1. El posmodernismo y la sociedad de consumo
En la actualidad, el concepto de posmodernismo no se acepta y ni siquiera se entiende de manera generalizada. Parte de la resistencia que suscita puede deberse a la poca familiaridad con las obras que abarca, que pueden encontrarse en todas las artes: la poesía de John Ashbery, por ejemplo, así como la mucho más simple poesía conversacional que surgió de la reacción contra la compleja e irónica poesía modernista académica en los años sesenta; la reacción contra la arquitectura moderna y, en particular, contra los edificios monumentales del estilo internacional; los edificios pop y los cobertizos decorados celebrados por Robert Venturi en su manifiesto Learning from Las Vegas, Andy Warhol, el arte pop y el más reciente fotorrealismo; en música, la importancia de John Ca-ge pero también la síntesis posterior de estilos clásicos y “populares” en compositores como Philip Glass y Terry Riley, y también el rock punk y new wave con grupos como Clash, Talking Heads y Gang of Four; en el cine, todo lo que se muestra de Godard —cine y vídeo contemporáneos de vanguardia—, así como todo un nuevo estilo de películas comerciales o de ficción, que tiene su equivalente en las novelas contemporáneas, donde las obras de William Burroughs, Thomas Pynchon e Ishmael Reed por un lado, y la nueva novela francesa por el otro, también deben contarse entre las variedades de lo que puede denominarse posmodernismo.
Esta lista parecería aclarar dos cosas a la vez. Primero, la mayor parte de los posmodernismos antes mencionados surgen como reacciones específicas contra las formas establecidas del alto modernismo, contra este o aquel alto modernismo dominante que conquistó la universidad, los museos, la red de galerías de arte y las fundaciones. Esos estilos antes subversivos y combatidos —el expresionismo abstracto; la gran poesía modernista de Pound, Eliot o Wallace Stevens; el estilo internacional (Le Corbusier, Gropius, Mies van der Rohe); Stravinsky; Joyce, Proust y Mann—, que nuestros abuelos consideraban escandalosos o chocantes, son para la generación que llega a las puertas en la década del sesenta el establishment y el enemigo: muertos, asfixiantes, canónicos, los monumentos cosificados que hay que destruir para hacer algo nuevo. Esto significa que habrá tantas formas diferentes de posmodernismo como de altos modernismos, dado que las primeras son, al menos en su inicio, reacciones específicas y locales contra esos modelos. Esto, desde luego, no facilita la tarea de describir los posmodernismos como algo coherente, dado que la unidad de este nuevo impulso —si la tiene— no se da en sí mismo sino en el propio modernismo que procura desplazar.
El segundo rasgo de esta lista de posmodernismos es la desaparición de algunos límites o separaciones clave, sobre todo la erosión de la antigua distinción entre la cultura superior y la así llamada cultura de masas o popular. Éste es tal vez el rumbo más inquietante de todos desde un punto de vista académico, que tradicionalmente tuvo un interés creado en la preservación de un ámbito de cultura superior o de elite contra el ambiente circundante de filisteísmo, de baratura y kitsch, series de televisión y cultura del Reader’s Digest, y en la transmisión a sus iniciados de difíciles aptitudes de lectura, audición y visión. Pero muchos de los más recientes posmodernismos se han sentido fascinados, precisamente, por todo ese paisaje de publicidades y moteles, desnudistas de Las Vegas, programas de medianoche y cine de Hollywood de clase B y la así llamada paraliteratura con sus categorías de ediciones en rústica para aeropuertos: gótico y romántico, biografía popular, novela policial y de ciencia ficción o fantasía. Ya no “citan” esos “textos” como podrían haberlo hecho un Joyce o un Mahler; los incorporan, a punto tal que el límite entre el arte elevado y las formas comerciales parece cada vez más difícil de trazar.
Un indicio un tanto diferente de esta desaparición de las más antiguas categorías de género y discurso puede encontrarse en lo que a veces se llama teoría contemporánea. Una generación atrás, había todavía un discurso técnico de la filosofía profesional —el gran sistema de Sartre o los fenomenólogos, la obra de Wittgenstein o la filosofía analítica o del lenguaje común—, junto al cual aún podía distinguirse el muy diferente discurso de las otras disciplinas académicas, de las ciencias políticas, por ejemplo, o de la sociología o la crítica literaria. Hoy en día, tenemos cada vez más una clase de escritura simplemente denominada “teoría” que es todas o ninguna de esas cosas al mismo tiempo. Este nuevo tipo de discurso, generalmente asociado con Francia y la así llamada teoría francesa, se difunde en forma creciente y señala el fin de la filosofía como tal. La obra de Michel Foucault, por ejemplo, ¿debe considerarse filosofía, historia, teoría social o ciencia política? Es indecidible, como hoy suelen decir, y mi sugerencia será que ese “discurso teórico” también debe incluirse entre las manifestaciones del posmodernismo.
Debo decir ahora algunas palabras sobre el uso apropiado de este concepto: no es simplemente un término para la descripción de un estilo determinado. También es —al menos en el uso que yo le doy— un concepto “periodizador” cuya función es correlacionar la aparición de nuevos rasgos formales en la cultura con la de un nuevo tipo de vida social y un nuevo orden económico, que a menudo se denomina eufemísticamente modernización, sociedad postindustrial o de consumo, sociedad de los medios de comunicación o del espectáculo, o capitalismo multinacional. Este nuevo momento del capitalismo puede remontarse al auge de posguerra en los Estados Unidos, a fines de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta, o al establecimiento de la Quinta República en Francia, en 1958. La década del sesenta es en muchos aspectos el período transicional clave, en el que se establece el nuevo orden internacional (neocolonialismo, revolución verde, computación e información electrónica), que al mismo tiempo es barrido y sacudido por sus propias contradicciones internas y la resistencia externa. Quiero esbozar aquí algunos de los aspectos en que el nuevo posmodernismo expresa la verdad interior de ese reciente orden social emergente del capitalismo tardío, pero tendré que limitar la descripción a sólo dos de sus rasgos de importancia, que llamaré pastiche y esquizofrenia; éstos nos brindarán una oportunidad de percibir la especificidad de la experiencia posmodernista del espacio y el tiempo, respectivamente.
