3. Marxismo y posmodernismo
Marxismo y posmodernismo: a menudo, la gente parece considerar esta combinación peculiar y paradójica, y en cierto modo intensamente inestable, de modo que algunos se inclinan a concluir que, como en mi propio caso, que me he “convertido” en un posmodernista, debo de haber dejado de ser marxista en un sentido significativo (o, en otras palabras, estereotipado).[1] Puesto que ambos términos (en pleno posmodernismo) cargan con todo un peso de nostálgicas imágenes pop, el “marxismo” tal vez se haya condensado y transformado en amarillentas fotografías de época de Lenin y la revolución soviética y el “posmodernismo” brindando rápidamente un panorama de los más llamativos nuevos hoteles. Entonces, un inconsciente excesivamente precipitado monta velozmente la imagen de un pequeño restaurant de nostalgia concienzudamente reproducido —decorado con las viejas fotografías y en el que camareros soviéticos sirven con indolencia mala comida rusa—, escondido dentro de alguna nueva y espectacular obra arquitectónica rosa y azul. Si puedo permitirme una nota personal, en algún momento me ha pasado que me identificaran curiosa y cómicamente con un objeto de estudio: un libro que publiqué hace unos años suscitó unas cuantas cartas, algunas de las cuales se dirigían a mí como un “prominente” vocero del estructuralismo, en tanto que otras me consideraban un crítico “eminente” y opositor a ese movimiento. En realidad no era ni una cosa ni la otra, pero he llegado a la conclusión de que debo de haber sido ese “ni” de una manera relativamente complicada y poco habitual, al parecer ardua de comprender para la gente. En lo que se refiere al posmodernismo, y a pesar del trabajo que me tomé en mi principal ensayo sobre el tema para explicar cómo, en el plano intelectual o político no era posible simplemente celebrarlo o “desautorizarlo” (para usar una palabra a la que luego volveré), los críticos de arte de vanguardia pronto me identificaron como un vulgar matón marxista, mientras algunos de los camaradas más simplones concluyeron que, a ejemplo de tantos ilustres predecesores, en definitiva yo había perdido los estribos y me había convertido en un “posmarxista” (esto es, un renegado y un tránsfuga).
Por lo tanto, estoy especialmente agradecido a Doug Kellner por su meditada introducción que demuestra que este nuevo tópico no es ajeno a mi obra anterior sino, antes bien, una consecuencia lógica de ella, algo que yo mismo quiero volver a destacar en términos de la noción de un “modo de producción”, a la que mi análisis del posmodernismo pretende haber hecho una contribución. Antes, sin embargo, vale la pena señalar que mi versión de todo esto —que desde luego (aunque acaso no lo dije con suficiente insistencia) debe mucho a Baudrillard, así como a los teóricos con los que él mismo está en deuda (Marcuse, McLuhan, Henri Lefebvre, los situacionistas, Sahlins, etcétera)— tomó forma en una coyuntura relativamente complicada. No fue sólo la experiencia de nuevos tipos de producción artística (en particular en el ámbito de la arquitectura) lo que me despertó de los “sopores dogmáticos” canónicos: más adelante quiero argumentar que, tal como lo uso, “posmodernismo” no es un término exclusivamente estético o estilístico. La coyuntura también brindaba la oportunidad de resolver una malaise duradera con los esquemas económicos habituales de la tradición marxista, una incomodidad sentida por varios de nosotros, no en el ámbito de la clase social, cuya “desaparición” sólo los verdaderos “intelectuales sin afiliación” podían ser capaces de sostener, sino en el de los medios de comunicación, el impacto de cuya onda de choque en Europa occidental permitía al observador tomar cierta distancia crítica y perceptiva con respecto a la mediatización gradual y aparentemente natural de la sociedad norteamericana en los años sesenta.
UNA TERCERA FASE DEL CAPITALISMO
Lenin sobre el imperialismo no parecía ser del todo igual a Lenin y los medios, y progresivamente resultó posible, en apariencia, tomar su lección de una manera diferente. Puesto que estableció el ejemplo de identificar una nueva fase del capitalismo no explícitamente prevista en Marx: la así llamada etapa monopólica, o el momento del imperialismo clásico. Esto podía llevarnos a creer que la nueva mutación había sido denominada y formulada de una vez y para siempre; o bien que en ciertas circunstancias uno podría estar autorizado a inventar otra. Pero los marxistas estaban menos que dispuestos a sacar esta segunda conclusión antitética, porque entretanto el nuevo fenómeno social mediático e informacional había sido colonizado (en nuestra ausencia) por la derecha, en una serie de influyentes estudios en que la primera noción tentativa de un “fin de la ideología”, propia de la Guerra Fría, dio origen, por último, al concepto plenamente desarrollado de una “sociedad posindustrial”. El libro de Ernest Mandel, Late Capitalism, cambió todo eso, y por primera vez teorizó una tercera fase del capitalismo desde una perspectiva marxista viable.[2] Esto es lo que hizo posible mis propias reflexiones sobre el “posmodernismo”, que deben entenderse por lo tanto como un intento de teorizar la lógica específica de la producción cultural de esa tercera fase, y no como otra crítica o diagnóstico cultural incorpóreo del espíritu de la época.
