6. Transformaciones de la imagen en la posmodernidad

I

La mayoría de las veces se caracterizó a la posmodernidad como el fin de algo (yo mismo lo hice, como muchas otras personas): tampoco es sorprendente, cuando nos vemos ante la emergencia de un modo completamente nuevo de vivir lo cotidiano, que se tomen y teoricen indicios aleatorios del cambio, en lugar de la forma plena, hasta ahora ausente. Recuerdo cuando Immanuel Wallerstein, en una discusión, nos invitó a considerar qué podrían haber imaginado sobre los lineamientos de un alto capitalismo por entonces perteneciente a un futuro remoto un puñado de rectores monásticos en el Oxford del siglo XIV. Es cierto que aquí no estamos frente a un nuevo modo de producción como tal, sino más bien ante una mutación dialéctica de un sistema capitalista ya hace tiempo vigente (ganancia, producción de mercancías, auges y quiebras, trabajo asalariado); y en esa medida, el trazado de líneas narrativas internas, la detección de esta o aquella subtrama todavía vagamente perfilada —como la bosquejada aquí, que tiene que ver con el destino de lo visual o la imagen—, pueden no ser la forma más insatisfactoria de proceder.

No obstante, también debemos constatar, no sin cierto desconsuelo, el retorno, en lo posmoderno, de muchas cosas más antiguas cuyo fin creíamos haber visto, y para siempre. Pasemos el tiempo en las nuevas cosas malas, recomendaba Brecht alegremente, y dejemos que las buenas viejas cosas se entierren a sí mismas: no obstante, la pasión y la praxis de la realidad demuestran ser evidentemente menos utilizables cuando el sentido mismo de lo que constituye la realidad se vuelve confuso y sin objeto. En cuyo punto puede ayudar cierto “posmodernismo” programático cuando nos tranquiliza asegurándonos que lo nuevo brechtiano era sólo un subconjunto del telos modernista más general, de la innovación, el “hacerlo nuevo” y el Novum, que supuestamente hemos desenmascarado y enjuiciado en nuestro nuevo avatar. Así, pues, lo nuevo brechtiano resultaría ser hoy meramente otra de esas “buenas viejas cosas" que Brecht nos sugería eliminar.

No obstante, lo que hoy regresa no parecería ofrecer nada de la excitación intelectual de la vieja novedad moderna o del nuevo tipo posmoderno. Para empezar, el mercado, cuyo redescubrimiento, con seguridad, no puede ser mucho más estimulante que la reinvención de la rueda. (En otra parte[1] sostuve que lo que la gente imagina como su entusiasmo por esta vieja buena cosa es las más de las veces una máscara y una cobertura de las excitaciones no teorizadas de una tecnología cibernética genuinamente nueva). Pero en la reanimación conceptual del mercado y su dinámica enfrentamos, en realidad, una resurrección más general de la filosofía misma, en todas sus formas académicas y disciplinarias más anticuadas. Hasta Richard Rorty parece haber olvidado que fue él mismo quien firmó el certificado de defunción de este “campo”, con su demostración general de la forma en que la “filosofía” se construyó una historia y una tradición espurias y retroactivas a partir de sus temas y sus problemas, de allí en más intemporales.[2]

Así, pues, la disolución de la “teoría” de las viejas disciplinas filosóficas no parece haber sido hoy más que un momento fugaz. En la actualidad, la filosofía y sus ramas están vigorosamente de regreso: con la ética, antes que nada, como si Nietzsche, Marx y Freud nunca hubieran existido: Nietzsche, con su otrora aniquilante descubrimiento de la agresividad que ardía a través de todas las viejas conminaciones éticas; Freud, con su desarticulación del sujeto consciente y sus racionalizaciones, y la vislumbre de las fuerzas que lo informaban y habitaban sin su conocimiento; Marx, finalmente, que elevó todas las antiguas categorías éticas individuales a un nuevo nivel dialéctico y colectivo, de manera tal que lo que solía parecer ético debe captarse hoy como ideológico. Puesto que la ética está irremisiblemente encerrada en categorías del individuo, cuando no, de hecho, del individualismo como tal; las situaciones en que parece predominar son necesariamente las de las relaciones homogéneas dentro de una única clase social. Pero sólo aquellos cuyo pensamiento ha sufrido los estragos irreparables del empirismo pueden imaginar que pronunciar el fin de la ética (¡más allá del bien y del mal!) es equivalente a recomendar la violencia al por mayor y el “todo vale” dostoyevskiano, y no un sobrio juicio histórico sobre la inadecuación de ciertas categorías mentales.

La resurrección de la ética también experimenta su variante postestructuralista más en boga, el retomo del “sujeto”. Sin lugar a dudas, hay no poca turbación por lo altisonante del nuevo tema, cuya novedad se deriva en gran medida de su corrección de la anterior doxa simétrica de la “muerte del sujeto”, con la implicación resultante de que hoy puede admitirse el retroceso (junto con el marxismo o los años sesenta) de los inmensos logros intelectuales del “postestructuralismo” en general (para usar esa irritante designación taquigráfica), así como de la teoría. Pero las nociones de “responsabilidad” que acompañaron esta resurrección del sujeto vuelven a pertenecer a la ética de la que provinieron; en tanto el otro significado de la muerte de aquél —a saber, el fin del individualismo y del capitalismo empresarial que le dio origen— podría habernos espoleado más a hacer nuevas exploraciones de la subjetividad colectiva e institucional: puesto que, dígase lo que se diga, Marx después de todo tenía razón, y ninguna sociedad humana ha sido tan colectiva en sus estructuras como ésta, donde reinan supremos, como rascacielos en cualquier ciudad contemporánea, el estado althusseriano y sus aparatos ideológicos, y la aparente renovación del interés en la “subjetividad” delata sus más secretos motivos en su completo desinterés por los desarrollos psicoanalíticos (principalmente lacanianos) que deberían haber atraído fundamentalmente su atención y despertado su curiosidad. Pero esas cosas aún se encuentran detrás de la cortina de hierro de la Teoría y no parecen particularmente accesibles a la clasificación filosófica y disciplinaria del tipo más antiguo.

Nietzsche, desde luego, fue sometido a innumerables reescrituras en los últimos años; el propio Freud fue el blanco de incontables denuncias apasionadas; pero evidentemente es el descrédito de Marx —el trabajo de su vida supuestamente “desautorizado” por el deterioro de muchos socialismos de estado que invocaban su autoridad— el que parece haber ido de la mano con las elaboraciones de esta o aquella concepción del posmodernismo o la posmodernidad (aunque espero que sea innecesario agregar que no en mi propia obra). Por lo tanto, la resurrección más significativa y sintomática de una disciplina filosófica pudo insinuarse en el vacío dejado por los nuevos tabúes sobre Marx; me refiero al retomo de la filosofía política. Las “ciencias políticas” no fueron nunca mucho más que un campo empírico y operacional durante la larga noche del período moderno (o marxiano), con todas sus alturas teóricas tomadas de la sociología y sus esfuerzos prácticos enfeudados de una u otra manera a la estadística, mientras sus grandes textos históricos juntaban polvo en los levantamientos de una era revolucionaria e ideológica para la cual parecían tener poca pertinencia. Hoy, esos textos resurgen a la plena luz del día académico y parecen hablar una vez más a la era de las grandes empresas con una sabiduría servicialmente comprometida con la moderación. ¡Como si la ambición central de Locke o Rousseau, Hobbes o Cari Schmitt, hubiese sido contribuir al desarrollo de algo llamado ciencias políticas! ¡E incluso al de esa cosa hasta entonces inexistente rebautizada filosofía política! Hoy profesionalmente explorados en busca de materiales útiles sobre las cuatro c del reequipamiento ideológico del capitalismo tardío —contratos, constituciones, ciudadanía y sociedad civil—,[n] los textos clásicos, como otros tantos gastados vagabundos recién bañados, afeitados y vestidos con ropa nueva y respetable, se descubren reinstalados en el programa de estudios, sin duda con la perplejidad del caso. Fueron para nosotros textos ricos y contradictorios, con lecciones inigualadas sobre los problemas y las antinomias de la representación; ahora son autoridades, cuyo prestigio se deriva de un error fundamental de categoría. En efecto, algunas de las innovaciones más creativas del arsenal anticomunista —pienso, por ejemplo, en el El despotismo oriental, de Wittfogel— extrajeron su fuerza de una asimilación de las formas del socialismo de estado a las estructuras precapitalistas —esencialmente feudales—: se argumentó entonces que todos estos “totalitarismos” aparentemente modernos eran poco más que antiguas tiranías “despóticas” de toda una gama de tipos arcaicos. Pero esas caracterizaciones poéticas contribuyen a la confusión conceptual e histórica cuando se trata de analizar lo que ha llegado a conocerse gratamente como “transición al capitalismo”: y es precisamente disfrazada bajo esa confusión que puede resultar plausible la apelación a los clásicos de la teoría política.

Puesto que todos ellos abordaron un problema y una situación que ya no son los nuestros, a saber, el surgimiento de la sociedad y las instituciones burguesas a partir de un universo abrumadoramente feudal. La concepción de la “sociedad civil”, por ejemplo, no designa un valor intemporal, que las organizaciones no gubernamentales (ONG) de nuestro sistema mundial reencarnan en cierto modo como las visitaciones periódicas del dios oculto a una humanidad sumida en la oscuridad: más bien, “sociedad civil” equivale a un intento de teorizar los modos de secularización accesibles dentro de las estructuras de la sociedad feudal europea, vale decir, en el Ancien Régime. No tiene relevancia para las sociedades modernas, y efectivamente los mismos teóricos políticos deben resituarse históricamente como pensadores de la revolución burguesa como tal. Pero ésta fracasó; lo que surgió en su lugar fue el capitalismo industrial: lo que sin duda significa decir, como lo hizo Marx, que esos pensadores intentaron inventar soluciones políticas para lo que eran en esencia problemas económicos. Y es en ese sentido que también puede decirse, con Habermas, si se quiere, que la revolución burguesa fue un “proyecto inconcluso” (o acaso sea mejor decir, como lo hizo Gandhi en una oportunidad conexa y en referencia al aspecto positivo y progresista a atribuir a la civilización occidental, que “sería una buena idea”). Por desdicha, es probable que cualquier ojeada general al mundo contemporáneo que haga un inventario de sus posibilidades dentro de un marco global llegue a la conclusión de que el proyecto burgués quedará inacabado para siempre y necesitamos otro.

Pero éste es también el momento de observar un desarrollo intelectual peculiar: a saber, que la proliferación actual de obras de todas clases sobre el posmodernismo y la posmodernidad ha inspirado un retorno o un renacimiento por derecho propio y específico, la renovación de las discusiones sobre la modernidad como tal. Podría ser plausible pensar, o argumentar, en realidad, que sólo se la puede evaluar y entender adecuadamente después de estar completamente terminada; pero no es en modo alguno ésta la posición de esos defensores posmodernos de la modernidad, que ven en ella nuestro propio futuro como algo aún por alcanzar y digno de alcanzarse, en el mismo momento en que tantos otros intelectuales celebran su oportuna defunción. A menudo está en juego aquí la confusión entre modernismo y modernidad, y volveré al primero dentro de un momento. Por otra parte, la mayoría de las obras más recientes sobre esa vieja cosa llamada modernidad enarbola la enseña de los diversos temas filosóficos que enumeré antes: el sujeto, la ética, las constituciones, la responsabilidad individual y, por supuesto, última pero no por eso menos importante, la filosofía misma. La diferencia está en el período histórico que se revive: si la filosofía política apuntaba a la resurrección de los pensadores de las primeras revoluciones burguesas, en los siglos XVII y XVIII, estas teorías renovadas de la “modernidad” quieren hacer lo mismo con el bagaje conceptual del segundo momento del capitalismo, la era del monopolio y la industrialización, sustituyendo a Locke o Kant por Max Weber. Pero sólo en apariencia se trata de un progreso intelectual. El lenguaje de la modernización enriquece las anteriores conceptualizaciones de la sociedad burguesa y el capitalismo (es decir, sus complejas sustituciones hacen resurgir útilmente nuevas contradicciones); pero es también el lenguaje de una ideología, o de varias; y abusa de los nuevos problemas necesariamente planteados por cualquier noción de la posmodernidad al usar a ésta como el pretexto para retornar a la modernidad misma, esta vez para “entenderla sin error”.

