekmann lo había transcrito de la Biblia palabra por palabra, proveyéndolo de interpretaciones astrológicas. Luz indicó que había tenido que adivinar su significado porque los dibujos eran demasiado incomprensibles y sin ninguna explicación. Sin embargo, suponía que Mathias Diekmann, basándose en las estrellas, había querido determinar el momento de los acontecimientos que se anuncian en el Apocalipsis de San Juan. O mejor dicho: cuándo llegaría el final de los tiempos.

Jaap y yo ya habíamos oído su explicación antes y reaccionamos de manera aprobatoria: era posible. ¿Por qué no? En el mundo había un montón de catastrofistas, y Mathias Diekmann, por lo visto, era uno perteneciente a la clase inofensiva. Lo más importante era que esto no hacía al caso, no aclaraba nada sobre la pintura de Edgar Fernhout, la carta de Charley Toorop ni la lista de cuadros. Para la anciana que se encontraba frente a nosotros era, sin embargo, distinto, pues ella conoció personalmente a este hombre y, según decía, había congeniado bastante con él. Miramos su cara con especial interés cuando Luz terminó con su conclusión: Mathias Diekmann debía de haber pensado que el final de los tiempos estaba cerca. Esa convicción le había llevado a retirarse en una caravana abandonada para yacer allí con la intención de no volver a levantarse. Para dejar que todo terminara en ese momento y en ese lugar.

Se produjo un silencio prolongado. Els Heerlien sonaba más prudente y menos espontánea cuando por fin tomó la palabra.

—Lo que usted cuenta no resulta nuevo para mí. Es muy posible que haya sido así, en efecto. Pero usted dijo que lo encontraron como si se tratara de un difunto en un ataúd, ¿no?

—Sí, en efecto —respondió Luz.

—¿Con un ladrillo bajo la cabeza?

—Sí, también.

—Bueno, entonces creo que su teoría probablemente sea correcta. ¿Conoce usted el significado de ese ladrillo?

—No, para ser sincera, no —admitió Luz—. He de decirle que tampoco le hemos prestado mayor atención. Hicimos mal, desprendo de sus palabras, ¿no?

—Desde luego, ese ladrillo dice mucho de Mathias.

Guardó silencio y en su cara podía verse cómo disfrutaba de nuestra atención.

—¿Ha oído hablar alguna vez de los monjes capuchinos?

—No —respondió Luz.

—Yo sí —intervine—. Monjes mendicantes.

—Muy bien, señor Havix. Los monjes capuchinos hacen bandera de la sencillez, la pobreza y el desprecio de los placeres terrenales. Mathias era, por así decirlo, su variante moderna. No era miembro de ninguna orden, era un ser demasiado solitario para ese tipo de asociaciones, pero sí que llevaba una vida parecida. Los capuchinos tenían un ritual funerario bastante especial, por decirlo de una manera suave. Como manifestación de esa pobreza y austeridad, reutilizaban el féretro. Al monje fallecido le llevaban en una caja hasta su última morada. Ese féretro tenía un fondo móvil que se sacaba para que el cuerpo del fallecido fuera a reposar sobre el suelo y, acto seguido, retiraban la caja para luego, un detalle importante, alzar la cabeza del monje y dejarla reposar sobre un ladrillo. No sobre el lujo de un cojín, sino sobre la sencillez de un ladrillo. Así también habría querido morir Mathias.

—Gracias por confirmarlo —dijo Luz.

—Sí, dice usted bien, pero con el resto de su razonamiento estoy básicamente en desacuerdo. He hablado a menudo con Mathias sobre el significado de las palabras de Juan. Sin embargo, no estoy de acuerdo con la imagen que usted esboza de él.

Aunque su tono era más decidido que antipático, Luz se sintió llamada a disculparse: no era en absoluto su intención resultar irrespetuosa.

Els Heerlien salió en defensa de su amigo:

—Mathias no era alguien que predijera el ocaso del mundo basándose en las desgracias que nos sobrevenían. Las guerras que nunca terminan, los tsunamis, el hundimiento de esas torres en Nueva York, la epidemia del sida en África. Eso es de una trivialidad y una manipulación de la opinión que en absoluto iba con su estilo. Deben saber que Mathias sabía leer las estrellas como nadie y que lo que leía era importante para él. Tal vez los sorprenda, pero él podía describir de veras la posición de las estrellas y explicar su significado. Gracias a Mathias cambié de opinión sobre la astrología. Si el tiempo lo permitía, nos sentábamos aquí fuera y, cuando llegaba la oscuridad, me contaba todo lo que iba viendo por encima de nosotros. Si bien yo soy ciega, recuerdo todavía muy bien las constelaciones. En ese sentido hacía renacer algo en mi interior. Mathias, por otra parte, me consideraba privilegiada por haber tenido la oportunidad de verlas en África, ya que en nuestra parte del mundo hay tanta luz y contaminación atmosférica que nos vemos privados de una visión clara del cielo.