No ha escapado a la atención de nadie el hecho de que mi enfoque del posmodernismo es totalizador. Lo interesante no es hoy, entonces, por qué adopto esta perspectiva, sino por qué tanta gente se escandaliza (o ha aprendido a escandalizarse) por ella. En los viejos tiempos, la abstracción era con seguridad una de las maneras estratégicas en que los fenómenos, en particular los históricos, podían enajenarse y desfamiliarizarse; cuando uno está inmerso en lo inmediato —la experiencia, año tras año, de los mensajes culturales e informacionales, los hechos sucesivos, las prioridades urgentes—, la distancia abrupta que permite un concepto abstracto, una caracterización más global de las secretas afinidades entre esos dominios aparentemente autónomos e inconexos y de los ritmos y secuencias ocultas de cosas que por lo común sólo recordamos aisladas y una por una, es un recurso único, en particular si se tiene en cuenta que la historia de los años precedentes siempre es lo que nos resulta menos accesible. La reconstrucción histórica, entonces, la postulación de caracterizaciones e hipótesis globales, la abstracción de la “floreciente y zumbante confusión” de la inmediatez, fue siempre una intervención radical en el aquí y el ahora, y la promesa, de resistencia a sus ciegas fatalidades.
Pero hay que reconocer el problema representacional, aunque sólo sea para separarlo de los otros motivos en acción en la “guerra a la totalidad”. Si la abstracción histórica —la noción de un modo de producción o del capitalismo, por lo menos tanto como la del posmodernismo— no es algo dado en la experiencia inmediata, es pertinente entonces preocuparse por la potencial confusión de este concepto con la cosa misma y por la posibilidad de tomar su “representación” abstracta por la realidad, “creer" en la existencia sustantiva de entidades abstractas tales como la sociedad o la clase. No importa que preocuparse por los errores de otras personas termine por significar, en general, preocuparse por los errores de otros intelectuales. A largo plazo, probablemente no haya forma de señalar una representación como tal con tanta seguridad como para excluir de manera permanente dichas ilusiones ópticas, así como no la hay de asegurar la resistencia de un pensamiento materialista a las recuperaciones idealistas o impedir la lectura de una formulación deconstructiva en términos metafísicos. La revolución permanente en la vida intelectual y la cultura implica esa imposibilidad, y la necesidad de una reinvención constante de precauciones contra lo que mi tradición llama reificación conceptual. La extraordinaria fortuna del concepto de posmodernismo seguramente es aquí un caso oportuno, calculado para inspirar ciertos recelos en quienes somos sus responsables: pero lo que se necesita no es trazar la línea y confesar el exceso (“mareados por el éxito”, como alguna vez lo expresara célebremente Stalin), sino más bien renovar el análisis histórico mismo, y reexaminar y diagnosticar incansablemente la funcionalidad política e ideológica del concepto, el papel que de improviso ha terminado por cumplir en nuestras resoluciones imaginarias de nuestras contradicciones reales.
Existe, sin embargo, una paradoja más profunda repetida por la abstracción periodizante o totalizadora que por el momento lleva el nombre de posmodernismo. Se encuentra en la aparente contradicción entre el intento de unificar un campo y postular las identidades ocultas que lo atraviesan y la lógica de sus mismos impulsos, que la propia teoría posmodernista caracteriza abiertamente como una lógica de la diferencia o la diferenciación. Así, si lo históricamente único de lo posmoderno se reconoce como completa heteronomía y emergencia de subsistemas aleatorios e inconexos de todas clases, hay algo perverso, entonces, o por lo menos eso reza el argumento, en el esfuerzo por captarlo ante todo como un sistema unificado: para decir lo menos, el esfuerzo es asombrosamente inconsistente con el espíritu del propio posmodernismo; tal vez se lo pueda desenmascarar, en efecto, como un intento de “regir” o “dominar” lo posmoderno, reducir y excluir el juego de sus diferencias y hasta imponer cierto nuevo conformismo conceptual sobre sus temas plurales. No obstante, si dejamos fuera de la cuestión el género del verbo, todos queremos “regir” la historia de cualquier manera que sea posible: el escape de la pesadilla de la historia, la conquista por parte de los seres humanos del control sobre las “leyes” en otros aspectos aparentemente ciegas y naturales de la fatalidad socioeconómica, siguen siendo la voluntad irreemplazable de la herencia marxista, cualquiera sea el lenguaje en que se exprese. No cabe esperar, por lo tanto, que despierte mucha atracción en las personas no interesadas en controlar sus propios destinos.