EL PASTICHE ECLIPSA LA PARODIA
Uno de los rasgos o prácticas más importantes del posmodernismo de hoy en día es el pastiche. Ante todo, debo explicar este término (procedente del lenguaje de las artes visuales), que la gente en general confunde con el fenómeno verbal relacionado denominado parodia o lo asimila a él. Tanto el pastiche como la parodia implican la imitación o, mejor aún, el remedo de otros estilos y, en particular, de sus manierismos y crispamientos estilísticos. Es evidente que la literatura moderna en general ofrece un campo muy rico para la parodia, dado que todos sus grandes escritores se definieron por la invención o producción de estilos más bien únicos: piénsese en la oración larga faulkneriana o la característica imaginería natural de D. H. Lawrence; en la singular forma de usar abstracciones de Wallace Stevens; también, en el manierismo de los filósofos, Heidegger por ejemplo, o Sartre; en los estilos musicales de Mahler o Prokofiev. Por diferentes que sean entre sí, todos estos estilos son comparables en lo siguiente: cada uno de ellos es completamente inconfundible; una vez que se lo aprende, es improbable que se lo confunda con algún otro.
Ahora bien, la parodia aprovecha el carácter único de estos estilos y se apodera de sus idiosincrasias y excentricidades para producir una imitación que se burla del original. No voy a decir que el impulso satírico sea consciente en todas las formas de la parodia: en todo caso, un buen o un muy buen paródico tiene que tener cierta secreta simpatía por el original, así como un gran mimo debe tener la capacidad de ponerse en el lugar de la persona imitada. No obstante, el efecto general de la parodia —ya sea con simpatía o malicia— es poner en ridículo la naturaleza privada de esos manierismos estilísticos y su exceso y excentricidad con respecto a la forma en que la gente habla o escribe normalmente. Así, pues, detrás de cualquier parodia está en cierto modo la sensación de que hay una norma lingüística en contraste con la cual es posible burlarse de los estilos de los grandes modernistas.
¿Pero qué pasaría si uno ya no creyera en la existencia del lenguaje normal, del discurso corriente, de la norma lingüística (digamos, el tipo de claridad y capacidad comunicativa celebradas por Orwell en su famoso ensayo “Politics and the English Language” [“La política y la lengua inglesa”])? Podríamos pensarlo de este modo: tal vez la inmensa fragmentación y privatización de la literatura moderna —su explosión en una pléyade de estilos y manierismos privados distintivos— oculte tendencias más profundas y generales en el conjunto de la vida social. Supongamos que el arte moderno y el modernismo —lejos de ser un tipo de curiosidad estética especializada— en realidad se anticiparon a tendencias sociales en estos términos; supongamos que en las décadas correspondientes a la emergencia de los grandes estilos modernos la sociedad misma hubiera empezado a fragmentarse de ese modo: que cada grupo hubiese llegado a hablar un curioso lenguaje privado y de su propia cosecha, cada profesión hubiera desarrollado su código o idiolecto privados y, por último, cada individuo hubiese terminado por ser una especie de isla lingüística, separado de todos los demás. Pero en ese caso se habría desvanecido la posibilidad misma de cualquier norma lingüística en términos de la cual pudieran ridiculizarse los lenguajes privados y los estilos idiosincrásicos, y no tendríamos otra cosa que diversidad y heterogeneidad estilísticas.
Ése es el momento en que aparece el pastiche y la parodia se vuelve imposible. Aquél, como ésta, es la imitación de un estilo peculiar o único, el uso de una máscara estilística, discurso en una lengua muerta: pero es una práctica neutral de dicho remedo, sin el motivo ulterior de la parodia, sin el impulso satírico, la risa, esa sensación aún latente de que existe algo normal comparado con lo cual lo que se imita es más bien cómico. El pastiche es una parodia vacía, una parodia que ha perdido su sentido del humor: es a la parodia lo que esa curiosidad, la práctica moderna de una especie de ironía vacía, es a lo que Wayne Booth llama las ironías estables y cómicas del siglo XVIII.[1]
LA MUERTE DEL SUJETO
Pero ahora es necesario que pongamos una nueva pieza en este rompecabezas, que puede ayudarnos a explicar por qué el modernismo clásico es una cosa del pasado y por qué el posmodernismo tuvo que ocupar su lugar. Este nuevo componente es lo que en general se llama la “muerte del sujeto” o, para expresarlo en un lenguaje más convencional, el fin del individualismo como tal. Como hemos dicho, los grandes modernismos se basaban en la invención de un estilo personal, privado, tan inconfundible como nuestras huellas digitales e incomparable como nuestro propio cuerpo. Pero esto significa que en cierto modo la estética modernista está orgánicamente vinculada a la concepción de un yo y una identidad privada únicos, una personalidad y una individualidad únicas, presumiblemente generadores de su propia visión única del mundo y forjadores de su propio estilo único e inconfundible.
No obstante, hoy, desde numerosas y diferentes perspectivas, los teóricos sociales, los psicoanalistas y hasta los lingüistas, para no mencionar a quienes trabajan en el área de la cultura y el cambio cultural y formal, exploran la idea de que este tipo de individualismo e identidad personal es una cosa del pasado; que el viejo individuo o sujeto individualista está “muerto”; y que incluso podrían describirse como ideológicos el concepto del individuo único y la base teórica del individualismo. De hecho, hay dos posiciones sobre todo esto, una de las cuales es más radical que la otra. La primera se conforma con decir: sí, hace mucho, en la era clásica del capitalismo competitivo, en el apogeo de la familia nuclear y el surgimiento de la burguesía como la clase social hegemónica, el individualismo y los sujetos individuales existían. Pero hoy, en la era del capitalismo corporativo, del así llamado hombre organizacional, de las burocracias tanto en las empresas como en el Estado, de la explosión demográfica, ese antiguo sujeto burgués individual ya no existe.
