Capítulo XVIII

Lord Walderhurst llegó a Londres un día húmedo y triste. Cuando entró con su carruaje en Berkeley Square, iba arrebujado bajo unas mantas de viaje. Estaba pálido y más delgado. Le habría gustado que la ciudad lo recibiera con un semblante más alegre, pero tampoco él estaba alegre, sino más bien impaciente, como no recordaba haberlo estado nunca. La travesía se había hecho larga y apenas había gozado de un momento de tranquilidad. Quería ver a su mujer. ¡Qué bonito sería, al levantar la vista en la mesa y mirar enfrente, contemplar la sonrisa de sus felices ojos! Se pondría colorada de vergüenza, como una niña, cuando le dijera que la había echado de menos. Sentía curiosidad por comprobar los cambios que se adivinaban en sus cartas. Con tiempo y oportunidades para evolucionar, Emily podía convertirse en una compañera deliciosa. Había estado espléndida el día de su presentación en la corte. Por su altura y porte, tal vez impresionante. Era una mujer a la que podía incluir en sus planes.

Era consciente de que sentía más afecto por ella que antes. Al darse cuenta, y a causa de su desagrado por todo lo sentimental, sintió cierta vergüenza. Audrey, que era seca, vacua y extraordinariamente frívola, nunca le había inspirado un sentimiento profundo. Siempre pensó que fueron las familias las que la echaron en sus brazos con arteras maniobras. Pero no se tenían ningún aprecio. Había sido todo estúpidamente enojoso, y el niño que tuvieron no llegó a vivir ni una hora. Emily, en cambio, le gustó desde el principio, y era realmente cierto que empezó a sentir una ligera agitación en la región cardíaca en el mismo instante en que el coche pisó Berkeley Square. Sería agradable entrar en casa. Emily habría hecho algunos arreglos sutiles y la mansión tendría un aire festivo, acogedor. A ella la emocionaban los detalles bonitos, sin importancia y muy femeninos como las flores o un buen fuego. El marqués imaginó su rostro infantil cuando se encontraran en el salón.

Pero alguien estaba enfermo, muy enfermo, en Berkeley Square. Habían extendido una gruesa capa de paja a un lado de la fachada. Paja húmeda, triste y fresca. El carruaje rodó sobre ella sin hacer ruido.

Al abrir la portezuela se dio cuenta de que también había paja, y en abundancia, delante de la puerta de la casa. En cuanto el carruaje se detuvo, abrieron la puerta. Nada más cruzar el umbral, miró al criado que tenía más cerca. Parecía un mudo en un funeral, con una expresión que contrastaba tanto con el estado de ánimo del marqués que éste se detuvo, irritado. No tuvo, sin embargo, tiempo de decir una palabra. Un nuevo elemento captó su atención: cierto olor que se esparcía por toda la casa.

—Huele a hospital —dijo, molesto—. ¿Qué ocurre?

El criado no respondió. Volvió el rostro y miró con preocupación a su superior, un mayordomo de más edad.

En las casas donde alguien agoniza o ha muerto sólo hay una cosa más indicativa que el ligero, acre y desagradable olor a limpio de los antisépticos, y es el rumor antinatural de los susurros. Lord Walderhurst, totalmente frío, se irguió: le parecía la postura idónea para escuchar, en consonancia con el tono de voz del criado, lo que tuvieran que decirle.

—La marquesa, señor, la marquesa… No se encuentra bien. Los médicos no la dejan sola ni un momento.

—¿La marquesa?

El mayordomo retrocedió respetuosamente. Se abrió una puerta y apareció lady Maria Bayne. Su habitual aire mundano y jovial había desaparecido. Aparentaba cien años. Casi parecía una desahuciada. Se diría que se habían soltado los resortes que mantenían su buen ánimo y la dotaban de una energía impropia de su edad.

—¡Ven! —lo llamó.

El marqués, asustado, entró en la estancia y cerró la puerta.

—Supongo que habría que decírtelo con más tacto, pero me niego —dijo. Estaba agitada—. Es mucho pedir para una mujer que ha pasado lo que yo he tenido que pasar los últimos tres días. La pobre se está muriendo. Puede que ya haya muerto.