SISTEMA Y DIFERENCIACIÓN
Pero la idea de que hay algo extraviado y contradictorio en una teoría unificada de la diferenciación también descansa en una confusión entre niveles de abstracción: un sistema que constitutivamente produce diferencias sigue siendo un sistema, y tampoco se supone que la idea de éste sea en especie “como” el objeto que trata de teorizar, así como no se supone que el concepto de perro ladre o el de azúcar tenga un sabor dulce. Se advierte que algo precioso y existencial, algo frágil y único de nuestra propia singularidad, se perderá irremediablemente cuando averigüemos que somos exactamente como todos los demás: en ese caso, así sea, y sepamos lo peor; la objeción es la forma primordial del existencialismo (y la fenomenología), y lo que es necesario explicar es la emergencia de esas cosas y esas angustias. Sea como fuere, me parece que en este sentido las objeciones al concepto global de posmodernismo recapitulan, en otros términos, las objeciones clásicas al concepto de capitalismo: algo poco sorprendente desde la perspectiva actual, que afirma coherentemente la identidad del posmodernismo con el propio capitalismo en su última mutación sistémica. Esas objeciones giraban esencialmente alrededor de una u otra forma de la siguiente paradoja: a saber, que aunque los diversos modos de producción precapitalistas alcanzaron la capacidad de autorreproducirse a través de varias formas de solidaridad o adhesión colectiva, la lógica del capital, al contrario, es dispersiva y atomista, “individualista”, una antisociedad más que una sociedad, cuya estructura sistémica, y ni hablar de su autorreproducción, sigue siendo un misterio y una contradicción en los términos. Si dejamos a un lado la respuesta al acertijo (“el mercado”), lo que puede decirse es que esta paradoja es la originalidad del capitalismo y que las fórmulas verbalmente contradictorias con que nos topamos necesariamente al definirlo apuntan, más allá de las palabras, a la cosa misma (y también dan origen a esa peculiar nueva invención, la dialéctica). En lo que sigue, tendremos oportunidad de volver a problemas de este tipo: baste decir todo esto más crudamente señalando que el concepto mismo de diferenciación (cuyo desarrollo más elaborado debemos a Niklas Luhmann) es sistémico o, si lo prefieren, transforma el juego de las diferencias en una nueva clase de identidad de un nivel más abstracto (se da por entendido que también hay que distinguir entre oposiciones dialécticas y diferenciaciones de este tipo aleatorio y dispersivo).
La “guerra contra la totalidad” tiene finalmente su motivación política, cuya revelación es mérito del ensayo de Home.[3] Siguiendo a Lyotard, aclara que el miedo a la utopía es en este caso nuestro viejo amigo 1984, y que debe eludirse una política utópica y revolucionaria, correctamente asociada con la totalización y cierto “concepto” de totalidad, porque conduce fatalmente al Terror: una noción al menos tan antigua como Edmund Burke pero útilmente reanimada, luego de innumerables reafirmaciones durante el período stalinista, por las atrocidades camboyanas. Ideológicamente, este particular renacimiento de la retórica y los estereotipos de la Guerra Fría, lanzado en la desmarxistización de Francia en los años setenta, gira en torno de una extravagante identificación del Gulag de Stalin con los campos de exterminio de Hitler (véase, empero, el notable Why Did the Heavens not Darken?, de Amo Mayer, para una demostración definitiva de la relación constitutiva entre la “solución final” y el anticomunismo de Hitler);[4] resulta menos claro qué puede ser “posmoderno” en estas remotas imágenes pesadillescas, excepto la despolitización a la que nos invitan. También puede recurrirse a la historia de las convulsiones revolucionarias en cuestión para una lección muy diferente, a saber, que en rigor de verdad la violencia surge primero y principalmente de la contrarrevolución, y la forma más eficaz de ésta radica precisamente en esa transmisión de la violencia al mismo proceso revolucionario. Dudo que el estado actual de las alianzas o la micropolítica en los países avanzados respalde esas angustias y fantasías; para mí, por lo menos, éstas no serían un argumento para negar apoyo o solidaridad a una potencial revolución en Sudáfrica, digamos; para terminar, esta sensación general de que el impulso revolucionario, utópico o totalizador está en cierto modo inficionado desde el inicio y condenado al baño de sangre por la estructura misma de sus pensamientos, sorprende efectivamente como idealista, si no como una reposición, en última instancia, de las doctrinas del pecado original en su peor sentido religioso. Al final de este artículo volveré a cuestiones y consideraciones políticas más concretas.