Hay también una segunda posición, la más radical de las dos, que podríamos denominar postestructuralista. Ésta agrega: el sujeto burgués individual no sólo es cosa del pasado sino que también es un mito; en realidad, y para empezar, nunca existió; nunca hubo sujetos autónomos de ese tipo. Antes bien, esta construcción era una mistificación filosófica y cultural que procuraba persuadir a la gente de que “tenían” sujetos individuales y poseían alguna identidad personal única.
En lo que nos atañe, no es particularmente importante decidir cuál de estas posiciones es correcta (o, mejor, cuál es más interesante y productiva). Lo que tenemos que retener de todo esto es, antes bien, un dilema estético: porque si la experiencia y la ideología del yo único, una experiencia e ideología que informaron la práctica estilística del modernismo clásico, están terminadas y acabadas, entonces ya no resulta claro qué se supone que están haciendo los artistas y los escritores del período actual. Lo evidente es simplemente que los modelos más antiguos —Picasso, Proust, T. S. Eliot— ya no funcionan (o son decididamente nocivos), dado que ya no hay nadie que tenga esa clase de mundo y de estilo privados únicos y pueda expresarlos. Y acaso ésta no sea meramente una cuestión “psicológica”: también tenemos que tomar en cuenta el enorme peso de setenta u ochenta años del propio modernismo clásico. Es en este sentido, igualmente, que los escritores y artistas de la hora actual no pueden ya inventar nuevos estilos y mundos: ya se han inventado; sólo son posibles una cantidad limitada de combinaciones; las singulares ya han sido pensadas. De modo que la importancia de toda la tradición estética modernista —hoy muerta— también “pesa como una pesadilla en el cerebro de los vivos”, como dijo Marx en otro contexto.
De allí, una vez más, el pastiche: en un mundo en que la innovación estilística ya no es posible, todo lo que queda es imitar estilos muertos, hablar a través de las máscaras y con las voces de los estilos del museo imaginario. Pero esto significa que el arte contemporáneo o posmodernista va a referirse de un nuevo modo al arte mismo; más aún, significa que uno de sus mensajes esenciales implicará el necesario fracaso del arte y la estética, el fracaso de lo nuevo, el encarcelamiento en el pasado.
LA MODA DE LA NOSTALGIA
Como esto puede parecer muy abstracto, quiero dar algunos ejemplos, uno de los cuales es tan omnipresente que contadas veces lo vinculamos a los tipos de rumbos en el arte elevado que discutimos aquí. Esta práctica particular del pastiche no pertenece a la cultura superior sino que se encuentra en gran parte en la cultura de masas, y en general se la conoce como “cine de la nostalgia” (lo que los franceses llaman elegantemente la mode retro, la moda retrospectiva). Debemos concebir esta categoría de la manera más amplia. En sentido estrecho, sin duda, consiste meramente en películas sobre el pasado y momentos generacionales específicos de ese pasado. Así, uno de los filmes inaugurales de este nuevo “género” (si lo es) fue Locura de verano [American Graffiti],[n] de George Lucas, que en 1973 se propuso recapturar la atmósfera y las peculiaridades estilísticas de los Estados Unidos de los años cincuenta: los Estados Unidos de la era Eisenhower. La gran película de Polanski, Barrio chino (Chinatown, 1974), hace algo similar para la década del treinta, lo mismo que El conformista (1969), de Bertolucci, para el contexto italiano y europeo del mismo período, la época fascista en Italia; etcétera. Podríamos seguir enumerando esta clase de películas durante un rato. ¿Pero por qué las llamamos pastiche? ¿No son, más bien, obras del género más tradicional conocido como film histórico, que pueden teorizarse con mayor facilidad si se extrapola esa otra forma bien conocida, la de la novela histórica?
Tengo razones para pensar que necesitamos nuevas categorías para dichas películas. Pero antes permítanme agregar algunas anomalías: supongamos que sugiero que La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977) también es un film de la nostalgia. ¿Qué podría querer decir con ello? Me imagino que podemos coincidir en que no es una película histórica sobre nuestro pasado intergaláctico. Déjenme que lo exprese de manera un poco diferente: una de las experiencias culturales más importantes de las generaciones crecidas entre los años treinta y los cincuenta fue la de las series de los sábados a la tarde, del tipo Buck Rogers: villanos alienígenas, verdaderos héroes norteamericanos, heroínas en peligro, el rayo de la muerte o la caja del fin del mundo y la circunstancia crítica del final, cuya solución milagrosa se dejaba para el sábado siguiente. La guerra de las galaxias reinventa esa experiencia en la forma de un pastiche; la parodia de esas series no tiene sentido, dado que desaparecieron hace mucho. Lejos de ser una sátira inútil de dichas formas muertas, La guerra de las galaxias satisface un profundo (¿me atreveré a decir incluso reprimido?) anhelo de volver a experimentarlas: es un objeto complejo en el que en cierto primer nivel los niños y los adolescentes pueden tomar las aventuras sin rodeos, en tanto el público adulto está en condiciones de satisfacer un deseo más profundo y efectivamente nostálgico de regresar a ese período anterior y vivir una vez más sus viejos y extraños artefactos estéticos. Así, este film es metonímicamente una película histórica o de nostalgia. A diferencia de Locura de verano, no reinventa una imagen del pasado en su totalidad vivida; antes bien, al reinventar la sensación y la forma de objetos artísticos característicos de un período anterior (las series), procura reavivar un sentimiento del pasado asociado a ellos. Los cazadores del arca perdida (Raiders of the Lost Ark, 1981), por su parte, ocupa aquí una posición intermedia: en algún nivel se refiere a los años treinta y cuarenta, pero en realidad también transmite metonímicamente ese período a través de sus característicos relatos de aventuras (que ya no son los nuestros).
