2. Teorías de lo posmoderno
El problema del posmodernismo —para empezar, si realmente existe, cómo deben describirse sus características fundamentales, si su concepto mismo es de alguna utilidad o si, al contrario, se trata de una mistificación— es a la vez estético y político. Siempre es posible demostrar que las diversas posiciones que pueden adoptarse lógicamente sobre él, cualesquiera sean los términos en que se expresen, articulan visiones de la historia en las que la evaluación del momento social en que hoy vivimos es el objeto de una afirmación o un repudio esencialmente políticos. En efecto, la premisa misma que posibilita el debate gira en torno de un supuesto inicial, estratégico, acerca de nuestro sistema social: conceder alguna originalidad histórica a una cultura posmodernista es también afirmar implícitamente cierta diferencia estructural radical entre lo que a veces se llama sociedad de consumo y los momentos anteriores del capitalismo del que surgió.
Las diversas posibilidades lógicas, sin embargo, están necesariamente vinculadas a la asunción de una posición en la otra cuestión inscripta en la designación misma del posmodernismo, a saber, la evaluación de lo que ahora hay que llamar alto modernismo o modernismo clásico. En efecto, cuando hacemos algún inventario inicial de los variados artefactos culturales que podrían caracterizarse plausiblemente como posmodernos, es grande la tentación de buscar el “parecido de familia” de esos estilos y productos heterogéneos no en sí mismos, sino en cierto impulso y estética comunes del alto modernismo contra los que todos ellos, de una u otra manera, reaccionan.
Los debates arquitectónicos, las discusiones inaugurales del posmodernismo como estilo, tienen sin embargo el mérito de hacer ineludible la resonancia política de estos problemas aparentemente estéticos y permitir que se la pueda detectar en las discusiones a veces más codificadas o veladas de las otras artes. En términos globales, de la diversidad de pronunciamientos recientes sobre el tema pueden destacarse cuatro posiciones generales sobre el posmodernismo; no obstante, aun este esquema o combinatoria relativamente clara se complica todavía más debido a que uno tiene la impresión de que cada una de estas posibilidades es susceptible de una expresión políticamente progresista o políticamente reaccionaria (hablando ahora desde una perspectiva marxista o, más en general, izquierdista).
Por ejemplo, se puede saludar la llegada del posmodernismo desde un punto de vista esencialmente antimodernista.[1] Una generación un tanto anterior de teóricos (muy en particular Ihab Hassan) ya parece haber hecho algo así al abordar la estética posmodernista en términos de una temática más propiamente postestructuralista (el ataque de Tel Quel a la ideología de la representación, el “fin de la metafísica occidental” heideggeriano o derridiano), donde lo que todavía contadas veces se denomina posmodernismo (véase la profecía utópica al final de El orden de las cosas, de Foucault) es saludado como la llegada de una manera completamente nueva de pensar y ser en el mundo. Pero como la celebración de Hassan también incluye varios de los más extremos monumentos del alto modernismo (Joyce, Mallarmé), ésta sería una postura relativamente más ambigua si no fuera por la celebración concomitante de una nueva alta tecnología de la información que señala la afinidad entre esas evocaciones y la tesis política de una sociedad propiamente “postindustrial”.
Todo lo cual pierde en gran medida su ambigüedad en From Bauhaus to Our House, de Tom Wolfe, un libro en otros aspectos no distinguido sobre los debates arquitectónicos recientes de un escritor cuyo propio nuevo periodismo constituye en sí mismo una de las variedades del posmodernismo. Lo interesante y sintomático de este libro, sin embargo, es la ausencia de toda celebración utópica de lo posmoderno y, mucho más llamativo, el odio apasionado hacia lo moderno que respira a través del sarcasmo camp, por otra parte obligatorio, de la retórica; y ésta no es una pasión novedosa, sino anticuada y arcaica. Es como si el horror original de los primeros espectadores de clase media ante el surgimiento mismo de lo moderno —los primeros Le Corbusier, tan blancos como las primeras catedrales recién construidas del siglo XII, las primeras escandalosas cabezas de Picasso con dos ojos en un perfil como un rodaballo, la pasmosa “oscuridad” de las primeras ediciones de Ulises o La tierra baldía esa repugnancia de los filisteos originales, Spießbürger, burgueses o Babbits de Main Street,[n]— hubiera vuelto repentinamente a la vida e infundido a los recientes críticos del modernismo un espíritu ideológicamente muy diferente cuyo efecto, en líneas generales, consiste en reanimar en el lector una simpatía igualmente arcaica por los impulsos anti clase media prototípicos y utópicos de un hoy extinto alto modernismo. La diatriba de Wolfe propone así un ejemplo de manual de la manera en que un repudio teórico razonado y contemporáneo de lo moderno —gran parte de cuya fuerza progresista emana de un nuevo sentido de lo urbano y una experiencia hoy considerable de la destrucción de formas anteriores de vida comunal y urbana en nombre de una ortodoxia alto modernista— puede ser diestramente reapropiado y obligado a ponerse al servicio de una política cultural explícitamente reaccionaria.