Mientras la miraba y escuchaba, no pudo ocurrírseme otra cosa más que esta mujer alegre y animada no repararía en medios para impedirle a su amigo la elección de una muerte prematura. Sin embargo, respondió con un claro «no» cuando se lo pregunté.

—¿No intentó quitárselo de la cabeza? —preguntó Jaap titubeante y sorprendido.

—No. Mathias era muy rotundo en sus convicciones y la confirmación de ellas la hallaba en las estrellas. Ya les dije que no puedo estar de acuerdo con la imagen que su colega esbozaba de Mathias, pero aún no les he dado la razón más importante para mi escepticismo. Fíjense, si suponen que Mathias sólo vio venir el final de los tiempos, me temo que se les ha escapado el verdadero significado de la Revelación de San Juan.

—No soy ningún experto en la Biblia —dijo Jaap—, ¿cuál es, entonces?

—La resurrección.

Jaap, Luz y yo nos miramos incómodos.

Aunque era ciega, no se le pasó por alto nuestra reacción:

—Es una pena que no le hayan conocido, ahora deberán fiarse de las palabras de una anciana. Pero créanme, Mathias no huía de un fin inminente, él iba hacia un nuevo principio. Eso invalida el carácter trágico que le han atribuido y le convierte en un hombre muy distinto del que ustedes acaban de describir.

Resurrección o no, la conversación había tomado otros derroteros y Luz no hacía ningún esfuerzo por volver a llevarla por el buen camino.

—En cualquier caso, gracias a su información tenemos ahora una explicación clara del cómo y del porqué de su muerte —intervine yo—, pero en su maletín se han encontrado otras cosas que no sabemos dónde ubicar. Quizá también pueda ayudarnos en esto.

Le hice un gesto a Luz indicándole que era ella quien debía retomar la conversación.

Esta vez sí que hizo las preguntas correctas y tuvo cuidado de que Els Heerlien no volviera a desviarse del tema. El resultado no fue menos decepcionante. Si bien Els Heerlien y Mathias Diekmann habían estado hablando durante noches enteras sobre textos bíblicos y estrellas, todo se había quedado ahí. Ya la primera vez que le invitó notó que no quería hablar de sí mismo. Lo único que logró sonsacarle fue que sus padres habían fallecido cuando él era un niño. Como no quiso correr el riesgo de que su insistencia terminara por romper sus relaciones, ya no volvieron a hablar más de su vida privada. A la pregunta de Luz sobre si tal vez sabía dónde había estado viviendo, respondió que lo más probable es que durante una gran parte del año durmiera al raso, ya que olía mucho a naturaleza. Entonces pensó que dormiría en las dunas, pues a través de un intenso olor a agujas de pino se percibían aromas de mar y arena.

—¿Arena? —preguntó Jaap.

—¿Le sorprende? Desde que soy ciega registro mucho mejor que antes el olor que envuelve a las personas.

Aunque mejorara la imagen que nos habíamos hecho de Mathias Diekmann, no encontramos nada que pudiera servirnos. Dijkman se había convertido en Diekmann, más o menos eso era todo. Se había quedado huérfano a temprana edad y había optado por la muerte, un vagabundo que dormía en las dunas y al que no le gustaba hablar de sí mismo.

Nuestra única esperanza se fundaba ahora en el resto de las cosas que había en el maletín. Como Els Heerlien no podía verlo, Luz se tomó su tiempo para describir el retrato que Edgar Fernhout había pintado, al igual que la lista con pinturas. Después de que Luz le hubiera leído la carta de Charley Toorop, nos quedamos mirándola expectantes.

—La lista de pinturas no me dice nada, pero del retrato y de la carta puedo contarles algo que quizá los ayude. Si bien no puedo examinar la pintura para ver si el caballero que aparece allí representado guarda parecido con Mathias, por la carta deduzco que debe de ser su padre. Casi no puede ser de otra forma, pues era alguien que se dedicaba a las interpretaciones astrológicas y no sólo eso, porque parece ser que también fue mecenas de artistas.

—Esa primera relación ya la había establecido yo también después de su explicación de hoy, pero ¿qué es lo quiere decir exactamente con lo último que ha dicho? —preguntó Luz.