LOS DETERMINANTES SOCIALES DEL PENSAMIENTO
Ahora, sin embargo, quiero volver a la cuestión del pensamiento totalizador de una manera diferente, y examinarla no en busca de su contenido de verdad o su validez, sino más bien de sus condiciones históricas de posibilidad. Esto, entonces, ya no es exactamente filosofar o, si lo prefieren, filosofar en un nivel sintomático, en el que damos un paso atrás y enajenamos nuestros juicios inmediatos sobre un concepto dado (“el pensamiento contemporáneo más avanzado ya no nos permite desplegar conceptos de totalidad o periodización”) mediante el interrogante sobre los determinantes sociales que posibilitan o clausuran el pensamiento. ¿El tabú actual acerca de la totalidad es el mero resultado del progreso filosófico y una mayor autoconciencia? ¿Se debe a que hoy hemos alcanzado un estado de ilustración teórica y sofisticación conceptual que nos permiten evitar los groseros errores y desaciertos de los anticuados pensadores del pasado (muy en particular Hegel)? Tal vez sea así, pero también haría falta algún tipo de explicación histórica (en la que con seguridad tendría que intervenir la invención del “materialismo”). Esta arrogancia del presente y de los vivos puede evitarse postulando el problema de una manera un algo diferente: a saber, por qué los “conceptos de totalidad” parecieron necesarios e inevitables en ciertos momentos históricos y, al contrario, perniciosos e impensables en otros. Ésta es una investigación que, al abrirse su camino de regreso por afuera de nuestro pensamiento propio y sobre la base de lo que ya (o todavía) no podemos pensar, no puede ser filosófica en ningún sentido positivo (aunque Adorno, en La dialéctica negativa, intentó transformarla en una nueva clase de auténtica filosofía); nos llevaría sin duda a sentir con mayor intensidad que la nuestra es una época de nominalismo en una diversidad de sentidos (desde la cultura hasta el pensamiento filosófico). Probablemente, ese nominalismo demostraría tener varias prehistorias o sobredeterminaciones: el momento del existencialismo, por ejemplo, en el que cierto nuevo sentido social del individuo aislado (y del horror a la demografía o al número o la multiplicidad puros, en especial en Sartre) hace que los antiguos “universales” tradicionales palidezcan y pierdan su fuerza y persuasión conceptuales; también la secular tradición del empirismo anglonorteamericano, que surge de esta muerte del concepto con fuerza renovada en una era paradójicamente “teórica” e hiperintelectual. En cierto sentido, desde luego, el eslogan “pos-modernismo” también significa todo esto; pero en ese caso no es la explicación, sino lo que queda por explicar.
La especulación y el análisis hipotético de este tipo, que se refieren al debilitamiento de los conceptos generales o universalizadores en el presente, son el correlativo de una operación que a menudo puede parecer más confiable, a saber, el análisis de momentos del pasado en que dicha conceptualidad parecía posible; en efecto, con frecuencia los momentos en que puede observarse el surgimiento de conceptos generales parecieron históricamente privilegiados. En lo que se refiere al concepto de totalidad, siento la tentación de decir sobre él lo que dije una vez sobre la noción de estructura de Althusser, a saber, que el argumento crucial que hay que plantear es éste: podemos admitir la presencia de un concepto así, siempre que entendamos que hay uno solo de ellos: algo que, en otras circunstancias, se conoce a menudo como “modo de producción”. La “estructura” althusseriana es eso, y lo mismo “totalidad”, al menos como yo la uso. En cuanto a los procesos “totalizadores”, muchas veces significan poco menos que el establecimiento de conexiones entre diversos fenómenos: así, para tomar un influyente ejemplo contemporáneo, aunque Gayatri Spivak propone su concepción de una “cadena de signos continua” como una alternativa al pensamiento dialéctico,[5] tal como yo la uso esa concepción también valdría como una forma específica (y no dialéctica) de “totalización”.
Debemos estar agradecidos a la obra de Ronald L. Meek por la prehistoria del concepto de “modo de producción” (tal como más tarde se elaborará en los escritos de Morgan y Marx), que en el siglo XVIII adopta la forma de lo que él llama “teoría de las cuatro etapas”.[6] Esta teoría cuaja a mediados de ese siglo, en Francia y la Ilustración escocesa, como la tesis de que las culturas humanas varían históricamente de acuerdo con su base material o productiva, que experimenta cuatro transformaciones esenciales: caza y recolección, etapa pastoril, agricultura y comercio. Lo que le ocurrirá luego a este relato histórico, sobre todo en el pensamiento y la obra de Adam Smith, es que, tras haber producido ahora ese objeto de estudio que es el modo de producción específicamente contemporáneo, o capitalismo, el andamiaje histórico de las etapas precapitalistas tiende a perderse de vista y presta una apariencia sincrónica tanto al modelo de capitalismo de Smith como al de Marx. Pero lo que Meek quiere demostrar es que el relato histórico era esencial para la posibilidad misma de pensar el capitalismo como un sistema, sincrónico o no;[7] y algo similar subsistirá en mi posición con respecto a esa “fase” o momento del capitalismo que proyecta la lógica cultural de lo que hoy algunos llamamos, al parecer, “posmodernismo”.