No obstante, y paradójicamente, el nuevo retomo a una problemática más antigua de lo moderno y la modernidad no debe captarse en realidad como un ataque a la de la posmodernidad: es en sí mismo posmoderno, y ésta es la significación más profunda de todos los múltiples retornos y renacimientos de que hemos hablado aquí. Sus determinantes políticos, y los del retomo de la misma filosofía académica, ya deberían haber sido evidentes, en la falta de miras intelectual de un capitalismo tardío universalmente triunfante pero sin legitimación, y cuyas anteriores apologías quedaron cabalmente desacreditadas y socavadas en la hoy heroica era de la lucha ideológica. Si todo eso es hoy pasado, ¿por qué no volver a los “valores” y certezas antaño vigentes? ¿Por qué no, en efecto? Tampoco querría uno particularmente volver a dar vida a otra fórmula exitosa, por tentadora que sea, y caracterizar como farsa la recurrencia de luchas intelectuales alguna vez trágicas, dado que mucho de ello es demasiado tedioso para ofrecer la gozosa liberación de la locura (en tanto el resto es lo suficientemente peligroso para prometer tragedias bastante reales por venir).

Pero la teoría del posmodernismo tiene un concepto particularmente apto para resolver el dilema: el del pastiche. Las obras más recientes, que parecen censurar las frivolidades de lo posmoderno con su retorno a los textos verdaderamente serios de un pasado más saludable, son en sí mismas posmodernas, en el sentido de que proponen el más puro pastiche de esos textos más antiguos: pastiches posmodernos de una ética y una filosofía anteriores, pastiches de las “teorías políticas” anteriores, pastiches de las teorías de la modernidad —la reposición indistinta y no paródica de un discurso y una conceptualidad más antiguos, la ejecución de las anteriores movidas filosóficas como si todavía tuvieran algún contenido, la resolución ritual de “problemas” que desde hace tiempo se convirtieron en simulacros, el discurso de sonámbulo de un sujeto hace ya mucho históricamente extinguido—. En todo esto, aun la misma repetición, en épocas previas un instinto vital, es un concepto irrelevante, dado que es ella la que aquí meramente se representa (en vez de repetirse “por primera vez”). En efecto, en este espíritu de un rumbo en cierto modo más nuevo que los antiguos, para el que “somos hablados por el lenguaje” y cierta instancia no personal nos usa como su vehículo de expresión, podría ser más justo decir que lo erróneo para el lenguaje resultaron ser las instituciones: son éstas las que hoy hablan a través de nosotros en la forma del pastiche y ensayan la letra muerta de pensamientos anteriores en una simulación de reacción.

En cualquier caso, pronto podremos verificar esta evaluación del “retomo” de la teoría de la modernidad en un ejemplo específico, a saber, el de una subdisciplina filosófica académica hasta ahora no mencionada, la estética. Puesto que la era posmoderna actual también parece experimentar un retomo general a la estética como tal en el momento mismo en que, paradójicamente, las pretensiones transestéticas del arte moderno parecen completamente desacreditadas y una pasmosa variedad de estilos y mixturas de todas clases fluye a través de la sociedad de consumo en su nueva distribución posmoderna. Las tradiciones estéticas anteriores contadas veces tuvieron la suficiente visión de futuro como para teorizar estas nuevas obras, muchas de las cuales incorporan novedosas tecnologías comunicacionales y cibernéticas (el cine ya estaba bastante desarrollado para producir varias propuestas en favor de una estética específicamente fílmica, pero el video, de uso e influencia mucho más generalizados, llegó demasiado tarde para esa clase de codificación teórica). Entretanto, el descrédito de la vieja idea modernista de “progreso” —el telos conducente a nuevos descubrimientos técnicos e innovaciones formales— expresa el final del tiempo evolutivo de las artes y augura un nuevo tipo de proliferación espacial de modos artísticos que ya no pueden valorarse a la manera modernista. Por último, el derrumbe general de las divisiones entre las disciplinas y especializaciones más antiguas —en este caso, el colapso de la frontera, antaño ferozmente defendida, entre el arte elevado y la cultura de masas (y ni hablar de la vida cotidiana)— deja los análisis tradicionales de la “especificidad” de lo estético, de la naturaleza o experiencia artística como tal, de la autonomía de la obra como un espacio en cierto modo más allá de los ámbitos práctico y científico, en medio de una gran incertidumbre, como si de alguna forma la naturaleza misma de la recepción y el consumo (y acaso hasta la producción) del arte en nuestro tiempo hubiese sufrido cierta mutación fundamental, que hace irrelevantes, o al menos pasados de moda, los anteriores paradigmas. En efecto, pronto veremos que en una cultura como la nuestra, tan abrumadoramente dominada por lo visual y la imagen, la noción misma de experiencia estética es demasiado escasa o excesiva: puesto que en ese sentido, dicha experiencia está hoy en todas partes y satura la vida social y cotidiana en general; pero es esta misma expansión de la cultura (en el sentido más amplio y tal vez más noble) la que ha hecho problemática la noción de una obra de arte individual, y convirtió en algo así como una denominación fallida la premisa del juicio estético. La crisis de la lectura es, desde luego, el lugar de estas nuevas incertidumbres y los argumentos que generan. El retorno a lo estético bien puede hallar su justificación racional en la expansión de la cultura, y en especial de la cultura de la imagen, y su mayor difusión a través de lo social: no obstante, un contexto plausible no exime de una reacción estratégica de la critica, y más adelante formularemos algunas objeciones a esta movida ideológica en particular. Con todo, una retórica global acerca de la necesidad y el valor del arte hoy en día y de la experiencia estética en general dista de justificar un renacimiento total de la estética como disciplina filosófica, sobre la cual sería importante sostener no sólo que está singularmente mal aparejada para vérselas con la dimensión estética de la posmodernidad, sino que ya fue problematizada y socavada de manera significativa durante el período precedente del modernismo.

Se trata de un argumento que podría reducirse y concentrarse en la siguiente proposición: lo que distingue al modernismo en general no es la experimentación con formas heredadas o la invención de nuevas —o al menos no es ese “signo exterior y visible” el que captura su esencia—. El modernismo constituye, sobre todo, el sentimiento de que lo estético sólo puede realizarse y encarnarse plenamente allí donde hay algo más que lo meramente estético. Pero si ustedes están dispuestos a dar cabida a esta idea de un arte que en su mismo movimiento interno procura trascenderse como arte (como lo creía Adorno, y sin que sea particularmente importante determinar la dirección de esa autotrascendencia, ya sea religiosa o política), resulta entonces al menos mínimamente claro que una estética filosófica siempre omitirá necesariamente los elementos fundamentales de la obra modernista o el modo modernista de producción. Puesto que podrá describirlo todo sobre la obra de arte y sus funciones y efectos, salvo lo que trasciende todas esas cosas y erige en primer lugar a la obra como modernista. (Si la estética en cuestión busca luego atribuir una dirección extraestética o transestética a la obra modernista, estamos entonces ante la ideología o metafísica más cabal; para empezar, no habríamos necesitado el modernismo si la filosofía hubiese podido resolver esos acertijos y asignar esos valores trascendentales en una sociedad moderna secular y comercial).

Por lo tanto, quiero afirmar, no que no ha habido textos extraordinarios producidos en el marco de una disciplina filosófica llamada estética, sino antes bien que lo que da su poder a esos textos —desde la tercera Crítica de Kant hasta la Teoría estética de Adorno— es la forma en que hacen estallar el campo en que procuran trabajar, en el cual socavan el marco mismo que justificaba su proyecto. En Kant, esto puede verse en la inexplicable erupción de una teoría de lo sublime al final de un tratado clásico sobre la belleza, que ya había alcanzado y codificado todo lo que la estética filosófica toma necesariamente como su programa. Pero de improviso este complemento inesperado, para cuya reintegración a su concepción de una filosofía “crítica” Kant hace acopio de todo su ingenio, aunque en cierto modo no pueda ser plenamente dominado, abre el espacio para fuerzas más históricas que, todavía no realizadas pero ahora liberadas por primera vez, se mofan de tales sistemas. Señalé en otra parte[3] (no fui el único) que lo que Kant llama sublime será el espacio mismo del modernismo en el sentido más amplio, que encuentra a tientas sus primeras encamaciones en el romanticismo y luego su despliegue más completo a fines del siglo XIX y sus secuelas. En cuanto a Adorno, sus notables especulaciones (inconclusas, postumas) extraen su vigor de la manera en que su agudo sentido de la historicidad de las formas deí arte problematiza el intento de codificar y sistematizar los “rasgos” de lo estético en todos los aspectos. En este sentido, la estética de Adorno puede verse como un texto quintaesencialmente “modernista” por derecho propio, con todo lo que de paradójico y enérgico tiene la contradicción entre lo estético y el “fin” histórico de la estética que no cesa de exacerbar. Hegel, entretanto, fue extremadamente capaz de adoptar ambas alternativas, al construir una estética cuya concepción misma de posibilidad fue un marco en que se veía que, como tal, aquélla tenía un fin histórico (el famoso “fin del arte” con el que su Aesthetik concluye necesariamente, y con ello se autosuprime).

En ese caso, cabe esperar que esta nueva forma de estética filosófica, más allá del sistema filosófico como tal —esa estética autoinvalidante y debilitante que ahora, elevada a la segunda potencia, lucha consigo misma y los límites de sus propios conceptos—, sea coextensa con el mismo movimiento moderno. No será sorprendente, por lo tanto, que con el fin de éste y el del propio modernismo (si no de lo moderno), resurja el anterior proyecto “inconcluso” de una estética propiamente filosófica y su subdisciplina. Pero todavía no hemos comprendido las razones de este resurgimiento y su significación, y es esa pesquisa la que quiero realizar en la sección siguiente, en cierto modo provisoria y especulativa, pero no sin la esperanza de que esta investigación histórica sobre el papel de la estética en lo posmoderno, y lo que tenga que decirnos acerca del “retorno” de ésta en la actualidad o, mejor, la emergencia de los diversos pastiches de una estética filosófica tradicional en años recientes, arroje alguna luz sobre todos los otros “retornos” antes enumerados: la filosofía política, la religión, la ética ¡y hasta las antiguas teorías de la modernidad misma en pleno “posmodernismo”! Pero quiero llegar a todo esto desde un costado y no de frente, de modo que la discusión de los textos estéticos contemporáneos estará precedida por una especulación acerca de las transformaciones de la dimensión visual de la cultura actual, para abordar recién después el retorno de tipos anteriores de efectos y placeres estéticos inventariados en el área del cine contemporáneo, en sí mismo una especie de tierra de nadie extraña y transicional en que una estética modernista más antigua, afín a la novela moderna, coexiste y se superpone con un flujo de estímulos visuales más nuevos y “posmodernos”.

II

La historia de la visión y lo visible en nuestros tiempos ha sido contada en una serie de versiones, de las que las más recientes son el enciclopédico Downcast Eyes, de Martin Jay,[4] y Techniques of the Observer, de Jonathan Crary,[5] detrás de los cuales se yerguen ricos desarrollos de la teoría cinematográfica contemporánea. Quiero contar esta historia de una manera diferente, un proyecto que exige dos comentarios iniciales. El primero es que sería erróneo pensar que cualquier narración histórica singular de este tipo es verdadera o correcta: las diversas historias alternativas son formas de poner en escena o representar un material que no es intrínsecamente representable por derecho propio. El segundo tiene que ver con el uso de nuevos conceptos filosóficos o teóricos como prueba de la emergencia de nuevas clases de percepción: aquí, la premisa es que lo que aún no se ha articulado en un lenguaje social todavía no existe en cierto sentido histórico más pleno; o, si lo prefieren, que el surgimiento de nuevas formulaciones anuncia la presencia activa de una nueva experiencia.

