Capítulo XVII

La fiebre en principio ligera que atacó a lord Walderhurst cobró proporciones que su médico no había anticipado. Era molesto no poder cumplir con sus obligaciones y le fastidiaba enormemente. No era, de ningún modo, un buen paciente y, viendo su estado mental, al cabo de unas semanas los médicos tuvieron motivos para estar muy preocupados. Un día después de haber confesado sus inquietudes al doctor Warren, Emily recibió una carta del médico de su marido en la que le notificaba la situación: era necesario extremar los cuidados, había que evitar al marqués cualquier emoción. Cuanto la ciencia médica y la atención de las enfermeras pudieran hacer se haría. El autor de la carta pedía la colaboración de lady Walderhurst: había que procurar en lo posible que el enfermo no se viera alterado. Posiblemente y por algún tiempo, la lectura y escritura de correspondencia le estaría vedada, pero contribuiría a la favorable evolución del caso que, cuando pudiera reanudarse, lady Walderhurst no olvidara cuán importante era que el convaleciente estuviera tranquilo. Esta petición, acompañada de expresiones de aliento y promesas de que cabía esperar lo mejor, era lo esencial de la carta. Cuando llegó el doctor Warren, Emily se la enseñó y lo observó atentamente mientras la leía.

—Ya ve —dijo cuando terminó— que hice bien en contárselo todo. Ahora tendré que confiar en usted para todo. No habría podido cargar con todo yo sola, ¿no le parece?

—Tal vez no —pensándoselo—, aunque es usted muy valiente.

—No lo creo —pensándoselo a su vez—, pero parece que había cosas que tenía que hacer. Ahora, eso sí, podré contar con sus consejos.

Fue obediente como una niña, le contaría después el doctor a su esposa, y que una mujer de su porte y altura fuera tan obediente como cuando tenía seis años era digno de mención.

—Hará todo lo que le pida, irá donde le aconseje. Y le voy a aconsejar que se instale en la mansión de su marido en Berkeley Square, y tú y yo haremos guardia para que nadie la moleste. En realidad, todo es muy sencillo; lo habría sido desde el principio, al menos relativamente, si se hubiera atrevido a confiar en una persona más práctica que ella. Pero no estaba segura y temía un escándalo que pudiera importunar a su marido. Lo adora y está muy enamorada de él.

—Cuando una se da cuenta de lo poco que influyen las virtudes y los encantos en la creación de emociones tan tiernas, es inútil preguntarse el porqué. Y, sin embargo, una en el fondo se lo pregunta —sentenció la señora Warren.

—Pero no puede dar con la respuesta. Ahora bien, la devoción de esa bonita criatura merece todo mi respeto. Piensa dominar sus temores y no va a decir nada cuando escriba sus felices cartas, en cuanto le permitan escribirlas.

—¿No va a contarle nada a lord Walderhurst?

—Nada, hasta que se haya recuperado del todo. Ahora que me lo ha contado todo con total franqueza y se ha puesto en mis manos, creo que encuentra cierta satisfacción sentimental en la idea de guardar el secreto hasta que vuelva. He de confesarte, Mary, que creo que ha leído relatos de heroínas que hicieron algo parecido y que se siente identificada con ellas. No es que se considere una heroína, pero le encanta imaginar lo que lord Walderhurst dirá en cuanto llegue. Y está bien que lo haga. Le conviene mucho más que preocuparse. La experiencia me permite deducir de la carta de ese médico que su marido no está en condiciones de recibir noticias, ni malas ni buenas.

Reabrieron la casa de Berkeley. Lady Walderhurst se trasladó, según supo el servicio, desde algún balneario de Alemania. Jane y la señora Cupp se instalaron también. La mujer de su médico pasaba con ella mucho tiempo. Qué desgracia para milady que lord Walderhurst no pudiera volver de la India por culpa de una enfermedad.

Tras abrir las ventanas al mundo, la vida en la gran mansión siguió su curso como antes. Reinaban, sin embargo, el sigilo y la dignidad. Las doncellas se conducían con grave discreción. Sus tareas se habían vuelto confidenciales y más interesantes, sentían al realizarlas un íntimo orgullo. Ninguna se había librado, todas sentían afecto por lady Walderhurst.