Aquí, sin embargo, me interesan esencialmente las condiciones de posibilidad del concepto de “modo de producción”, vale decir, las características de la situación histórica y social que, ante todo, hacen posible articular y formular dicho concepto. De manera general, voy a señalar que pensar este nuevo pensamiento en particular (o combinar de esta nueva forma viejos pensamientos) presupone un tipo determinado de desarrollo “desigual”, de modo tal que distintos modos de producción coexistentes se inscriban conjuntamente en el mundo vivido del pensador en cuestión. Así es como Meek describe las precondiciones para la producción de este concepto en particular (en su forma original como una “teoría de cuatro fases”):
Mi propia impresión es que pensar en el tipo que estamos considerando, que hace hincapié primordialmente en el desarrollo de técnicas económicas y relaciones socioeconómicas, probablemente sea una función, en primer lugar, de la rapidez del avance económico contemporáneo y, segundo, de la facilidad con que puede señalarse un contraste entre áreas que están progresando económicamente y otras que aún se encuentran en fases “inferiores” de desarrollo. En las décadas de 1750 y 1760, en ciudades como Glasgow y zonas como las provincias más adelantadas del norte de Francia, toda la vida social de las comunidades en cuestión se transformaba acelerada y visiblemente, y era bastante notorio que esto ocurría como resultado de profundos cambios que se producían en las técnicas económicas y las relaciones socioeconómicas básicas. Y las nuevas formas de organización económica que surgían podían compararse con bastante facilidad y contrastarse con las anteriores, aún existentes en, digamos, las Tierras Altas escocesas o el resto de Francia, o entre las tribus indígenas en América. Si los cambios en el modo de subsistencia desempeñaban un papel tan importante y “progresista” en el desarrollo de la sociedad contemporánea, parecía justo suponer que debían de haber hecho lo mismo en el de la sociedad pasada.[8]
PARADIGMAS HISTÓRICOS
Esta posibilidad de pensar por primera vez el nuevo concepto de un modo de producción se describe a veces vagamente como una de las formas recién emergentes de la conciencia histórica, o historicidad. No es necesario, sin embargo, recurrir al discurso filosófico de la conciencia como tal, dado que lo que se describe podría denominarse igualmente nuevos paradigmas discursivos, y esta forma más contemporánea de hablar de la emergencia conceptual se refuerza, en el caso de los literatos, por la presencia junto a ella de otro nuevo paradigma histórico en las novelas de Sir Walter Scott (tal como Lukács lo interpreta en La novela histórica).[9] La desigualdad que permitió a los pensadores franceses (¡Turgot, pero también el mismo Rousseau!) conceptualizar un “modo de producción” probablemente tenía que ver tanto como cualquier otra cosa con la situación prerrevolucionaria de la Francia de ese periodo, en que las formas feudales se destacaban cada vez más rigurosamente en su diferencia distintiva con respecto a toda una cultura y conciencia de clase burguesas recién emergentes.
Escocia es en muchos aspectos un caso más complejo e interesante porque, como último de los países emergentes del Primer Mundo, o primero de los del Tercer Mundo (para usar la provocativa idea de Tom Naim en The Break-up of Britain),[10] la Escocia de la Ilustración es sobre todo el espacio de una coexistencia de zonas radicalmente distintas de producción y cultura: la economía arcaica de los habitantes de las Tierras Altas y su sistema de clanes, la nueva explotación agrícola de las Tierras Bajas y el vigor comercial del “socio” inglés del otro lado de la frontera, en vísperas de su “despegue” industrial. El brillo de Edimburgo, por lo tanto, no es una cuestión de material genético gaélico, sino que se debe más bien a la posición estratégica aunque excéntrica de la metrópoli y los intelectuales escoceses con respecto a esta coexistencia virtualmente sincrónica de distintos modos de producción, que la Ilustración escocesa tiene en ese momento como tarea singular “pensar” o conceptualizar. Tampoco es éste un mero asunto económico: Scott, como Faulkner más adelante, hereda una materia prima social e histórica, una memoria popular, en que las más feroces revoluciones y guerras civiles y religiosas inscriben ahora la coexistencia de modos de producción en una vivida forma narrativa. La condición para pensar una nueva realidad y articular un nuevo paradigma para ella parece exigir, por lo tanto, una coyuntura singular y cierta distancia estratégica con respecto a esa realidad, que tiende a abrumar a quienes están inmersos en ella (ésta sería algo así como una variante epistemológica del bien conocido principio del “marginal” en el descubrimiento científico).