Quiero analizar ahora otra anomalía que puede llevarnos más lejos en la comprensión del film nostálgico en particular y el pastiche en general. Esa anomalía se refiere a una película reciente llamada Cuerpos ardientes (Body Heat, Lawrence Kasdan, 1981) que, como lo señalaron insistentemente los críticos, es una especie de remota remake de Pacto de sangre (Double Indemnity, 1944). (El plagio alusivo y elusivo de intrigas anteriores también es, desde luego, un rasgo del pastiche). Ahora bien, técnicamente Cuerpos ardientes no es una película nostálgica, dado que transcurre en un escenario contemporáneo, en un pequeño pueblo de Florida cercano a Miami. Por otro lado, esta contemporaneidad técnica es ciertamente de lo más ambigua: todos los créditos —siempre nuestra primera pista— están escritos en un estilo art déco de los años treinta, que no puede sino suscitar reacciones de nostalgia (en primer lugar en referencia a Barrio chino, sin duda, y luego más allá, a algún referente más histórico). Además, el estilo mismo del héroe es ambiguo: William Hurt es una nueva estrella pero no tiene nada del estilo distintivo de la generación precedente de superestrellas masculinas como Steve McQueen o Jack Nicholson o, mejor, su personaje es aquí una especie de mezcla de las características de éstos con un rol anterior, del tipo de los que en general se asocian con Clark Gable. De modo que también en este film todo suscita una sensación tenuemente arcaica. El espectador empieza por preguntarse por qué esta historia, que podría haberse ambientado en cualquier lado, se sitúa en un pequeño pueblo de Florida, a pesar de su referencia contemporánea. Al cabo de un rato, uno comienza a darse cuenta de que el ámbito pueblerino tiene una crucial función estratégica: permite que la película prescinda de la mayoría de las señales y referencias que podríamos asociar con el mundo contemporáneo y la sociedad de consumo: los aparatos y artefactos, los edificios altos, el mundo objetal del capitalismo tardío. Técnicamente, entonces, sus objetos (los autos, por ejemplo) son productos de la década del ochenta, pero en el film todo conspira para desdibujar esa referencia contemporánea inmediata y hacer posible que también se lo reciba como una obra de la nostalgia —como un conjunto narrativo en algún indefinible pasado nostálgico, una eterna década del treinta, digamos, más allá de la historia—. Me parece enormemente sintomático comprobar que el estilo mismo de las películas de la nostalgia invade y coloniza incluso filmes de nuestros días con ambientaciones contemporáneas, como si, por alguna razón, no pudiéramos abordar hoy nuestro propio presente, como si nos hubiéramos vuelto incapaces de producir representaciones estéticas de nuestra experiencia actual. Pero si es así, se trata entonces de una terrible acusación contra el mismo capitalismo consumista o, como mínimo, un síntoma alarmante y patológico de una sociedad que ya no es capaz de enfrentarse con el tiempo y la historia.
Así, pues, volvemos a la cuestión de por qué el film de la nostalgia o pastiche debe considerarse diferente de la novela o la película históricas anteriores. También debería incluir en este análisis el mayor ejemplo literario de todo esto: las novelas de E. L. Doctorow, Ragtime, con su atmósfera fin de siglo, y El lago, en su mayor parte referida a nuestros años treinta. Pero, en mi opinión, sólo en apariencia se trata de novelas históricas. Doctorow es un artista serio y uno de los pocos novelistas genuinamente izquierdistas o radicales hoy vigentes. No es hacerle un mal servicio, sin embargo, sugerir que sus relatos no representan tanto nuestro pasado histórico como nuestras ideas o estereotipos culturales acerca de él. La producción cultural ha sido llevada hacia el interior de la mente, dentro del sujeto monádico: éste ya no puede mirar directamente con sus propios ojos el mundo real en busca del referente sino que, como en la caverna de Platón, debe dibujar sus imágenes mentales del mundo sobre las paredes que lo confinan. Si queda aquí algún realismo, es el “realismo” surgido de la conmoción producida al captar ese confinamiento y comprender que, por las razones singulares que fueren, parecemos condenados a buscar el pasado histórico a través de nuestras propias imágenes y estereotipos populares del pasado, que en sí mismo queda para siempre fuera de nuestro alcance.
EL POSMODERNISMO Y LA CIUDAD
Ahora, antes de intentar proponer una conclusión un tanto más positiva, quiero esbozar el análisis de un edificio acabadamente posmoderno, una obra que en muchos aspectos es poco característica de esa arquitectura posmoderna cuyos principales nombres son Robert Venturi, Charles Moore, Michael Graves y más recientemente Frank Gehry, pero que a mi juicio ofrece algunas lecciones muy sorprendentes sobre la originalidad del espacio posmodernista. Permítanme ampliar la figura que recorrió las observaciones precedentes y hacerla aún más explícita: lo que propongo es la idea de que estamos aquí en presencia de algo así como una mutación en el mismo espacio edificado. Lo que quiero dar a entender es que nosotros mismos, los sujetos humanos que por casualidad entramos en este nuevo espacio, no hemos andado al mismo paso que esa evolución; hubo una mutación en el objeto, no acompañada hasta ahora por ningún proceso equivalente en el sujeto; no poseemos todavía el equipamiento perceptivo para ajustamos a este nuevo hiperespacio, como lo llamaré, en parte porque nuestros hábitos en la materia se formaron en ese tipo anterior de espacio que denominé el del alto modernismo. La arquitectura más reciente —como muchos de los otros productos culturales que mencioné en las observaciones precedentes— se yergue por lo tanto como algo parecido a un imperativo de desarrollar nuevos órganos a fin de expandir nuestros sentidos y nuestros cuerpos a ciertas nuevas dimensiones, hasta ahora inimaginables y acaso, en última instancia, imposibles.
