4. Las antinomias de la posmodernidad
Aun después del “fin de la historia”, parece haber persistido cierta curiosidad histórica de un tipo en general sistémico, más que meramente anecdótico: no simplemente saber qué sucederá a continuación, sino una ansiedad más global sobre la suerte o el destino más general de nuestro sistema o modo de producción. Sobre éste, la experiencia individual (de un tipo posmoderno) nos dice que debe ser eterno, en tanto nuestra inteligencia sugiere que esta impresión es en rigor de verdad de lo más improbable, sin dar con escenarios plausibles en cuanto a su desintegración o reemplazo. Hoy en día, parece que es más fácil imaginarse la completa degradación de la tierra y la naturaleza que el derrumbe del capitalismo tardío; tal vez esto se deba a cierta debilidad de nuestra imaginación.
He llegado a pensar que la palabra posmoderno tendría que reservarse para pensamientos de esta clase. El término y sus diversos sustantivos, en cambio, parecen haber evolucionado hasta transformarse en varias expresiones partidistas de valor, que giran en su mayor parte sobre la afirmación o el repudio de esta o aquella visión del pluralismo. Pero estos argumentos se expresan mejor en términos sociales concretos (los de los diversos feminismos o los nuevos movimientos sociales, por ejemplo). Como ideología, sin embargo, el posmodernismo se capta mejor como un síntoma de los cambios estructurales más profundos de nuestra sociedad y su cultura como un todo o, en otras palabras, de su modo de producción.
No obstante, en la medida en que esos cambios todavía siguen siendo tendencias, y nuestros análisis de la actualidad están regidos por la selección de lo que creemos que persistirá o se desarrollará, cualquier intento de decir qué es el posmodernismo difícilmente pueda separarse del intento aún más problemático de decir adonde está yendo; en síntesis, liberar sus contradicciones, imaginar sus consecuencias (y las consecuencias de éstas) y conjeturar la forma de sus agentes e instituciones en alguna madurez más plenamente desarrollada de lo que hoy sólo pueden ser, a lo sumo, tendencias y corrientes. Toda teoría del posmodernismo es entonces una predicción del futuro, con una baraja defectuosa.
Convencionalmente se distingue una antinomia de una contradicción, como mínimo porque la sabiduría popular da a entender que la última es susceptible de una solución o una resolución, en tanto la primera no lo es. En ese sentido, la antinomia es una forma de lenguaje más limpia que la contradicción. Con ella, uno sabe dónde está parado; enuncia dos proposiciones que son radical e incluso absolutamente incompatibles: tómalo o déjalo. Mientras que la contradicción es una cuestión de parcialidades y aspectos —sólo parte de ella es incompatible con la proposición correspondiente— y, en rigor, puede tener que ver con fuerzas, o con el estado de las cosas, más que con palabras o implicaciones lógicas. A largo plazo, se supone que las contradicciones son productivas; las antinomias, por su parte —considérese la clásica de Kant: el mundo tiene un principio, el mundo no tiene principio— no ofrecen ningún asidero, independientemente de la meticulosidad con que se las dé vuelta una y otra vez.
Nuestras antinomias se referirán a las “representaciones a priori” de Kant; a saber, el tiempo y el espacio, que en términos históricos hemos llegado a pensar, en general, como marcos formales implícitos que, no obstante, varían de acuerdo con el modo de producción. Es de suponer, entonces, que podemos aprender algo sobre nuestro propio modo de producción a partir de la forma en que tendemos a pensar el cambio y la permanencia, o la variedad y la homogeneidad —forma que tiene que ver tanto con el espacio como con el tiempo.
I
El tiempo es hoy una función de la velocidad, y evidentemente sólo perceptible en términos de su celeridad como tal: como si la antigua oposición bergsoniana entre medida y vida, tiempo del reloj y tiempo vivido, hubiera perdido vigencia, junto con esa eternidad virtual o lenta permanencia sin la cual Valéry creía que la idea misma de obra de arte probablemente se extinguiría (algo en lo que parece haber sido confirmado). Lo que surge entonces es cierta concepción del cambio sin su opuesto; y decir eso es presenciar luego sin poder hacer nada cómo los dos términos de esta antinomia se pliegan uno en el otro, ya que desde el punto privilegiado del cambio resulta imposible distinguir el espacio del tiempo o el objeto del sujeto. El eclipse del tiempo interno (y su órgano, el sentido temporal “íntimo”) significa que leemos nuestra subjetividad en las cosas exteriores: los antiguos cuartos de hotel de Proust, como viejos servidores, le recordaban respetuosamente cada mañana cuántos años tenía y si estaba de vacaciones o “en casa”, y dónde; esto es, le decían su nombre y le proporcionaban una identidad, como una tarjeta de visita en una bandeja de plata. Como el hábito, la memoria, el reconocimiento, las cosas materiales hacen eso por nosotros (de la forma en que los criados supuestamente nos proveían nuestros medios de vida, de acuerdo con Villiers de l’Isle Adam). La subjetividad es un asunto objetivo, y basta cambiar el decorado y la puesta en escena, reamueblar las habitaciones o destruirlas en un bombardeo aéreo para que un nuevo sujeto, una nueva identidad, surjan milagrosamente de las ruinas de los antiguos.
El fin del dualismo sujeto-objeto, sin embargo —que tantos ideólogos anhelaron durante tanto tiempo— trae con él retroparadojas ocultas, como explosivos escondidos: por ejemplo, las de Paul Virilio en War and Cinema, que muestra cómo la aparente velocidad del mundo exterior es en sí misma una función de las demandas de representación. Tal vez no el resultado de alguna nueva idea subjetiva de la velocidad que se proyecta en un exterior inerte, como en los estereotipos del idealismo clásico, sino antes bien la tecnología frente a la naturaleza. El aparato —y muy especialmente el fotográfico y fílmico— plantea sus propias exigencias a la realidad, que ésta, como en la Guerra del Golfo, luego brega por cumplir (como una foto tomada con disparador automático en que pueda verse al propio fotógrafo deslizarse sin aliento en su lugar al final de una fila de rostros ya en pose):
La desaparición del efecto de proximidad en la prótesis del viaje acelerado hizo necesario crear una aparición completamente simulada que restableciera íntegramente la tridimensionalidad del mensaje. Ahora se iba a comunicar al espectador una prótesis holográfica de la inercia del comandante de las fuerzas militares, y aquél extendería su mirada en el tiempo y en el espacio mediante pinceladas constantes, aquí y allá, hoy y ayer […]. Ya evidente en el flashback y luego en la retroalimentación, esta miniaturización del significado cronológico fue el resultado directo de una tecnología militar en que los acontecimientos siempre se desarrollaban en un tiempo teórico.[1]
Semejante “retomo de lo reprimido” (una designación anticuada y hoy relativamente metafórica para ello, sin lugar a dudas) significa que la eliminación del sujeto no nos deja con el objeto wie es eigentlich gewesen, sino más bien con una multiplicidad de simulacros. El argumento de Virilio, como el de tantos otros hoy en día, es que el cine es el sujeto verdaderamente centrado, tal vez incluso el único: la esquizia deleuziana es sólo una idea confusa y contradictoria junto con este aparato que, triunfalmente, absorbe en sí mismo el antiguo polo sujeto-objeto. Pero plantea la embarazosa cuestión secundaria de si, para empezar, en ese caso hubo alguna vez un sujeto (centrado): ¿alguna vez tuvimos que esperar? ¿Es el aburrimiento una ficción de la imaginación junto con su prima, la eternidad? ¿Hubo alguna época en que las cosas parecían no cambiar? ¿Qué hacíamos antes de las máquinas? Toda carne es polvo: y la vida en la antigua polis nos sorprende como más frágil y efímera que cualquier cosa de la ciudad moderna, aun cuando tendríamos que recordar cuántos cambios sobrellevó esta última. Es como si una ilusión de permanencia más lenta acompañara el presente vivido como una proyección óptica, enmascarando un cambio que sólo resulta visible cuando aparece fuera del marco temporal.
