5. ¿“Fin del arte” o “fin de la historia”?

El debate sobre el “fin de la historia” —suponiendo que todavía esté vigente— parece haber excluido el recuerdo mismo de su predecesor, el referido al “fin del arte”, que —es curioso pensarlo— se desarrolló ardorosamente en la década del sesenta, hace hoy unos treinta años. Ambos debates se derivan de Hegel y reproducen un giro característico de su pensamiento sobre la historia o, si lo prefieren, de la forma de su narrativa histórica: confío en que ya hemos avanzado lo suficiente en nuestra conciencia de la estructura narrativa de la historicidad para poder olvidar los viejos y remotos cuentos sobre los males de la totalización o la teleología. Sea como fuere, el entusiasmo suscitado por la contribución de Fukuyama y Kojéve —casi tan bienvenida por cierta izquierda como por cierta derecha— muestra que Hegel tal vez no esté tan pasado de moda como la gente solía decir y pensar. Quiero comparar aquí estos dos debates extremadamente sugerentes y sintomáticos y tratar de determinar qué tiene que decimos esa comparación sobre la coyuntura histórica en que nos encontramos. Durante los últimos años, sostuve insistentemente que esa coyuntura está marcada por una indiferenciación de campos, de manera tal que la economía llegó a superponerse con la cultura: que todo, incluidas la producción de mercancías y las altas finanzas especulativas, se ha vuelto cultural; y la cultura también pasó a ser profundamente económica u orientada hacia las mercancías. Así, no les sorprenderá enterarse de que las conjeturas sobre nuestra situación actual pueden considerarse como declaraciones acerca del capitalismo tardío o la política de la globalización. Pero tal vez eso sea adelantarnos un poco.

Así, pues, cerremos los ojos y mediante un vigoroso esfuerzo de la imaginación, semejante a un trance, tratemos de remontarnos con el pensamiento hasta la apacible época de los años sesenta, cuando el mundo todavía era joven. La manera más sencilla de abordar el debate sobre el “fin del arte” puede discernirse a través del recuerdo de una de las más febriles modas o caprichos de esos años idos, a saber, el surgimiento de los así llamados happenings, discutidos por todos, desde Marcuse hasta los suplementos dominicales. Por mi parte, nunca pensé mucho en ellos y solía tender a reconceptualizarlos, en general, en el amplio movimiento de innovación teatral: puesto que lo que llamamos años sesenta —de los que puede decirse que empezaron (lentamente) en 1963, con los Beatles y la Guerra de Vietnam, y terminaron dramáticamente en algún momento entre 1973 y 1975, con la conmoción de Nixon y la crisis petrolera, y también con lo que vuelve a conocerse irónicamente como la “pérdida” de Saigón— fue entre otras cosas un momento extraordinariamente rico, el más rico desde los años veinte, en la invención de nuevas clases de representaciones y la puesta en escena de todas las piezas teatrales canónicas heredadas del pasado cultural de la literatura mundial en general: basta mencionar el Hallischer Ufer, y ni hablar de Schiffbauer Damm, Peter Brook o Grotowski, el Théâtre du Soleil, el TNP o el National Theatre de Olivier, y el teatro off-Broadway de la escena neoyorquina, y menos aún de la producción de Beckett y el así llamado antiteatro, para volver a evocar todo un universo de actuación y entusiasmo representacional en el que resulta bastante claro que los autodenominados happenings tienen necesariamente su lugar.

Espero que no se me malinterprete si sigo a una serie de historiadores del período al sugerir que fue una época de grandes actuaciones y una creativa mise en scène, más que de composición y producción originales de nuevas obras (a pesar del prestigio de los pocos dramaturgos auténticos como Beckett, cuyos nombres salpican el registro del período): en otras palabras, nuevas puestas en escena de Shakespeare en todo el planeta, en vez de nuevos e inimaginables Shakespeares en toda clase de escenarios improbables del teatro mundial (pero no perdamos el tiempo en el entretenido ejercicio de pensar en los nombres de las excepciones, como Soyenka o Fugard). Todo lo que quisiera señalar en este punto es que la práctica teatral de ese período se mantiene a cierta distancia mínima de los textos que presupone como sus pretextos y condiciones de posibilidad: los happenings empujarían luego esta situación hasta su límite extremo, cuando afirmaron eliminar por completo el pretexto del texto y brindar un espectáculo de la más pura actuación como tal, que también procuraría, paradójicamente, abolir la frontera y la distinción entre ficción y hecho, o arte y vida.

En este punto, debo recordarles igualmente lo que todo el mundo trata de olvidar en nuestro tipo de sociedad actual: a saber, que éste fue un período apasionadamente político y que las innovaciones en las artes, y en especial en el teatro, aun las de los intérpretes y directores más estetizantes y menos políticamente conscientes, siempre estaban movidas por la firme convicción de que la representación teatral era también una forma de praxis y que por mínimos que fueran los cambios en ese ámbito eran asimismo contribuciones a un cambio general de la vida misma, de cuyo mundo y de cuya sociedad el teatro era a la vez una parte y un espejo. En particular, creo que no sería exagerado señalar que la política de los años sesenta, en todo el mundo y con la inclusión específica de las “guerras de liberación nacional”, se definía y constituía como una oposición a la guerra norteamericana en Vietnam; en otras palabras, como una protesta de alcance mundial. La innovación teatral también se puso en escena, entonces, como el gesto simbólico de protesta estética, como innovación formal captada en términos de protesta social y política como tal, más allá y por encima de los términos específicamente estéticos y teatrales en que se expresaba.