Se trata de una historia que pretendo contar en tres etapas: en el comienzo fue la Mirada, que aparece como tema filosófico por derecho propio, dramáticamente y como si fuera por primera vez, en El ser y la nada (1944), de Jean-Paul Sartre. En efecto, la Mirada puede considerarse virtualmente como su gran innovación filosófica, únicamente en deuda, en cuanto a su contenido conceptual interno, con la lucha hegeliana entre el amo y el esclavo que Alexandre Kojéve había vuelto a inscribir en la agenda filosófica a fines de la década del treinta, y sin deber nada en absoluto al existencialismo heideggeriano, del que tantas veces se dijo que Sartre era un derivado. En efecto, en un momento en que el asunto del nazismo de Heidegger ha vuelto a surgir y suscitar grandes debates, es desconcertante notar que una búsqueda de motivos y estructuras fascistas en su filosofía ha descuidado examinar su débil teoría del Otro (llamado Mitsein, el ser-con-otros), en la que todo lo conflictivo de mis relaciones con otras personas queda encubierto bajo la indistinción de lo que en otra parte se denomina insulsamente “intersubjetividad” o bien sublimado en la posibilidad de cierto exaltado sentido fascista o nacionalista de la comunidad. La extraordinaria innovación conceptual de la Mirada sartreana debe comprenderse en relación con esta debilidad del sistema heideggeriano, y su productividad medirse en comparación con la Crítica de la razón dialéctica, que más tarde se desarrollará a partir de ella (pero que no consideraremos aquí).[6]

La Mirada es lo que postula mi relación inmediata con los otros; pero lo hace mediante una inesperada inversión en la que pasa a ser primaria la experiencia de ser mirado, y mi propia mirada se convierte en una reacción secundaria. El antiguo falso problema filosófico de la existencia de los otros (“que vois-je de cette fenêtre —pregunta célebremente Descartes en el Discurso del método— sinon des chapeaux et des manteaux, qui peuvent couvrir des spectres ou des hommes feints qui ne se remuent que par ressorts?”) queda así “resuelto” y desplazado o abolido de un plumazo por la vergüenza y el orgullo con que la mirada del Otro dirigida hacia mí confirma su existencia como un trauma que trasciende la mía. No obstante, la Mirada es al mismo tiempo reversible; al invertirla, puedo intentar colocar al Otro en una posición similar. Se convierte con ello en el medio mismo a través del cual se libra concretamente la lucha hegeliana por el reconocimiento; en tanto que las posiciones del amo y el esclavo abren ahora mis relaciones con los otros a una alternancia perpetua que sólo puede transformar el pasaje dialéctico al nivel colectivo. En Sartre, entonces, el gran tema de la Mirada está atado a la problemática de la “cosificación”, o reificación en su sentido literal, como el devenir objeto, la conversión de lo visible —y de manera más dramática del sujeto visible— en el objeto de la mirada.

Numerosas corrientes políticas y estéticas se derivan hoy de esta primera formulación: una nueva política de la descolonización y la raza, por ejemplo, en Frantz Fanon; un nuevo feminismo en Simone de Beauvoir, y, en una especie de inversión reactiva, una nueva estética del cuerpo y su carne visible o pictórica en Merleau-Ponty. Para hacer un resumen apresurado de este primer momento, parecería apropiado describirlo en términos de ese fenómeno protopolítico llamado dominación, en la medida en que el hecho de la objetivación se capta como aquél al que el Otro (o yo mismo) debe someterse necesariamente. Transformar a los otros en cosas por medio de la Mirada se convierte así en la fuente primordial de una dominación y una sujeción que sólo pueden derrotarse mirando atrás o “devolviendo la mirada”: en términos de Fanón, por la violencia terapéutica de esta última. Tal vez podamos entonces llamar este primer momento, en honor de Fanón y también de De Beauvoir, el de la mirada colonial o colonizadora, de la visibilidad como colonización. Según esta concepción, la Mirada es esencialmente asimétrica: no puede brindar al Tercer Mundo la oportunidad de una apropiación productiva, sino que, más bien, hay que invertirla radicalmente, como cuando Alejo Carpentier vuelve del revés el surrealismo europeo y decreta que su equivalente tercermundista (“lo real maravilloso”)[n] es el fenómeno primario, del cual aquél es poco más que una realización de deseos o una forma de envidia cultural.[7] Así, el realismo mágico es lo primero; el surrealismo se reescribe como un débil intento europeo de dar forma a su propia versión en un orden social en el que la realidad en cuestión debe seguir siendo imaginaria. Éste es entonces el momento en que el Tercer Mundo, visto como Calibán por el primero, asume y elige esa identidad para sí mismo (para usar verbos característicamente sartreanos). No obstante, esta afirmación agresiva de la visibilidad sigue siendo necesariamente reactiva: no puede superar la contradicción delatada por el hecho de que la identidad elegida en la “vergüenza y el orgullo” sartreanos es todavía la conferida a Calibán por Próspero y por el Primer Mundo colonizador, por la misma cultura europea. La violencia de la réplica, por ende, no hace nada por alterar los términos del problema y la situación de la que emana. Europa sigue siendo el lugar de lo universal, mientras que el arte de Calibán afirma una multitud de especificidades meramente locales.

La apropiación por parte de Michel Foucault de los temas de la Otredad y la reificación, que comienza en la Historia de la locura en la época clásica y se desarrolla de manera característica a lo largo de su carrera, puede verse hoy como un segundo momento de nuestro proceso: el de su burocratización. El intento de Foucault de traducir el análisis epistemológico en una política de la dominación y unir conocimiento y poder tan íntimamente como para que en lo sucesivo sean inseparables, transforma ahora la Mirada en un instrumento de medición. Con ello, lo visible se convierte en la mirada burocrática, que busca por doquier la mensurabilidad del Otro y su mundo, de aquí en más reificados.

Esta movida implica una redistribución fundamental de los énfasis, si no una completa inversión del anterior modelo sartreano de la Mirada: dado que lo que se generaliza aquí es el hecho de ser visible para una mirada en lo sucesivo ausente, el hecho de la pura vulnerabilidad a la Mirada y sus mediciones, al extremo de que ya ni siquiera hace falta el acto individual de mirar. Ser mirado se convierte en un estado de sujeción universal que puede separarse de la ocurrencia de cualquier mirada individual específica.

Tradicionalmente, el poder es lo que puede ser visto, lo que se despliega y manifiesta, y paradójicamente encuentra el principio mismo de su fuerza en el movimiento mediante el cual esta última se despliega. […] Lo que debe ser visto [en este nuevo mundo disciplinario] son los súbditos del poder. Su iluminación garantiza la autoridad del poder ejercido sobre ellos. El hecho de ser visto ininterrumpidamente, de poder ser visto siempre, mantiene al individuo disciplinario en su sometimiento. El examen y la observación son entonces la técnica con que el poder, en vez de emitir el signo de su fuerza, en vez de imponer su marca a sus súbditos, los atrapa en un mecanismo objetivante. […] El examen [médico] se erige como la ceremonia de esta objetivación.[8]

La ambigüedad de las múltiples posiciones de Foucault, pero también las consecuencias de su obra en general, están de conformidad con la ambigüedad de una retórica de lo exclusivamente político o, en otras palabras, de la mera dominación, que excluye las estructuras económicas. Una retórica del poder que omite o suprime cualquier noción complementaria de liberación o utopía retroalimenta, quiéralo o no, una idea hobbesiana de los males de la naturaleza humana. Es cierto que, por incoherentes que fueran, las posiciones de Foucault tocaron una nota sensible en la política antiautoritaria que surgió de los años sesenta y se moduló sin gran dificultad en una critica política feminista de la autoridad y la jerarquía patriarcales por un lado, o en una política anarquista hostil a las instituciones y el Estado en general por el otro. Hoy, vigente por doquier una revaloración crítica de las nociones de subversión, transgresión y negatividad o crítica (un reexamen en el que no fue pequeño el papel de la denuncia paradójica de Foucault de la noción de represión en el primer volumen de la Historia de la sexualidad), su obra puede parecer que tiene más limitaciones de clase y ser menos políticamente productiva de lo que fue antaño.

Hago estos juicios apresurados sobre las posiciones de Foucault porque me parece que proponen una clarificación del nuevo papel de la Mirada y la visibilidad en su obra, a la vez que refuerzan mi afirmación de que en él la visión es más generalmente burocrática y con ello, paradójicamente, menos política que en el momento sartreano, que sí postuló de manera dramática un momento de liberación, por mítico que fuera. La identificación del conocimiento con el poder y de lo epistemológico con la política de la dominación, tiende a disolver lo político mismo como una instancia o posibilidad de praxis independiente, y al convertir todas las formas de conocimiento y medición en formas de disciplina, control y dominación, en sustancia elimina por completo lo más estrechamente político.

Otra manera de decirlo es sostener que el nuevo régimen excluye fatal y tendencialmente el agenciamiento como tal del proceso de dominación visual, que se convierte en impersonal (e irreversible). En el momento Sartre-Fanon, no hay duda de que en un principio el agenciamiento es pasivo: registro la situación colonial por medio de la pura opresión de ser visto. Es indudable que ya no hace falta que los colonos u opresores individuales estén presentes; pero mi mismo ser visible atestigua su existencia, en una nueva especie de “prueba ontológica”. Se trata de una posición muy consistente con la situación de colonización como tal, en la que, a diferencia de lo que con tanta frecuencia sucede en la política interna o de clase, apenas es necesario dar pruebas argumentales de la existencia del aparato de dominación colonial o de la de los colonizadores mismos, y cuando la “guerra de liberación nacional” se impone como una necesidad autoevidente y una “solución” inevitable. Con ello puede imaginarse un reino de la visibilidad diferente, radicalmente modificado, la utopía para mi propia colectividad, tal como se adueña de ella mi acto de resistencia: éste todavía puede dar origen a un espacio utópico, en oposición a la heterotopia foucaultiana, cuyos rincones y pliegues inconexos y drásticamente distintos surgen de una espacialidad generalizada aunque inaccesible (reflejada en el estilo típicamente espacial del propio Foucault), Así es cómo, desde el inicio mismo, el “retorno” de Aimé Césaire a una “tierra natal” arruinada y colonizada genera un espacio más allá de ella:

Lárgate, le dije, policía, cerdo asqueroso, lárgate, detesto a los lacayos del orden y los zánganos de la esperanza. Lárgate, amuleto maligno, chinche de un monje roñoso. Luego me volví hacia los paraísos perdidos para él y su estirpe, más calmo que el rostro de una mujer que miente, y allí, mecido por el flujo de un pensamiento nunca agotado, alimenté el viento, desaté a los monstruos y, desde el otro lado del desastre, escuché el crecimiento de un río de tórtolas y tréboles de la sabana que llevo para siempre en mis profundidades, de la profundidad de la altura como el vigésimo piso de las casas más arrogantes y una defensa contra la fuerza putrescente de los entornos crepusculares, vigilados noche y día por un maldito sol venéreo.[9]

Lo que está en juego en esas visiones es sin lugar a dudas una utopía de separatismo, un espacio cultural nacionalista que ha arrasado con la mirada colonial, en una visión secesionista (y, como diríamos hoy, étnica) más fácil de sostener y de defender durante el período imperialista que luego de la descolonización y la globalización concomitante.

No obstante, es precisamente dicha posibilidad de Otredad, de transfiguración del espacio visible de la dominación, lo que se pierde en Foucault o en la teoría de la modernización en general, en que las fuerzas hoy universales de la racionalización y el cálculo arrojan irrevocablemente a un pasado distante e irrecuperable las relaciones sociales arcaicas. El emblema apropiado para este nuevo proceso foucaultiano parece un tipo muy diferente de lenguaje literario, encerrado sin alternativa en el universo visible y mensurable.