Lejos de Palstrey y de Mortimer Street, Emily fue aceptando la realidad poco a poco. Al fin y al cabo, todo era ahora mucho más sencillo. Las elegantes habitaciones daban impresión de orden, decoro y magnificencia. Cuando contemplaba los dignos sofás y los impresionantes candelabros, las tramas de melodrama desaparecían. Parecían ahora mucho más imposibles que cuando ya llegó a tal conclusión en sus habitaciones de la primera planta de Mortimer Street. Pensaba mucho en aquellos días de verano en Mallowe. Era extraordinario volver a vivirlos: la mañana en que subió al vagón de tercera clase rodeada de trabajadores con pantalones de pana, ese momento fugaz en que el hombre alto y de rasgos marcados pasó junto a la ventanilla y la miró, sin verla, directamente a los ojos. Sonrió con ternura al recordarlo, y al recordar también cómo ese hombre subió a su carruaje nada más llegar el tren, y el momento en que lady Maria dijo: «Ahí está Walderhurst», y el marqués apareció en el jardín con sus tranquilos andares. Tampoco entonces reparó en ella, ni la miró cuando los presentaron; de hecho, no pareció notar su presencia hasta la mañana que tropezó con ella mientras estaba cogiendo rosas y le habló de lady Agatha. Pero, en realidad, sí que reparó en ella desde el principio, aunque no fuera más que un poco; pensaba un poco en ella todo el tiempo. Qué lejos estaba Emily de imaginarlo cuando hablaba con lady Agatha, qué contenta estaba el día que lo encontró en la rosaleda y él sólo parecía interesado en su amiga. Lo que más le gustaba recordar, sin embargo, eran las pocas preguntas que le había hecho interesándose por ella. En su simplicidad, Emily seguía fascinada por la forma en que la miró ese día, a través del monóculo, con ese delicioso aire de desapego, cuando ella le dijo:

—La gente es buena. Yo… Verá, yo no tengo nada que ofrecer, y tengo la impresión de estar siempre recibiendo.

Y él la miró tranquilamente y se limitó a señalar:

—¡Qué suerte!

En alguna ocasión Walderhurst le había dicho que en ese momento, entre otros, se le había pasado por la cabeza que podía gustarle casarse con ella, precisamente porque no era consciente de que daba a los demás mucho más de lo que recibía, de que tenía mucho que ofrecer y de que no sabía cuán grandes eran sus cualidades.

«A veces es tan hermoso lo que piensa de mí —era su reflexión favorita—, aunque dice las cosas con tanta tranquilidad… Pero, precisamente por eso, parece que lo que dice tiene más valor».

Lo cierto es que esa tranquilidad para decir las cosas le parecía incomparable. Ni siquiera cuando, sin llegar a comprender que necesitaba algo de lo que carecía, tenía la sensación de que a su corazón le faltaba donde sostenerse, había dejado de admirar la completa libertad de Walderhurst, a quien no le preocupaba en lo más mínimo la opinión ajena. Cuando miraba a los demás a través de su monóculo, siempre perfectamente colocado, daba siempre la impresión de que lo importante era lo que opinara él y no al contrario. Parecía frío, impermeable, totalmente inmune al poder de la crítica. Lo que otras personas dijeran o pensaran de su fundada opinión sobre cualquier cosa era irrelevante; de hecho, ni siquiera existía; es más, eran las personas que rumiaban tales ideas las que dejaban de existir. Tenía un carácter inamovible. No despreciaba a las personas: cortaba el cordón de la comunicación mental con ellas y las dejaba en el aire. Para Emily esto equivalía a firmeza, discreción y dignidad, y le estremecía la posibilidad de equivocarse y de que él la dejara a la deriva. En los últimos meses, su mayor miedo había sido hacer algo que lo dejara en ridículo, dar pie a una publicidad indeseable que pudiera molestarlo.

Pero ahora ya no tenía miedos. Podía esperar desde una posición segura y vivir en paz de sus recuerdos y esperanzas. Hasta empezó a alimentar cierto coraje cuando pensaba en él.

El ambiente de la mansión de Berkeley Square le sentaba bien. Nunca había tenido tanta sensación de ser la esposa de lord Walderhurst. El servicio, de cuya existencia era el centro, que la servía con cuidado y satisfacción, y se tomaba su menor deseo o inclinación como una orden real, aumentaba la sensación de seguridad y poder. Los Warren, que comprendían la dignidad y el significado de detalles meramente terrenales que ella no entendía, aportaban sutileza a la ayuda que recibía. Poco a poco aprendió a confiar más en la señora Warren, que, a medida que la iba conociendo, la encontraba más extraordinaria que cuando la había visto envuelta en un velo de ambigüedad y misterio.

—No puede ser más deliciosa —dijo la señora Warren a su marido—. Que esa adoración por otra persona siga existiendo en el siglo XIX es…

—Casi degenerado —dijo el doctor con una carcajada.

—Tal vez sea regenerado —reflexionando—. ¿Quién sabe? Nada terrenal o celestial me induciría a ponerlo en duda. Sentada frente a un retrato de su James, he escuchado lo que opina de él y no es consciente de lo que la menor de sus observaciones significa. No se da cuenta de que, cuando habla de otras cosas, lo incluye a él en la conversación. Aunque sea demasiado tímida para nombrarlo, hasta cuando respira se refiere a él. No hay nada que le guste más que entrar en sus habitaciones y ponerse a pensar en lo bueno que ha sido con ella.