Estas posiciones —antimoderna, proposmoderna— encuentran en-tortees su contrapartida e inversión estructural en un grupo de contraproposiciones cuyo objetivo es desacreditar la mala calidad e irresponsabilidad de lo posmoderno en general por medio de una reafirmación del impulso auténtico de una tradición alto modernista todavía considerada viva y vital. Los manifiestos gemelos de Hilton Kramer en el número inicial de su revista, The New Criterion, enuncian con vigor estas opiniones, que contrastan la responsabilidad moral de las “obras maestras” y monumentos del modernismo clásico con la irresponsabilidad y superficialidad fundamentales de un posmodernismo asociado con lo camp y la “jocosidad”, de lo cual el estilo de Wolfe es un ejemplo maduro y notorio.
Lo más paradójico es que políticamente Wolfe y Kramer tienen mucho en común, y parecería haber cierta inconsistencia en la forma en que el segundo debe procurar erradicar de la “suma seriedad” de los clásicos de lo moderno su postura fundamentalmente anti clase media y la pasión protopolítica que informa el repudio, por parte de los grandes modernistas, de los tabúes Victorianos y la vida familiar, la mercantilización y la creciente asfixia de un capitalismo desacralizador, desde Ibsen hasta Lawrence y desde Van Gogh hasta Jackson Pollock. Si bien señaladamente inconvincente, el ingenioso intento de Kramer de asimilar esta postura ostensiblemente antiburguesa de los grandes modernistas a la “oposición leal” secretamente alimentada, por medio de fundaciones y subsidios, por la burguesía misma, con seguridad es posible en sí mismo gracias a las contradicciones de la política cultural del modernismo propiamente dicho, cuyas negaciones dependen de la persistencia de lo que repudian, y mantienen —cuando no alcanzan cierta genuina autoconciencia política (cosa que, en rigor de verdad, ocurre en muy contadas ocasiones, por ejemplo en Brecht)— una relación simbiótica con el capital.
Sin embargo, es más fácil entender en este caso la movida de Kramer cuando se aclara el proyecto político de The New Criterion; porque la misión de la revista es evidentemente erradicar los años sesenta y lo que queda de su legado, destinar todo ese período a la clase de olvido que los años cincuenta pudieron idear para los treinta o los veinte para la rica cultura política de la época previa a la Primera Guerra Mundial. The New Criterion, por lo tanto, se inscribe en el esfuerzo, vigente y en acción hoy por doquier, por construir alguna nueva contrarrevolución cultural conservadora, cuyos términos oscilan desde lo estético hasta la defensa última de la familia y la religión. Es paradójico, en consecuencia, que este proyecto esencialmente político deba deplorar de manera explícita la omnipresencia de la política en la cultura contemporánea, una infección ampliamente difundida durante la década del sesenta pero a la que Kramer hace responsable de la imbecilidad moral del posmodernismo de nuestro propio período.
El problema del operativo —naturalmente indispensable, desde el punto de vista conservador— es que, por cualquier razón, su retórica de papel moneda no parece haber sido respaldada por el sólido oro del poder estatal, como sucedió con el macartismo o durante el período de las incursiones de Palmer. Al parecer, el fracaso de la Guerra de Vietnam hizo imposible, al menos por el momento, el ejercicio desnudo del poder represivo,[2] y dotó a los años sesenta de una persistencia en la memoria y la experiencia colectivas que no les fue dado conocer a las tradiciones de los años treinta o del período anterior a la Primera Guerra Mundial. La “revolución cultural” de Kramer, por ende, tiende la mayoría de las veces a caer en una endeble y sentimental nostalgia por la década del cincuenta y la era Eisenhower.