Pero expresarlo de este modo es medir un abismo y asegurarnos de todo lo que es radicalmente diferente de los proyectos formales y las “percepciones del tiempo” modernistas en la distribución posmoderna, donde lo antes clásico se ha enmascarado como pura moda, si bien la de un mundo más lento y más vasto que tardó siglos en cruzarse en caravana o carabela, y a través de cuyo tiempo adensado, como si fuera un elemento viscoso, los objetos bajaban tan lentamente que adquirían una pátina que parecía transformar sus contingencias en las necesidades de una tradición llena de significado. Para una población mundial, los lenguajes de la Atenas de Pericles ya no pueden ser más normativos que los de otros estilos tribales (aunque es muy fácil imaginar un operativo cultural del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en el cual las “grandes civilizaciones” hicieran un fondo común con sus diversas tradiciones clásicas con vistas a imponer un canon clásico más generalizadamente “humano”): con ello también el tiempo se convierte en multicultural y los reinos hasta aquí herméticos de la demografía y el impulso industrial empiezan a colarse uno en el otro, como si hubiera ciertas analogías entre grandes multitudes de personas y vertiginosos niveles de velocidad. Ambos hacen patente entonces el fin de Jo moderno en una conjunción renovada y paradójica, como cuando los nuevos estilos parecen agotados a raíz de su misma proliferación, mientras sus portadores, los creadores, profetas, genios y adivinos individuales, se encuentran repentinamente sin audiencia debido a la pura densidad de población (si no a la realización del ethos democrático como tal).
Mis referencias han sugerido que la nueva temporalidad absoluta tiene todo que ver con lo urbano, sin subrayar, en ese caso, el requisito de revisitar nociones tradicionales de lo urbano como tal, a fin de adaptar su posnaturalidad a las tecnologías de la comunicación, así como de la producción, y marcar la escala descentrada y casi global sobre la que se despliega lo que solía ser la ciudad. Lo moderno todavía tenía algo que ver con la arrogancia de los habitantes urbanos para con los provincianos, ya se tratara de un provincianismo de campesinos, culturas distintas y colonizadas o simplemente el propio pasado precapitalista: esa satisfacción más profunda de ser absolutamente moderno se disipa cuando las tecnologías modernas están en todas partes, ya no hay provincias e incluso el pasado llega a parecer algo así como un mundo alternativo, más que una fase imperfecta y primitiva de éste. Mientras tanto, los mismos moradores urbanos o metropolitanos “modernos” de décadas anteriores llegaron del campo o al menos todavía podían constatar la coexistencia de mundos desiguales; eran capaces de apreciar el cambio de una manera que resulta imposible una vez que la modernización está relativamente terminada (y no es ya un proceso aislado, antinatural y amilanante que se destaca a simple vista). Se trata de una desigualdad y una coexistencia que también pueden inscribirse en un sentimiento de pérdida, como ocurre con los lentos cambios y demoliciones parciales del París de Baudelaire, que hace casi literalmente las veces de correlativo objetivo de su experiencia del tiempo que pasa: en Proust, todo esto, aunque al parecer más intensamente elegiaco (y que en todo caso sobrecarga el texto mismo de Baudelaire), ya ha sido subjetivizado, como si lo que se añorara fueran el yo y su pasado y no sus casas (pero el lenguaje de Proust lo dice mejor: “la muraille de l’escalier oú je vis monter le reflet de sa bougie, n’existeplus depuis longtemps”,[2] como lo hace su construcción espacial de la trama). Hoy se ha modificado el significado mismo de la demolición, junto con el de edificio: se convirtió en un proceso posnatural generalizado que pone en cuestión el propio concepto de cambio y la noción heredada del tiempo que lo acompañaba.
Tal vez sea más fácil dramatizar estas paradojas en el ámbito filosófico y crítico que en el estético, para no mencionar el urbanismo como tal. Puesto que la demolición definió seguramente la vocación del intelectual moderno desde que el Ancien Régime tendió a identificar su misión con la crítica y la oposición a las instituciones e ideas establecidas: ¿qué mejor figura para caracterizar la forma fuerte del intelectual cultural desde los philosophes de la Ilustración hasta Sartre (a quien se llamó el último de los intelectuales clásicos), si no más allá? Es una figura que pareció presuponer una omnipresencia del Error, diversamente definido como superstición, mistificación, ignorancia, ideología de clase e idealismo filosófico (o “metafísica”), de manera tal que eliminarlo mediante operativos de demistificación deja un espacio en el que la ansiedad terapéutica va de la mano con una autoconciencia y una reflexividad realzadas en varios sentidos, si no, en rigor, con la Verdad como tal. Al intentar restaurar, junto con esta tradición negativa, la otra misión del intelectual, el restablecimiento del sentido, Ricoeur dramatizó agudamente todo lo que las diversas hebras de lo que llamó la “hermenéutica de la sospecha” tenían en común, desde la Ilustración y su relación con la religión hasta la relación destructiva con la “metafísica occidental”, haciendo hincapié sobre todo en los grandes momentos formativos de Marx, Nietzsche y Freud, a quienes hasta los intelectuales posmodernos, de una u otra manera, aún deben obediencia conjunta.