Entretanto, también en un sentido más restringido, el mismo despliegue de la teoría del “fin del arte” fue igualmente político, en la medida en que pretendía señalar o registrar la profunda complicidad de las instituciones y cánones culturales, de los museos y el sistema universitario, el prestigio estatal de todas las artes elevadas, con la Guerra de Vietnam como una defensa de los valores occidentales: algo que también presupone un alto nivel de inversión en la cultura oficial y un status influyente de la alta cultura en la sociedad como una extensión del poder del Estado. A mi juicio, esto es más cierto hoy, cuando ya no le importa a nadie, que en esos días, en especial en una Norteamérica extremadamente antiintelectual. Hans Haacke tal vez sea entonces un emblema más apropiado de esa visión de las cosas que la mayoría de los artistas del período; pero el recordatorio político es al menos útil en la medida en que identifica una procedencia izquierdista de la teoría del “fin del arte”, en contraste con el espíritu notoriamente derechista del actual “fin de la historia”.

¿Qué quería decir el propio Hegel con “fin del arte”, una expresión que es improbable que haya usado de manera tan consignista? La noción de un “fin del arte” inmanente es en él algo así como una deducción a partir de las premisas de varios esquemas o modelos conceptuales que se superponen unos a otros. En efecto, la riqueza del pensamiento de Hegel —como en el caso de cualquier pensador interesante— no se deriva del ingenio o la pertinencia de ningún concepto individual en particular sino, antes bien, de la manera en que varios sistemas distintos de conceptos coexisten en él y no logran coincidir. Imaginemos modelos que flotan unos por encima de otros como si estuvieran en dimensiones distintas: no son sus homologías las que se revelan sugerentes o fructíferas, sino más bien las divergencias infinitesimales, la falta imperceptible de ajuste entre los niveles —extrapolados en un continuum cuyas fases oscilan desde lo pre incipiente y la brecha extravagante hasta la tensión insistente y la agudeza de la contradicción misma—; el pensamiento auténtico siempre se produce dentro de lugares vacíos, esos vacíos que aparecen súbitamente entre los más poderosos esquemas conceptuales. Así, pues, el pensar no es el concepto, sino la ruptura en las relaciones entre los conceptos individuales, aislados en su esplendor como otros tantos sistemas galácticos, a la deriva en la mente vacía del mundo.

De manera característica, todos los modelos o subsistemas de Hegel se ordenan compulsivamente en esas triplicaciones que el lector contemporáneo debe soslayar —como una especie de curiosa y obsesiva superstición numerológica— para hacer que este texto densamente tortuoso le resulte interesante.[1] En este punto, son pertinentes para nosotros por lo menos dos de las famosas progresiones triádicas: la del espíritu absoluto —o, más bien, el movimiento hacia ese “espíritu objetivo” o absoluto, según atraviesa las etapas de la religión, el arte y la filosofía—, y la del arte mismo, en su paso, más modesto, a través de las etapas más locales de lo simbólico, lo clásico y lo romántico… ¿hacia qué? Hacia el fin del arte, desde luego, y la abolición de la estética por sí misma y debido a su propio impulso interno, su autotrascendencia hacia otra cosa, algo supuestamente mejor que su propio espejo oscurecido y figurativo —el esplendor y la transparencia de la noción utópica de la filosofía de Hegel, la autoconciencia histórica de un presente absoluto (que también resultará ser esa idéntica noción presuntamente profética del así llamado “fin de la historia”)—, en resumen, el poder modelador de la colectividad humana sobre su propio destino, en cuyo punto naufraga (para nosotros, aquí y ahora) en una temporalidad utópica incomprensible e inimaginable, más allá del alcance del pensamiento.

No hay duda de que otros subsistemas del inmenso dictée de Hegel —la compulsiva transcripción grafomaníaca vitalicia de lo que algún demón de lo absoluto le musitaba día tras día en los límites mismos de la sintaxis y del lenguaje— podrían añadirse provechosamente a la mezcla de estos sobrescritos. Pero hoy bastará con convencernos de las secretas y productivas discrepancias entre estos dos, que en otros aspectos parecen tener tanto en común: al avanzar como lo hacen desde lo sólo oscura e inconscientemente figurativo, a través del supuesto de la pura autopoiesis del juego de la figuración como tal, hacia la pura transparencia de un fin de ésta en lo filosófico y lo históricamente autoconsciente, en una situación en que el pensamiento ha erradicado los últimos restos de figuras y tropos de las evanescentes y luminosas categorías de la abstracción misma.

Creo que lo que nos da la clave más profunda del pensamiento de Hegel es la singular emergencia de lo “sublime” en el lugar equivocado en estos diversos esquemas y progresiones. Tratemos de abrirnos paso a través de ellos de una manera firme y deliberadamente literal, sobresimplificada y poco imaginativa. En ese caso, en el primer momento de la historia —la religión, la religión precristiana o, mejor aún, la religión no occidental como tal—, la humanidad piensa y es colectivamente consciente sin una genuina autoconciencia: o más bien, para ser un poco más precisos, dado que la conciencia sin autoconciencia es una especie de contradicción en los términos, en él la humanidad es colectivamente consciente pero sólo inconscientemente autoconsciente: en síntesis, piensa en imágenes y figuras; hace formas y contornos externos, la masa y la variedad de la materia como tal, piensa por sí misma y se eleva, automodelándose delirantemente según la lógica fetiche de las grandes religiones clásicas, en gran medida en el sentido y espíritu ulteriores de Feuerbach y el mismo Marx. Ojalá tuviéramos tiempo para examinar las evocaciones notablemente diestras de Hegel del ornamento indio y los jeroglíficos egipcios, que vuelven una y otra vez como Leitmotiven en la obra de toda su vida y proponen las claves definitivas de su concepción de lo figurativo y la figuración como tal.