Se trata de la enumeración paranoica de la “nueva novela” o “román du regard” de Alain Robbe-Grillet, cuyos datos visuales sólo delatan una parte oculta no formulable que los señala como síntomas que deben permanecer indeterminables para siempre. Aquí, el detalle ya no despierta la lujuria interpretativa del método “crítico paranoico” de Dalí, donde el grano mismo de arena dorada, cada una de las gotas de transpiración en los relojes blandos, prometen una inminente revelación. En Robbe-Grillet, pese a la catastrófica temporalidad de la acumulación de oraciones, lo que se declara es algo más próximo a la neurosis obsesiva, compulsiones insensatas que no carecen de conexión con la eficiencia de la adicción al trabajo, en que un sujeto ausente intenta distraerse desesperadamente mediante la pura medición y enumeración mecánicas, como ocurre preponderantemente en su única novela tropical o “colonial”, La Jalousie [La celosía]:

Frente a él, en la otra orilla, se extiende una parcela trapezoidal, curvilínea sobre el borde del agua, cuyos bananeros han sido talados en fecha relativamente reciente. Es fácil contar los troncos cortados para la cosecha, porque los cortes han dejado un breve tocón terminado en una cicatriz en forma de disco, blanca o amarillenta, según sea más o menos fresca. El recuento por hileras da, de izquierda a derecha: veintitrés, veintidós, veintiuno, veinte, veinte, etcétera.[10]

Tales páginas pueden parecer una parodia virtual de la teoría foucaultiana, en la medida en que expresan aparentemente no la suprema omnipresencia del poder o el ojo medidor, sino más bien su delirio impotente, su victimización por su propio poder exorbitante. No obstante, transmiten algo del sentimiento pesadillesco que, según se ha visto a menudo, tienen para sus lectores las propias evocaciones foucaultianas de la visibilidad absoluta; y también subrayan la peculiar disociación —tanto en Foucault como en Robbe-Grillet de lo sensorial y lo antes conceptual, que todavía se siente impersonalmente activo en alguna parte, detrás de la hoy desnuda percepción de los sentidos.

Es una disociación también asociada, pero de una manera muy diferente de la de estos dos escritores, con lo que llegó a llamarse arte conceptual: donde un objeto tangible no parecía ofrecer asidero a un pensamiento que seguía girando en torno de él, en círculos interminables de paradoja y autosupresión categórica. No hay parentesco metafísico o político entre el arte conceptual y las teorías y prácticas visuales que he analizado aquí: no obstante, su mención sirve para dramatizar un momento del devenir universal de la visibilidad en que fa mente abstracta parece incapaz de encontrar su nicho o función en esta inesperada supremacía de un sentido antaño subordinado a ella. El arte conceptual también pone en primer plano la significación del objeto mismo, enigmático y ya no mediador, como lugar de tránsito (como la glándula pineal de Descartes) entre una visibilidad impersonal y las fuerzas igualmente impersonales y desencarnadas de una racionalización y burocratización universales.

El verdadero punto de ruptura de este segundo momento, que preparará y posibilitará una tercera etapa muy diferente, puede producirse cuando el mismo objeto enigmático es reemplazado por uno tecnológico, y en particular por la tecnología mediática. Ahora el objeto mudo puede volver a hablar una vez más, y en efecto la visibilidad se transformará en todo un nuevo discurso, con trascendentales consecuencias para los sistemas previos. Es una transformación potencial cuyas dimensiones pueden leerse en las ambigüedades mismas de la palabra “imagen”, que todavía no había parecido apropiada para los actos de visión celebrados en Sartre o Foucault, pero que ahora se impone repentinamente por doquier (como en el gran libro de Guy Debord, La sociedad del espectáculo, donde se anuncia que “la imagen es la forma final de la reificación de la mercancía”), al mismo tiempo que comienza a designar con insistencia un origen tecnológico. Éste es entonces el paradójico desenlace del momento foucaultiano del ojo burocrático, que, en el proceso mismo de revelar la íntima conexión entre el ver y la medición o el conocimiento, de improviso postula los medios como tales (y en retrospectiva, el recién hoy demasiado familiar emblema foucaultiano del panóptico se revela también como la primera forma de éstos). Puesto que en nuestro tiempo, los verdaderos portadores de la función epistemológica son la tecnología y los medios: de allí una mutación en la producción cultural en la que las formas tradicionales dan paso a experimentos mediáticos mixtos y la fotografía, el cine y la televisión comienzan a filtrarse en la obra de arte visual (y también en las otras artes) y a colonizarla, generando toda clase de híbridos de alta tecnología, desde instalaciones hasta arte computarizado.

Pero en este punto, el momento foucaultiano empieza a ceder paso a una tercera etapa, que es adecuado identificar con la posmodernidad como tal. Todo lo que era paranoico en el sistema total de Foucault o las enumeraciones compulsivas de Robbe-Grillet se desvanece, para dejar su lugar a una euforia de alta tecnología propiamente dicha, una afirmación celebratoria de cierta visión macluhanista de la cultura mágicamente transformada por las computadoras y el ciberespacio. Ahora, repentinamente, una visibilidad universal hasta aquí malsana que no parecía tolerar ninguna alternativa utópica es bienvenida y todos se deleitan con ella: éste es el verdadero momento de la sociedad de la imagen, en que los sujetos humanos, en lo sucesivo expuestos (de acuerdo con Paul Willis) a bombardeos de hasta mil imágenes por día (al mismo tiempo que sus ex vidas privadas se observan y escrutan, pormenorizan, miden y enumeran exhaustivamente en bancos de datos), comienzan a vivir una relación muy diferente con el espacio y el tiempo, la experiencia existencial y el consumo cultural.

Me parece que en esta nueva situación, la reflexividad implicada por las obras de arte mediáticas mixtas o tecnológicas es realmente de muy corta duración. Puesto que, como lo sostuve en otra parte,[11] en esta nueva etapa la esfera misma de la cultura se ha expandido, para hacerse de tal manera coextensa con la sociedad de mercado que lo cultural ya no se limita a sus formas tradicionales o experimentales anteriores, sino que se lo consume a lo largo de la propia vida diaria, en las compras, las actividades profesionales, las diversas formas a menudo televisivas de tiempo libre, la producción para el mercado y el consumo de lo producido, y hasta en los pliegues y rincones más secretos de lo cotidiano. El espacio social está hoy completamente saturado con la cultura de la imagen; el espacio utópico de la inversión sartreana, las heterotopias foucaultianas de lo sin clase y lo inclasificable han sido victoriosamente penetrados y colonizados, y lo auténtico y lo no dicho, in-vu, non-dit, inexpresable, se traducen plenamente, asimismo, en lo visible y lo culturalmente familiar.

Con ello, el espacio cerrado de lo estético también queda abierto a su contexto, en lo sucesivo totalmente culturizado: de allí los ataques críticos de los posmodernistas contra las anticuadas nociones de la “autonomía de la obra de arte” y la “autonomía de lo estético” que persistieron a lo largo del período moderno o, mejor aún, le sirvieron de piedra angular filosófica. En efecto, en un sentido filosófico estricto, este fin de lo moderno también debe expresar el fin de lo estético, o de la estética en general: pues cuando ésta impregna todo, cuando la esfera de la cultura se expande al extremo de que, de una u otra manera, todo se asimila a ella, la tradicional distintividad o “especificidad” de lo estético (e incluso de la cultura como tal) necesariamente se desdibuja o se pierde por completo.

El retorno de lo estético, sin embargo, pareció ir de la mano (como se observó antes) con el fin, estentóreamente proclamado con igual amplitud, de lo político en la era posmoderna. Esta paradoja exige una explicación dialéctica, que tiene que ver con el fin de la autonomía artística, de la obra de arte y de su marco. Puesto que una vez que dejamos de examinar las obras individuales como tales, en busca de su forma y de su organización interna, la recorrida del museo suscita percepciones aleatorias, en las que al pasar se reúnen destellos de color de esta o aquella superficie, fragmentos de forma consumidos con distracción benjaminiana y como si, lateralmente, con el rabillo del ojo, se reconocieran texturas y navegaran densidades de una manera imposible de rastrear, mientras el espacio se arma y se desarma oníricamente a nuestro alrededor. En estas condiciones, la atención estética se transfiere a la vida de la percepción como tal, abandonando el objeto anterior que la organizaba y regresando a la subjetividad, donde parece ofrecer una muestra al azar y pese a ello amplia en sensaciones, afecciones e irritaciones de todos los tipos y clases de datos y estimulaciones de los sentidos. No se trata de una recuperación del cuerpo de una manera activa e independiente, sino más bien de su transformación en un campo pasivo y móvil de “registración” en que se recogen y vuelven a dejarse caer porciones tangibles del mundo en la inconsistencia permanente de un sensorio hipnotizador.

Es a esta nueva vida de la sensación posmoderna a la que se ha apelado como prueba en favor de una renovación de lo estético, una ficción o alusión conceptual luego transferida otra vez a descripciones de obras más nuevas que sirven de la manera más adecuada como pretextos para su juego y ejercicio tenuemente brillantes. Aquí se celebra lo ex estético en términos de algo así como una intensificación, una exaltación hacia arriba o hacia abajo de la experiencia perceptiva: entre lo cual pueden incluirse interesantes especulaciones sobre lo “sublime” (que conoció un nuevo reanimamiento “posmoderno” propio, en un papel radicalmente modificado con respecto al que le cupo en el modernismo) y sobre el simulacro y lo “siniestro” [“uncanny"], ahora tomados menos como modalidades específicamente estéticas que como “intensités locales, accidentes en el continuum de la vida poscontemporánea, rupturas y brechas en el sistema perceptivo del capitalismo tardío.

Tampoco se trata de “repudiar” este nuevo sistema de experiencia y menos aún de invocar en su contra una condena esencialmente moral, en nombre de algún valor del pasado. Hic Rhodus, hic salta!, como le gustaba decir a Marx; éste es nuestro mundo y nuestra materia prima, de la única especie con que podemos trabajar. Sólo que sería mejor mirarlo sin ilusiones, y ganar algo de claridad y precisión con respecto a lo que enfrentamos. Los reanimamientos actuales de lo estético no quisieron hacerlo, sino más bien poner en escena una elaborada apología de la tradición y elaborar complejos argumentos sobre su continua pertinencia. Ahora veremos algunos de ellos.

III

Las obras que tengo en mente son en su mayor parte europeas y de tan alta calidad intelectual que avergüenzan a operaciones reaccionarias norteamericanas como el The New Criterion de Hilton Kramer. Es incuestionable que el “retorno a lo estético” que proponen también tiene implicaciones políticas en un contexto europeo bastante diferente, puesto que, lo mismo que la revista de Kramer, todas ellas expresaron alivio a fines de los años sesenta y, más allá de eso, al término de la misma Guerra Fría, con sus luchas ideológicas obligatorias. Pero provienen de tradiciones en las que la reflexión sobre lo estético ha sido filosóficamente central y no, como en el caso del antiintelectualismo de la cultura norteamericana, un pasatiempo marginal en el mejor de los casos. Así, Karl-Heinz Bohrer procura recuperar una auténtica percepción nietzscheana en su extraordinario libro, Plötzlichkeit,[12] que argumenta en favor de una existencia de la experiencia estética al margen del tiempo histórico y sostiene la irrelevancia del pensamiento histórico en este ámbito, con lo que vuelve a Adorno contra sí mismo y recupera diestramente las partes no históricas de Heidegger (y aún más notoriamente las de Ernst Jünger, en otro libro).

Así, estas obras tienden a asociar la recuperación de lo estético con la del gran modernismo, y sus argumentos intentan de ese modo convalidar la impertinente proposición de Jean-François Lyotard de que el “posmodernismo” no sigue al modernismo sino que lo precede y prepara su resurgimiento, y algún nuevo e históricamente inesperado florecimiento de lo que fue antaño lo Nuevo del alto arte moderno. Quiero mostrar, sin embargo, que lo que está en juego aquí es un “retorno” bastante diferente, por mucho que engañen las apariencias.

En Francia, la fuente vital de lo moderno y su teorización estética y filosófica no está en los textos filosóficos sino más bien en Baudelaire, que acuñó la misma palabra “modernidad” y cuya práctica poética, lo mismo que su teoría, prestan una resonancia y gravedad imperecederas a la palabra “moderno” (en todas las lenguas europeas). De tal modo, Antoine Compagnon escenifica como un retomo a Baudelaire su ejemplar jugada teórica, en una espléndida actuación en que se invierten las narraciones convencionales de la historia literaria modernista. The Five Paradoxes of Modernity [13] se despliega con una arrojada forma hegeliana, en la que las cinco características del título se convierten en cinco momentos distintos en la progresión histórica que va desde la primera intuición de lo moderno en Baudelaire hasta el confuso pluralismo de lo posmoderno, en el cual, sin embargo, Compagnon se reserva el derecho a discernir la vislumbre de un renacimiento de cierto retorno más auténtico a Baudelaire y al espíritu del “modernismo” original.