Lo que cambió, entonces, es quizás el carácter del terreno en que se llevan a cabo estos operativos: así como el período transicional entre las sociedades aristocráticas y clericales del Ancien Régime y las capitalistas industriales y democráticas de masas fue mucho más prolongado y lento de lo que solemos creer (Amo Mayer sugiere que residuos significativos de las primeras sobrevivieron en Europa hasta el final de la Segunda Guerra Mundial), también el papel objetivo de los intelectuales en la implementación de la revolución cultural de la modernización siguió siendo progresista durante mucho tiempo. Pero el proceso mismo con frecuencia tendió a impresionar tanto a observadores como participantes por sus energías autoperpetuadoras e incluso autodevoradoras. No es sólo la Revolución la que se come a sus hijos; gran número de visiones de pura negatividad también lo hacen, desde la descripción de Hegel de la libertad y el Terror hasta la lóbrega teoría de la escuela de Francfurt sobre la “dialéctica de la Ilustración” como una máquina infernal, propensa a extirpar toda huella de trascendencia (incluidas la crítica y la negatividad misma).
Dichas visiones parecen aún más pertinentes para sociedades unidimensionales como la nuestra, en la que se ha tendido a eliminar lo residual, en la forma de hábitos y prácticas de otros modos de producción, de manera que podría ser posible formular la hipótesis de una modificación o desplazamiento en la función misma de la propia ideología y crítica. Ésta es al menos la posición de Manfredo Tafuri, que propone una especie de análisis funcionalista del intelectual de vanguardia, cuya “fase antiinstitucional” implicó esencialmente “la crítica de valores gastados”.[3] Sin embargo, el éxito mismo de dicha misión, coextensa con las luchas modernizadoras del propio capital, “sirve para preparar una plataforma de limpieza total desde la cual se pueda partir al descubrimiento de las nuevas ‘tareas históricas’ del trabajo intelectual”.[4] No es de sorprender que Tafuri identifique estas nuevas tareas “modernizadoras” con la racionalización como tal: “Lo que las ideologías de la vanguardia introdujeron como una propuesta para la conducta social fue la transformación de la ideología tradicional en Utopía, como una prefiguración de un abstracto momento final de desarrollo coincidente con una racionalización global, una realización positiva de la dialéctica”.[5] Las formulaciones de Tafuri se vuelven menos crípticas cuando se comprende que para él el keynesianismo debe entenderse como una planificación, una racionalización del futuro.
Así vista, la demistificación en el período contemporáneo tiene su propia y secreta “astucia de la historia”, su propia función interna y una misión oculta de alcance histórico y mundial; a saber, hacer una limpieza total del planeta para favorecer las manipulaciones de las grandes corporaciones, mediante la destrucción de las sociedades tradicionales (no meramente la Iglesia y las viejas aristocracias sino, sobre todo, los campesinos y sus modos de producción agrícola, su tierra comunal y sus aldeas): preparar un presente puramente fungible en el cual tanto el espacio como las psiques puedan procesarse y rehacerse a voluntad con una “flexibilidad” ante la que la creatividad de los ideólogos que se afanan acuñando nuevos adjetivos resplandecientes para describir las potencialidades del “posfordismo” apenas puede mantenerse. En estas circunstancias, la demolición empieza a asumir nuevos matices ominosamente urbanísticos y a connotar las especulaciones de los urbanistas mucho más que las heroicas luchas anteriores de los intelectuales opositores; en tanto que esas objeciones y críticas a la demolición misma quedan relegadas al plano de una moralización fastidiosa y se debilitan a sí mismas en virtud de su vivida dramatización de mentalidades pasadas de moda que de todas maneras es mejor demoler (“denn alies, was entsteht / Ist wert, dass es zugrunde geht”).
Éstas son ahora paradojas de los medios de comunicación, resultantes de la velocidad y del tempo del proceso crítico, así como de la forma en que todas las posiciones ideológicas y filosóficas como tales se han transformado en el universo mediático en sus propias “representaciones” (como podría haberlo expresado Kant); en otras palabras, en imágenes de sí mismas y caricaturas en las que consignas identificables sustituyen a creencias tradicionales (éstas, en efecto, fueron obligadas a transformarse justamente en esas posiciones ideológicas reconocibles a fin de operar en el mercado de los medios). Esta es la situación en que es más fácil captar el valor progresista de modos conservadores o residuales de resistencia a lo nuevo que evaluar el alcance de posiciones ostensiblemente liberales de izquierda (que, como en el modelo de Tafuri, a menudo demuestran ser funcionalmente indiscernibles de los requisitos estructurales del mismo sistema). El diagnóstico también proyecta el espejismo de alguna posible barrera del sonido, como una línea delatora que se desdibuja contra el cielo; y efectivamente, la pregunta obvia sobre cuánta velocidad puede soportar el organismo humano tal vez cumpla su parte en los renacimientos naturalistas; en tanto que en sí mismo, el nuevo hecho parece ofrecer una fugaz pero vivida dramatización de la antigua ley de Engels acerca de la transformación de la cantidad en calidad (o al menos de la imagen residual de esa “ley”).
De esta forma, la paradoja desde la que debemos emprender la marcha es la equivalencia entre un índice de cambios sin paralelos en todos los niveles de la vida social y una estandarización sin precedentes de todo —sentimientos y bienes de consumo, lenguaje y espacio edificado— lo que parezca incompatible con esa mutabilidad. Es una paradoja que todavía puede conceptualizarse, pero en proporciones inversas: la de la modularidad, por ejemplo, donde la estandarización misma permite la intensificación del cambio, y los módulos prefabricados, presentes por doquier desde los medios hasta una vida privada en lo sucesivo estandarizada, desde la naturaleza mercantilizada hasta la uniformidad de equipamiento, posibilitan que se sucedan unas a otras milagrosas reconstrucciones, como en el video fractal. El módulo constituiría entonces la nueva forma del objeto (el nuevo resultado de la reificación) en un universo informacional: ese punto kantiano en que la materia prima se organiza repentinamente por categorías en una unidad apropiada.
Pero la paradoja también puede incitarnos a repensar nuestra concepción del cambio. Si la mejor forma de representar el cambio absoluto en nuestra sociedad es la rápida modificación de los escaparates de los negocios, que suscita el interrogante filosófico sobre lo que cambia realmente citando los video clubes son reemplazados por tiendas de ropa informal, entonces la formulación estructural de Barthes llega a tener mucho de recomendable, a saber, que es crucial distinguir entre ritmos de cambio inherentes al sistema y programados por éste, y un cambio que reemplaza todo un sistema por otro. Pero ése es un punto de vista que reaviva paradojas del tipo de la de Zenón, derivada de una concepción parmenídea del ser que, como es por definición, no puede pensarse ni siquiera momentáneamente en transformación y menos aún dejando de ser aunque sea por un instante.