La versión más conocida de todo esto, sin embargo, la que ya conocemos debido a tantos enfoques contemporáneos cuidadosamente controlados de una única zona local del sistema de Hegel, es nuestra vieja amiga, la pirámide: la masa de materia en alguna parte de la cual mora una pequeña chispa del espíritu vivo; esa monumental figura exterior cuya forma misma —demasiado vasta para articular las diferenciaciones del pensamiento concreto como tal— designa no obstante, como a través de alguna inmensa distancia, la presencia residente de la forma de la conciencia. Cuerpo y espíritu, sin duda; materia y mente; con la salvedad de que sería mejor decir que estas estériles oposiciones y dualismos conceptuales derivan en última instancia del callejón sin salida de la figuración religiosa, y no, al revés, que la noción de Hegel de la estructura problemática de la religión replica y reproduce el más banal estereotipo filosófico heredado de la tradición.

Sin embargo, lo que ocurre ahora es inesperado: en vez del resultado lógico y predecible —que la materia simplemente se trascienda en espíritu y la figuración, liberada de sus adornos materiales, se transforme de inmediato en pensamiento abstracto como tal—, en el paso siguiente la figuración, por así decirlo, se distrae de su misión y destino últimos y se atasca aún más peligrosamente en la materia y el cuerpo. Es el momento de los griegos —del arte clásico—, que irrumpen con escándalo y desquician la teleología de la historia humana y el movimiento desde Asia hasta Europa occidental, desde el gran Otro de las religiones e imperios orientales hasta el yo dominante y centrado de la filosofía occidental y la producción industrial capitalista. Los romanos encajan en ese esquema, pero no los griegos, que proponen una visión peligrosa y tentadora, engañosa, de la nueva y última edad humana: de un mundo en el que sólo existe la medida humana y el cuerpo del hombre constituye por sí mismo la fuente y el manantial de la filosofía política; una especie de humanismo corpóreo en el que las secretas armonías pitagóricas del justo medio sugieren una racionalidad del cuerpo humano y sus proporciones, y durante el más fugaz de los instantes nos hacen pensar engañosamente que se ha alcanzado la forma final de un mundo verdaderamente humano y una filosofía consumada.

Hegel debe denunciar la idolatría de este resultado, a fin de lograr que la historia vuelva a moverse; debe cortejar las pasiones clásicas de sus contemporáneos, a la vez que los alienta suavemente a seguir adelante y les recuerda, calma pero insistentemente, que la cristiandad todavía permanece en la agenda junto con la Germania de Tácito y respira una autoridad perentoria capaz de superar e imponerse a toda esa persistente nostalgia clásica.

En cuanto a la misma cristiandad y la entonces dominante realidad germánica de Europa occidental, es importante recordar que para Hegel y sus contemporáneos, difícilmente haya que pensar ya siquiera en una religión: a través de la Reforma, sus obsesiones triádicas y su lógica trinitaria pasan a las abstracciones de la filosofía clásica alemana y el idealismo objetivo de la generación de Hegel, suficientemente entrenada en categorías teológicas muertas y su movimiento dialéctico inmanente para quitar figuratividad a toda esa borrosa y persistente decoración sagrada a la velocidad del coup de pouce cartesiano y pasar en lo sucesivo a las profundidades seculares de Fichte, Schelling y el propio Hegel. El torturado cuerpo individual de Cristo[2] actuará como cámara de descomprensión, a través de la cual una generación obsesionada con los cuerpos griegos se desintoxica y pasa a los placeres y satisfacciones más bien diferentes de la abstracción como tal, y lo que estos alemanes llaman lo Absoluto: después de todo, lo verdaderamente significativo no es el cuerpo individual sino más bien la colectividad humana, con cuya apoteosis Marx completará el sistema hegeliano, atascado en su camino hacia el fin de la historia por la inesperada regresión del ultramoderno estado prusiano a la reacción despótica y fanática.

De tal modo, la cristiandad parece disolverse casi sin esfuerzos en la filosofía alemana clásica, así como la tradición tribal germánica parece conducir directamente a la modernidad misma: si colocamos a Lutero y el protestantismo francamente en el medio de este desarrollo histórico, la idea tal vez parezca menos provinciana, y aún menos chauvinista. Pero es notorio que la etapa final del esquema tripartito de Hegel tiene un inconveniente: lo que él llama la forma romántica del arte. Es un inconveniente formal: para comenzar, necesita esta etapa para construir un clímax dialéctico de la Estética. Independientemente del tipo de narrativa histórica que haya sido la dialéctica —y sin duda fue en su día tan nueva y sorprendentemente paradójica como lo son hoy las narrativas históricas rivales de la complementariedad derridiana o la Nachträglichkeit freudiana—, es evidente que en algún sentido satisfactorio exigía la tercera etapa tanto para realizar las precedentes como para disolverlas y pasar a otra cosa.

Una vez más, la cristiandad será la bisagra de una solución poco convincente: porque el arte medieval puede presentarse como el contenido fuerte de la forma romántica, como la materia prima más original de esta modernidad estética; en tanto la nostalgia medieval de los románticos alemanes contemporáneos —los Schlegel, a quienes Hegel odiaba, los conversos que confundían Italia con el catolicismo apostólico romano, los pintores nazarenos y los diversos exiliados al sur de los Alpes—, esas débiles supervivencias de una cultura católica medieval que era auténticamente “romántica” (o moderna, en el sentido más amplio de la historia mundial de Hegel) ayudan a probar el argumento al atar el arte en vano a una ineludible misión medieval y cristiana, a la vez que atestiguan la debilidad de dichos renacimientos nostálgicos en el presente (digamos 1820 o algo así) y demuestran con ello la urgencia de una transición a alguna era dialécticamente nueva y diferente y las pretensiones de la filosofía de reemplazar este penoso entumecimiento estético por algo más vigoroso y decisivo. La ambigüedad se extiende al uso mismo que Hegel hace de la palabra “romántico”, que en su pluma no es en general un epíteto positivo: quienes han llegado a ver hoy a los románticos alemanes, y en especial a Friedrich Schlegel, una vez más, como precursores de prácticas y pensamientos singularmente contemporáneos, no tendrán muchos inconvenientes en diagnosticar con malicia que el disgusto que Hegel siente por ellos es la angustia de la competencia y la percepción anticipada de los peligros que la ironía y la autoconciencia románticas representan para el balanceo y las afirmaciones formuladas por la dialéctica misma.