Sus cinco temas o momentos son los siguientes: “La superstición de lo nuevo, la religión del futuro, la obsesión teórica (o teoreticista), el llamado a una cultura de masas y la pasión por la subversión [mediante los cuales se hace referencia a los rasgos críticos y negativos de la ‘teoría’ contemporánea]”.[14] Sentimos la tentación de leer esta progresión —evidentemente una degradación gradual— como algo parecido a un argumento antimodernista: pero esto es no tomar en cuenta una dialéctica de la autenticidad y la perversión, en la cual, por ejemplo, las modernidades auténticas de Baudelaire y Nietzsche se deforman y sus lecciones se pierden progresivamente. Si la posición es antimodernista, entonces, también debe caracterizarse como igualmente antiposmoderna, porque ésta se ve como una producción superficial, mediática y decorativa, y un momento fundamentalmente frívolo de la historia del arte (e incluso de la arquitectura). El giro dialéctico se encuentra aquí en la forma en que se dice que la misión histórica de lo posmoderno consiste en desacreditar los aspectos y planteamientos más nocivos de lo moderno (como se lo entiende convención al mente). En este punto, entonces, menos proféticamente que Lyotard pero más plausible e ingeniosamente, Compagnon afirma la esperanza de que el momento posmoderno tal vez pueda allanar el camino al retorno de una estética más auténtica y genuinamente modernista.

Otro mecanismo dialéctico crucial del argumento de Compagnon gira en torno del fenómeno de la vanguardia que, con Peter Bürger, desea distinguir radicalmente de la producción artística “normal paradigmática”: así, los grandes escritores y artistas modernos aislados (que siguen el ejemplo del propio Baudelaire) deben diferenciarse pronunciadamente de los movimientos de vanguardia cuya forma plena se identifica casi universalmente con los surrealistas. Pero donde para Bürger las vanguardias señalan el momento en que el arte se abre paso hacia una autoconciencia de su propia actividad y una crítica de las instituciones que la sostienen, para Compagnon expresan simplemente un apartamiento con respecto al arte mismo y un deterioro representado por la política de los intelectuales que lo sustituye. Éste es un punto de vista esteticista bastante tradicional (Adorno lo compartía, por ejemplo), así como una proposición autocumplida y no falsabilizable, porque basta con enumerar los poetas y pintores surrealistas ortodoxos a quienes Compagnon está dispuesto a negarles todo mérito estético y luego restar las grandes excepciones —Masson, por ejemplo, o Max Emst—, cuyos logros se explican entonces diciendo que abandonaron la política vanguardista por un retomo al arte genuino como tal.

Sea como fuere, dichas distinciones permiten hoy al crítico discernir entre la autenticidad de una producción verdaderamente estética, desde el mismo Baudelaire y Cézanne hasta Beckett y Dubuffet, y la inauténtica apropiación del arte con otros objetivos, que Compagnon documentará con sus cinco temas y etapas.

La operación crucial en el primer momento es la forma en que los primeros pasos de Baudelaire para instituir una relación del arte con el presente se degradan en una concepción de lo meramente Nuevo. Se hace mención a un muy ambiguo pasaje de “El pintor de la vida moderna” para afirmar esta vital distinción, un pasaje en que el poeta-teórico señala que será verdaderamente moderno el arte que combine de algún modo la fugaz realidad del efímero instante histórico con un compromiso similar con el reino eterno e inmutable de la forma: en otras palabras (las del propio Baudelaire), el que “extraiga lo eterno de lo transitorio”, donde se da a entender que, en resumidas cuentas, es el pintor moderno quien encuentra uno en lo otro. “La modernidad —declara célebremente Baudelaire— es lo transitorio, lo fugaz, lo contingente, una de las mitades del arte, cuya otra mitad es lo eterno e inmutable.” Es un malentendido, por lo tanto pero que tiene consecuencias trascendentales pensar que la modernidad artística se define aquí sólo por lo transitorio o lo “nuevo” como tales: según Baudelaire, hay que comprenderla, antes bien, como la invención y conquista de cierta “presencia en el mundo”,[15] y sus artistas “no buscan lo nuevo sino el presente” como tal. Éste es el punto en que el análisis de Compagnon se cruza con el de Bohrer (antes citado), donde lo “súbito” ["suddenness”] (Plötzlichkeit) designa precisamente esa presencia en el mundo que no puede interpretarse como una innovación meramente histórica, aun cuando pueda expresar una especie de historicidad heideggeriana “intemporal”. Creo que este tipo de argumento pasa por alto la cuestión de las precondiciones sociales e históricas del surgimiento de dicha presencia “moderna” en el mundo, que la otra parte de aquél suponía una novedad de la sociedad de Baudelaire, inaccesible en esa forma para anteriores momentos históricos de organización cultural y social. Aun la posibilidad de salir de la historia (si existe) sigue siendo histórica, y es como si tanto Bohrer como Compagnon necesitaran olvidar los límites históricos de sus discusiones sobre lo moderno, a fin de no abrir su estética “intemporal” al más cabal de los clasicismos.

No obstante, una vez concedida esta disyunción inicial entre el presente y lo Nuevo, se deducen con bastante lógica las etapas inevitables de una declinación, la decadencia progresiva de un modernismo inauténtico. Puesto que lo Nuevo, y la ruptura que lleva a cabo con la tradición, ahora se enmascara rápidamente como un compromiso, no con el presente sino con el futuro. Con ello genera narrativas espurias sobre el desarrollo del arte en general, en las que el desacreditado valor burgués del progreso se instala secreta o no tan secretamente en el reino estético. Surge entonces lo que Compagnon llama correctamente la “narrativa ortodoxa de la tradición moderna”, ejemplificada en Clement Greenberg y reiterada en las relaciones de éste con un expresionismo abstracto norteamericano de posguerra (sin referencia a la necesidad histórica de la obra teórica de Greenberg, para forjar un mito teleológico americano a fin de romper el influjo de las instituciones artísticas europeas y en especial parisinas en el período del Plan Marshall).[16] La crítica que Compagnon hace aquí de Greenberg coincide con gran parte del antihistoricismo contemporáneo, con su insatisfacción con respecto a las metanarrativas condensadas de viejos y nuevos manuales de historia, y su asimilación de los análisis en términos de innovación a las diversas relaciones genéticas y evolutivas más antiguas. Pero el diagnóstico de Compagnon suma la apología encubierta de las escuelas contemporáneas a esta desconfianza masiva hacia lo histórico en historia del arte: “La narrativa ortodoxa siempre se escribe en función del clímax hacia el que se encamina —éste es el aspecto teleológico— y sirve para legitimar un arte contemporáneo que, con todo, quiere aparecer como si hubiera roto con la tradición —y éste es el aspecto apologético—”.[17]

Pero ahora esas narrativas parecen exigir un contenido conceptual y una tematización para exponerlas en consignas y prestarles una justificación racional ideológica: ésta es hoy la función de la vanguardia como tal, donde el espejismo del futuro encuentra respaldo en la pura violencia polémica de su misión vanguardista, en voceros como Bretón y sus seguidores. No hubo, afirma Compagnon en lo que tal vez sea su “paradoja” más atrevida, teoría en Cézanne o Baudelaire: “No se consideraron ni revolucionarios ni teóricos”.[18] Éste es un viraje brusco que le permite asociar su polémica en favor de la estética a la reacción actual contra la teoría como tal, tanto en Francia como en los Estados Unidos. En este caso, la palabra “teoría” abarca tácitamente todo, desde el radicalismo hasta la especulación filosófica, desde Marx hasta el postestructuralismo, desde la crítica literaria hasta la “Teoría Crítica”, desde la sociología hasta las filosofías de la historia: en suma, todo lo que hoy impide que el trabajo universitario de las humanidades se deteriore en un operativo de arenero dedicado a valores y formalismos eternos inofensivos y decorativos (probablemente no lo que Baudelaire quería decir con “lo eterno e inmutable”, como lo demostraré más adelante). Dos rasgos del diagnóstico de Compagnon son plausibles y es necesario recordarlos: el primero es su afirmación de la existencia de un vínculo entre la legitimación teórica (por medio del manifiesto, por ejemplo) y la reducción de la producción artística a un “método” o, en otras palabras, a unos pocos rasgos o procedimientos aislados,[19] que podrían servir entonces como tema para la propaganda estética e identificarse en cierto modo como verdaderamente revolucionarios (ya sea en el sentido artístico o político, apenas importa). Pero este empobrecimiento del mero procedimiento y la técnica haría luego mucho por dar cuenta de la unidimensionalidad atribuida al arte de vanguardia.

Después, en términos de recepción, se puede evocar la forma en que este tipo de arte “sigue siendo inseparable del discurso intelectual que lo justificó teóricamente”:[20] lo que se postula aquí es no sólo que el arte vanguardista viene después de la apología teórica en su favor, sino también que con ello se transforma en un mero ejemplo de la teoría. Pero creo que en este punto Compagnon sugiere asimismo un nuevo tipo de recepción en que lo sensorial, lo antiguamente estético, se mezcla de algún modo con lo ideacional o lo teórico: sería muy interesante desarrollar una fenomenología de esas reacciones mezcladas (en rigor, el arte conceptual antes aludido nos da una variedad distintiva); no obstante, como en el caso de las defensas iniciales de la teoría en general contra el empirismo, no es creíble que pueda imaginarse la existencia de formas de recepción que sean puramente sensoriales e incluso puramente estéticas. Entretanto, hemos aprendido a recelar de la idea misma de lo “puro” o lo “purificado” como una norma a defender y fortalecer por derecho propio.

Los dos últimos capítulos son más esquemáticos y también más ambiguos, porque nos traen rápidamente a los tiempos modernos y a la larga al propio posmodernismo. El primero sugiere que el nuevo reconocimiento de la cultura de masas (digamos, el arte pop) equivale simplemente a la concientización y el despertar de un arte gravemente inauténtico a su profunda complicidad con el sistema de mercado como tal y la forma mercancía: la lógica se parece más bien a la de culpar a la víctima, particularmente cuando uno recuerda la manera en que Peter Bürger comprendió esa reflexividad como un momento positivo de la toma de conciencia del arte moderno con respecto a sus propias condiciones de producción. Adorno creía, en efecto, que la misma especificidad del arte moderno radica en su confrontación con la forma mercancía, si bien a través de la resistencia a ella y la reapropiación de su reificación esencial. Pero la interpretación permite a Compagnon una discreta participación en otro debate político-cultural norteamericano contemporáneo, a saber, el ataque de los conservadores contra los peligros de los así llamados Estudios Culturales. No parece referirse a otra cosa con su ambigua pregunta retórica: “¿No se encuentra la enfermedad del arte moderno —y, a decir verdad, su maldición misma— en la obligación que siempre sintió de plantear las cuestiones estéticas en términos culturales?”.[21]

La teoría reaparece entonces en el último capítulo, en el cual la etapa final de la decadencia de lo moderno se identifica con la retórica de la subversión y la crítica, esta última vista ahora como la forma final de la “narrativa ortodoxa” antes denunciada. Así, la teoría parece hacer dos apariciones breves en esta historia: la primera, con la apariencia del manifiesto vanguardista, en el que, si bien espuria, sigue habiendo no obstante cierta producción artística, y finalmente aquí, en plena posmodernidad, en la cual (como uno imagina) se ha asignado definitivamente a la literatura y el arte un lugar secundario, si no una función puramente supernumeraria (está permitido percibir aquí ecos de la habitual queja conservadora de que nuestros estudiantes leen a Derrida en vez de a Proust, cuando en realidad leen cualquier cosa). Pero la subversión y la crítica acompañaron al arte moderno a través de toda su existencia, y con seguridad pueden hallarse en el horror de Baudelaire hacia la burguesía. Introducir el motivo tan tardíamente en el juego es exponerse al ridículo de la afirmación de Hilton Kramer de que los artistas modernistas siempre fueron la “leal oposición” del capitalismo. La denuncia concomitante del interés creado de los intelectuales radicales en tales valores (esto es, la subversión y la crítica) es apenas un poco más interesante que el otro aspecto de la proposición, que solía identificar el ressentiment clásico de los intelectuales conservadores privados de su legítimo lugar en un establishment cultural todavía esencialmente liberal: ambas observaciones tienen su verdad, pero es impropio que las haga un intelectual.