La “solución” a esta paradoja en particular se encuentra, desde luego, en la comprensión (en la que insistieron vigorosamente Althusser y sus discípulos) de que cada sistema —mejor aún, cada “modo de producción”— produce una temporalidad que le es específica: sólo si adoptamos una concepción kantiana y ahistórica del tiempo como una categoría absoluta y vacía puede la temporalidad singularmente repetitiva de nuestro propio sistema convertirse en un objeto de perplejidad y llevar a la reformulación de estas viajes paradojas lógicas y ontológicas.
No obstante, tal vez no carezca de efectos terapéuticos el hecho de permanecer durante un buen tiempo hipnotizados por la visión atribuida a Parménides, de la que, por más que sea poco válida para la naturaleza, bien podría pensarse que captura cierta verdad de nuestro momento social e histórico: una fulgurante estasis de ciencia ficción en la que las apariencias (simulacros) surgen y desaparecen sin cesar, sin la trascendente totalidad hechizada de todo lo que siempre aletea durante el más breve de los instantes o siquiera vacila momentáneamente en su prestigio ontológico.
Aquí, es como si la lógica de la moda, acompañando la múltiple penetración de sus imágenes omnipresentes, hubiera empezado a trabarse e identificarse con el tejido social y psíquico que tiende a convertirla en la lógica misma de nuestro sistema en su conjunto. La experiencia y el valor del cambio perpetuo llegan con ello a gobernar el lenguaje y los sentimientos, por lo menos tanto como los edificios y la ropa de esta sociedad en particular, al extremo de que ni siquiera el significado relativo permitido por el desarrollo desigual (¿o “sincronicidad no sincrónica”?) es ya comprensible, y el valor supremo de lo Nuevo y la innovación, tal como lo comprendieron tanto el modernismo como la modernización, se desvanece frente a una corriente constante de ímpetu y variación que en algún límite exterior parece estable e inmóvil.
Lo que alborea entonces es la comprensión de que nunca hubo una sociedad tan estandarizada como ésta, y que la corriente de la temporalidad humana, social e histórica jamás fluyó con tanta homogeneidad. Aun el gran aburrimiento o tedio del modernismo clásico requería algún punto de privilegio o posición subjetiva fantaseada al margen del sistema; nuestras estaciones, en cambio, son de la variedad televisiva o mediática posnatural y postastronómica, triunfalmente artificial gracias a la capacidad de sus imágenes de la National Geographic o el Canal del Clima: de modo que sus grandes rotaciones —en los deportes, los nuevos modelos de autos, la moda, la televisión, el año lectivo o rentrée, etcétera— remedan por conveniencia comercial ritmos antes naturales y reinventan imperceptiblemente categorías tan arcaicas como la semana, el mes, el año, sin nada de la frescura y la violencia de, digamos, las innovaciones del calendario revolucionario francés.
Lo que ahora empezamos a sentir, en consecuencia —y lo que empieza a surgir como una constitución más profunda y fundamental de la posmodernidad misma, al menos en su dimensión temporal—, cuando todo se somete al cambio perpetuo de la moda y la imagen mediática, es que ya nada puede cambiar. Éste es el sentido del renacimiento de ese “fin de la historia” que Alexandre Kojéve creyó encontrar en Hegel y Marx, y consideró que significaba cierto logro final de la igualdad democrática (y el valor igual de los sujetos económicos y jurídicos individuales) tanto en el capitalismo norteamericano como en el comunismo soviético, para sólo después identificar una variante significativa en lo que llamó el “snobisme” japonés, pero que hoy podemos señalar como la posmodernidad misma (el libre juego de las máscaras y los roles sin contenido ni sustancia). En otro sentido, por supuesto, éste es simplemente el viejo “Fin de la ideología” con creces, y cuenta cínicamente con el marchitamiento de la esperanza colectiva en un clima mercantil particularmente conservador. Pero el fin de la historia también es la forma final de las paradojas temporales que hemos tratado de dramatizar aquí: a saber, que una retórica del cambio absoluto (o “revolución permanente” en algún nuevo sentido tendencioso y especioso) no es, para lo posmoderno, más satisfactorio (pero tampoco menos) que el lenguaje de la identidad absoluta y la estandarización sin cambios cocinado por las grandes corporaciones, cuyas mejores ilustraciones del concepto de innovación son el neologismo y el logo y sus equivalentes en el ámbito del espacio edificado, la cultura corporativa del “estilo de vida” y la programación psíquica. La persistencia de lo Mismo a través de la Diferencia absoluta —la misma calle con diferentes edificios, la misma cultura a través de nuevas e importantes mudas de piel— desacredita el cambio, dado que en lo sucesivo la única transformación radical imaginable consistiría en poner fin al cambio mismo. Pero aquí la antinomia resulta realmente en el bloqueo o parálisis del pensamiento, ya que la imposibilidad de pensar otro sistema salvo mediante la erradicación de éste termina por desacreditar la misma imaginación utópica, fantaseada como la pérdida de todo lo que sabemos por experiencia, desde nuestras investiduras libidinales hasta nuestros hábitos psíquicos, y en especial las excitaciones artificiales del consumo y la moda.
La estasis o Ser parmenídeo, sin lugar a dudas, conoce al menos un acontecimiento irrevocable, a saber, la muerte y el paso de las generaciones: en la medida en que el sistema del simulacro o ilusión parmenídea es muy reciente, constituido en lo que llamamos posmodernidad, la temporalidad de las generaciones en toda su discontinuidad mortal todavía no es visible en los resultados, excepto retroactivamente y como un imperativo historiográfico materialista. Pero la muerte misma, como la violencia del cambio absoluto, en la forma de la no imagen —ni siquiera cuerpos que se descomponen fuera del escenario sino más bien algo persistente, como un olor que circula a través de la luminosa inmovilidad de este mundo sin tiempo—, es ineludible y sin sentido, dado que se ha destruido todo marco histórico que sirviera para interpretar y situar las muertes individuales (al menos para sus sobrevivientes). Una especie de violencia absoluta, entonces, la abstracción de la muerte violenta, es algo así como el correlativo dialéctico de este mundo sin tiempo o historia.
Pero es más adecuado concluir esta sección con una observación sobre la relación de esta paradoja temporal —el cambio absoluto es igual a la estasis— con la dinámica del nuevo sistema global, porque también aquí podemos observar una borradura de las temporalidades que parecían gobernar un período anterior de la modernidad, tanto del modernismo como de la modernización. Puesto que en él, la mayoría de las sociedades del Tercer Mundo se vieron desgarradas por una penetración de la modernización occidental que suscitó contra sí —en toda la variedad de formas culturales características de esas sociedades muy diferentes— una contraposición que en general podría describirse como tradicionalismo: la afirmación de una originalidad cultural (y a veces religiosa) que tenía la capacidad de resistir la asimilación por parte de la modernidad occidental y era efectivamente preferible a ella. Ese tradicionalismo, desde luego, era una construcción por derecho propio, originado, por decirlo así, por las actividades mismas de los modernizadores (en cierto sentido más limitado y específico que el hoy ampliamente aceptado, que sostiene que todas las tradiciones y pasados históricos son en sí mismos necesariamente inventados y construidos). Sea como fuere, lo que queremos afirmar hoy es que este segundo término reactivo o antimoderno de la tradición y el tradicionalismo ha desaparecido de la realidad de todas las ex sociedades colonizadas o del Tercer Mundo, donde un neotradicionalismo (como en ciertos renacimientos chinos del confucianismo o en los fundamentalísimos religiosos) se percibe en la actualidad más bien como una elección política y colectiva deliberada, en una situación en la que poco queda de un pasado que debe reinventarse por completo.