Todo lo cual, sin embargo, tiene otra consecuencia secundaria de mayor significación para nosotros, referida a la represión gradual de dicha conceptualidad. Si el momento posmoderno, como lógica cultural de una tercera fase ampliada del capitalismo clásico, es en muchos aspectos una expresión más pura y homogénea de este último, de la que se han borrado muchos de los enclaves de diferencia socioeconómica hasta aquí sobrevivientes (por medio de su colonización y absorción por la forma mercancía), tiene sentido entonces sugerir que la declinación de nuestra percepción de la historia, y más en particular nuestra resistencia a conceptos globalizadores o totalizadores como el de modo de producción, son precisamente una función de esa universalización del capitalismo. Donde todo es en lo sucesivo sistémico, la noción misma de sistema parece perder su razón de ser, y vuelve sólo por medio de un “retomo de lo reprimido” en las formas más pesadillescas del “sistema total” fantaseado por Weber o Foucault o la gente de 1984.
Pero el modo de producción no es un “sistema total” en ese sentido ominoso, e incluye dentro de sí una variedad de contrafuerzas y nuevas tendencias, fuerzas tanto “residuales” como “emergentes” que debe intentar manejar o controlar (la concepción de la hegemonía de Gramsci): si esas fuerzas heterogéneas no estuvieran dotadas de una eficacia propia, el proyecto hegemónico sería innecesario. Así, el modelo presupone las diferencias: algo que debería distinguirse marcadamente de otro rasgo que lo complica, a saber, que el capitalismo también produce diferencias o diferenciaciones como una función de su propia lógica interna. Por último, y para evocar nuestra discusión inicial sobre la representación, también resulta claro que hay una diferencia entre el concepto y la cosa, entre este modelo global y abstracto y nuestra propia experiencia social individual, a partir de la cual aquél pretende aportar cierta diferencia explicativa pero difícilmente esté concebido para “reemplazarla”.
Probablemente también sean aconsejables varios otros recordatorios sobre el “uso adecuado” del modelo del modo de producción: que lo que se denomina “modo de producción” no es un modelo produccionista, como al parecer siempre vale la pena decirlo. Lo que en el presente contexto también parece ser digno de decirse es que implica una diversidad de niveles (u órdenes de abstracción) que deben respetarse si no se quiere que estas discusiones degeneren en azarosas contiendas de gritos. Propuse un cuadro muy general de dichos niveles en The Political Unconscious, y en especial las distinciones que hay que respetar entre un examen de los sucesos históricos y la consideración de los sistemas impersonales de configuración socioeconómica (de lo cual son ejemplos las bien conocidas temáticas de la reificación y la mercantilización). La cuestión del agenciamiento, que surge a menudo en estas páginas, tiene que explorarse a través de estos niveles.
EL LUGAR DE LA PRODUCCIÓN CULTURAL
Featherstone, por ejemplo, cree que “posmodernismo”, en el uso que yo le doy, es una categoría específicamente cultural:[11] no lo es, y para bien o para mal se la concibió para denominar un “modo de producción” en el que la producción cultural encuentra un lugar funcional específico y cuya sintomatología se extrae en mi obra principalmente de la cultura (sin duda, éste es el origen de la confusión). Featherstone, por lo tanto, me aconseja prestar mayor atención a los artistas mismos y sus públicos, así como a las instituciones que arbitran y gobiernan este nuevo tipo de producción: yo tampoco creo que deba excluirse ninguno de esos tópicos, que son efectivamente cuestiones muy interesantes. Pero es difícil entender cómo una investigación sociológica en ese nivel puede convertirse en explicativa: antes bien, los fenómenos que le interesan a Featherstone tienden a reformarse de inmediato en su propio nivel sociológico semiautónomo, que entonces requiere en seguida una narración diacrónica. Decir qué son hoy el mercado de arte y el status del artista o del consumidor, significa decir qué fueron antes de esta transformación e incluso en algún límite exterior que dé cabida a cierta configuración alternativa de dichas actividades (como ocurre, por ejemplo, en Cuba, donde el mercado artístico, las galerías, la inversión en pinturas, etcétera, no existen). Una vez que se ha elaborado esa narración, esa serie de cambios locales, todo el asunto se suma al expediente como otro espacio en el que puede leerse algo así como la “gran transformación” posmoderna.