Se sentó en el sofá y se limpió las lágrimas que manaban de sus ojos. Estaba pálida y su pañuelo, totalmente húmedo, tenía manchitas de carmín. Se había dado cuenta, pero le daba igual. Walderhurst, que observaba con perplejidad el aspecto macilento de su prima, se aclaró la garganta. No habría podido pronunciar una palabra sin haberlo hecho.

—¿Tendrás la bondad de explicarme —dijo con rigidez— de qué estás hablando?

—Estoy hablando de Emily Walderhurst —contestó lady Maria—. El niño nació ayer y, desde el momento de dar a luz, Emily no ha hecho más que empeorar. Es imposible que viva mucho más tiempo.

Walderhurst se sobresaltó. Estaba gris como la ceniza.

—¿Es… es imposible que viva mucho más tiempo… Emily?

La conmoción, el dolor, llegaron tan por sorpresa que alcanzaron esa parte de su ser donde los sentimientos estaban sepultados bajo convencionalismos inhumanos. Preguntó en primer lugar por Emily. Pensaba en ella antes que en su hijo.

Lady Maria seguía llorando sin contención.

—Tengo más de setenta años —dijo— y estos tres días he sufrido un castigo más que suficiente por todo lo que pueda haber hecho desde que nací. Yo también he pasado un infierno, James; y, cuando ella aún podía razonar, sólo pensaba en ti y en tu pobre hijo. Me parece inconcebible que una mujer pueda querer tanto a un hombre. Ha conseguido lo que quería… Se está muriendo por ti.

—¿Por qué no me habéis avisado? —preguntó Walderhurst, aún a merced de una rara y pesada rigidez.

—Porque es una tonta y una sentimental y no quería molestarte. Tendría que haberte ordenado que volvieras y te pusieras a su disposición y bailaras a su alrededor como un loco.

Nadie habría censurado estas palabras con mayor severidad que la propia lady Maria, pero, después de los tres días que acababa de pasar, estaba histérica y había perdido por completo la cabeza.

—Sus cartas eran alegres, optimistas…

—Sus cartas habrían sido alegres aunque la hubieran metido en un caldero de aceite hirviendo, ésa es mi impresión —dijo, tajante, lady Maria—. Ha sufrido una enormidad: han intentado matarla y no quería acusar a nadie por miedo a que a ti no te pareciera bien. Ya sabes lo desagradable que te pones, James, cuando crees que atentan contra tu dignidad.

Lord Walderhurst abría y cerraba los puños. Se negaba a creer que aún se resintiera de los largos días de fiebre, pero empezaba a dudar de su propia capacidad de raciocinio.

—Mi buena Maria —dijo—, no entiendo una palabra de lo que dices, pero tengo que verla ahora mismo.

—¿Es que quieres matarla? ¡Si no ha muerto todavía! Tú no te mueves de aquí. ¡Gracias a Dios! Ahí está el doctor Warren.

Se abrió la puerta y entró el médico. Bajaba del piso superior después de soltar la mano de una mujer moribunda, y un hombre como él no podía hacer algo así sin que se le notara en el rostro.

Cuando la muerte nos visita, hablamos entre susurros aunque el lecho del agonizante esté en el otro extremo de la casa.

—¿Resiste todavía? —preguntó lady Maria con voz ahogada.

—Sí —contestó Warren.

Walderhurst se acercó.

—¿Puedo verla?

—No, lord Walderhurst, todavía no.

—¿Significa eso que no ha llegado el último momento?

—Es evidente. Si lo hubiera hecho, lo habríamos llamado.

—¿Qué puedo hacer?

—Ahora no se puede hacer nada más que esperar. Brent, Forsythe y Blount están con ella.

—Acabo de llegar y no sé nada. Tiene que contarme lo que ha ocurrido. ¿Tiene tiempo?

Se dirigieron al estudio, refugio sagrado de Emily.

—A lady Walderhurst le encantaba encerrarse aquí a solas —dijo el doctor Warren.

Sobre el escritorio había una pluma, la pluma del marqués, y un cuaderno femenino. Walderhurst comprendió que desde allí debía de escribirle su mujer, y probablemente le gustara la idea, muy propia de ella, de hacerlo sentada en su sillón. Se estremeció al ver en una mesita un dedal y unas tijeras.

—Tendrían que habérmelo dicho —le dijo al médico.

