XII

Charlotte me mantuvo informado de un asunto en el que ya no estaba implicado de manera directa. A Nadine Husak la interrogó varias veces durante horas, en casa de la familia Braam y en presencia de Rik Kronenberg, un agente especialmente instruido de la Brigada de Menores y Delitos Sexuales que, teniendo en cuenta su miedo, intentaba averiguar con cautela lo que le había pasado desde el momento en que la abordó un hombre en Bratislava prometiéndole un futuro de ensueño. La búsqueda de hechos iba despacio, paso a paso. Por lo demás, todo el mundo se esforzaba por que se encontrara lo más a gusto posible.

Parecía encontrarse mejor y, tras mucho insistir por parte de la tía, al final del segundo día llamó a sus padres por teléfono. La alegría inicial duró muy poco, porque tras un par de frases, Katka Adamec hubo de quitarle el teléfono a su sobrina, ya que se quedó como paralizada y con la mirada perdida. Las personas que la buscaban se habían pasado por casa de sus padres y habían amenazado con matarlos a ellos y a sus dos hermanos si ella no regresaba pronto.

Esta vez Annemarie Braam también quedó impresionada. Llamó a Rik Kronenberg de inmediato, insistió en ponerse en contacto con la policía eslovaca y junto con su asistenta hizo todo lo posible por tranquilizar a Nadine.

En vano, porque esa misma noche desapareció.

A Rik Kronenberg no le cabía ninguna duda de que había regresado con los hombres que la consideraban de su propiedad. La policía haría todo lo posible por encontrarla, pero ahora que el caso estaba en manos de la JZP, él también había pasado a ser ya un mero espectador. Consideré durante un instante ofrecerle a Katka Adamec mis servicios para buscar de nuevo a su sobrina, pero yo no tenía mucho que añadir al dispositivo que se había puesto ahora en marcha.

Un par de días después de la desaparición de Nadine me encontraba cenando tarde en uno de los chiringuitos surinameses que hay en la Ferdinand Bolstraat. Si bien ya estábamos en el mes de mayo, no habíamos tenido un bonito día primaveral. De la capa gris de nubes que había sobrevolado durante todo el día la ciudad, empezó a caer una llovizna a primera hora de la noche. Entre tanto, la llovizna se había convertido ya en una fuerte lluvia justo cuando me encontraba de nuevo en la calle para irme a casa. Por un momento, decidí esperar a que se pasara el aguacero, pero como vivía cerca empecé a correr en dirección al hogar, pegado a la fachada de los edificios y esprintando de un voladizo a otro de las diferentes tiendas.

Cuando llegué a la puerta de casa, mientras estaba buscando deprisa las llaves, alguien me abordó.

Hallo —sonó en alemán.

De un momento a otro se me tensaron todos los músculos del cuerpo y, acuciado por el susto, empecé a producir adrenalina a lo loco. Me volví despacio, preparado para cualquier cosa.

Ante mí, a cierta distancia y fuera de mi alcance, había tres hombres. Al más grande del grupo lo reconocí enseguida como Otik Perun, el hombre con quien había tenido la enganchada tres días antes. Al más pequeño también lo reconocí, era el otro hombre de la fotografía, el hombre al que Ortac le había pasado el brazo sobre el hombro. El tercero, también un europeo del Este y con un porte casi tan robusto como el de Otik Perun, era un desconocido. Me cerraban el paso formando un semicírculo, el pequeño en el medio, con rostros duros e inexpresivos y ojos que no se apartaban de mí en ningún momento. La lluvia, que caía cada vez con mayor intensidad, no parecía molestarlos en absoluto. Yo estaba arrinconado, se encontraban fuera de mi alcance, me hallaba solo y precisamente ahora no pasaba nadie por la calle.

El más pequeño miró a Otik Perun, que asintió con la cabeza, y luego se dirigió a mí: «Ven con nosotros», ordenó. Hizo una señal al hombre que se encontraba a su derecha y que, inmóvil, había estado esperando con las manos entrelazadas ante la entrepierna, para que alzara en silencio la mano izquierda y yo pudiera ver la pistola que llevaba en su otra mano.

—Ven sin hacer tonterías, tenemos que hablar —continuó el hombre del medio—, nadie quiere problemas.

Hablaba en voz baja y con tono sosegado, seguro que con la intención de tranquilizarme, pero producía el efecto contrario. No había nada que discutir, estos hombres ya habían recuperado a Nadine Husak. Ella sabía mi nombre y así era como me habían encontrado, ya que estaba incluso en las Páginas Amarillas. Habían venido a ajustar cuentas a su manera. Intenté evaluar la situación. Por el aspecto que tenían y por lo que le había oído a Rik Kronenberg, no podía contar con mucha clemencia de su parte. Sólo había una cosa que importaba: la elección del momento adecuado para emprender algo.

Me enviaron por delante. Recorrimos un tramo del mal iluminado y solitario Ruysdaelkade, en dirección al Stadhouderskade. No se produjo ningún intercambio de palabras, lo que aumentaba mis sospechas de que me estaban llevando como a un cordero al matadero. A mi izquierda vi el Zuiderbad, la piscina cubierta donde con tanta frecuencia me hacía mis largos. Ahora parecía como si hubiera pasado mucho tiempo. A la luz de los focos que iluminaban la fachada del Rijksmuseum podía verse bien la intensidad con que caía la lluvia. Poco antes de que llegáramos al Stadhouderskade me conminaron a detenerme junto a un coche aparcado en doble fila delante de los coches que había con el morro dirigido al canal.

Subir, con destino desconocido y empotrado entre esos dos armarios, era lo último que quería. Así pues, este era el lugar donde deberíamos reñir la batalla y esa idea era la única ventaja que tenía sobre ellos.

Se abrió la puerta de atrás, mientras a mi derecha e izquierda seguían estando esos dos, todavía demasiado apartados como para cargar contra ellos. De repente, oímos a lo lejos el sonido de sirenas. Los hombres se quedaron inmovilizados por un breve instante y ese momento fue el que aproveché para tirarme de cabeza por la parte trasera del coche. Quería llegar al canal, zambullirme en el agua, fuera de su alcance. Caí sobre el costado y, cuando me incorporé con dificultad, me di cuenta de lo absurda que había sido mi maniobra. El hombre que había tenido todo el tiempo la pistola en la mano me apuntó sin más con la intención de dispararme como a un perro, con absoluta indiferencia. En ese mismo instante, Otik Perun le bajó el brazo gritándole con furia. Intenté esconderme entre los coches aparcados hasta llegar al canal, del que me separaban menos de dos metros, pero el pequeño del grupo me puso la zancadilla. Hice ademán de levantarme, pero Otik Perun ya estaba junto a mí. Con absoluta inexpresividad, me pegó de lleno un patadón en las costillas. Grité del dolor y volví a intentarlo, todavía en pos del agua.

Entonces me alcanzó también de pleno en la cabeza.