Lo cual significa decir que, por un lado, en lo sucesivo no existe en las sociedades del Tercer Mundo otra cosa que lo moderno; pero también, por el otro, corregir este enunciado con la salvedad de que en tales circunstancias, donde sólo existe lo moderno, éste debe hoy rebautizarse como “posmoderno” (dado que lo que llamamos moderno es la consecuencia de la modernización incompleta y debe definirse necesariamente contra una residualidad no moderna que ya no existe en la posmodernidad como tal o, mejor, cuya ausencia define esta última). También aquí, entonces, pero en un nivel social e histórico, la temporalidad que prometía la modernización (en sus diversas formas productivistas capitalistas y comunistas) ha quedado eclipsada en beneficio de una nueva condición en que la temporalidad anterior ya no existe, dejando una apariencia de cambios aleatorios que son mera estasis, un desorden tras el fin de la historia. Entretanto, es como si lo que solía caracterizarse como el Tercer Mundo hubiese entrado en los intersticios del Primero, ya que éste también se desmoderniza y des industrial iza, y presta a la antigua otredad colonial algo de la identidad centrada de la ex metrópoli.
Con esta ampliación de la paradoja temporal a una escala global, también resulta clara otra cosa, una especie de segunda paradoja o antinomia que empieza a hacer sentir su presencia detrás y tal vez incluso dentro de la primera. En efecto, la repetida caracterización espacial de la temporalidad en estas páginas —desde Proust hasta los escaparates, desde el cambio urbano hasta el “desarrollo” global— empieza ahora a recordamos que si es cierto que la posmodernidad se destaca por cierta espacialización esencial, entonces todo lo que hemos tratado de elaborar en términos de temporalidad habrá pasado necesariamente, en primer lugar, a través de una matriz espacial para llegar a la expresión. Si el tiempo se redujo en sustancia a la violencia más puntual y el cambio mínimo irrevocable de una muerte abstracta, quizá podamos afirmar entonces que en lo posmoderno el tiempo se convirtió en cierto modo en espacio. La antinomia fundacional de la descripción posmoderna radica por lo tanto en el hecho de que esta primera oposición binaria, junto con la identidad y la diferencia mismas, ya no es una oposición como tal, y revela incesantemente haber estado de acuerdo con su otro polo de una manera más bien diferente de la antigua proyección dialéctica de atrás para adelante, la clásica metamorfosis dialéctica. Para ver qué implica esto, es necesario que nos refiramos ahora a la otra antinomia espacial, que al parecer repetimos todo el tiempo en su versión temporal, con vistas a determinar si la espacialidad tiene alguna genuina prioridad temática.
II
Por lo menos es seguro que no se repite aquí la forma por la cual una dimensión de la antítesis necesariamente se expresa por medio del carácter figurativo de la otra, con el tiempo que requiere para hacerlo en términos espaciales; en este sentido, la antítesis tiempo-espacio tampoco es simétrica o reversible. El espacio no parece exigir una expresión temporal; si no es lo que prescinde absolutamente de ese carácter figurativo temporal, podría decirse entonces, como mínimo, que es lo que reprime absolutamente la temporalidad y esa figuratividad, en beneficio de otras figuras y códigos. Si la Diferencia y la Identidad están en juego tanto en la antinomia temporal como en la espacial, entonces la diferencia preponderante en las consideraciones del espacio no es tanto la del cambio en ninguna comprensión temporal de la forma como, más bien, la variedad y la infinidad, la metonimia y —para llegar a una versión más influyente y aparentemente definitiva y omniabarcativa— la heterogeneidad.
Históricamente, las aventuras del espacio homogéneo y heterogéneo se contaron la mayoría de las veces en términos del coeficiente de lo sagrado y los rebaños de fieles en que esta desparejamente invertido: en cuanto a su presunta contraparte, lo profano, uno supone, sin embargo, que es una proyección temporal hacia atrás de pueblos postsagrados y comerciales para imaginar que era en sí mismo cualquier cosa o cualidad únicas (una no cualidad, más bien); una proyección, en efecto, para pensar, ante todo, que alguna vez existió un dualismo simple de lo profano y lo sagrado. Puesto que cabe suponer que lo sagrado significó en primer lugar heterogeneidad y multiplicidad: un no valor, un exceso, algo irreductible al sistema o al pensamiento, a la identidad, en la medida en que no solamente se repita a sí mismo sino a su contrapartida, al postular los espacios para una vida pueblerina normal junto con montones de basura ctónica de lo im-monde (la versión de Henri Lefebvre, en The Production of Space)[6] pero también los espacios vacíos del yermo y del desierto, los vacíos estériles que puntúan tantos paisajes naturalmente expresivos. Puesto que por definición debe de haber habido también tantos tipos o clases de lo sagrado como poderes, y hay que despojar a estas palabras de sus débiles tonalidades arcaicas antes de comprender que abstracciones como sagrado o poder tienen, frente a las realidades que pretendían designar, más o menos la misma fuerza expresiva que la abstracción color para la variedad de intensidades que absorben nuestra mirada.
Esto también se refiere al significado del paisaje, cuya versión moderna secular y pintada es un desarrollo muy reciente, como nos lo recordaron con tanta frecuencia intérpretes tales como Deleuze o Karatani. Vacilo en caer en las fantasías de románticos como Runge, con sus lenguajes de las plantas; pero es indudable que son fantasías atractivas, al menos hasta que se estabilizan socialmente en la forma del kitsch (con su “lenguaje de las flores”). Esas nociones de un espacio que en cierto modo está significativamente organizado y a un paso de hablar, una especie de pensamiento articulado que no logra alcanzar su traducción definitiva en proposiciones o conceptos, en mensajes, en última instancia encuentran su justificación y defensa teórica en la descripción que Lévi-Strauss hace en La Pensée sauvage de la “ciencia perceptiva” prefilosófica;[7] mientras que su estética alcanza al menos una especie de clímax en la lectura clásica del mismo antropólogo sobre los indios de la costa noroeste del Pacífico, La Geste d’Asdiwal, donde los diversos paisajes, desde los congelados yermos del interior hasta el río y la costa misma, hablan lenguajes múltiples (incluidos los del modo económico de producción y de la estructura de parentesco) y emiten una notable gama de mensajes articulados.