El doctor Warren le explicó por qué no le habían escrito.

Mientras hablaba vio que lord Walderhurst cogía el cuaderno de Emily y lo abría y cerraba mecánicamente.

—Lo que quiero saber —dijo el marqués— es si voy a poder verla. Me gustaría hablar con ella.

—Es lo que más se desea en momentos así —respondió el doctor Warren sin prometer nada.

—¿Cree que me oirá?

—Lo siento mucho, pero es imposible saberlo.

—Es —despacio— muy doloroso para mí.

—Lord Walderhurst, tengo que decirle algo —dijo el doctor Warren, sopesando sus palabras. El marqués nunca le había inspirado grandes simpatías y se preguntaba si ciertas verdades lo conmoverían o lo dejarían impasible—. Antes de enfermar, lady Walderhurst fue muy clara conmigo y me dijo cuál era su único deseo. Me suplicó que le diera mi palabra, cosa que no podía hacer sin su permiso, señor, de que, si ocurría algo y era necesario sacrificar alguna vida, no dudásemos en que fuera la suya.

Un destello rojizo cruzó el rostro sombrío y ceniciento de Walderhurst.

—¿Eso le pidió?

—Sí. Y cuando llegó lo peor no cambió de opinión. Luego empezó a delirar y la oímos rezar. Nos dimos cuenta de que me rezaba a mí. Me tomaba por una deidad y me imploraba que no olvidase su deseo. Antes de perder la razón, se portó maravillosamente. Salvó a su hijo gracias a una resistencia sobrenatural.

—¿Quiere decir que, si hubiera pensado más en sí misma y menos en la seguridad del niño, no estaría como está?

Warren asintió.

Lord Walderhurst se puso el monóculo, que hasta ese momento colgaba lánguidamente del cordón, y miró al médico a los ojos. Fue un gesto firme, ágil, diestro. Pero le temblaban las manos.

—¡Dios mío! —exclamó—. Si yo hubiera estado aquí, no lo habría permitido. —Se levantó y sólo pudo sostenerse en pie agarrándose a la mesa. Las manos todavía le temblaban—. Creo que ni siquiera le habría importado que la descuartizaran en el potro con tal de darme lo que quería. Y ahora, ¡Dios del Cielo!, creo que habría estrangulado al niño con mis propias manos con tal de no perderla.

Y así, al parecer, un aristócrata entrado en años, estricto y encerrado en sí mismo, descubrió la emoción. Estaba transformado. Su rígida dignidad colgaba a su alrededor hecha harapos y jirones. Tenía la frente cubierta de un sudor frío y el rostro, crispado.

—Ahora mismo —prosiguió—. Me da igual el niño. La quiero a ella, lo demás no me importa. Quiero verla, quiero hablar con ella viva o muerta. Sé que, si aún le queda un aliento de vida, me oirá.

El doctor Warren lo miró sin saber qué decir. Conocía aspectos curiosos de la naturaleza humana, aspectos que la mayoría de sus compañeros de profesión desconocían. Sabía que la vida es un misterio y que hasta una llama agonizante puede a veces avivarse y renacer aventada por poderes sutiles que la ciencia ni siquiera considera. Conocía también perfectamente el estado de aquella mujer que se consumía en su lecho y comprendía que su divina e inocente pasión por un hombre incapaz de pensar en nadie más que en sí mismo había sido el alma de su vida. Porque había visto el torturado valor que brilló en sus ojos en sus horas de mortal agonía.

—No lo olvide, doctor —le había dicho—. Padre nuestro que estás en los Cielos, no permitas que nadie lo olvide. Santificado sea Tu nombre.

Walderhurst, que necesitaba apoyarse en sus temblorosas manos para no caerse, aguardaba abatido, atormentado. Nadie, ni sus allegados, habría podido reconocerlo.

—Quiero verla antes de que… nos deje —dijo con voz áspera, rota—. Quiero hablar con ella… Déjeme hacerlo.

El doctor Warren se levantó lentamente. Tal vez para Emily sólo hubiera una posibilidad entre mil: que, al oír la llamada de aquel hombre estricto y convencional, regresara a las costas de las que ya había partido. Nadie conoce qué milagros se pueden obrar en una criatura que ama, ni siquiera cuando se aflojan los grilletes y está a punto de quedar en libertad.