A la luz de lo que se ha demostrado para un grupo anterior de posiciones sobre el modernismo y el posmodernismo, no sorprenderá que, a pesar de la ideología abiertamente conservadora de esta segunda evaluación de la escena cultural contemporánea, también pueda adueñarse del último lo que con seguridad es una línea mucho más progresista sobre el tema. Estamos en deuda con Jürgen Habermas[3] por su dramática inversión y rearticulación de lo que sigue siendo la afirmación del valor supremo de lo moderno y el repudio de la teoría y la práctica del posmodernismo. Para Habermas, sin embargo, el vicio de éste consiste de manera muy central en su función políticamente reaccionaria, como intento de desacreditar en todas partes un impulso modernista que él mismo asocia con la Ilustración burguesa y su espíritu todavía universalizador y utópico. Con el propio Adorno, Habermas trata de rescatar y reconmemorar lo que ambos ven como el poder esencialmente negativo, crítico y utópico de los grandes altos modernismos. Por otro lado, su intento de asociar estos últimos con el espíritu del iluminismo del siglo XVIII marca en efecto una ruptura decisiva con la sombría Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer, en la que se dramatiza el ethos científico de los philosophes como una voluntad descarriada de poder y dominación sobre la naturaleza, y su programa desacralizador como el primer paso en el desarrollo de una cosmovisión cabalmente instrumentalizante que conducirá directamente a Auschwitz. Esta muy llamativa divergencia puede explicarse por la visión de la historia que tiene Habermas, que procura mantener la promesa del “liberalismo” y el contenido esencialmente utópico de la primera ideología burguesa universalizadora (igualdad, derechos civiles, humanitarismo, libertad de expresión y medios de comunicación abiertos) a pesar del fracaso en la realización de esos ideales en el desarrollo del propio capitalismo.
En cuanto a los términos estéticos del debate, sin embargo, no será adecuado responder a la resucitación de lo moderno que encara Habermas con una mera certificación empírica de su extinción. Es necesario que tomemos en cuenta la posibilidad de que la situación nacional en que aquél piensa y escribe sea bastante diferente de la nuestra: por lo pronto, el macartismo y la represión son realidades en la República Federal Alemana de hoy, y la intimidación intelectual de la izquierda y el silenciamiento de una cultura izquierdista (que la derecha alemana occidental asocia en gran medida con el “terrorismo") han sido en líneas generales un operativo mucho más exitoso que en cualquier otro lugar de Occidente.[4] El triunfo de un nuevo macartismo y de la cultura del Spießbürger y el filisteísmo sugiere la posibilidad de que en esta situación nacional particular, Habermas bien pueda tener razón y las formas anteriores del alto modernismo aún conserven algo del poder subversivo que perdieron en otras partes. En ese caso, también es posible que un posmodernismo que procure debilitar y socavar ese poder merezca claramente su diagnóstico ideológico en un plano local, aunque la evaluación no sea generalizable.
Ambas posiciones previas —antimoderno/proposmoderno y promoderno/antiposmoderno— se caracterizan por la aceptación del nuevo término, que equivale a un acuerdo sobre la naturaleza fundamental de cierta ruptura decisiva entre los momentos moderno y posmoderno, independientemente de la evaluación que se haga de éstos. Quedan, sin embargo, dos últimas posibilidades lógicas, que dependen del repudio de cualquier concepción de dicha ruptura histórica y, por lo tanto, cuestionan implícita o explícitamente la utilidad de la categoría misma de posmodernismo. En cuanto a las obras asociadas con éste, volverán a asimilarse luego al modernismo clásico propiamente dicho, de modo que lo “posmoderno” se convierte en poco más que la forma asumida por lo auténticamente moderno en nuestro período, y una mera intensificación dialéctica del antiguo impulso modernista hacia la innovación. (Debo omitir en este punto otra serie de debates, en gran medida académicos, en que se pone en cuestión la continuidad misma del modernismo tal como se la reafirma aquí, debido a cierta sensación más vasta de la continuidad profunda del romanticismo desde el siglo XVIII en adelante, y del que tanto lo moderno como lo posmoderno se verán como meras etapas orgánicas).