Este tipo de análisis neutraliza eficazmente la vieja oposición entre lo racional y lo irracional (y todas las oposiciones satélites —primitivo versus civilizado, varón versus mujer, Occidente versus Oriente— que se fundan en ella), ya que sitúa la dinámica del significado en textos que preceden a la abstracción conceptual: de inmediato se abre con ello una multiplicidad de niveles que ya no pueden asimilarse al racionalismo weberiano, el pensamiento instrumental, las reificaciones y las represiones de lo estrechamente racional o conceptual. Debe caracterizárselo entonces como heterogeneidad; y podemos seguir adelante para describir las articulaciones sensoriales de su objeto, en los paisajes móviles de Asdiwal, como espacio heterogéneo. Como lo demostró célebremente Derrida en uno de los documentos inaugurales de lo que más adelante recibiría el nombre de postestructuralismo (“Structure, Sign, and Play”),[8] el análisis de Lévi-Strauss sigue centrado en cierto modo en significados homólogos: no logra llegar a lo que en última instancia es aleatorio e indecidible; insiste en aferrarse como si fuera un salvavidas al concepto mismo de significado propiamente dicho; y en una situación que debería poner fin a ese concepto, ni siquiera alcanza la apertura de la polifonía o heteroglosia bajtiniana, dado que todavía hay una entidad colectiva —la tribu— que habla a través de sus multiplicidades.
Pero eso se convierte luego en el fracaso de Lévi-Strauss en alcanzar la verdadera heterogeneidad, más que la insuficiencia histórica de este último concepto como tal, sobre el cual la obra de toda la vida de Bataille demuestra que existe en situación y, como el surrealismo del que se deriva y al que repudia, es una reacción estratégica contra un estado moderno de las cosas. Esto nos lleva a preguntarnos si la heterogeneidad puede significar en realidad algo convenientemente subversivo mientras la homogeneidad no surja históricamente, para conferirle el valor y la fuerza de una táctica de oposición específica. Lo que tiene que describirse, por lo tanto, no es tanto el prestigio de dichas formas de multiplicidad y exceso que atestan la mente moderna racional y la censuran, como sus valores como reacciones contra ella, cuya proyección en el pasado es a lo sumo un asunto dudoso y sospechoso. El objeto previo de la descripción es más bien la colonización gradual del mundo, precisamente por esa homogeneidad cuya tendencia a la conquista Bataille (como tantos otros) tuvo por misión histórica impugnar, junto con la introducción de formas de identidad que sólo a posteriori permiten que la ilusión anacrónica de heterogeneidad y diferencia llegue a parecer la lógica de lo que ellas organizaron y aplanaron.
En lo que se refiere al espacio, ese proceso seguramente puede identificarse con cierta precisión: es el momento en que el sistema occidental de propiedad privada de bienes raíces desplaza los diversos sistemas de tenencia de la tierra con los que se enfrenta en el transcurso de sus sucesivas ampliaciones (o, en la situación europea, de los que surge gradualmente por primera vez por derecho propio). Un lenguaje de la violencia —en otras circunstancias perfectamente apropiado para estas sustituciones y aún observable en asentamientos de colonos como los israelíes y también en las diversas “transiciones al capitalismo” en Europa del Este— tampoco revela de qué manera el reemplazo de un sistema legal más consuetudinario por otro es una cuestión de cálculo y estrategia política elaborada.[9] La violencia, sin duda, siempre estuvo implícita en la concepción misma de la propiedad como tal cuando se aplicaba a la tierra; ante todo, es un misterio singularmente ambivalente el que seres mortales, generaciones de organismos que mueren, hayan imaginado que podían “poseer” en cierto modo partes de la tierra. Las formas anteriores de propiedad de ésta (así como las formas socialistas más recientes, que, de manera similar, varían de país en país) al menos postulaban a la colectividad como el gobernador inmortal a cuya administración se entregaban porciones de suelo; nunca fue tarea fácil o sencilla, tampoco, deshacer estas relaciones sociales y reemplazarlas por las aparentemente más evidentes y manejables basadas en la propiedad individual y un sistema jurídico de sujetos equivalentes; en este aspecto, la Alemania del Este de hoy se parece a lo que los norteamericanos tuvieron que hacer con el sur conquistado luego de la Guerra Civil, en tanto los asentamientos israelíes a menudo nos recuerdan el brutal desplazamiento de las sociedades norteamericanas nativas en el oeste de los Estados Unidos.
El asunto es, sin embargo, que cuando se invoca la oposición temática de heterogeneidad y homogeneidad, el referente último sólo puede ser este brutal proceso: los efectos resultantes del poder del comercio y luego el capitalismo propiamente dicho —lo que equivale a decir el puro número como tal, ahora podado y despojado de sus heterogeneidades mágicas y reducido a equivalencias— para apoderarse de un paisaje y aplanarlo, redistribuirlo en una cuadrícula de parcelas idénticas y exponerlo a la dinámica de un mercado que ahora reorganiza el espacio en términos de un valor idéntico. El desarrollo del capitalismo distribuye luego ese valor de la manera más desigual, por cierto, hasta que al fin, en su momento posmoderno, la pura especulación, en cuanto algo así como el triunfo del espíritu sobre la materia, la liberación de la forma del valor de cualquiera de sus anteriores contenidos concretos o terrenales, reina entonces suprema y devasta las mismas ciudades y campiñas que había creado en el proceso de su desarrollo previo. Pero todas esas formas ulteriores de violencia y homogeneidad abstractas se derivan del parcelamiento inicial, que vuelve a trasladar al espacio mismo la forma monetaria y la lógica de la producción de mercancías para el mercado.
Nuestro propio período también nos enseña que la contradicción fundamental en esta reorganización del espacio, que procura extirpar formas consuetudinarias más antiguas de tenencia colectiva de la tierra (que luego vuelven a colarse en la imaginación histórica moderna con el aspecto de concepciones religiosas o antropológicas de “lo sagrado” o de la heterogeneidad arcaica), debe identificarse con lo que solíamos igualmente llamar agricultura, cuando se asociaba a un campesinado e incluso a pequeños agricultores. En un sistema global posmoderno, en que la tendencia de una población campesina antes abrumadoramente mayoritaria a caer hasta un siete u ocho por ciento de la nación puede observarse en todas partes, tanto en los países que se modernizan como en los “avanzados”, la relación entre la agricultura campesina y la cultura tradicional se ha vuelto muy clara: la segunda sigue a la primera en su camino hacia la extinción, y todas las grandes culturas precapitalistas demuestran haber sido campesinas, excepto cuando se basaban en la esclavitud. (Entretanto, en lo que se refiere a lo que hasta hoy pasó por una cultura capitalista —una “alta cultura” específicamente capitalista, quiero decir—, también se la puede identificar como la forma en que una burguesía imitó y remedó las tradiciones de sus predecesores feudales aristocráticos, tendientes a eclipsarse a la par de su recuerdo para dar paso, junto con la anterior conciencia de clase burguesa clásica, a la cultura de masas; en rigor de verdad, a una cultura de masas específicamente norteamericana, sin más).