En rigor de verdad, aunque con la propuesta de Featherstone parecen hacer su aparición unos agentes sociales concretos (los posmodernistas son entonces estos artistas o músicos, estos funcionarios de galerías o museos o ejecutivos de compañías discográficas, estos consumidores específicos, burgueses, jóvenes u obreros), también aquí debe mantenerse el requisito de los niveles de abstracción diferenciadores. Puesto que sólo puede afirmarse plausiblemente que, como ethos y estilo de vida” (ésta, sin duda, una expresión discutible), el “posmodernismo” es la expresión de la “conciencia” de toda una nueva fracción de clase que trasciende en gran medida los límites de los grupos antes enumerados: esta categoría, más amplia y abstracta, ha sido etiquetada de diversas maneras, como una nueva pequeña burguesía, una clase profesional gerencial o, más sucintamente, como “los yuppies” (cada una de estas expresiones mete de contrabando junto con ella un pequeño excedente de representación social concreta).[12]
Esta identificación del contenido de clase de la cultura posmoderna no implica en absoluto que los “yuppies” se hayan convertido en algo así como una nueva clase dirigente o “un sujeto de la historia”; simplemente, que sus prácticas y valores culturales, sus ideologías locales, han articulado un útil paradigma ideológico y cultural dominante para esta fase del capital. A menudo sucede, en efecto, que las formas culturales prevalecientes en un período en particular no son aportadas por los principales agentes de la formación social en cuestión (empresarios que sin duda tienen algo mejor que hacer con su tiempo o a quienes impulsan fuerzas motrices psicológicas e ideológicas de un tipo diferente). Lo esencial es que la cultura-ideología de marras articula el mundo de la manera funcionalmente más útil, o de maneras de las que es posible reapropiarse funcionalmente. Por qué cierta fracción de clase debe proporcionar estas articulaciones ideológicas es una cuestión histórica tan intrigante como la del súbito predominio de un escritor o un estilo determinados. Es indudable que no puede haber un modelo o una fórmula dados de antemano para estas transacciones históricas; igualmente indudable, sin embargo, es que todavía no hemos elaborado esto para lo que se denomina posmodernismo. Entretanto, ahora resulta clara otra limitación de mi obra sobre el tema (que no menciona ninguno de los autores participantes), a saber, que la decisión táctica de poner en escena la descripción en términos culturales favoreció la ausencia relativa de una identificación de “ideologías” verdaderamente posmodernas. En efecto, como me interesé particularmente en la cuestión formal de lo que llamo un nuevo “discurso teórico”, y también debido a que considero que la paradójica combinación de la descentralización global y la institucionalización de pequeños grupos es un rasgo importante de la estructura de las tendencias posmodernas, parece que destaco principalmente fenómenos intelectuales y sociales como el “postestructuralismo” y los “nuevos movimientos sociales”; así, contra mis convicciones políticas más profundas, todos los “enemigos” aparentan estar todavía en la izquierda, una impresión que trataré de rectificar en lo que sigue.
Pero lo que se ha dicho sobre los orígenes de clase del posmodernismo tiene como consecuencia la exigencia de que ahora detallemos otro tipo de agenciamiento más elevado (o más abstracto y global) que cualquiera de los enumerados hasta aquí. Ésta es, por supuesto, el propio capital multinacional: como proceso, se lo puede describir como cierta lógica “no humana” del capital, y voy a seguir defendiendo la adecuación de ese lenguaje y ese tipo de descripción, en sus propios términos y su propio nivel. El hecho de que esa fuerza aparentemente incorpórea sea también un conjunto de agentes humanos, capacitados de maneras específicas e inventores de tácticas y prácticas locales de acuerdo con la creatividad de la libertad humana, también es obvio desde una perspectiva diferente, a lo cual uno sólo desearía agregar que la vieja máxima de que los “individuos hacen la historia, pero en circunstancias que no son de su elección” es igualmente válida para los agentes del capital. Es dentro de las posibilidades del capitalismo tardío que la gente vislumbra “la gran oportunidad”, “va en su busca”, gana dinero y adopta nuevas formas de reorganizar las empresas (igual que los artistas o los generales, los ideólogos o los dueños de galerías).