En todo caso, y cualquiera sea la lectura que uno decida hacer de la etapa hegeliana final del arte, pocos pronósticos históricos han sido tan desastrosamente erróneos. Sea cual fuere la validez de sus sentimientos hacia el romanticismo, las corrientes que condujeron a lo que ha llegado a denominarse modernismo deben identificarse entonces con seguridad con uno de los florecimientos más notables de las artes en toda la historia humana. Independientemente de lo que el “fin del arte” signifique para nosotros, por lo tanto, decididamente no estaba a la orden del día en tiempos de Hegel. Y en lo que se refiere a la otra parte de la profecía, la sustitución del arte por la filosofía, tampoco pudo haber elegido un peor momento histórico para presagiarla; en efecto, si seguimos la práctica de Hegel y sus contemporáneos en la identificación de la filosofía con el sistema como tal, entonces pocos querrán negar que, en ese sentido, lejos de ser un precursor de una era verdaderamente filosófica, aquél fue más bien el último filósofo de la tradición: y esto en dos sentidos, por subsumirse y transfigurarse íntegramente en y por el marxismo como una especie de posfilosofía, y también por haber ocupado tan completamente este terreno filosófico como para dejar que todos los ulteriores esfuerzos puramente filosóficos (que en nuestra propia época llegaron a identificarse más bien como teoría) se constituyeran en otras tantas incursiones guerrilleras y terapias antifilosóficas locales, desde Nietzsche hasta el pragmatismo, desde Wittgenstein hasta la deconstrucción.

No obstante, en otro sentido Hegel tenía razón y fue realmente profético en todo esto, y es esa secreta verdad, ese momento de verdad en lo completamente aberrante y aparentemente extraviado, lo que ahora debemos tratar de comprender. “La filosofía”, dijo Adorno en uno de sus más famosos aforismos, “la filosofía, que alguna vez pareció obsoleta, sigue viviendo porque se perdió el momento de realizarla”. Es cierto que el “fin de la filosofía” no figura aquí entre nuestros tópicos oficiales, pero la extraordinaria observación de Adorno brinda una imagen más rica del “fin” de algo que ninguna otra cosa con que nos hayamos enfrentado hasta este momento: un fin que es una realización, que puede perderse, y cuya omisión resulta en poco más que una penosa vida después de la vida y una posición segundona que, sin embargo, todavía es esencial (en lo que se refiere a Adorno, el otro “fin” de la filosofía, su sustitución por el positivismo y la antiteoría, es tan pernicioso que exige una “teoría crítica” como medio de mantener vivo lo negativo en un período en que la praxis misma, la unidad de lo negativo y lo positivo, parece en suspenso).

Todo lo cual significa decir que, más que Hegel, la equivocada era la historia: desde esta perspectiva, la disolución del arte en la filosofía implica un tipo diferente de “fin” de ésta, su difusión y expansión a todos los ámbitos de la vida social de manera tal que ya no sea una disciplina independiente sino el aire mismo que respiramos y la propia sustancia de la esfera pública y la colectividad. En otras palabras, no termina al convertirse en nada sino en todo: el sendero no tomado por la historia.

En ese caso, tal vez valga la pena preguntar cómo, de acuerdo con Hegel, debería haber terminado el arte mismo en este triunfo —que es también otra clase de fin— de la filosofía como tal, cosa que no ocurrió. “Así como el arte —dice Hegel— tiene su ‘antes’ en la naturaleza y las esferas finitas de la vida, también tiene un ‘después’, esto es, una región que a su vez trasciende el modo en que el arte aprehende y representa lo Absoluto. Puesto que aquél tiene, con todo, un límite en sí mismo y por ello se deja a un lado en beneficio de formas más elevadas de conciencia. Esta limitación determina, después de todo, la posición que solemos atribuir al arte en nuestra vida contemporánea. Para nosotros, ya no cuenta como el modo más noble en que la verdad da forma a una existencia para sí.”[3] Y al proseguir menciona la prohibición islámica y judía de las imágenes talladas, junto con la crítica platónica del arte, como la fuerza motriz histórica de la desconfianza hacia la figuración que se cumplirá en el “fin del arte”. Pero el lenguaje mismo de Hegel nos advierte que tampoco tomemos demasiado literalmente esta formulación, como si se refiriera a la completa desaparición del arte como tal. En efecto, Peter Bürger ha escrito muchas cosas interesantes al especular sobre los tipos de producciones artísticas decorativas (las naturalezas muertas holandesas, por ejemplo) que Hegel creyó que sobrevivirían al “fin del arte” y llenarían o embellecerían el mundo vivido de una etapa de filosofía realizada.

No obstante, la frase decisiva sugiere algo bastante diferente: “Para nosotros, [el arte] ya no cuenta como el modo más noble en que la verdad da forma a una existencia para sí [die höchste Weise, in welcher die Wahrheit sich Existenz verschafft]”. Ésta es la frase que nos alerta sobre una inversión del juicio de Hegel por la historia que es tan dramática como la que la máxima de Adorno destacó para la filosofía misma: puesto que lo que definió sobre todo al modernismo en las artes es que reclamó de manera perentoria ser un modo único “de aprehender y representar lo Absoluto” y efectivamente fue para nosotros, o al menos deseó ser por excelencia, “el modo más noble en que la verdad se abre paso con uñas y dientes en la existencia” (para dar una versión un tanto diferente). El modernismo funda su autoridad, precisamente, en la relativización de los diversos códigos y lenguajes filosóficos, en su humillación debido al desarrollo de las ciencias naturales y en la intensificación de las críticas de la abstracción y la razón instrumental inspiradas por las experiencias de la ciudad industrial.