—Debo consultarlo con los demás médicos —dijo—. ¿Se ve capaz de contener toda manifestación externa de sentimiento?

—Sí.

Contiguo al dormitorio de lady Walderhurst había un tocador donde los médicos departían. Dos estaban junto a la ventana. Hablaban en susurros.

Prescindiendo de toda ceremonia, Walderhurst los saludó asintiendo con la cabeza y se acercó a la chimenea. El doctor Warren se unió a la pareja de la ventana. Lord Walderhurst sólo oyó un par de frases.

—Me temo que ahora ya no se puede hacer nada… En cualquier momento…

Quienes no conocen por experiencia lo que Walderhurst vio al entrar en el dormitorio tienen motivos para dar gracias a los poderes que los protegen.

Reinaban en el enorme dormitorio un orden y un silencio asfixiantes. Sólo se oía el crepitar del fuego. Más cerca de la cama, sin embargo, se oía otro ruido más débil y tal vez más irregular. Se detenía por unos instantes y luego, tras un pequeño sobresalto, seguía. A los pies del lecho había una enfermera; al lado de la cama, en una silla, un hombre mayor. Escuchaba y consultaba el reloj. Tenía en la mano un objeto blanco e inerte: la mano inmóvil, cérea, de Emily Walderhurst. Un intenso olor a yodoformo impregnaba toda la habitación. Lord Walderhurst se acercó y, con una señal, indicó al médico y a la enfermera que no se movieran.

Emily estaba literalmente hundida en la almohada; su rostro, vuelto hacia un lado y exangüe como la cera. La sombra se cernía sobre ella y tocaba sus párpados cerrados, sus mejillas y las comisuras de los labios. Estaba lejos, muy lejos de allí.

Fue lo primero que advirtió Walderhurst: su extraña lejanía, su solitaria quietud. Estaba sola y a mucha distancia de donde él se encontraba, un lugar que tan familiar era para los dos. Y seguía alejándose, sola, mucho más allá. Observó sus ojos cerrados, preciosos, que con tan poco brillaban de felicidad, y eran esos ojos —cerrados para él y para todas las cosas y placeres prosaicos— los que más inspiraban su sensación de soledad. Pero no de su propia soledad, sino de la soledad de ella. No pensaba en él, sino en ella. Quería salvarla de esa soledad. Traerla de nuevo aquí.

Se arrodilló lentamente, sin hacer ruido, con sigilo, sin dejar de mirar el rostro extraño y distante de su mujer. Se atrevió a coger, muy despacio, la mano que reposaba en la colcha. Estaba ligeramente fría y húmeda… ligeramente fría.

Un poder, una fuerza que se oculta en todos los seres humanos y que la mayoría desconoce, crecía en su interior. Notaba su calidez y su aliento, se sentía más vivo. Cogió la fría mano de Emily. A través de la suya, su ser recién despierto le transmitió calor.

—Emily —susurró despacio, al oído—, Emily.

Ella seguía inmóvil, a mucha distancia. Su pecho apenas se movía, respiraba muy débilmente.

—¡Emily, Emily!

El médico levantó la vista y miró a Walderhurst. Había sido testigo de muchas escenas en otros lechos de muerte, pero aquélla tenía algo especial. Conocía a lord Walderhurst, sabía cuál era su forma habitual de comportarse, pero, por la singularidad del momento, quizá estuviera ocurriendo algo anormal. No tenía la flexibilidad mental del doctor Warren y no comprendía que las personas más normales e inflexibles pudieran vivir momentos especiales.

—¡Emily! ¡Emily!

El marqués no dejó de llamar a su mujer, con susurros tenues pero emotivos, durante al menos media hora. Siguió de rodillas y tan absorto que no reparaba en la presencia de las personas que se iban acercando.

No habría sabido explicar qué intentaba hacer ni qué esperaba. Era como si, con la mayor frialdad, quisiera apartar todo lo que no fuera mágico, oculto. Creía en los hechos probados, en la ayuda profesional y en la abolición de la superchería. Pero ahora concentraba todo su ser en una sola cosa: quería devolver a la vida a aquella mujer. Quería hablar con ella.