Pero la posibilidad misma de una nueva globalización (la expansión del capital más allá de sus límites previos en su segunda fase, “imperialista”) dependió de una reorganización agrícola (a veces llamada revolución verde debido a sus innovaciones tecnológicas y particularmente químicas y biológicas) que efectivamente transformó a los campesinos en trabajadores agrícolas y las grandes propiedades o latifundios (así como los enclaves aldeanos) en agroempresas. Pierre-Philippe Rey ha sugerido, en efecto, que comprendamos la relación de los modos de producción entre sí como de imbricación o articulación, más que de simple sustitución: en este aspecto, señala que la segunda etapa o momento “moderno” del capital —la fase del imperialismo— conservó en la agricultura un anterior modo precapitalista de producción y lo mantuvo intacto, explotándolo de una manera accesoria y obteniendo capitales gracias a una mano de obra extensiva y horarios y condiciones inhumanos, a partir de relaciones esencialmente precapitalistas.[10] La nueva etapa multinacional se caracteriza luego por barrer dichos enclaves y asimilarlos por completo al propio capitalismo, con su mano de obra asalariada y sus condiciones laborales: en este momento, la agricultura —culturalmente distintiva e identificada en la superestructura como el Otro de la naturaleza— se convierte en una industria como las demás, y los campesinos en simples trabajadores cuyo trabajo se transforma clásicamente en mercancía en términos de equivalencias de valor. Esto no significa decir que la mercantilización esté parejamente repartida en todo el planeta o que todas las zonas hayan sido igualmente modernizadas o posmodernizadas; lo que señala, antes bien, es que la tendencia a la mercantilización mundial es mucho más visible e imaginable de lo que lo fue en el período moderno, en el que todavía existían tenaces realidades de la vida premoderna que ponían trabas al proceso. El capital, como lo mostró Marx en los Grundrisse, tiende necesariamente hacia el límite exterior de un mercado mundial que también es su última situación de crisis (dado que entonces ya no es posible ninguna expansión ulterior); hoy en día, esta teoría es para nosotros mucho menos abstracta que en el período moderno; señala una realidad conceptual que ni la teoría ni la cultura pueden posponer ya para alguna agenda futura.
Pero decir eso es evocar la tachadura de la diferencia en una escala mundial y transmitir una visión del triunfo irrevocable de la homogeneidad espacial sobre cualesquiera heterogeneidades que todavía puedan fantasearse en términos de espacio global. Quiero destacar esto como un planteamiento ideológico, que incluye todos los temores ecológicos suscitados en nuestro período (la contaminación y sus acompañamientos también se presentan como un signo de mercantilización y comercialización universales): puesto que en esta situación, la ideología no es falsa conciencia sino una posibilidad de conocimiento, y nuestras dificultades constitutivas para imaginar un mundo más allá de la estandarización global son precisamente indicios y, en sí mismas, rasgos de esa realidad o ser estandarizado.
Tales límites ideológicos, investidos con cierto terror afectivo como una especie de distopía, son compensados luego por otras posibilidades ideológicas que surgen a la vista cuando ya no tomamos el campo sino más bien la ciudad y lo urbano como nuestra perspectiva privilegiada. Desde luego, ésta es una oposición que ya ha dejado huellas significativas en la tradición de la ciencia ficción o la utópica: la antítesis entre una utopía pastoral y una urbana, y en particular la aparente sustitución en años recientes de las imágenes de una utopía aldeana o tribal (Always Corning Home, de Ursula Le Guin [1985], fue virtualmente la última de ellas)[11] por visiones de una realidad urbana inimaginablemente densa (y en ese aspecto, no obstante, en cierto modo imaginada) que se coloca explícitamente en la agenda utópica, como en Trouble on Tritón (1976), de Samuel Delany[12] (o la predicción de Raymond Williams de que el socialismo, si es posible, no será más simple que todo esto sino mucho más complicado), o por mascaradas con una apariencia distópica cuya excitación libidinal más profunda, sin embargo, tiene con seguridad un espíritu profundamente utópico (como la mayor parte del cyberpunk actual).
Una vez más, empero, tenemos que enfrentar las dificultades conceptuales en que nos hunde la desaparición de uno de los términos de una oposición binaria antaño vigente. La desaparición de la naturaleza —la mercantilización del campo y la capitalización de la agricultura en todo el mundo— comienza ahora a socavar su otro término, lo anteriormente urbano. Donde el sistema mundial tiende hoy hacia un enorme sistema urbano —como una siempre prometida modernización cada vez más completa, una promesa que, sin embargo, ha sido ratificada y cumplida de una manera inesperada por la revolución de las comunicaciones y sus nuevas tecnologías: un rumbo del cual las visiones directamente materiales, las pesadillas del “crecimiento descontrolado” desde Boston hasta Richmond o las aglomeraciones urbanas japonesas, son las más simples de las alegorías—, la concepción misma de la ciudad y lo clásicamente urbano pierde su significación y ya no parece ofrecer ningún objeto de estudio delimitado con precisión, ninguna realidad específicamente diferenciada. Antes bien, lo urbano se convierte en lo social en general, y ambos se constituyen y se pierden en una globalidad que en realidad tampoco es su opuesto (como lo fue en el anterior régimen) sino algo así como su extensión exterior, su prolongación en una nueva clase de infinitud.