Pero no puede decirse que la manera en que la autoridad de la filosofía se debilitó y fue socavada permitió simplemente que el arte se desarrollara y persistiera a su lado, como cierto camino alternativo a lo Absoluto cuya cuestionable autoridad permanecía intacta. En este sentido, Hegel tenía toda la razón: se produjo un acontecimiento que él planeó llamar “fin del arte”. Y como rasgo constitutivo de ese acontecimiento, cierto arte efectivamente terminó. Lo que no se ajustó a su pronóstico fue la sustitución del arte por la filosofía misma: antes bien, apareció repentinamente un tipo nuevo y diferente de arte que tomó el lugar de la filosofía luego del fin del antiguo arte y usurpó todas las pretensiones de ella a lo Absoluto, a ser el “modo más noble en que la verdad se las ingenia para nacer”. Ése fue el arte que llamamos modernismo: y significa que, para explicar el error de Hegel, es necesario que postulemos dos tipos de arte con funciones y pretensiones de verdad completamente diferentes.

O, mejor, no es necesario que lo hagamos, porque esas dos clases de arte ya se teorizaron y codificaron en los días de Hegel, y ya mencionamos la naturaleza más bien sospechosa de los tratos de éste con la teoría en cuestión que, como habrán adivinado, es la de la distinción entre lo Bello y lo Sublime. Estoy de acuerdo con muchos comentaristas —pero acaso sea Philippe Lacoue-La-barthe quien lo expresó con más vehemencia— en que lo que llamamos modernismo debe identificarse a largo plazo con lo Sublime. El modernismo aspira a lo Sublime como su esencia misma, lo que podemos llamar transestética, en la medida en que afirma sus pretensiones a lo Absoluto, esto es, cree que para ser arte de algún modo, el arte debe ser algo más allá del arte. El tratamiento de Kant —una peculiar ocurrencia tardía y codicilo a sus pensamientos, más convencionales, sobre la Belleza— equivale a una extraordinaria premonición del arte moderno en un período en que poco más lo presagiaba, y podría volver a explorarse fructíferamente en busca de sus implicaciones para las dimensiones tanto filosófica (él la llama “moral) como efectiva de lo moderno en general. Por desdicha, no es algo que podamos hacer más detalladamente aquí, donde lo que hay que subrayar es más bien una consecuencia un tanto diferente: a saber, que el arte cuyo “fin” previo Hegel debe identificarse, a la luz de Kant, como Belleza. Lo que llega a su fin en este significativo caso es lo Bello, pero lo que toma su lugar no es finalmente la filosofía, como creía Hegel, sino más bien lo Sublime; en otras palabras, lo estético de lo moderno o, si lo prefieren, lo transestético. Y esta sustitución está acompañada, desde luego, en buena medida de acuerdo con el espíritu de la sugerencia de Peter Bürger, por una persistencia y reproducción de bajo nivel de gran número de formas secundarias de lo Bello en todos los sentidos tradicionales; lo Bello ahora como decoración, sin ninguna pretensión a la verdad o a una relación especial con lo Absoluto.

Pero si se atrevieron a llegar hasta aquí, tal vez estén preparados para dar un paso más, o más bien un salto hacia nuestra propia época o, mejor, a nuestro ayer, el de los años sesenta y los happenings y ese particular “fin del arte” contemporáneo al que es hora de volver. Creo sin embargo que ahora estamos en mejores condiciones para identificar este “fin de algo” en especial: sólo puede ser el fin de lo moderno mismo o, en otras palabras, el fin de lo Sublime, la disolución de la vocación del arte de alcanzar lo Absoluto. Debería resultar evidente, entonces, que cualquiera sea este acontecimiento histórico en particular, difícilmente exhiba muchas semejanzas con ese “fin del arte” más antiguo y anterior en que la filosofía no logró estar a la altura de su vocación histórica y tocó a lo Sublime suplantar lo meramente Bello. El fin de lo moderno, la introducción gradual de la posmodernidad a lo largo de varias décadas, ha sido un suceso memorable por derecho propio, cuyas evaluaciones cambiantes y fluctuantes merecen estudiarse en sí mismas.