—Sí, claro, he de explicárselo. Pues verán, Mathias no mostraba ningún interés por las noticias cotidianas y casi siempre yo lo tenía en cuenta, pero el verano pasado puse la radio una noche para escuchar el parte. Acababa de enterarme de que Marten Toonder había fallecido y confiaba en que dieran ahora más información al respecto. Todavía recuerdo el día, el 27 de julio. Mathias y yo estábamos justo donde estamos ahora, era una fabulosa noche de verano.

—Marten Toonder, ¿se refiere al dibujante de cómics? —preguntó Jaap.

Mientras se lo preguntaba, nos miró con una expresión de la que se desprendía la duda de rigor y, para ser sinceros, también me pregunté adónde nos llevaría esto.

—Sí, en efecto. Deben saber que soy una admiradora suya. Nos enviaban sus cómics a África, en edición de bolsillo. Los leía con tanto placer… Pero bueno, lo que quería contarles es que a Mathias se le demudó el rostro cuando lo oyó. «Qué terrible», no paraba de decir. Esa reacción me sorprendió, naturalmente, y no supe qué hacer, pero cuando él balbució conmovido: «Ahora están los dos muertos», le pregunté a qué se refería. Respondió que su padre había conocido a Marten Toonder, que habían sido amigos y que su padre había ayudado a Marten Toonder en la guerra.

—¿Puede recordar si dijo algo sobre el tipo de ayuda que le prestó? —pregunté yo.

Meneó la cabeza.

—No, y he de decirles que lo que siguió fue bastante embarazoso. Para mi sorpresa y fastidio, el entusiasmo por el hecho de que su padre hubiera conocido a Marten Toonder, alguien a quien yo admiraba tanto, en absoluto fue recibido de manera positiva. No quiso seguir hablando del tema. Siempre congeniábamos por lo general muy bien, pero este fue un momento bastante incómodo y desagradable. Y en realidad también fue muy extraño. Es más, ahora que me ha leído la carta, sigo sin poder explicármelo. Parece ser que su padre ayudó económicamente a artistas durante la guerra. ¿O ustedes sacarían otra conclusión?

—No, yo pienso lo mismo —respondí—. El apoyo que Charley Toorop recibió era económico, eso está claro, y probablemente para ella fuera también el más importante, junto a las «interpretaciones astrológicas». En efecto, parece ser que también habría ayudado a Marten Toonder.

—¿En qué estás pensando? —me preguntó Luz cuando estuvimos de nuevo en el coche, de camino a Ámsterdam.

La perspectiva de que no iría a mi propia casa, sino que volverían a llevarme al hospital, desde luego que no me alegraba. Intenté sacudirme esa sensación y dije:

—¿Sabes lo que más me sorprende? Si el padre de Mathias Diekmann, en efecto, practicaba el mecenazgo y con artistas conocidos, ¿por qué su hijo no querría hablar de ello? Es algo para estar orgulloso, ¿no? ¿Lo comprendéis?

Jaap se encogió de hombros:

—¿Es tan extraño? Hay muchos hijos que tienen una mala relación con uno de sus padres o con los dos. Quién sabe, tal vez ocurriera algo entre él y su padre.

—No es sólo eso, Jaap. El hijo no quiere hablar del padre, pero ¿qué piensas de Charley Toorop y Edgar Fernhout? Artistas famosos, y la vida de los dos está muy bien documentada. Su correspondencia se conserva en archivos, mira el tiempo que ha estado Luz escarbando entre todas esas cartas, y lo mismo vale para su obra, que también está inventariada al detalle. Y, sin embargo, no hay rastro de ese Johan. Eso me parece mucho más extraño. Es como si hubieran querido borrar su recuerdo. Pero ¿por qué? ¡Ese Johan los ayudó económicamente en un momento en que estaban tocando fondo!

Me intrigaba tanto que en ese instante zanjé la cuestión. ¿No era en esta clase de pesquisas donde se me consideraba tan bueno? ¿No era así como había estado ganándome la vida durante todos estos años?

Me volví hacia Luz y le pregunté:

—¿Aprecias todavía mi ayuda?

—¿Cómo?

—Quiero ayudarte a resolver esto de manera activa, más activamente de lo que he hecho hasta ahora. Al menos, si a ti te parece bien.

—Sí, claro, gracias —respondió sorprendida, mientras con el rabillo del ojo me percataba de una mueca burlona en la cara de Jaap.

—Muy bien, Jager, por fin una reacción de entusiasmo después de tanto tiempo. Unas horas fuera del hospital y ya estás de nuevo con ganas. A ese Mathias Diekmann le habría parecido estupendo.

Le di un golpe en el hombro:

—Ese es un buen paralelismo.

—¿Me estoy perdiendo algo?

—Lo de la resurrección —respondió Jaap—, y todo mientras seguía vivo. Jager es un tipo con suerte.