No obstante, como ya se ha señalado, este triste cuento tiene un final al menos potencialmente feliz: en particular dado que el pos-modernismo llegó al escenario armado con el repudio de la teleología modernista como tal, y puede leerse entonces como la negación, precisamente, de algunos de los rasgos asociados por Compagnon, no con el verdadero modernismo, sino con la vanguardia: “Las vanguardias históricas, nihilistas y futuristas, siempre guiadas por alguna teoría, creyeron que el desarrollo artístico tenía un significado; pero el arte pop de la década del sesenta, y luego la absoluta permisividad estética de los [años] setenta, liberaron al arte del imperativo de innovar”.[22] De modo que ahora, por fin, pueden abandonarse definitivamente el fetichismo de lo Nuevo, la obsesión narrativa con el futuro, el enfeudamiento de la misma teoría artística: “La conciencia posmoderna nos permite hoy reinterpretar la tradición moderna, sin verla como una especie de cinta transportadora histórica y la gran aventura de lo Nuevo”.[23]

Así, lo posmoderno tiene para Compagnon y otros al menos una función que cabe imaginar positiva: limpiar la tradición moderna de sus motivos antiestéticos o transestéticos, purificarla de todo lo que sea protopolítico o histórico e incluso colectivo en ella, hacer que la producción artística vuelva a la actividad estética desinteresada que cierta tradición burguesa (pero no la de los artistas mismos) siempre le atribuyó. Los otros rasgos de lo posmoderno, más progresistas —su populismo y democratismo pluralista, su compromiso con lo étnico y lo plebeyo y con el feminismo, su antiautoritarismo y antielitismo, su profundo anarquismo, precisamente sus características antiburguesas—, deben, desde luego, separarse del cuadro. Una vez hecho esto, sin embargo, se hacen visibles los perfiles de un esteticismo completamente nuevo, un nuevo retomo a las concepciones tradicionales de lo bello (tal como sobrevivieron residualmente aun en el propio Baudelaire).

Pero antes de dar este paso final, parecería útil yuxtaponer el análisis contemporáneo de Compagnon (que en definitiva, y a pesar de sus propios juicios al respecto, tendremos que clasificar como un texto esencialmente posmoderno) con uno de los auténticos, aunque tardíos, dinosaurios del movimiento moderno, Las voces del silencio de André Malraux, que todavía hace afirmaciones últimas sobre la naturaleza metafísica del arte moderno (y del arte en general), de una manera absolutamente inconsistente con la teoría y los valores posmodernos. No hay duda de que el “humanismo” inerradicable de la obra de Malraux (“la forcé et l’honneur d’etre homme”), así como la solemnidad de su retórica, no están calculados para atraer a un público contemporáneo. Por otro lado, su panesteticismo, su asimilación generalizada y global del arte humano desde las pinturas de las cavernas al nuevo “museo imaginario” de alguna civilización mundial, van mucho más lejos que cualquiera de los “retornos contemporáneos a lo estético”, que se preparan, como ocurre en Compagnon y Bohrer, bajo el signo de cierto modernismo resurrecto. El papel que éste cumple en Malraux, empero, es mucho más complejo (y bien podría objetarse, también, que un arte más contemporáneo —el mismo expresionismo abstracto, y ni hablar del arte pop y sus secuelas—, si acaso se lo menciona, simplemente se asimila en Malraux al paradigma moderno: lo que significa decir que aquí no puede encontrarse nada que corresponda a lo que más adelante se convertirá en lo pos-moderno).

Pero esta misma expansión del corpus de lo que hoy consideramos arte (y la teoría de Malraux sobre la metamorfosis de las formas nos asegura la transformación “moderna” en “obras de arte” de elementos cultuales y religiosos que preceden a toda concepción del arte secular como tal) presenta, para el argumento de Malraux, problemas teóricos que no tienen equivalentes en los tratados estéticos contemporáneos antes mencionados. En particular, además de la asimilación de formas preestéticas más antiguas a las categorías seculares occidentales, está la cuestión, ideológicamente central para él, del espíritu metafísico de esas culturas preoccidentales (y las religiones en torno de las cuales se organizaron): lo que está en juego es, sobre todo, la distinción entre las culturas que afirman la vida humana (desde las primeras sonrisas de los kuroi griegos del siglo VII a. C.) y las que la niegan (como la de los aztecas, e incluso el cristianismo de la deidad torturada) y delatan un impulso nihilista aparentemente reñido con los principios humanistas del “museo imaginario”.

Además de este problema del valor como tal, hay en el modernismo de Malraux rasgos específicos que parecen inconsistentes con su esquema, o irrelevantes para él (y que no se tematizan en absoluto en la descripción de lo moderno que hace Compagnon).

El primero de todos ellos es la convicción de la modernidad quintaesencial de la máquina o la tecnología moderna: una fascinación que Malraux compartía con muchos de sus contemporáneos modernistas, desde los futuristas hasta Brecht, que se deleitaban con la era de la máquina y celebraban el avión y la fotografía, el tanque y el automóvil, la radio y la perspectiva aérea o panorámica. En rigor de verdad, creo que podría sostenerse plausiblemente que el Novum modernista une la “presencia en el mundo” de Bohrer y Compagnon a una exaltación tecnológica ajena a ellos, y una excitación por la máquina que imprime las puras innovaciones estéticas de lo moderno como un modelo o prototipo secreto (y estimo que esto podría demostrarse incluso de manera indirecta en el caso de escritores modernos como Proust, que parecen en su mayor parte inocentes de entusiasmo tecnológico en su contenido). Sería crucial, sin embargo, insistir en la especificidad histórica de esta tecnología modernista en particular, resultante de la segunda etapa —industrial— del capitalismo, y muy diferente en sus efectos de la tecnología cibernética y atómica de la posmodernidad, a pesar de infatuaciones aparentemente análogas.

El paradigma tecnológico, entretanto —ya presente en el propio Baudelaire, pero omitido en la etapa ideal de Compagnon sobre su modernidad auténtica—, persiste en el último período, gaullista y esteticista, de Malraux, y puede advertirse que está ingeniosamente entrelazado en el argumento e incluso en el mismo tejido conceptual de Las voces del silencio. Por lo pronto, como lo demuestra el inmenso primer capítulo de este libro, la proposición misma de un nuevo “museo imaginario” tiene como precondición fundamental la existencia de la fotografía como nuevo medio tecnológico. Pero este prerrequisito tecnológico inicial luego se interioriza y asimila al contenido mismo del relato histórico de Malraux, no meramente en el conocido sentido de la competencia entre la fotografía y la pintura en el siglo XIX, sino sobre todo en la transformación de la primera en el nuevo arte narrativo del cine —cuyo surgimiento y existencia fueron cruciales tanto para la práctica como para la teoría de Malraux— y al que ahora se pasará la antorcha de una pintura hasta entonces narrativa, con consecuencias decisivas para el arte que consideramos moderno: “La primera característica del arte moderno es no contar una historia”.[24]

A partir de esta dialéctica característicamente negativa y positiva se deducirá la especificidad de un arte modernista en principio occidental y europeo, que entonces debe ocupar su lugar junto a las artes premodernas “humanistas” y nihilistas como otra complicación más del problema teórico central de Malraux: ahora no sólo hay que resolver esta oposición para dar la bienvenida a las “artes” no seculares de otras culturas y religiones en su ingreso al “museo imaginario”, sino la oposición misma entre sagrado y secular, entre miles de años de objetos de culto y esta práctica peculiarmente moderna, en que la pintura se toma a sí misma como su tema más profundo y pone en escena una ruptura radical y aparentemente insalvable con todas las artes del pasado. Pero lo mismo hacen las religiones del mundo: con lo que suman el hecho de las discontinuidades históricas inerradicables a las dificultades teóricas de Malraux.

Éste corta esos varios nudos mediante la noción de lo “Absoluto”: lo Absoluto considerado, tal como sucede en gran parte en La Condition humaine, como cualquier confrontación auténtica de los seres humanos con su finitud y su muerte. Esta concepción trans-histórica de lo Absoluto culmina así la cuadratura del círculo que lleva desde el nihilismo hasta el humanismo frágil que fuere, porque ambos son modos de confrontación con la muerte, y en rigor de verdad su confluencia ya había sido presagiada en la significativa observación de Perken (en la primera Voie royale) de que “il y a aussi quelque chose de […] satisfaisant dans l’écrasement de la vie”. Al mismo tiempo, ahora puede agregarse a la lista de los grandes absolutos un “modernismo” secular o arte moderno; y si me extendí con tanto detalle en esta obra todavía impresionante, fue para llegar al punto en que un esteticismo modernista paradigmático se completa necesariamente con una dimensión transestética. El “Absoluto” de Malraux confirma entonces la observación de Adorno —“donde el arte se experimenta de manera puramente estética, ni siquiera estéticamente logra experimentarse con plenitud”—[25] y censura los retornos contemporáneos a lo estético que procuran purificarlo erradicando todo lo extraestético de las obras que celebran.

Pero también es un aspecto que podría señalarse mediante un tipo diferente de terminología: puesto que me parece que la concepción estética de lo Absoluto de Malraux hay que asimilarla igualmente a la noción de lo Sublime, según éste se convirtió gradualmente en el impulso motor fundamental del modernismo desde el período romántico en adelante. La función de lo Sublime, como se recordará, consistió en desplazar las formas meramente decorativas clasificadas en el rubro opuesto de la Belleza, cuyas propiedades son la preocupación central de la estética y la producción artística tradicionales. En ese caso, sin embargo, los “retornos” a lo moderno y la estética “pura” o auténtica no sólo se enmascaran como otras tantas formas de la Belleza, y no como versiones contemporáneas de lo Sublime modernista, sino que la estética del posmodernismo en general puede caracterizarse precisamente de ese modo, como el desplazamiento de varias pretensiones modernistas a la “sublimidad” por prácticas más modestas y decorativas en que la belleza sensorial es una vez más el corazón del asunto. Esto es lo que trataré de mostrar en una última sección.

IV

Exploraremos ahora las consecuencias visuales de este “retomo de lo estético” en la producción de imágenes del cine contemporáneo, donde el señuelo de la Belleza y la ideología del esteticismo parecen desempeñar un renovado papel, aunque históricamente modificado. Quiero pasar revista a un cineasta inglés (Derek Jarman), uno africano (Souleymane Cissé) y uno mexicano (Paul Leduc), antes de examinar algunos recientes éxitos europeos de alta cultura y volver a la trillada cuestión de las películas históricas contemporáneas (que en otra parte llamé “filmes de la nostalgia”). La premisa no tiene nada que ver con influencias individuales, sino más bien con la mediación de una situación común ante la que todos estos directores reaccionan de una u otra manera, y que se difunde y se transmite mediante una cultura de festivales internacionales de cine que constituye el nivel de globalización de la producción fílmica de hoy (en cuanto procura oponerse y proponer alternativas a un sistema exportador de películas comerciales norteamericanas igualmente global).

La película de Derek Jarman que alcanzó mayor difusión, Caravaggio (1986), es en muchos aspectos sumamente representativa, tanto en su contenido como en su forma, de la estrategia pictórica, en la cual, como en Passion (1982), de Godard, las pinturas bien conocidas pero aún electrizantes alternan con cuadros vivos de actores que las imitan, como si posaran para ellas. La separación de forma y contenido implícita en la pose de los actores para un cuadro preexistente reconfirma y fortalece las cualidades de simulacro de la misma imagen fílmica, ya que restaura cierto “mundo real” del cual ella no es sino la puesta en escena visionaria en una imagen aleatoria.

La sucesión de dichas imágenes —una habitación velada en azul con una figura inmóvil en púrpura, cuerpos de una palidez cadavérica junto a los pliegues de una vestimenta rojo brillante, la caída de una jarra que se hace pedazos, un plato con naranjas, humo que se filtra en una clásica taberna de los bajos fondos, una procesión religiosa, un duelo a cuchillo entre villanos—, estas tomas sorprendentes, que se encuadran una a otra por su misma alternancia y se dan recíprocamente origen, se producen mutuamente por su mismo contraste, son en su lógica formal profundamente estáticas. No recargan simplemente la trama —tal como es— sino que la dan vuelta del revés, y transforman la secuencia biográfica de acciones y acontecimientos en un mero pretexto para los elementos visuales.