Iba a decir, por ejemplo, que apenas era imaginable que este segundo “fin del arte” allanaría el camino al reino final de la filosofía más de lo que lo hizo su muy diferente equivalente del siglo XIX. Pero si piensan en la disolución de lo moderno como un prolongado proceso cultural, que comenzó en los años sesenta y cuyo desvelamiento en los años ochenta como una nueva edad dorada tampoco nos brinde quizá su última palabra, también parecen posibles entonces otras conjeturas e interpretaciones históricas. ¿Qué pasa, por ejemplo, con el surgimiento de la Teoría, en cuanto pareció reemplazar a la literatura tradicional desde la década del sesenta en adelante y extenderse a una amplia gama de disciplinas, desde la filosofía hasta la antropología, desde la lingüística hasta la sociología, borrando sus límites en una inmensa indiferenciación e inaugurando también ese momento muchas veces postergado en que un marxismo, que había ganado sus credenciales como análisis de la economía política, obtuvo por fin su derecho a otras en el análisis de las superestructuras, la cultura y la ideología? Este gran momento de la Teoría (sobre el que algunos afirman que también terminó) confirmó en realidad las premoniciones de Hegel al adoptar como tema central la dinámica misma de la representación: no es posible imaginar una sustitución hegeliana clásica del arte por la filosofía de otra manera, justamente, que como un retorno de la conciencia (y la autoconciencia) a la figuración y la dinámica figurativa que constituyen lo estético, a fin de disolverlas en el pleno día y la transparencia de la praxis misma. El “fin del arte” de este período, el marchitamiento de lo moderno, no estuvo meramente marcado por la lenta desaparición de todos los grandes auteurs que signaron el modernismo en su etapa más grande, entre 1910 y 1955; también lo acompañó el surgimiento de todos esos nombres, hoy igualmente famosos, desde Lévi-Strauss hasta Lacan, desde Barthes hasta Derrida y Baudrillard, que adornan la era heroica de la Teoría misma. La transición no se caracterizó por un cambio abrupto de velocidad, en que una preocupación por lo sublime narrativo, por ejemplo, diera paso repentina y discordantemente a una vuelta al estudio de las categorías lógicas: antes bien, la Teoría surgió de lo estético mismo, de la cultura de lo moderno, y del movimiento que va de Maiakovski a Jakobson, o el de Brecht a Barthes, Joyce a Eco o Proust a Deleuze, sólo parecerá una curva descendente a la triste luz de la antigua distinción antiintelectual entre lo crítico y lo creativo.

En este sentido, entonces, y con el significativo reemplazo del término “filosofía” por el de “teoría”, tal vez podría argumentarse, en lo que respecta a este “fin del arte” contemporáneo en particular, que Hegel, después de todo, no estaba tan terriblemente equivocado, y que el acontecimiento en cuestión podría captarse, al menos en parte, como una disolución de la figuración en su grado más intenso en una forma más nueva de lucidez que, a diferencia del sistema filosófico anterior, intentara hoy dar cabida a la praxis misma.

Sin embargo, si es así, la descripción sólo es entonces parcialmente correcta y la introducción de lo posmoderno también tiene otra dimensión a la que todavía no hemos hecho justicia. Puesto que el esquema transicional de Hegel implica el destino de varios términos: la función de lo Sublime, lo moderno, de una mitad del arte, es asumida por la Teoría; pero esto también da cabida a la supervivencia de la otra mitad, a saber, lo Bello, que ahora inviste el ámbito cultural en el momento en que la producción de lo moderno se agosta gradualmente. Ésta es la otra cara de la posmodernidad, el retorno de lo Bello y lo decorativo en lugar de lo Sublime moderno anterior, el abandono por parte del arte de la búsqueda de lo Absoluto o de las pretensiones de verdad y su redefinición como una fuente de puro placer y gratificación (más que de jouissance, como en lo moderno). Tanto la Teoría como lo Bello son elementos constituyentes de ese “fin del arte” que es lo posmoderno: pero tienden a bloquearse uno al otro de manera tal que los años setenta parecen ser la era de la Teoría y los ochenta se revelan como el momento de chillona autoindulgencia y consumo cultural (que, en rigor, empieza a incluir en sus abundantes festejos una Teoría firmada y mercantilizada).

Así, pues, en esta nueva era el arte parece haber vuelto a hundirse en el viejo status culinario de que disfrutaba antes de la dominación de lo Sublime: debemos recordar, no obstante, que en esos días, que en gran medida aún están colmados de los procesos de secularización y el reemplazo de una cultura Anden Régime feudal o cultual por una burguesa, el campo de la cultura todavía se comparte con formas aún más antiguas de figuración religiosa, que en nuestro propio tiempo se desvanecieron por completo como tales. Por lo tanto, debemos hacer una importante salvedad a esta identificación del posmodernismo con la concepción de lo Bello de Kant y Burke: tiene que ver con la educación, la esfera pública y la era cibernética o informacional, y exige que destaquemos una notable tendencia histórica de nuestro tiempo, a saber, la inmensa expansión de la cultura y la mercantilización a los ámbitos —política y economía, por ejemplo— de los que estaban tan justamente diferenciadas en la vida cotidiana del período moderno. En otras palabras, el gran movimiento de indiferenciación de la posmodernidad borró una vez más estos límites (y, como se dijo, hizo económico lo cultural al mismo tiempo que convirtió lo económico en tantas formas de cultura). Por eso parece apropiado evocar una inmensa aculturación de la vida diaria y lo social en general en nuestro propio momento posmoderno; y también se justifican las descripciones proféticas de nuestra sociedad como la sociedad del espectáculo o la imagen —ya que quisiera argumentar en términos más generales que esa aculturación asumió en esencia formas espaciales que, de manera tajante y no del todo exactamente, tendemos a identificar como visuales—. Creo que no es ésta la posición habitualmente sostenida por quienes lamentan o celebran un “fin del arte” identificado con el fin de la literatura, el canon o la lectura como tal, reemplazados por la cultura de masas en general; una posición no hegeliana y moralizante que por lo común no logra describir el nuevo momento de una manera sistémica. Pero el retomo de lo Bello en lo posmoderno debe verse justamente como una dominante sistémica: una colonización de la realidad en general por formas espaciales y visuales, que es a la vez una mercantilización de esa misma realidad intensamente colonizada en una escala mundial. Que lo Sublime y su sucesora, la Teoría, tengan esa capacidad insinuada por Kant de restaurar el componente filosófico de dicha posmodernidad y quebrar de arriba abajo la mercantilización implícita en lo Bello, es una cuestión que ni siquiera empecé a explorar; pero se trata de una cuestión y un problema, espero, un poco diferentes de la alternativa que creíamos enfrentar hasta ahora: a saber, si es concebible e incluso posible volver a lo moderno (o, si lo prefieren, al modernismo) como tal, luego de su disolución en la plena posmodernidad. Y la nueva cuestión se refiere también a la Teoría misma y a su posibilidad de persistir y prosperar sin convertirse en una filosofía técnica más antigua cuyos límites y obsolescencia ya eran visibles en el siglo XIX.