EL BONAVENTURE HOTEL
El edificio cuyas características enumeraré aquí es el Westin Bonaventure Hotel, construido en el nuevo centro de Los Ángeles por el arquitecto y urbanista John Portman, entre cuyas obras se incluyen los diversos Hyatt Regency, el Peachtree Center en Atlanta y el Renaissanee Center en Detroit. Debo mencionar el aspecto populista de la defensa retórica del posmodernismo contra las austeridades elitistas (y utópicas) de los grandes modernismos arquitectónicos: en general se afirma, por un lado, que estos nuevos edificios son trabajos populares; y, por el otro, que respetan el carácter vernáculo del tejido urbano estadounidense. Vale decir que ya no intentan, como lo hicieron las obras maestras y monumentos del alto modernismo, insertar un nuevo lenguaje utópico, diferente, distintivo y elevado, en el chillón y comercial sistema de signos de la ciudad circundante, sino que, al contrario, procuran, con el uso de su léxico y su sintaxis, hablar ese mismo lenguaje que emblemáticamente se “ha aprendido de Las Vegas”.
En el primero de estos aspectos, el Bonaventure de Portman confirma plenamente la afirmación: es un edificio popular, visitado con entusiasmo tanto por residentes locales como por turistas (aunque los otros edificios de Portman son aún más exitosos en este sentido). Sin embargo, la inserción populista en el tejido urbano es otra cuestión, y con ella comenzaremos. El Bonaventure tiene tres entradas: una por Figueroa y las otras dos a través de jardines elevados del otro lado del hotel, levantado en la ladera que queda de la antigua Beacon Hill. Ninguna de ellas se parece a la vieja marquesina de hotel o la monumental porte-cochére con que los suntuosos edificios de otrora solían escenificar el paso de la calle al antiguo interior. Los ingresos al Bonaventure son, por decirlo así, laterales y más bien asuntos de puerta trasera: los jardines de la parte de atrás dan acceso al sexto piso de las torres, y aun allí hay que bajar un piso para encontrar el ascensor con el que se llega al lobby. Entretanto, lo que uno todavía siente la tentación de considerar como la entrada del frente, sobre Figueroa, nos da acceso, con equipaje y todo, al balcón del segundo piso, desde el cual hay que bajar por una escalera mecánica a la conserjería principal. Más sobre estos ascensores y escaleras mecánicas en unos momentos. Lo que quiero sugerir en primer lugar sobre estos accesos curiosamente no señalizados es que parecen haber sido impuestos por alguna nueva categoría de limitación que rige el espacio interior del hotel mismo (y esto por encima de las restricciones materiales con que Portman tuvo que trabajar). Creo que, junto con varios otros edificios posmodernos característicos, como el Beaubourg de París o el Eaton Center de Toronto, el Bonaventure aspira a ser un espacio total, un mundo completo, una especie de ciudad en miniatura (y querría agregar que a este nuevo espacio total corresponde una nueva práctica colectiva, un nuevo modo de moverse y congregarse por parte de los individuos, algo así como el ejercicio de una novedosa e históricamente original clase de hipermultitud). En este sentido, entonces, idealmente la miniciudad del Bonaventure de Portman no debería tener absolutamente ninguna entrada (dado que éstas son siempre las costuras que vinculan el edificio al resto de la ciudad que lo rodea), porque no desea ser parte de la ciudad sino más bien su equivalente y su reemplazo o sustituto. Sin embargo, esto no es posible ni práctico, desde luego, y de allí la deliberada subestimación y reducción de la función de entrada a su mínima expresión. Pero esta disyunción con respecto a la ciudad circundante es muy diferente de la de los grandes monumentos del estilo internacional: en ellos, el acto de disyunción era violento, visible, y tenía una gran significación simbólica, como en los grandes pilotis de Le Corbusier, cuyo gesto separa radicalmente el nuevo espacio utópico de lo moderno del degradado y caído tejido urbano, al que con ello repudia explícitamente (aunque la apuesta de lo moderno era que ese nuevo espacio utópico, en la virulencia de su Novum, finalmente lo desplegara y transformara gracias al poder de su nuevo lenguaje espacial). El Bonaventure, sin embargo, se conforma con “dejar que el caído tejido urbano persista en su ser” (para parodiar a Heidegger); no se espera ni se desea ningún otro efecto —ninguna prototípica transformación utópica más amplia.
A mi juicio, confirma este diagnóstico la gran superficie vidriada reflectante del hotel, cuya función podría interpretarse en principio como la del desarrollo de una temática de tecnología reproductiva. Ahora bien, en una segunda lectura, se podría hacer hincapié en la forma en que la superficie vidriada repele la ciudad que la rodea; una repulsión para la que tenemos analogías en los anteojos de sol reflectantes que hacen imposible que nuestro interlocutor nos vea los ojos, y con ello generan cierta agresividad hacia el Otro y poder sobre él. De una manera similar, la superficie vidriada suscita una disociación singular y deslocalizada del Bonaventure con respecto a su vecindario: ni siquiera es un exterior, en la medida en que cuando uno mira las paredes exteriores del hotel no puede ver el hotel mismo, sino únicamente las imágenes distorsionadas de todo lo que lo rodea.