Esto se inscribe en la película como una especie de aburrimiento, el de los modelos, el de los gorristas en el estudio del pintor, que dormitan y esperan interminablemente que éste decida un ángulo o el tono de un contraste de colores; está inscripto, aún más profundamente, en la vida del pintor, en sí misma poco más que un tiempo indicador y una espera entre los actos de pintar una tela que en cierto modo están esencialmente fuera del tiempo o la praxis humanos. Pero nada es más paradójico cuando se trata de este pintor en particular, cuya notoria vida es virtualmente un paradigma de aventura y crisis, el equivalente de Villon o Genet en las beaitx-arts. En definitiva, el aburrimiento es aquí el signo del apartamiento de la historia, en cuya alegoría se convierte ahora la trama clásica. Hasta la sexualidad y la violencia —en otros Jugares la materia prima misma de una pornografía de cultura de masas esencialmente visual— se vacían gracias a la mirada pictórica, el fetichismo estético de este inmenso cansancio del mundo. En efecto, se pide al espectador que pague un suplemento de tedio, como una especie de devoción al “arte” como tal, a la reaparición de una religión virtual de la imagen en la otra cara de la marginalidad contracultural (y en otro sentido, sin duda, el espectador se inscribe alegóricamente en esta película en la figura del mudo y lerdo compañero y criado del pintor).

Pero no he mencionado el rasgo más llamativo de esta obra, a saber, sus anacronismos mágico realistas, como cuando escuchamos el rumor de un tren en un segundo plano, tras la cama de un amante, vemos a un protagonista del Renacimiento trabajar en su motocicleta o a un príncipe de la Iglesia que teclea en su anticuada máquina de escribir, observamos una escena representada en un cavernoso garaje frente a un viejo auto de turismo o contemplamos a figuras cortesanas engalanadas en seda mientras hacen algunas cuentas en una calculadora portátil. Se advertirá que éstas son las tecnologías de una concepción expandida de los medios como tales, abarcadora tanto del transporte como de la comunicación: densamente cristalizados y luego proyectados hacia el pasado pictórico en la forma de artefactos independientes, estos reveladores objetos se erigen en el síntoma de un complejo más profundo de impulsos en acción aquí, que pone en primer plano la relación entre estética y tecnología en lo posmoderno y desenmascara el vínculo dialéctico entre esta concepción de la belleza y la estructura de alta tecnología del capitalismo tardío. Con ello, Jarman[26] demistifica la muy diferente naturaleza mística de un Tarkovsky, sobre quien señalé en otro lugar[27] que su soberbia reinvención de los elementos naturales en la pantalla grande —pantanos pastosos, lluvia, llamas deslumbrantes— es en sí misma una mera inversión de la tecnología avanzada que permite su reproducción: son de tal modo simulacros en el más verdadero de los sentidos, y sentimos la tentación de referimos a una película de una tradición muy diferente para buscar su extrañamiento y demistificación. Pienso en el film norteamericano de ciencia ficción Cuando el destino nos alcance [Soylent Creen], de Richard Fleischer (1973), con su hipnotizadora secuencia de la eutanasia, en la cual se incita a los ciudadanos de un planeta muerto y estéril, contaminado y superpoblado, del que han desaparecido el aire y el agua puros y toda la vida vegetal, a marchar hacia la muerte consumiendo enormes holografías del National Geographic que muestran una belleza natural que dejó de existir en la Tierra un siglo antes.

Pero también se puede imaginar una producción de imágenes muy diferente de ésta, y esto es lo que me parece señala el giro que aparta al cineasta de Malí, Souleymane Cissé, del realismo social para llevarlo a la extraordinaria narración visual y mítica de Yeelen (The Light, 1987), una película que asombró a públicos de todo el mundo por su esplendor visual y el poder de su fábula, en la que un mal padre semejante a un ogro, dotado de temibles poderes mágicos y capaz de documentar las afirmaciones de los antropólogos de que los chamanes originales eran técnicamente esquizofrénicos paranoicos, acorrala implacablemente a su hijo, que también busca tener su parte en la magia, y se enfrenta con él en un duelo último en que se destruyen uno al otro, y con ellos el mismo mundo orgánico, en un estallido atómico final que no deja otra cosa que un desierto. El desenlace admonitorio, con sus alusiones ecológicas, afirma con claridad cierta intención contemporánea; en tanto que el vehículo mítico permite que el poder de la imagen se invista directamente en la narración, como una virtual inversión de lo que sucede en Jarman, y ponga en escena una trama cuyos personajes mismos se han convertido en receptáculos de las fuerzas y los elementos naturales. Es por cierto una experiencia muy notable; pero también, en particular si se siguen los filmes sociales de Cissé que describen las crisis y la represión estatal en la sociedad tercermundista contemporánea, es peculiarmente estetizante, en todos los sentidos en que hemos usado esta palabra. Espero no dar muestras de un puritanismo de espectador occidental al decirlo, pero siento cierta perplejidad con respecto a esta obra, sensación que, para mi tranquilidad, al menos, comparten mis amigos africanos. Los mitos son pseudonarraciones que no pueden tener una conclusión ni un contenido contemporáneo genuino; el resplandor atómico al final de éste es más bien el síntoma de empobrecimiento y el reconocimiento de cierta derrota o fracaso ideológico: pero en tanto el recurso al mito en el período modernista (Thomas Mann, el ensayo de T. S. Eliot sobre Ulises) brindaba la posibilidad de sustituir un tipo de narrativa por otra, cuya clausura exhibía dificultades estructurales, este procedimiento “mítico” más posmoderno puede comprenderse mejor como el pretexto para reemplazar por una imagen una contradicción narrativa que si no sería irresoluble.

Una luz bastante diferente arrojan sobre este problema de la legitimación de la imagen las películas del director mexicano Paul Leduc, y en particular su extraordinaria Latino Bar (1990). Este film elude toda motivación mítica y no obstante pone en primer plano la imagen como tal de manera aún más absoluta, en la medida en que, pese a la presencia de un “flujo total” de música popular en su banda de sonido, prescinde de todo diálogo y con ello se acerca menos a la versión operística de MTV realizada por Jarman que al retorno, en una forma original e idiosincrásica, a la dinámica de las películas mudas como tal. No obstante, la secuencia de tomas no nos enfrenta, como en los mayores filmes mudos de la tradición, con los dolores de parto y el surgimiento de una narratividad primigenia desde las empobrecidas vistas fijas con sistema de signos y sin palabras, específicas de la imagen fotográfica. Antes bien, se reinventa asombrosamente en dos registros dialécticamente distintos: por un lado, una narración simple y hasta estereotípica de amor y celos, violencia y lucha, en un complejo laberinto espacial de barracas, cobertizos y tabernas de un muelle de Maracaibo, una narración que no necesita palabras; y por el otro, un sistema de color distinto tanto de la dinámica del puro blanco y negro como de los efectos chillones del tecnicolor moderno (según los ejemplifican las otras películas analizadas aquí). Latino Bar se expresa y articula, más bien, en un sistema de color oscurecido y virtual, cuyo único equivalente imaginable podría ser el coloreado con que se experimentó de vez en cuando durante la época del cine mudo. La imagen, ahora liberada de las complejas temporalidades de una trama que es necesario leer y descifrar, reconstruir en todos sus puntos, comienza a exigir un tipo diferente de atención visual, y sus profundidades y tenebrosidades proyectan algo así como una hermenéutica visual que el ojo explora en busca de capas cada vez más profundas de significado.

Creo que podemos detectar aquí un retorno subterráneo de lo sagrado de una clase completamente diferente del postulado en Yeelen, porque cuando la cámara se acerca a los objetos de las instalaciones del muelle y luego vuelve a apartarse de ellos, lo que ofrece la imagen es nada menos que los altares del candombíe o de la santería, con su profusión de recargadas chucherías devocionales entrelazadas con masas vegetales y decoración floral. La imagen fílmica de Leduc imita así los elementos de la narrativa cinematográfica tradicional, más o menos del mismo modo que el altar del candombíe remeda la “alta” religión oficial del altar cristiano, con lo que descentra y desestabiliza una jerarquía eurocéntrica organizada en tomo del eje de una pintura o escultura central sagrada —una representación centrante y centrada— y ofrece en el límite exterior alguna posibilidad arcaica en una inversión y liberación preteocéntricas de energías libidinales.

En este contexto, Leduc es para nosotros un punto de referencia tanto más útil debido a su más conocido retrato fílmico de Frida Kahlo (Frida, 1984), una obra insensiblemente infiltrada y colonizada por una decoración posmoderna omnipresente (que pone simbólicamente en escena la reapropiación de Frida por la política cultural de los movimientos sociales contemporáneos). Se trata entonces de una obra que ejemplifica un nuevo tipo de documental posmoderno cuya originalidad formal es comparable a la del “nuevo historicismo” o la nueva etnografía con respecto a historias culturales o informes antropológicos más antiguos. En todas estas mutaciones formales, la interpretación “racional” anterior es sustituida por una atención y motivación estéticas, aun cuando sea una estética de la textualidad y no del mero estilo y la apariencia (como en el historicismo estético de fines del siglo XIX). Otras películas que pueden documentar este nuevo tipo de forma serían las de Isaac Julián y Daughters ofthe Dust (Julie Dash, 1990).

Ahora quiero seguir brevemente las huellas de la nueva estética de la Belleza a través de algunos géneros o tipos de producción fílmica contemporánea de menor nivel. No se implica aquí el predominio en el cine comercial de los así llamados filmes de acción, salvo por el ocasional relleno lírico, aunque lo que descriptivamente (y no moralmente) puede denominarse porno de-sexo-y-violencia sí ofrece algo así como una torva caricatura de nociones estéticas actuales de un presente absoluto en el tiempo. Puesto que estas películas proponen, en una poderosa reducción al puro presente del sexo y de la violencia, intensidades que pueden leerse como una compensación del debilitamiento de cualquier sentido del tiempo narrativo: las tramas anteriores, que todavía desarrollaban y ejercitaban la memoria local del espectador, han sido reemplazadas, al parecer, por una sarta interminable de pretextos narrativos en los que sólo pueden tener cabida las experiencias disponibles en el mero presente de la visión.

No obstante, precisamente este debilitamiento del tiempo narrativo —hoy proyectado a la misma historia narrativa— es también uno de los determinantes de lo que llamé filmes de la nostalgia, una denominación errónea en la medida en que la expresión sugiere que la auténtica nostalgia —el apasionado anhelo del exilio en el tiempo, la alienación de los contemporáneos privados de anteriores plenitudes históricas— aún es accesible en la posmodernidad. Ésta, sin embargo, no está ni con mucho alienada en ese previo sentido modernista: su relación con el pasado es la de un consumidor que suma un objeto raro a la colección u otro sabor al banquete internacional: el film nostálgico posmoderno es entonces, precisamente, ese conjunto de imágenes susceptibles de consumirse, marcadas con mucha frecuencia por la música, la moda, los estilos de peinados y los vehículos o los automóviles (ya que es difícil que la forma dé cabida a períodos más distantes que la propia era moderna). En esas películas, el estilo mismo de un período es el contenido, y los acontecimientos de la época en cuestión se sustituyen por su lámina de modas, con lo que se produce un tipo de periodización generacional estereotípica que, como veremos, no carece de influencia en la capacidad de aquéllas de funcionar como narraciones. No quiero que se interprete que desdeño la calidad a menudo elevada de estas reconstrucciones, entre las que se cuentan El Padrino [The Godfather] (para fines de los años cuarenta y los cincuenta), seguida por numerosas versiones de las décadas del veinte y del treinta que usan a la mafia como vehículo, incluyendo una serie de experimentos interesantes en las series de televisión (Crime Story, por ejemplo). Artefactos como éstos son indiscutiblemente trabajos experimentales con nuevas formas de representación histórica y plantean las cuestiones filosóficas más interesantes sobre la representación de la historia en general: por esa misma razón, los juicios sobre las nuevas formas no son modos de señalar éxitos o fracasos meramente personales sino más bien evaluaciones que uno hace sobre la época misma y su capacidad de generar formas.