Qué poder convocó de las profundidades sin saber cómo, qué exquisita solución encontró, sería imposible decirlo. Tal vez sólo se tratara de una recóndita y sutil inversión de la marea de la vida y de la muerte que por azar acudió en su auxilio.

—Emily —repitió por enésima vez.

En ese mismo instante, el doctor Warren cruzó una mirada con el médico que tomaba el pulso a lady Walderhurst.

—Parece un poco más enérgico —dijo el doctor Forsythe.

La respiración también se modificó ligeramente. Ahora era más profunda, menos irregular.

Lady Walderhurst se movió.

—No se aparte de donde está —le susurró el doctor Warren al marqués— y no deje de hablarle. Siga con el mismo tono. Siga.

Emily Walderhurst se dejaba arrastrar por las tranquilas aguas de un mar blanco e infinito, y se hundía suavemente, en paz y sin dolor, llevada por la corriente. El agua, fresca y agradable, rozaba sus labios, y sin miedo había entendido que pronto los cubriría, y también su sereno rostro, sepultándolo para siempre… y entonces oyó, en la distancia, al otro lado de la blancura en que flotaba, una débil voz que interrumpió la calma. Aunque no entendía qué decía. Se había alejado de todo hacía millones de años, de todo menos del silencio. Nada quedaba excepto el blanco y mudo mar, y el lento flotar a la deriva, y el alejarse e irse hundiendo. Era una paz más profunda que el sueño, porque no esperaba despertar en otra orilla.

Pero la voz distante llamaba sin cesar, con monotonía; aunque no entendía lo que decía. Estaba tan entregada al despacioso fluir de las aguas que ningún pensamiento podía pasarle por la cabeza. No pensaba en nada. En medio de la marea no era posible pensar, había dejado el pensamiento en la lejana costa de la que el blanco mar la había arrebatado. Se hundió suavemente un poco más y el agua tapó sus labios. Pero la llamada anónima continuaba; iba dirigida a otra persona y le pedía que regresara. Llamaba en voz baja, de un modo tan extraño, regular, persistente e íntegro que algo cambió y se detuvo. ¿El qué? ¿El mar, que la envolvía y arrastraba? ¿La marea, que disminuyó su ritmo? No pudo despertar para pensarlo. Deseaba seguir adelante. ¿El agua ya no rozaba sus labios? Tiempo atrás, millones de años atrás, antes de que el blanco mar se la hubiera llevado, habría entendido lo que estaba sucediendo.

—¡Emily, Emily, Emily!

Sí, antes, en la orilla, habría reconocido lo que quería decir aquella voz. Antes la habría entendido. Hace mucho tiempo. Las aguas, sin embargo, no eran las mismas. Ya no salpicaban tan cerca de sus labios.

Ése fue el instante en que los médicos intercambiaron una mirada y lady Walderhurst se movió.

Walderhurst se apartó de la cama y el doctor Warren lo acompañó a su cuarto. Le dio una copa de brandy y llamó a su ayudante.

—No olvide —dijo al marqués— que usted también está enfermo.

—Creo… —se limitó a contestar Walderhurst frunciendo el ceño—. Creo que, por no sé qué medio misterioso, he conseguido que me oyera.

El doctor Warren lo miró con gravedad. Era un hombre profundamente interesado en su trabajo y tenía la sensación de haber asistido a un suceso casi incomprensible.

—Sí —respondió—, yo también lo creo.

Alrededor de una hora después, lord Walderhurst bajó al salón donde se encontraba lady Maria. Ésta seguía pareciendo muy avejentada, pero su doncella le había colocado la peluca en su sitio y dado un pañuelo que no estaba húmedo ni tenía manchas de carmín. Se dirigió a su primo con menos severidad pero, todavía, con la mirada de una persona inmerecidamente encadenada a un ser dañino. A lady Maria le resultaba complicado condenar sin ambages una situación espantosamente incómoda, pero su irritación no disminuía. El viaje a la India había contado con su beneplácito, así que no era fácil enumerar las muchas razones por las que, por edad y responsabilidades, Walderhurst tendría que haber comprendido que su deber era quedarse en su casa y cuidar de su esposa.

—Por increíble que parezca —dijo—, los médicos creen que se ha producido un mínimo cambio… a mejor.