Quiero decir ahora algunas palabras sobre escaleras mecánicas y ascensores. Dado su muy real lugar de privilegio en la arquitectura de Portman —en particular los últimos, que el artista ha denominado “esculturas cinéticas gigantescas” y que sin duda explican gran parte del espectáculo y el bullicio del interior de los hoteles, en especial en los Hyatt, donde trepan y caen incesantemente, como grandes linternas japonesas o góndolas—, y habida cuenta de una marcación y puesta en primer plano tan deliberadas por derecho propio, creo que hay que ver esos “movilizadores de gente” (expresión del propio Portman, adaptada de Disney) como algo un poco más significativo que meras funciones y componentes de ingeniería. En todo caso, sabemos que la teoría arquitectónica reciente ha empezado a tomar préstamos del análisis narrativo en otros campos y a intentar ver nuestros trayectos físicos en esos edificios como narraciones o relatos virtuales, senderos dinámicos y paradigmas narrativos que, como visitantes, se nos pide que llenemos y completemos con nuestros propios cuerpos y movimientos. En el Bonaventure, sin embargo, encontramos un realce dialéctico de este proceso. Me parece que en él las escaleras mecánicas y los ascensores no sólo reemplazan en lo sucesivo el movimiento, sino que también, y sobre todo, se designan a sí mismos como nuevos signos y emblemas reflexivos del movimiento propiamente dicho (algo que resultará evidente cuando nos refiramos a lo que queda en este edificio de anteriores formas del movimiento, muy particularmente el propio caminar). Aquí, el paseo narrativo ha sido subrayado, simbolizado, reificado y reemplazado por una máquina transportadora que se convierte en el significante alegórico de esas antiguas caminatas que ya no se nos permite realizar por nuestra propia cuenta. Ésta es una intensificación dialéctica de la autorreferencialidad de toda la cultura moderna, que tiende a volcarse sobre sí misma y a designar como su contenido sus propias producciones culturales.
Me siento más perdido cuando se trata de transmitir la cosa misma, la experiencia del espacio que uno sobrelleva cuando baja de dichos dispositivos alegóricos en el lobby o atrio, con su gran columna central rodeada por un lago en miniatura, todo situado entre las cuatro torres residenciales simétricas con sus ascensores, y rodeado por balcones ascendentes rematados por una especie de azotea invernadero en el sexto nivel. Siento la tentación de decir que ese espacio hace que no podamos usar más el lenguaje del volumen o los volúmenes, dado que éstos son imposibles de captar. En efecto, gallardetes colgantes cubren este espacio vacío de tal manera que distraen sistemática y deliberadamente de cualquier forma que pueda tener; en tanto una actividad constante da la sensación de que el vacío está aquí absolutamente colmado, que es un elemento dentro del cual uno mismo está inmerso, sin nada de esa distancia que antes permitía la percepción del espacio o el volumen. En este espacio, uno está metido hasta los ojos y el cuerpo; y si antes nos parecía que la supresión de la profundidad observable en la pintura o la literatura posmodernas sería necesariamente difícil de lograr en la arquitectura, tal vez ahora estemos dispuestos a ver esta desconcertante inmersión como su equivalente formal en el nuevo medio.
No obstante, la escalera mecánica y el ascensor son, en este contexto, contrarios dialécticos, y podemos sugerir que el glorioso movimiento de las góndolas elevadoras también es una compensación dialéctica de este espacio lleno del atrio: nos brinda la oportunidad de una experiencia espacial radicalmente diferente pero complementaria, la de lanzarse rápidamente hacia arriba a través del techo y afuera, a lo largo de una de las cuatro torres simétricas, con el referente, la misma ciudad de Los Ángeles, extendida soberbia y hasta alarmantemente frente a nosotros. Pero aun este movimiento vertical está contenido: el ascensor nos lleva hasta una de esas confiterías giratorias en las que, sentados, se nos hace rotar pasivamente otra vez mientras se nos ofrece un espectáculo contemplativo de la ciudad misma, transformada ahora en sus propias imágenes por las ventanas de cristal a través de las que la vemos.
Permítanme concluir rápidamente todo esto volviendo al espacio central del lobby (con la observación, de paso, de que las habitaciones del hotel están visiblemente marginadas: los pasillos de las secciones residenciales son de techo bajo y oscuros, en verdad de lo más deprimentemente funcionales, en tanto uno se entera de que los cuartos —frecuentemente redecorados— son del peor gusto). El descenso es bastante dramático, ya que caemos verticalmente a través del techo hasta chapotear en el lago; lo que sucede cuando llegamos allí es otra cosa, que sólo puedo tratar de caracterizar como el remolino de una confusión, algo así como la venganza que este espacio se toma contra quienes todavía procuran caminar por él. Dada la absoluta simetría de las cuatro torres, es casi imposible orientarse en ese lobby; hace poco, se instalaron señales direccionales con códigos de colores en un intento lastimoso, desesperado y bastante revelador por restaurar las coordenadas de un espacio más antiguo. Como resultado práctico más dramático de esta mutación consideraré el notorio dilema de los comerciantes situados en los distintos balcones: desde la inauguración misma del hotel, en 1977, resultó evidente que nadie podría encontrar ninguno de estos negocios, y aunque se ubicara la tienda buscada, era muy poco probable que uno tuviera la misma suerte en una segunda oportunidad; como consecuencia, los arrendatarios comerciales están desesperados y toda la mercadería rebajada a precios de liquidación. Cuando se recuerda que además de arquitecto, Portman es un empresario y urbanista millonario, un artista que a la vez es un capitalista por derecho propio, no puede dejar de sentirse que también aquí está involucrado algo que corresponde a un “retomo de lo reprimido”.