Pero ahora es necesario que sigamos adelante y abordemos un tópico aún más complicado, que gira no meramente en tomo del fin del arte, sino al parecer del fin de todo; a saber, el así llamado “fin de la historia” misma. Por desdicha, no tenemos tiempo de trazar la fascinante historia de este motivo, que se origina en cierto “carácter de época” en Hegel, su impresión de que estaba comenzando una era completamente nueva y sin paralelos; que luego es readaptado por el emigrado ruso Alexandre Kojéve, un admirador de Stalin y posteriormente un arquitecto del Mercado Común Europeo y la Comunidad Económica Europea, a cuyas conferencias de los años treinta sobre Hegel se atribuye a menudo ser la fuente de lo que llegó a llamarse “marxismo existencialista”; por último, la versión de “la idea con la cual [Francis] Fukuyama sobresaltó a los periodistas del mundo en el verano de 1989”, como lo expresa Perry Anderson —en síntesis, la noción de que al término de la Guerra Fría podía declararse al capitalismo y al mercado como la forma final de la historia humana, una idea a cuyo sabor excitante contribuyó el hecho de que Fukuyama fuera funcionario del Departamento de Estado durante el gobierno de George Bush—. Por fortuna, la historia de este concepto ha sido escrita tan definitivamente como cabría desearlo en el libro de Anderson, A Zone of Engagement,[4] de modo que no hace falta que repasemos los detalles aquí, por entretenidos que sean.

Sin embargo, es necesario retener dos rasgos de la historia, ambos relacionados con el materialismo histórico. Por un lado, no es probable que quienes están familiarizados con una interpretación materialista y dialéctica de la historia planteen a Fukuyama la objeción más ingenua, a saber, que a pesar de todo, la historia sigue adelante, sigue habiendo acontecimientos y en particular guerras, nada parece haberse detenido, al parecer todo empeora, etcétera, etcétera. Pero si Marx mencionó alguna vez su versión del fin de la historia, lo hizo con dos salvedades: primero, no habló del fin de la historia sino de la prehistoria; vale decir, de la llegada de un período en el que la colectividad humana controla su propio destino, y la historia es una forma de praxis colectiva y ya no está sujeta a los determinismos de la naturaleza o la escasez, el mercado o el dinero. Y, segundo, no imaginó este fin de la prehistoria en términos de acontecimientos o acciones individuales sino de sistemas o, mejor aún (la expresión es suya), modos de producción. (Tampoco dictaminó la inevitabilidad de ningún resultado en particular; una famosa frase evoca la posibilidad de “la ruina mutua de las clases antagónicas” —con seguridad, un fin de la historia bastante diferente—, en tanto la igualmente famosa alternativa de “socialismo o barbarie” incluye desde luego una ominosa advertencia y un llamado a la libertad humana). No obstante, el punto de vista marxista, el de la sustitución de un modo de producción por otro, al insistir en la diferencia radical entre ese tipo de acontecimiento sistémico y los sucesos que son acciones u ocurrencias históricas más corrientes, pone en claro que es dable esperar que la historia continúe plagada de acontecimientos aun después del cambio radical de los sistemas socioeconómicos o los mismos modos de producción.

Por curioso que parezca, sin embargo, ni Fukuyama ni Kojéve argumentan en favor de sus fines de la historia de esa manera materialista histórica o sistémica: en rigor de verdad, para las personas acostumbradas al Hegel más materialista de los primeros escritos económicos de Jena o al adoptado por el propio Marx, aquéllos sirven de útil recordatorio de otro aspecto básicamente idealista (si bien no necesariamente conservador) de Hegel (y tal vez incluso del marxismo existencial), a saber, el que, a través de la lucha entre el amo y el esclavo, insiste en que el motor de la historia es una lucha por el reconocimiento. El énfasis de Kojéve en el motivo hegeliano de la “satisfacción” (Befriedigung), su consecuente insistencia (casi girardiana) en los resultados de la igualdad social y el fin de la jerarquía, convierten el triunfo del capitalismo en psicología social y existencialismo más que en la superioridad del modo de producción en sí mismo. Teóricos posteriores combinan “los dos motivos que Kojéve había opuesto como alternativas: ya no una civilización de consumo o de estilo, sino de su intercambiabilidad —la danza de las mercancías como bal masqué de las intensidades libidinales—”.[5] Pero la identificación que plantea Fukuyama entre las instituciones democráticas y el mercado, ni siquiera muy original en sí misma, nos devuelve a la psicología social y puede alzarse como un desafío ante el marxismo del capitalismo tardío contemporáneo o posmoderno, para que elabore un análisis verdaderamente materialista del consumo de mercancías así como de las rivalidades grupales de la lucha por el reconocimiento —consumismo y guerras civiles étnicas— que en conjunto caracterizan nuestra era. Es necesario que la teoría marxista aporte interpretaciones de todas estas cosas —de la ideología y la lucha de clases, de la cultura y la operación de las superestructuras— en la escala más vasta de la globalización contemporánea. El espíritu de los análisis tendrá una continuidad con los anteriores, tan triunfalmente elaborados a fines del período moderno: pero los términos serán necesariamente nuevos y lozanos, habida cuenta de las novedades del mercado mundial capitalista ampliado que están destinados a explicar.