Lo que he tratado de mostrar aquí es que aunque a los ojos de algunos de sus lectores y críticos mi descripción de lo posmoderno parezca “carecer de agenciamiento”, puede traducirse o trascodificarse en una versión narrativa en la que actúen agentes de todos los tamaños y dimensiones. La elección entre estas descripciones alternativas —focalizaciones en distintos niveles de abstracción— es más práctica que teórica. Sería deseable, no obstante, vincular esta versión del agenciamiento a la otra muy rica tradición (psicoanalítica) de las “posiciones de sujeto” psíquicas e ideológicas. Si ahora se objeta que las descripciones del agenciamiento antes mencionados son meramente una versión alternativa del modelo de base y superestructura —una base económica para el posmodernismo según la primera versión, una base social o de clase según la otra—, así sea, entonces, con la condición de que entendamos que el de “base y superestructura” no es en realidad un modelo sino un punto de partida y un problema, algo tan poco dogmático como una conminación simultánea a captar la cultura en y por sí misma, pero también en relación con su exterior, su contenido, su contexto y su espacio de intervención y eficacia. La manera de hacerlo, sin embargo, nunca está dada de antemano. La bella adaptación de Benjamín por parte de Gross —el posmodernismo como la “imagen residual” del capitalismo tardío—[13] nos recuerda no sólo cuán maravillosamente flexible fue aquél en su formulación de esta relación (en otra parte dice que la “superestructura” es la expresión de la “base”, algo que también modifica radicalmente nuestros estereotipos), sino también cuántos nuevos senderos de exploración abren y entrañan las nuevas figuras. Las imágenes residuales son fenómenos objetivos que también son espejismos y patologías; imponen prestar atención a los procesos ópticos, a la psicología de la percepción y también a las deslumbrantes cualidades del objeto, etcétera, etcétera. He propuesto un “modelo” del posmodernismo, que vale lo que vale y debe ahora arriesgarse por su cuenta; pero lo que en última instancia es fascinante es su construcción, y espero que no se tome como una afirmación automática de “pluralismo” si digo que las construcciones alternativas son deseables y bienvenidas, dado que la comprensión del presente desde adentro es la tarea más problemática que puede enfrentar la mente.
UN NUEVO MAPA DE LA CLASE
Algo se pierde cuando la insistencia en el poder y la dominación tiende a borrar el desplazamiento, que constituyó la originalidad del marxismo hacia el sistema económico, la estructura del modo de producción y la explotación como tal. Una vez más, las cuestiones del poder y la dominación se articulan en un nivel diferente de las sistémicas, y nada se adelanta si se presentan los análisis complementarios como una oposición irreconciliable, a menos que el motivo sea producir una nueva ideología (en la tradición, lleva el venerable nombre de anarquismo), en cuyo caso se trazan otro tipo de líneas y la cuestión se argumenta de manera diferente.
Sobre nuestra situación actual, Saul Landau ha señalado que en la historia del capitalismo nunca hubo otro momento en que éste disfrutara de mayor campo y margen de maniobra: todas las fuerzas amenazantes que en el pasado generaba contra sí mismo —movimientos e insurgencias obreras, partidos socialistas de masas y aun los mismos estados socialistas— parecen hoy en plena confusión cuando no están, de una u otra manera, efectivamente neutralizadas; por el momento, el capitalismo global parece capaz, de seguir su propia naturaleza e inclinaciones, sin las precauciones tradicionales. Aquí, entonces, tenemos otra “definición” más del posmodernismo —y útil, a decir verdad—, que sólo un avestruz acusaría de “pesimista”. Se trata de un período transicional entre dos fases del capitalismo, en el que las formas anteriores de lo económico están en proceso de reestructuración en una escala global, incluidas las formas más antiguas del trabajo y sus instituciones y conceptos organizativos tradicionales. No hace falta un profeta que pronostique que de este cataclismo convulsivo resurgirá un nuevo proletariado internacional (que adoptará formas que todavía no podemos imaginar): nosotros mismos estamos aún en la depresión, sin embargo, y nadie puede decir durante cuánto tiempo vamos a permanecer en ella. Éste es el sentido en que dos conclusiones aparentemente bastante diferentes de mis ensayos históricos sobre la situación actual (uno sobre los años sesenta y otro sobre el pos-modernismo)[14] son en realidad idénticas: en el primero, preveo el proceso de proletarización en una escala global que acabo de mencionar aquí; en el segundo, invoco algo misteriosamente denominado “mapeo cognitivo”, de un tipo novedoso y global.
Pero “mapeo cognitivo” no era en realidad otra cosa que una expresión cifrada de “conciencia de clase”: sólo que proponía la necesidad de que ésta fuera de un nuevo tipo hasta entonces no imaginado, a la vez que también modificaba la descripción de la dirección de la nueva espacialidad implícita en lo posmoderno (que Postmodern Geographies, de Ed Soja, hoy pone en la agenda de una manera tan elocuente y oportuna).[15] De vez en cuando, me canso como cualquier otro del eslogan del “posmodernismo”, pero cuando siento la tentación de lamentar mi complicidad con él, deplorar sus malos usos y su notoriedad y llegar con alguna renuencia a la conclusión de que plantea más problemas de los que resuelve, hago una pausa para preguntarme si hay algún otro concepto que pueda dramatizar la cuestión de una manera tan eficaz y económica. “Tenemos que poner nombre al sistema”: este momento destacado de los años sesenta encuentra un inesperado renacimiento en el debate del posmodernismo.