Ideológicamente, lo que permite esta disolución de las fronteras de la ciudad tradicional y lo clásicamente urbano es un deslizamiento, un desplazamiento, una reinvestidura de las anteriores connotaciones ideológicas y libidinales urbanas en nuevas condiciones. La ciudad siempre pareció ser una promesa de libertad, como lo era en la concepción medieval de lo urbano como el espacio de huida de la tierra y del trabajo y la servidumbre feudales, del poder arbitrario del señor: desde ese punto de vista, el “aire de la ciudad” se convierte ahora precisamente en lo contrario de lo que Marx caracterizó célebremente como “idiotez rural”, la estrechez de las maneras y costumbres de la aldea, el provincianismo de lo rural, con sus ideas fijas y sus supersticiones, y el odio a la diferencia. Aquí, en contraste con la monótona mismidad del campo (que, aunque inexactamente, también se fantasea como un lugar de represión sexual), la variedad y la aventura urbanas clásicamente prometidas, a menudo asociadas con el delito, así como las visiones correspondientes de placer y gratificación sexual, son inseparables de la transgresión y la ilegalidad. ¿Qué sucede, entonces, cuando hasta el campo, hasta esa realidad esencialmente provinciana desaparece, se estandariza, escucha el mismo inglés, ve los mismos programas, consume los mismos bienes que la antigua metrópoli a la que, en los viejos tiempos, esos mismos provincianos y gente del campo anhelaba ir como si se encaminara hacia una liberación fundamental? Creo que el segundo término faltante —tedio provinciano, idiotez rural— se conservó, pero transferido a un tipo diferente de ciudad y de realidad social, a saber, la ciudad del Segundo Mundo y las realidades sociales de una economía sin mercado o planificada. Todos recuerdan el poder abrumador de esa iconografía de la Guerra Fría, que tal vez demuestre ser aún más eficaz hoy, luego del fin de ésta y en lo más reñido de la ofensiva actual de la propaganda y la retórica del mercado, de lo que lo fue en una situación de lucha en que las visiones del terror eran más quintaesencialmente operativas. En la actualidad, sin embargo, es el recuerdo de la monotonía imaginada de la ciudad del Segundo Mundo —con sus magros estantes de bienes de consumo en centros vacíos en los que están ausentes los puntos luminosos de las publicidades, las calles en que faltan las tiendas y los negocios pequeños, la uniformización de las modas de la vestimenta (en lo que la China maoísta es el máximo emblema)— lo que sigue actuando ideológicamente en las campañas en favor de la privatización. La identificación fundamental que hizo Jane Jacobs de un genuino tejido urbano y la vida callejera con la pequeña empresa se reitera ideológicamente sin cesar, sin recordar que ella creía que el diagnóstico se aplicaba por lo menos otro tanto a la ciudad norteamericana o capitalista en la que, aunque de una manera diferente, las corporaciones también expulsaron a los pequeños negocios y crearon desfiladeros de rascacielos sin absolutamente ninguna personalidad urbana.
Esta degradación urbana, que caracteriza al Primer Mundo, se trasladó, sin embargo, a un compartimiento ideológico independiente llamado posmodernismo, donde como corresponde toma su lugar en el arsenal de ataques contra la arquitectura moderna y sus ideales. En cuanto a la ciudad del Segundo Mundo, su visión se enrola más bien al servicio de una operación bastante diferente, a saber, ser el analogon visual y empírico de un mundo completamente programado y dirigido por la intención humana, un mundo, por lo tanto, del que también se excluyen las contingencias del azar, y con ello la promesa de aventura y vida real, de gratificación libidinal. La intención consciente, el plan, el control colectivo, se fantasean entonces como si estuvieran en armonía con la represión y la renuncia, el empobrecimiento instintivo: y como en la polémica posmoderna conexa, la ausencia de ornamento en la ciudad del Segundo Mundo —como si fuera la imposición involuntaria del programa de Adolf Loos— sirve como torva caricatura de los valores utópicos puritanos de una sociedad revolucionaria (así como había cumplido el mismo papel para los valores utópicos igualmente puritanos del alto modernismo en la otra campaña que en cierta teoría reciente en los países del este se vincula explícitamente con ésta de una manera instructiva y reveladora).[13]
Sólo los rasgos espaciales de esta táctica ideológica particular son novedosos: Edmund Burke fue el primero, desde luego, en desarrollar la gran figura antirevolucionaria, de acuerdo con la cual lo que la gente hace consciente y colectivamente no puede sino ser destructivo y el signo de una arrogancia fatal: sólo puede confiarse en el lento crecimiento “natural” de tradiciones e instituciones para constituir un mundo auténticamente humano (un profundo recelo hacia la voluntad y la intención consciente que luego se transmite a cierta tradición romántica en estética). Pero el ataque fundacional de Burke contra los jacobinos apuntaba a la construcción y formación, por parte de la clase media, de la sociedad de mercado, sobre cuyo comercialismo expresaba esencialmente los temores y ansiedades de una formación social anterior en proceso de sustitución. Los teóricos del mercado de la actualidad, sin embargo, introducen las mismas fantasías en defensa de una sociedad de mercado a la que ahora se supone en cierto modo “natural” y profundamente arraigada en la naturaleza humana; lo hacen contra los esfuerzos prometeicos de los seres humanos por tomar la producción colectiva en sus propias manos y, mediante la planificación, controlar su futuro o al menos influir sobre él y modificarlo (algo que ya no parece particularmente significativo en una pos-modernidad en la que la experiencia misma del futuro como tal ha llegado a parecer endeble, si no deficiente).
Pero éste es precisamente el trasfondo ideológico e imaginario contra el cual es posible comercializar y vender la ciudad capitalista contemporánea como un carnaval poco menos que bajtiniano de heterogeneidades, diferencias, excitación libidinal y una hiperindividualidad que descentra eficazmente al viejo sujeto individual por medio del hiperconsumo individual. Ahora, las asociaciones o connotaciones de infelicidad y renunciamiento provincianos, de empobrecimiento pequeño burgués, de miseria cultural y libidinal, sistemáticamente reinvestidas en nuestras imágenes del espacio urbano del Segundo Mundo, sirven a la fuerza como argumentos contra el socialismo y la planificación, la propiedad colectiva y lo que se fantasea como centralización, al mismo tiempo que actúan como poderosos estímulos para que los pueblos de Europa del este se zambullan en las libertades del consumo occidental. No es un logro ideológico pequeño si se tienen en cuenta las dificultades, a priori, para hacer que ciertos grupos sociales pongan en escena el control colectivo sobre sus destinos de una manera negativa e invistan esas formas de autonomía con todos los temores y ansiedades, la aversión y el espanto libidinal que Freud llamó contrainvestidura o anticatexis y que debe constituir el efecto central de cualquier antiutopismo exitoso.
Éste es también el punto en que todo lo que la forma espacial de la antinomia en discusión aquí tiene de más paradójico se toma vivido e ineludible; nuestra prueba conceptual se presenta más claramente a la vista cuando empezamos a preguntarnos cómo es posible que la realidad social más estandarizada y uniforme de la historia, por el más simple de los chasquidos ideológicos de los dedos, el más imperceptible de los desplazamientos, surja como el suculento resplandor aceitoso de la diversidad absoluta y de las formas más inimaginables e inclasificables de la libertad humana. Aquí, la homogeneidad se ha convertido en heterogeneidad, en un movimiento complementario del que hizo que el cambio absoluto se transformara en estasis absoluta, y sin la más mínima modificación de una historia real que allí se creía en el final, mientras que aquí parece, en definitiva, haberse realizado.