Así, llego en definitiva a mi argumento principal: que esta ultimísima mutación en el espacio —el hiperespacio posmoderno— ha logrado trascender finalmente las capacidades del cuerpo humano individual para situarse, organizar perceptivamente su entorno inmediato y ubicar cognitivamente su posición en un mundo externo susceptible de cartografiarse. Ya he sugerido que esta alarmante disyunción entre el cuerpo y su medio ambiente edificado —que es a la perplejidad inicial del modernismo anterior lo que las velocidades de la nave espacial son a las del automóvil— puede erigirse en símbolo y análogo de ese dilema aún más agudo que es la incapacidad de nuestras mentes, al menos en la actualidad, para trazar un mapa de la gran red comunicacional global, multinacional y descentrada en que estamos atrapados como sujetos individuales.
LA NUEVA MÁQUINA
Pero como no ansío que el espacio de Portman se perciba como algo excepcional o bien aparentemente marginado y especializado en el ocio a la manera de Disneylandia, me gustaría, de pasada, yuxtaponer este complaciente y entretenido (aunque desconcertante) espacio de tiempo libre a su análogo en un área muy diferente, a saber, el espacio de la guerra posmoderna, en particular como lo evoca Michael Herr en su gran libro sobre la experiencia de Vietnam, Despachos de guerra. Las extraordinarias innovaciones lingüísticas de esta obra pueden considerarse posmodernas en la manera ecléctica en que su lenguaje fusiona impersonalmente toda una gama de idiolectos colectivos contemporáneos, muy en particular los lenguajes del rock y los negros, pero cuya fusión es dictada por problemas de contenido. La primera y terrible guerra posmodernista no puede contarse mediante ninguno de los paradigmas tradicionales de la novela o la película bélicas; en rigor de verdad, ese derrumbe de todos los paradigmas narrativos previos, junto con el de cualquier lenguaje compartido a través del cual un veterano pueda transmitir semejante experiencia, se cuenta entre los principales temas del libro y puede decirse que da acceso al ámbito de una reflexividad completamente novedosa. Aquí, la descripción que hace Benjamín de Baudelaire y del surgimiento del modernismo a partir de una nueva experiencia de la tecnología urbana que trasciende todos los hábitos anteriores de la percepción corporal, es a la vez singularmente pertinente y singularmente anticuada, a la luz de este nuevo y virtualmente inimaginable salto cuántico en la alienación tecnológica:
Él era un blanco móvil sobreviviente abonado, un verdadero hijo de la guerra, porque excepto en las raras ocasiones en que quedabas inmovilizado o varado, el sistema estaba preparado para mantenerte en movimiento, si eso era lo que creías querer. Como técnica para seguir con vida parecía tener tanto sentido como cualquier otra cosa, siempre que, desde luego, estuvieras allí, para empezar, y quisieras verlo de cerca; en un principio, la cosa era segura y normal, pero a medida que progresaba formaba un cono, porque cuanto más te movías más veías, cuanto más veías más te arriesgabas a más cosas además de la muerte y la mutilación, y cuanto más te arriesgabas a eso más tendrías que largar algún día como “sobreviviente”. Algunos de nosotros nos movíamos en la guerra de aquí para allá como locos, hasta que ya no podíamos ver en qué rumbo nos llevaba la carrera, sólo la guerra en toda su superficie con una penetración ocasional e inesperada. Mientras pudiéramos tomar helicópteros como si fueran taxis, hacían falta un verdadero agotamiento, una depresión cercana al shock o una docena de pipas de opio para mantenernos siquiera aparentemente en calma, pero dentro de nuestro pellejo seguíamos corriendo de un lado a otro como si algo nos persiguiera, ja, ja, La vida loca.[n] En los meses siguientes a mi regreso, los cientos de helicópteros en que había volado empezaron a juntarse hasta formar un metahelicóptero colectivo, y en mi mente era lo más sexy que había; salvador-destructor, proveedor-derrochador, mano derecha-mano izquierda, ágil, fluido, cauto y humano; acero caliente, aceite, cincha de lona saturada de jungla, el sudor que se enfría y vuelve a calentarse, un cassette de rock-and-roll en un oído y el fuego de la ametralladora de la puerta en el otro, combustible, calor, vitalidad y muerte, la muerte misma, apenas una intrusa.[2]
En esta nueva máquina que, a diferencia de la anterior maquinaria modernista de la locomotora o el avión, no representa el movimiento sino que sólo puede representarse en movimiento, se concentra algo del misterio del nuevo espacio posmodernista.
LA ESTÉTICA DE LA SOCIEDAD DE CONSUMO
Como conclusión, debo tratar ahora de caracterizar la relación de esta clase de producción cultural con la vida social de este país en nuestros días. Éste será también el momento de abordar la principal objeción a conceptos del posmodernismo del tipo de los que he esbozado aquí: a saber, que los rasgos que enumeramos no son nuevos en absoluto sino que caracterizaron en abundancia el modernismo propiamente dicho o lo que yo llamo alto modernismo. Después de todo, ¿no estaba Thomas Mann interesado en la idea del pastiche, y no es el capítulo “Los bueyes del sol”, del Ulises de Joyce, su más obvia realización? ¿No puede acaso incluirse a Flaubert, Mallarmé y Gertrude Stein en un tratamiento de la temporalidad posmodernista? ¿Qué hay de novedoso en todo esto? ¿Realmente necesitamos el concepto de posmodernismo?
Un tipo de respuesta a esta cuestión plantearía todo el problema de la periodización y cómo un historiador (literario o de otro ámbito) postula una ruptura radical entre dos períodos en lo sucesivo distintos. Debo limitarme a la sugerencia de que las rupturas radicales entre períodos no implican en general cambios totales de contenido sino más bien la reestructuración de cierta cantidad de elementos ya dados: rasgos que en un período o sistema anterior estaban subordinados ahora pasan a ser dominantes, y otros que habían sido dominantes se convierten en secundarios. En este sentido, todo lo que hemos descripto aquí puede encontrarse en períodos anteriores y muy en particular en el modernismo propiamente dicho. Mi argumento es que hasta el día de hoy esas cosas fueron rasgos secundarios o menores del arte modernista, marginales y no centrales, y que estamos ante algo nuevo cuando se convierten en los rasgos centrales de la producción cultural.