Así, las dos posiciones finales sobre el tema prueban ser en el plano lógico una evaluación positiva y negativa, respectivamente, de un posmodernismo ahora asimilado a la tradición del alto modernismo. De tal modo, Jean-François Lyotard propone que su propio compromiso vital con lo nuevo y lo emergente, con una producción cultural contemporánea o poscontemporánea hoy ampliamente caracterizada como “posmoderna”, se comprenda como parte integrante de una reafirmación de los auténticos altos modernismos anteriores, en una vena muy similar a la de Adorno.[5] El ingenioso giro o viraje de su propuesta implica la proposición de que algo llamado posmodernismo no sigue al alto modernismo propiamente dicho, como su producto residual, sino que, antes bien, precisamente lo precede y lo prepara, de modo que los posmodernismos contemporáneos que nos rodean pueden verse como la promesa del retorno y la reinvención, la reaparición triunfante, de algún nuevo alto modernismo dotado de su antiguo poder y nueva vida. Ésta es una postura profética cuyos análisis giran en torno del empuje antirrepresentacional del modernismo y el posmodernismo. Las posiciones estéticas de Lyotard, sin embargo, no pueden evaluarse de manera adecuada en términos estéticos, dado que lo que las informa es una concepción esencialmente social y política de un nuevo sistema social más allá del capitalismo clásico (nuestra vieja amiga, la “sociedad posindustrial”): en ese sentido, la visión de un modernismo regenerado es inseparable de cierta fe profética en las posibilidades y la promesa de la misma nueva sociedad en pleno surgimiento.
La inversión negativa de esta posición implicará entonces claramente un repudio ideológico del modernismo de un tipo que, es de imaginar, podría ir desde el viejo análisis de Lukács de las formas modernistas como reproducción de la reificación de la vida social capitalista, hasta algunas de las más elocuentes críticas del alto modernismo de nuestros días. Sin embargo, lo que distingue esta posición final de los antimodernismos ya esbozados antes es que no habla desde la seguridad de la afirmación de cierta nueva cultura posmodernista sino que incluso ve más bien a ésta como una mera degeneración de los impulsos ya estigmatizados del alto modernismo propiamente dicho. Esta posición particular, quizá la más sombría de todas y la más implacablemente negativa, puede verificarse de manera vivida en las obras de Manfredo Tafuri, historiador veneciano de la arquitectura, cuyos extensos análisis[6] constituyen un vigoroso enjuiciamiento de lo que hemos denominado los impulsos “protopolíticos” del alto modernismo (la sustitución “utópica” de la política propiamente dicha por la política cultural, la vocación de transformar el mundo transformando sus formas, espacio o lenguaje). Tafuri, sin embargo, no es menos duro en su anatomía de la vocación negativa, demistificadora, “crítica” de los diversos modernismos, cuya función lee como una especie de “astucia hegeliana de la historia”, por la cual las tendencias instrumentalizadoras y desacralizadoras del capital mismo se realizan en última instancia, justamente, a través de esa obra de demolición de los pensadores y artistas del movimiento moderno. Por lo tanto, el “anticapitalismo” de éstos termina por sentar las bases de la organización y el control burocráticos “totales” del capitalismo tardío, y es lógico que Tafuri concluya postulando la imposibilidad de toda transformación radical de la cultura antes de que se produzca una transformación radical de las propias relaciones sociales.