—Sí —asintió Walderhurst. Se apoyó en la repisa de la chimenea y se quedó mirando el fuego—. Va a… volver —añadió, inexpresivo.

Lady Maria lo miró. Tenía la sensación de que empezaba a creer en la magia. ¡De todos los hombres de la tierra, Walderhurst, precisamente Walderhurst, empezaba a creer en la magia!

—¿Y adónde crees que se ha marchado? —preguntó con intención reprobatoria.

—¿Cómo saberlo? —con la rigidez de siempre—. Es imposible.

No tenía ganas de hablar de eso con una persona del carácter de lady Maria. Desconocía hacia qué lejana esfera había partido su mujer, pero era consciente de que la había seguido hasta donde un hombre vivo era capaz.

El mayordomo abrió la puerta.

—La enfermera jefe desea saber si lady Maria tendría la bondad de ir a ver a lord Oswyth antes de que se quede dormido —dijo en voz baja.

Walderhurst se quedó mirando al criado. Se había llevado una profunda impresión. Lord Oswyth era su hijo.

—Ahora voy a verlo —respondió lady Maria—. ¿Todavía no has ido a verlo? —preguntó a Walderhurst.

—¿En qué momento?

—Pues ven conmigo. Si Emily se recupera y vive lo bastante para desear algo, querrá que le cuentes lo maravilloso que es su hijo. Lo menos que puedes hacer es acordarte de qué color tiene los ojos y el pelo, aunque creo que sólo tiene dos pelos. Es gordo como un tonel y tiene unos mofletes enormes. Te confieso que ayer, cuando lo vi tan orondo y satisfecho, me entraron ganas de darle una bofetada.

La descripción no era exacta, pero el bebé era fuerte y de buen tamaño, como Walderhurst comprobó al verlo.

Entre arrodillarse junto a una estatua exangüe, invocando al vacío en pos de un alma que no lo oía, y entrar en la soleada y perfumada habitación llena de flores donde la Vida acababa de comenzar, mediaba una gran distancia.

Detrás de la alta rejilla de latón de la chimenea ardía un fuego muy vivo. Cerca habían puesto a secar las sábanas de la cuna, que se mecía sujeta por cordones de seda. Al lado había una cesta con cajas doradas y plateadas, y esponjas y cepillos de terciopelo que el marqués no había visto nunca. Jamás había estado en un lugar parecido y se sentía incómodo, aunque también secreta y anormalmente conmovido, o a él al menos se lo parecía.

Dos mujeres estaban al cuidado de la habitación. Una de ellas tenía en brazos lo que el marqués había ido a ver. Se movía ligeramente dentro de su blanco manto. La mujer esperó respetuosamente a que lady Maria le descubriera la carita.

—Míralo —dijo, ocultando su alivio y su euforia bajo la ironía de siempre—. ¡Cómo te vas a relamer cuando Emily te diga que es igualito que tú! Aunque no sé qué pensar, por mucho que sea lo que yo haría en tus mismas circunstancias.

Walderhurst se puso el monóculo y contempló unos instantes el objeto que le mostraban. No sabía que, llegado el momento, los hombres experimentasen emociones tan curiosas e inexplicables.

Trató de dominarse.

—¿Quieres cogerlo? —le preguntó lady Maria, esforzándose en evitar cualquier asomo de ironía.

Lord Walderhurst retrocedió discretamente.

—No… no sé —dijo, y, al instante, se enfureció consigo mismo. Quería coger a aquel ser. Deseaba sentir su calor. No podía negarse que, si hubiera estado a solas con él, se habría quitado el monóculo y le habría rozado la mejilla con los labios.

Dos días más tarde estaba sentado al lado de la cama de su mujer, contemplando sus ojos cerrados, cuando advirtió que le temblaban los párpados y se movían lentamente hasta abrirse de par en par. En su anguloso y ceniciento rostro, los ojos parecían enormes. A medida que fueron habituándose a la luz, Emily pudo ver a su marido con mayor nitidez; a él y nada más que a él. Y no dejó de mirarlo ni un instante. Walderhurst acercó la cabeza con cuidado, y le habló como le había hablado los días anteriores.

—¡Emily! —muy bajo—. ¡Emily!

La voz era un rumor muy leve, apenas un susurro. Pero Emily respondió.

—¡Eras… tú! —dijo.