Pero puedo sostenerlo más concretamente sí me refiero a la relación entre producción cultural y vida social en general. El modernismo anterior o clásico era un arte de oposición; surgió en la sociedad empresarial de la edad dorada como escandaloso y ofensivo para el público de clase media: feo, disonante, bohemio, sexualmente chocante. Era algo de lo que había que burlarse (cuando no se llamaba a la policía para que confiscara los libros o clausurara las exposiciones): una ofensa al buen gusto y al sentido común o, como lo habrían expresado Freud y Marcuse, un desafío provocador a los principios de realidad y representación imperantes en la sociedad de clase media de principios del siglo XX. En general, el modernismo no iba muy bien con el apiñamiento de muebles y los tabúes morales Victorianos o las convenciones de la sociedad educada. Lo cual significa decir que cualquiera haya sido el contenido explícito de los grandes altos modernismos, éstos siempre eran, en algún aspecto mayormente implícito, peligrosos y explosivos, subversivos del orden establecido.
Sí volvemos entonces de improviso a nuestros días, podemos apreciar la inmensidad de los cambios culturales que se han producido. Joyce y Picasso no sólo ya no son extravagantes y repulsivos, sino que se han convertido en clásicos y hoy nos parecen un tanto realistas. Entretanto, hay muy poco en la forma o el contenido del arte contemporáneo que la sociedad actual considere intolerable y escandaloso. Esta sociedad toma nota sin reparos de las formas más ofensivas de este arte —el rock punk, digamos, o lo que se denomina material sexualmente explícito—, que son comercialmente exitosas, a diferencia de las producciones del alto modernismo anterior. Pero esto significa que aunque el arte contemporáneo tenga los mismos rasgos formales de éste, modificó no obstante su posición dentro de nuestra cultura de manera fundamental. Por lo pronto, la producción de mercancías y en particular nuestra ropa, muebles, edificios y otros artefactos están hoy íntimamente vinculados a cambios estilísticos derivados de la experimentación artística; nuestra publicidad, por ejemplo, es alimentada por el modernismo en todas las arles y resulta inconcebible sin él. Por otro lado, los clásicos del alto modernismo forman hoy parte del así llamado canon y se enseñan en colegios y universidades, lo que a] mismo tiempo los vacía de toda su antigua capacidad subversiva. En efecto, una forma de señalar la ruptura entre los períodos y de fechar el surgimiento del posmodernismo debe encontrarse precisamente allí: en el momento (principios de los años sesenta, cabría suponer) en que la posición del alto modernismo y su estética dominante quedó establecida en la academia y de allí en más toda una nueva generación de poetas, pintores y músicos los sintieron como académicos.
Pero también se puede llegar a la ruptura desde el otro lado, y describirla en términos de períodos de la vida social reciente. Como he sugerido, tanto marxistas como no marxistas coinciden en la impresión general de que en algún momento posterior a la Segunda Guerra Mundial empezó a surgir un nuevo tipo de sociedad (diversamente descripta como sociedad postindustrial, capitalismo multinacional, sociedad de consumo, sociedad de los medios, etcétera). Nuevos tipos de consumo; obsolescencia planificada; un ritmo cada vez más rápido de cambios en la moda y los estilos; la penetración de la publicidad, la televisión y los medios en general a lo largo de toda la sociedad en una medida hasta ahora sin paralelo; el reemplazo de la antigua tensión entre el campo y la ciudad, el centro y la provincia, por el suburbio y la estandarización universal; el desarrollo de las grandes redes de supercarreteras y la llegada de la cultura del automóvil: éstos son algunos de los rasgos que parecerían marcar una ruptura radical con la sociedad de la preguerra en que el alto modernismo todavía era una fuerza subterránea.
Creo que la emergencia del posmodernismo está estrechamente relacionada con la de este nuevo momento del capitalismo tardío consumista o multinacional. Creo, también, que sus rasgos formales expresan en muchos aspectos la lógica más profunda de este sistema social en particular. Sólo podré mostrarlo, sin embargo, en el caso de un gran tema: a saber, la desaparición del sentido de la historia, el modo en que todo nuestro sistema social contemporáneo empezó a perder poco a poco su capacidad de retener su propio pasado y a vivir en un presente perpetuo y un cambio permanente que anula tradiciones como las que, de una manera o de otra, toda la información social anterior tuvo que preservar. Baste pensar en el agotamiento mediático de las noticias: cómo Nixon y más aún Kennedy son figuras de un hoy remoto pasado. Uno siente la tentación de decir que la función misma de los medios noticiosos es relegar lo más rápidamente posible en el pasado esas experiencias históricas recientes. La función informativa de los medios sería entonces ayudarnos a olvidar y actuar como los agentes y mecanismos mismos de nuestra amnesia histórica.
Pero en ese caso, los dos rasgos del posmodernismo en los que me extendí aquí —la transformación de la realidad en imágenes, la fragmentación del tiempo en series de presentes perpetuos— son extraordinariamente consonantes con este proceso. Mi conclusión en este punto debe adoptar la forma de una pregunta sobre el valor crítico del arte más reciente. Hay cierta coincidencia en sostener que el modernismo anterior funcionó contra su sociedad de una manera que se describe diversamente como crítica, negativa, contestataria, subversiva, opositora y cosas por el estilo. ¿Puede afirmarse algo parecido sobre el posmodernismo y su momento social? Hemos visto que en un aspecto el posmodernismo copia o reproduce —refuerza— la lógica del capitalismo consumista; la cuestión más importante es si en algún otro aspecto se resiste a esa lógica. Pero es una cuestión que debemos dejar abierta.