Me parece que aquí se mantiene la ambivalencia política demostrada en las dos posiciones anteriores, pero dentro de las posturas de estos dos muy complejos pensadores. A diferencia de muchos de los teóricos antes mencionados, tanto Tafuri como Lyotard son figuras explícitamente políticas con un compromiso franco con los valores de una tradición revolucionaria anterior. Es evidente, por ejemplo, que el combativo respaldo de Lyotard al valor supremo de la innovación estética debe entenderse como la representación de cierto tipo de postura revolucionaria, en tanto que todo el marco conceptual de Tafuri es en gran medida coherente con la tradición marxista clásica. No obstante, ambos también pueden reescribirse implícitamente, y más abiertamente en determinados momentos estratégicos, en términos de un posmarxismo que al final resulta indistinguible del antimarxismo propiamente dicho. Lyotard, por ejemplo, procuró distinguir muchas veces su estética “revolucionaria” de los anteriores ideales de la revolución política, que considera stalinistas o arcaicos e incompatibles con las condiciones del nuevo orden social postindustrial; mientras que la apocalíptica noción de Tafuri de la revolución social total implica una concepción del “sistema total” del capitalismo que, en un período de despolitización y reacción, no puede sino estar fatalmente condenada a la clase de desaliento que tantas veces condujo a los marxistas a una completa renuncia a la política (vienen a la mente Horkheimer y Merleau-Ponty, junto con muchos de los ex trotskistas de los años treinta y cuarenta y los ex maoístas de los años sesenta y setenta).
El esquema combinatorio antes esbozado puede ahora representarse sintéticamente de la siguiente manera, en que los más y los menos designan las funciones políticamente progresistas o reaccionarias de las posiciones en cuestión.
Con estas observaciones cerramos el círculo y podemos volver ahora al contenido político potencial más positivo de la primera posición de marras, y en particular a la cuestión de cierto impulso populista en el posmodernismo, el mérito de cuyo señalamiento corresponde a Charles Jencks (pero también a Venturi y otros) —una cuestión que nos permitirá igualmente tratar de una manera un poco más adecuada el pesimismo absoluto del propio marxismo de Tafuri—. Lo que primero debe observarse, sin embargo, es que la mayoría de las posiciones políticas que, según hemos comprobado, informan lo que las más de las veces se efectúa como un debate estético, son en realidad posturas moralizantes que procuran elaborar juicios definitivos sobre el fenómeno del posmodernismo, ya se lo estigmatice como corrupto o bien se lo salude como una forma de innovación cultural y estéticamente saludable y positiva. Pero un análisis auténticamente histórico y dialéctico de dichos fenómenos —en especial cuando es una cuestión de la hora actual y de la historia en que existimos y luchamos— no puede darse el empobrecido lujo de tales juicios moralizantes absolutos: la dialéctica está “más allá del bien y del mal” en el sentido de que es fácil tomar partido, y de allí el glacial e inhumano espíritu de su visión histórica (algo por lo cual el sistema original de Hegel ya había perturbado a sus contemporáneos). El asunto es que estamos dentro de la cultura del posmodernismo a tal extremo que su repudio facilista es tan imposible como complaciente y corrupta es cualquier celebración igualmente facilista de ella. Cabría pensar que en la actualidad, el juicio ideológico sobre el posmodernismo implica necesariamente un juicio tanto sobre nosotros mismos como sobre los artefactos en cuestión; tampoco es posible captar adecuadamente todo un período histórico como el nuestro por medio de juicios morales globales o sus equivalentes un tanto degradados, los diagnósticos psicológicos populares. De acuerdo con la perspectiva marxista clásica, las semillas del futuro ya existen en el presente y deben liberarse conceptualmente de él, tanto mediante el análisis como a través de la praxis política (en una frase sorprendente, Marx señaló una vez que los trabajadores de la Comuna de París “no tenían ideales a realizar”, simplemente procuraban liberar de las anteriores relaciones sociales capitalistas las formas emergentes de las nuevas relaciones sociales que ya habían empezado a agitarse en ellas). En lugar de la tentación de denunciar las complacencias del posmodernismo como un síntoma final de decadencia o saludar las nuevas formas como los heraldos de una nueva utopía tecnológica y tecnocrática, parece más apropiado evaluar la nueva producción cultural dentro de la hipótesis de trabajo de una modificación general de la cultura misma, con la reestructuración social del capitalismo tardío como sistema.[7]
En cuanto al surgimiento, sin embargo, la afirmación de Jencks de que la arquitectura posmoderna se distingue de la del alto modernismo por sus prioridades populistas, puede servir como punto de partida para una discusión más general.[8] Lo que se quiere decir, en el contexto específicamente arquitectónico, es que donde el hoy más clásico espacio alto modernista de un Le Corbusier o un Wright buscaba diferenciarse radicalmente del tejido urbano degradado en que aparecía —con lo que sus formas dependían de un acto de disyunción extrema con respecto a su contexto espacial (los grandes pilotis que dramatizaban la separación del suelo y salvaguardaban el Novum del nuevo espacio)—, los edificios posmodernistas, al contrario, celebran su inserción en el tejido heterogéneo de la zona comercial y el paisaje de moteles y comidas rápidas de la ciudad norteamericana posterior a las superautopistas. Entretanto, un juego de alusiones y ecos formales (“historicismo”) asegura el parentesco de estos nuevos edificios artísticos con los iconos y espacios comerciales circundantes, y renuncia con ello a la pretensión alto modernista a la diferencia y la innovación radicales.