Creo, sin embargo, que la significación histórica del ensayo de Fukuyama no debe encontrarse en realidad en Hegel o Kojéve, aunque también me parece que tenemos algo que aprender de ellos: a saber, una relación con nuestro propio presente que llamaré “carácter de época” y por medio del cual defendemos el sentido y la significación históricos del momento y la era presentes contra todas las pretensiones del pasado y del futuro. Y ésta es una lección aún más significativa debido a los esplendores del período precedente de la modernidad contra el que nos resulta tan difícil defendernos, por lo que preferimos rechazar el desagradable sentimiento de ser epígonos por medio de una pura amnesia histórica y la represión del sentido mismo de la historia. Elaborar una relación con lo moderno que no equivalga a un llamado nostálgico a volver a él ni sea una denuncia edípica de sus insuficiencias represivas es una rica misión para nuestra historicidad, y el éxito en ella puede ayudarnos a recuperar cierto sentido del futuro, así como de las posibilidades de un cambio auténtico.

Pero, según creo, la utilidad de Fukuyama no radica en esa dirección en particular: antes bien, hay que encontrarla en la yuxtaposición con otro influyente ensayo norteamericano que apareció hace exactamente cien años, en 1893, y que expresó igualmente el fin de algo. Con esto quiero sugerir que, pese a las apariencias, el “fin de la historia” de Fukuyama en realidad no se refiere en absoluto al Tiempo, sino al Espacio; y que las angustias que tan vigorosamente inviste y expresa, a las que da una figuración tan utilizable, no son inquietudes inconscientes sobre el futuro o el Tiempo: expresan la sensación de estrechamiento del Espacio en el nuevo sistema mundial; revelan el cierre de otra frontera más fundamental en el nuevo mercado mundial de la globalización y las corporaciones transnacionales. Así, el famoso ensayo de Frederick Jackson Tumer, “The Frontier in American History”,[6] es una mejor analogía; y la imposibilidad de imaginar un futuro al que la concepción de Fukuyama del “fin de la historia” dé voz es el resultado de nuevos y más fundamentales límites espaciales, no tanto como consecuencia del final de la Guerra Fría o del fracaso del socialismo, sino más bien de la entrada del capitalismo en una nueva tercera etapa y su consecuente penetración en partes hasta ahora no mercantilizadas del mundo que hacen difícil imaginar cualquier ampliación futura del sistema. En lo que se refiere al socialismo, un Marx diferente (el de los Grundrisse más que el de El capital) siempre insistió en que no estaría a la orden del día mientras el mercado mundial no hubiera alcanzado sus límites y las cosas y la fuerza de trabajo no se transformaran universalmente en mercancías. Hoy estamos mucho más cerca de esa situación que en la época de Marx o Lenin.

Pero la noción del “fin de la historia” también expresa un bloqueo de la imaginación histórica, y necesitamos ver con más claridad cómo es eso y cómo termina, en apariencia, por proponer sólo este concepto como alternativa viable. Me parece particularmente significativo que la emergencia del capitalismo tardío (o, en otras palabras, de una tercera fase del capitalismo), junto con el consecuente derrumbe de los sistemas comunistas en el Este, coincidiera con un desastre ecológico generalizado y planetario. Lo que tengo en mente aquí no es en especial el ascenso de los movimientos ecologistas (pese a los excesos ambientales de la modernización soviética forzada, las medidas exigidas por cualquier movimiento ecologista consecuente sólo podrían ser impuestas por un gobierno socialista fuerte); más bien, lo que me parece significativo es el final de una concepción prometeica de la producción, en la medida en que hace difícil que la gente siga imaginando hoy el desarrollo como una conquista de la naturaleza. En otras palabras, en el momento en que el mercado cubre el mundo y penetra en las zonas hasta ahora no mercantilizadas de las ex colonias, un ulterior desarrollo se hace impensable en razón de un apartamiento general (y muy justificado) de las anteriores formas heroicas de productividad y extracción. Dicho de otra manera, en el momento en que se alcanzan los límites del globo, se hace imposible considerar la idea de un desarrollo intensivo; el fin de la expansión y el imperialismo a la antigua no está acompañado por ninguna alternativa viable de desarrollo interno.

Entretanto, el segundo rasgo de la nueva situación que bloquea nuestra capacidad de imaginar el futuro se encuentra en su pura sistematicidad: en la manera en que, con las revolución de la cibernética y las informaciones y sus consecuencias para el marketing y las finanzas, el mundo entero queda súbitamente soldado en un sistema total del que nadie puede separarse. Es suficiente pensar en el sugestivo término de Samir Amin, “desvinculación” —decidir apartarse del sistema mundial—, para apreciar la resistencia de nuestra imaginación a esta posibilidad.

Estos dos bloqueos, entonces —el tabú del prometeísmo y del valor del desarrollo y la industrialización intensivos; la imposibilidad de imaginar una secesión del nuevo sistema mundial y una desvinculación política y social, así como económica, con respecto a él—, estos dilemas espaciales son lo que inmoviliza hoy nuestro cuadro imaginativo del espacio global y evoca como su secuela la visión que Fukuyama denomina el “fin de la historia” y el triunfo final del mercado como tal. El pronunciamiento de Turner sobre el cierre de la frontera todavía brindaba la posibilidad de una expansión imperialista más allá de los límites del hoy saturado Estados Unidos continental; la profecía de Fukuyama expresa la imposibilidad de imaginar un equivalente para esa válvula de seguridad, y ni siquiera de una vuelta intensiva al sistema, y por eso es un idiologema tan poderoso, una expresión y representación ideológicas de nuestros dilemas actuales. De qué manera se coordinarán ahora filosófica y teóricamente estos diversos “fines del arte” con el nuevo “cierre” de la frontera global del capitalismo es nuestra cuestión más fundamental y el horizonte de todos los estudios literarios y culturales de nuestro tiempo. Éste, con el que ahora tengo que terminar, es el punto desde el que deberíamos empezar.