En este aspecto, yo sugeriría que la prueba más interesante para los filmes de la nostalgia podría llevarse a cabo en la obra de un único autor; me refiero al cineasta cubano Humberto Solas, a quien debemos dos representaciones distintas de la dictadura de Machado, la primera en el segundo episodio de su clásico Lucía (1969) y luego en su película posterior, Un hombre de éxito (1986), que sin duda abarca un período más largo y nos lleva hasta la propia Revolución. El episodio de Machado en Lucía se construye de acuerdo con lo que siento la tentación de caracterizar como una estética casi symboliste: una estética de la ausencia, cuyo punto de vista es la mujer más que el hombre, la contigüidad con los acontecimientos grandiosos o violentos más que su representación frontal, lo que Jakobson, con seguridad, habría llamado un enfoque más metonímico que metafórico del objeto histórico. Este episodio, que se refiere a un momento fundamental de la historia cubana, es entonces un modelo de contención y atenuación estilísticas y una narración fílmica de gran delicadeza. Por su parte, Un hombre de éxito lanza una descarada acometida frontal contra el mismo objeto histórico y trata de representar directamente los rasgos y los sucesos más conocidos del período. Se degrada con ello a ser una mera ilustración de esos mismos acontecimientos, cuyo conocimiento tiene que precederla. En mi opinión, ésta es por cierto la observación formal a priori más pertinente sobre el film nostálgico como tal: como se basa necesariamente en el reconocimiento por parte del espectador de los estereotipos históricos preexistentes, incluidos los diversos estilos del período, se reduce entonces a la mera confirmación narrativa de esos mismos estereotipos. Puede hacer poco más que ofrecer el testimonio más predecible acerca de sus características (aprendidas en los manuales de historia y en las actitudes y las referencias colectivas preexistentes); no puede contradecir los estereotipos del período sin caer en una singularidad gratuita y puramente individual. En otras palabras, no conoce la rica dialéctica de lo único y lo reiterativo, lo típico y lo individual, que constituye el arte histórico más antiguo, como Lukács y otros lo caracterizaron para nosotros. El film de la nostalgia es más historicista que histórico, lo que explica por qué tiene que desplazar necesariamente su centro de interés hacia lo visual como tal y sustituir por soberbias imágenes todo lo que se parezca a la anterior narración de historias fílmicas; y en efecto, creo que es un axioma que la atención a la imagen como tal rompe la narración y es incompatible con una atención más puramente narrativa. Se trata de un argumento que me sentiría tentado a ampliar a la oposición entre blanco y negro y color (que de hecho caracteriza las dos películas de Solas) para generalizarla como una hipótesis sin duda extravagante acerca de la incompatibilidad del color con la narración como tal. Pero no iré tan lejos aquí, y me conformaré con una observación bastante diferente sobre las dos obras, a saber, que, si bien el modernismo puede ser una caracterización improbable de Lucía, lo cierto es que sus tres episodios yuxtaponen sus tres modos de producción gracias a la mediación de tres estéticas o estilos distintos. De tal modo, en ese film la historia se transmite indirectamente por medio de un mensaje de la forma misma: lo que en Un hombre de éxito simplemente se da por sentado como un lenguaje representacional no problemático y relativamente transparente. Sea como fuere, concluyo este análisis de las películas comerciales sugiriendo que su posmodernidad consiste al menos en parte en la forma en que empacan el pasado como una mercancía y lo ofrecen al espectador como un objeto de consumo puramente estético; y algo así también puede decirse, creo, de la mayoría de los otros objetos de producción visual de hoy en día, ya sea en el cine, la publicidad o MTV.

Éste es el momento en que también me gustaría incluir en el registro el deplorable recrudecimiento de obras de arte sobre el arte y los artistas en los años más recientes de la era posmoderna: obras que también testimonian un pizca de nostalgia, pero en este caso por el arte mismo y la estética, por el arte sobre el arte del propio período modernista, que en las fantasías es no político o apolítico. En realidad, el modernismo, los grandes modernistas, fueron profundamente utópicos en el sentido de que estaban comprometidos con la premonición fatídica de inminentes transformaciones decisivas del Yo o del Mundo: lo que yo llamaría experiencias esencialmente protopolíticas. Mientras tanto, también hay que agregar en el presente contexto que sus novelas artísticas, su inveterada autorreferencialidad, siempre giraban en torno del lenguaje como tal, y de la poética como el modo mediante el cual se realizaban esas transformaciones. En ese sentido, Heidegger fue el último modernista, y la diferencia, la distancia entre sus meditaciones utópicas sobre el lenguaje y el actual arte posmoderno sobre el arte es que el lenguaje ya no ocupa ninguna posición privilegiada en lo posmoderno, que se concentra más bien en la decoración, las artes visuales y la música, hoy entendida como una manera decorativa de llenar el espacio (el rock y sus auriculares por un lado, la música precapitalista o barroca y anterior por el otro), más que en las grandiosas ambiciones de la música burguesa moderna como tal, desde Wagner hasta Schonberg.

Tomo como texto para tal hipótesis la típica y muy exitosa encamación del neoesteticismo en Todas las mañanas del mundo [Tous les matins du monde], de Alain Comeau (1992): una película sobre la rivalidad entre dos compositores del siglo XVIII, uno oportunista y charlatán, el otro un verdadero creador y virtualmente un vidente místico en su retirada estética del mundo. El discípulo oportunista se vale de la hija de su maestro para robarle su música y sus secretos artísticos, para luego venderse a la corte del rey, con lo que se convierte en una figura famosa, adinerada y poderosa, que reconoce y extraña, no obstante, la música auténtica, “real” de su benefactor. Es un film “bello” pero, a diferencia de Caravaggio, disfraza el consumo como arte y nos da un conjunto pseudohistórico de imágenes que son fines en sí mismas, y ciertamente no las de la historiografía. El marco histórico se usa, en efecto, como un conjunto de señales: el gran músico es jansenista, lo que nos da el signo del clasicismo francés, la corte a la que se vende su alumno es la corrupta corte del Ancien Régime contra la que se hizo la Revolución Francesa. La combinación de estas señales nos permite leer una protesta contra una elite decadente que, sin embargo, no se registra en términos políticos sino más bien artísticos. Entretanto, los rigores y el ascetismo del jansenismo —una especie de vago equivalente general del puritanismo inglés— posibilitan que la película afirme los valores de la renuncia, si bien la belleza de las imágenes y la música, y las libertades sexuales que espolvorean el film, indican no obstante sus placeres, los del renunciamiento como un tipo de gratificación estética. La película tiene una codificación nacional, como una contribución francesa al mercado cinematográfico internacional; es elegante y señala lo que llamamos alta cultura, como marca de un apartamiento de la norteamericanización y la rampante cultura consumista y de las manifestaciones más groseras de la empresa contemporánea y la sociedad de mercado, si bien sigue participando de una manera digna en esta última, como una opción europea distinta. Se trata por lo tanto de un bien de consumo de clase alta, ofrecido bajo la apariencia del arte y de la estética, como una exportación distintivamente europea. Su belleza es regresiva y vacua, y tanto más útil para mi presente objetivo cuanto que Corneau es muy consciente de la naturaleza simbólica e incluso política de su gesto. En una entrevista reciente dijo lo siguiente:

“Ahora tenemos detrás de nosotros treinta años de discusiones caldeadas acerca de la relación entre política y arte […] hoy, la visión de las personas creativas está cambiando […] lo que está en proceso de desintegración es la noción misma de arte comprometido […]. En cierto sentido más profundo, sin embargo, el artista sigue siendo el mismo. Aislado, atrapado en instituciones que son demasiado grandes para él, minoritario, el artista no deja de ser un caso patológico; produce un extraño tipo de contenido […]. Tenemos que revisar nuestra historia. […] [Ni siquiera] la Nouyelle Vague fue el movimiento izquierdista por el que se la tomó. Bazin era un católico practicante”, etcétera, etcétera.[28]

Estas ideas subrayan la función del arte como un sustituto de la política y destacan que la obra de arte sobre el arte, o la película sobre el artista, son esencialmente una formación reactiva. El hecho de que pueda asumir formas efectivamente muy distinguidas es posible advertirlo en la producción de Kieslówski, en particular Bleu (1993) y La doble vida de Verónica (1991). Pero estos mismos Filmes nos llevan a otra dimensión del nuevo esteticismo, que es la propia religión o, si lo prefieren, el síndrome de la tercera sinfonía de Gorecki. Todas las mañanas del mundo ya subrayaba solemnemente la religiosidad, si no exactamente los rasgos religiosos del nuevo esteticismo. Kieslówski descubre hoy las conexiones más íntimas entre estas nuevas visiones del arte y un nuevo giro religioso o místico, cuyas huellas se pueden encontrar en toda la nueva Europa, a partir, si ustedes quieren, de Je vous salue Marie (1985), de Godard. (Éste siempre tuvo una extraordinaria percepción de las nuevas tendencias e ideas que flotaban en el aire, y sus películas más recientes son además ejemplos de manual del esteticismo, al menos en lo que se refiere a la música clásica). Siento la tentación de caracterizar estos simulacros de religión como productos de la nostalgia, en términos muy similares a los de la nostalgia estética que hemos analizado aquí. Ambos son, a mi juicio, sustitutos de un contenido genuino en el sentido fuerte en que Hegel, y Lukács tras él, usaban esa palabra. Donde la prudencia sugiere un apartamiento de la visión concreta de lo social —contenido real— que siempre está enlazada con lo protopolítico, otras formas de pseudocontenido deben tomar su lugar. La obra aún debe fingir que se refiere a algo. Ayer, un apartamiento del mundo significaba una vuelta hacia el yo; un apartamiento del marxismo significaba una vuelta hacia el psicoanálisis: en ese caso, lo Real todavía estaba en cierta forma presente, aunque sólo fuera como un latido doloroso, una herida abierta. Hoy en día, hay que esquivar hasta el psicoanálisis y el deseo porque son demasiado modernos y exigen una evaluación del capitalismo tardío que el sujeto posmoderno no puede tolerar.

Se ofrecen entonces como sustitutos el arte y la religión, el pseudoesteticismo en la forma en que lo hemos examinado aquí y sus espectrales imágenes residuales en la lenta conversión de la religión del arte en el arte de la religión.

V

El argumento final que quiero plantear tiene que ver con la belleza misma. En un período en que la propia “Decadencia” sufre algunas reevaluaciones muy interesantes, parece simplemente apropiado recordar en el presente contexto el papel subversivo de la belleza en una sociedad herida por la mercantilización naciente. El fin de siécle, desde Morris hasta Wilde, la desplegó como un arma política contra una complaciente sociedad burguesa victoriana y materialista, y dramatizó su poder negativo como un rechazo del comercio y el dinero, y el nacimiento de un anhelo de transformación personal y social en el corazón de la horrible sociedad industrial. ¿Por qué, entonces, no podemos tener en cuenta hoy similares funciones auténticamente protopolíticas y al menos dejar la puerta abierta a un despliegue igualmente subversivo de los tipos de belleza y religiones del arte que he enumerado? Se trata de una cuestión que nos permite apreciar la inmensa distancia entre la situación del modernismo y la de los posmodernos (o nosotros mismos), y entre una mercantilización tendencial e incompleta y la producida en una escala global, en que los últimos enclaves restantes —lo Inconsciente y la Naturaleza, o la producción cultural y estética y la agricultura— han sido asimilados hoy a la producción de mercancías. En una época anterior, el arte era un reino más allá de la mercantilización, en el cual todavía existía cierta libertad; en el modernismo tardío, en el ensayo de Industria Cultural de Adorno y Horkheimer, hubo aún zonas artísticas exentas de las mercantilizaciones de la cultura comercial (para ellos, esencialmente Hollywood). Con seguridad, lo que caracteriza la posmodernidad en el área cultural es la sustitución de todo lo que está al margen de esa cultura comercial, su absorción de todas las formas de arte, alto y bajo, junto con la producción misma de imágenes. La imagen es la mercancía del presente, y por eso es vano esperar de ella una negación de la lógica de la producción de mercancías; por eso, para terminar, toda belleza es hoy engañosa y la apelación a ella hecha por el pseudoesteticismo contemporáneo es una maniobra ideológica y no un recurso creativo.