Sigue estando abierta la cuestión de si este rasgo indudablemente significativo de la arquitectura más reciente debe caracterizarse como populista. Parecería esencial distinguir las formas emergentes de una nueva cultura comercial —empezando por las publicidades y para extenderse luego a toda clase de packaging formal, desde productos hasta edificios, sin excluir mercancías artísticas como los espectáculos televisivos (el “logo”), los best-sellers y las películas— con respecto a los tipos anteriores de cultura folklórica y genuinamente “popular” que florecieron cuando todavía existían las antiguas clases sociales de un campesinado y un artesanado urbano que, desde mediados del siglo XIX, fueron gradualmente colonizadas hasta su extinción por la mercantilización y el sistema de mercado.
Lo que puede admitirse es al menos la presencia más universal de este rasgo particular, que aparece con mayor ambigüedad en las demás artes como una borradura de la anterior distinción entre la alta cultura y la así llamada cultura de masas, una distinción de la que el modernismo depende para su especificidad, ya que su función utópica consiste por lo menos en parte en la consolidación de un reino de experiencia auténtica por encima y contra el ambiente circundante de cultura comercial baja y de medio pelo. En efecto, puede sostenerse que la misma emergencia del alto modernismo es contemporánea de la primera gran expansión de una cultura de masas reconocible (Zola puede considerarse el indicador de la última coexistencia de la novela artística y el best-seller dentro de un único texto).
Es esta diferenciación constitutiva lo que hoy parece a punto de desaparecer: ya hemos mencionado la forma en que en música, luego de Schonberg e incluso de Cage, las tradiciones antitéticas de lo “clásico” y lo “popular” empiezan a fusionarse una vez más. En las artes visuales, la renovación de la fotografía como un medio importante por derecho propio y también como “plano sustancial” en el arte pop o el fotorrealismo es un síntoma crucial del mismo proceso. En todo caso, resulta mínimamente obvio que los artistas más recientes ya no “citan” los materiales, los fragmentos y los motivos de una cultura de masas o popular, como empezó a hacerlo Flaubert; en cierto modo los incorporan a punto tal que muchas de nuestras categorías críticas y evaluativas anteriores (fundadas precisamente en la diferenciación radical de la cultura modernista y la cultura de masas) ya no parecen funcionales.
Pero si es así, entonces por lo menos parece posible que lo que lleva la máscara y hace los gestos del “populismo” en los diversos manifiestos y apologías posmodernistas sea en realidad un mero reflejo y síntoma de una mutación cultural (sin lugar a dudas trascendente), en la que lo que se estigmatizaba como cultura comercial o de masas se admite hoy en los recintos de un nuevo y ampliado reino cultural. Sea como fuere, cabría esperar que un término extraído de la tipología de las ideologías políticas sufriera reajustes semánticos básicos una vez producida la desaparición de su referente inicial (esa coalición de clases de tipo Frente Popular entre trabajadores, campesinos y pequeña burguesía, en general llamada “el pueblo”).
Quizá, sin embargo, ésta no sea después de todo una historia tan novedosa: en rigor de verdad, uno puede recordar el deleite de Freud al descubrir una oscura cultura tribal que, la única entre las multitudinarias tradiciones del análisis onírico, se las había arreglado para dar con la idea de que todos los sueños tienen significados sexuales ocultos, ¡con excepción de los sueños sexuales, que significan otra cosa! Otro tanto parecería ocurrir en el debate posmodernista y la despolitizada sociedad burocrática a la que corresponde, donde todas las posiciones aparentemente culturales resultan ser formas simbólicas de moralización política, salvo el apunte ocasional abiertamente político, que hoy se estigmatiza como no cultural o anticultural.