Era cierto. Emily pasaba muchas y tranquilas horas en las dependencias donde estuvo el día que se despidió de su marido. Era muy feliz allí. Se le alegraba el alma por la gratitud y paz que había alcanzado. Los informes del médico de lord Walderhurst no eran alarmantes, sino en general esperanzadores. Pero sabía que debía pensar con cautela y que aún faltaba mucho para que su marido pudiera hacer frente a la travesía de regreso. Volvería tan pronto como pudiera. Entre tanto, el mundo le ofrecía cuanto podía desear menos a él.

Halló la vía para expresar sus emociones en el honrado y reverencial cumplimiento de sus tareas diarias. Leía muchos capítulos de la Biblia y se la veía con frecuencia plácidamente absorta en el estudio del Libro de Oraciones. Encontraba solaz y felicidad en tales distracciones, y pasaba las mañanas de los domingos, después del servicio religioso, sola en el estudio de Walderhurst, leyendo las Colectas y las Lecciones[5]. La estancia estaba bellamente en paz; incluso Berkeley Square, a la hora de misa, sugería un devoto desapego de los asuntos de este mundo.

—Me siento delante de la ventana y me digo —le explicó a la señora Warren—: «Es tan bonito estar aquí»…

Escribía las cartas a la India en el estudio. Desconocía hasta qué punto su nueva y valerosa forma de pensar en su marido se manifestaba en ella. Cuando Walderhurst las leyó, sin embargo, tuvo la sensación de que algo había cambiado en su mujer. Muchas veces se dice de las mujeres que «brotan de forma asombrosa». El marqués intuía que, al menos en cierta medida, Emily estaba «brotando». Tal vez se debiera a que cada día se acostumbraba más a su nueva vida. Contaba más en sus cartas, y lo contaba de una manera más interesante. Quizá fuera señal de la evolución de una muchacha que estaba a punto de convertirse en una mujer maravillosa.

Tendido en su cama, más susceptible tal vez por la debilidad de su larga convalecencia, el marqués se daba cuenta de que había empezado a adquirir el hábito de leer las cartas de Emily varias veces y de pensar en ella cuando nunca en su vida había pensado en ninguna mujer. Cada vez estaba más pendiente de la llegada del correo. Las cartas le levantaban el ánimo y tenían excelentes efectos en su organismo. El médico siempre lo encontraba bien después de haber tenido noticias de su mujer.

Tus cartas, mi querida Emily —escribió en cierta ocasión—, suponen una gran satisfacción para mí. Hoy eres exactamente igual a como eras en Mallowe: una criatura amable y feliz. Tu tranquilidad me estimula.

—¡Qué encanto, qué encanto! —exclamó Emily en el silencio del estudio, y besó la carta con apasionada euforia.

La siguiente epístola fue todavía más lejos. Decía claramente «cosas», y aludía a ese pasado al cual, con un secreto placer, Emily ofrecía libaciones. Cuando leía «los días de Mallowe» en mitad de una carta, sentía un arrebato que casi la asustaba. Hombres menos sentimentales solían utilizar esas expresiones en sus cartas, lo había leído y se lo habían contado. Era casi como decir «aquellos espléndidos días de Mallowe» o «los felices días de Mallowe», y eso la llevaba a un éxtasis casi insoportable.

No puedo evitar acordarme mientras estoy aquí acostado —leyó en otra carta— de todo lo que pensaba cuando fui por el páramo en tu busca. Llevaba días observándote. Siempre me gustaron particularmente tus ojos, grandes y claros. Recuerdo también que intenté describírmelos y me resultó difícil. Pensé que parecían los de un niño muy guapo y, al mismo tiempo, los de un precioso perro pastor. Es una comparación que quizá no parezca tan romántica como en realidad es.

Emily empezó a llorar suavemente, con ternura. Jamás habría podido imaginar nada más romántico.

No podía evitar pensar en ellos cuando atravesaba el brezal y no puedes hacerte idea de lo furioso que estaba con Maria. Me parecía que había abusado brutalmente de ti sólo por el placer de abusar de una mujer con unos ojos tan bonitos. Estaba furioso y dolido al mismo tiempo, y encontrarte sentada al lado del camino, completamente agotada, con lágrimas en los ojos, me conmovió mucho más de lo que imaginaba que podía llegar a conmoverme. Y luego tú interpretaste mal lo que dije y te pusiste en pie, y con tus preciosos ojos me miraste con tanta ingenuidad, miedo y preocupación… No he olvidado esa mirada, querida, y nunca la olvidaré.

Estos sentimientos no parecían suyos, pero revelaban algo real, interesante y muy humano.

Emily estaba sola en el estudio. Se puso a dar vueltas por él igual que una madre alrededor de su hijo recién nacido. Sentía una trémula dicha, y, pensando con asombro y reverencia en los milagrosos y grandes acontecimientos que cada hora que pasaba estaban más próximos, se sentó y lloró de felicidad.

Por la tarde llegó lady Maria Bayne. Había estado en el extranjero, donde, según una moda nada aburrida, había seguido varias «curas» que consistían en beber agua mineral y pasearse por un jardín al son de los violines, para luego comparar síntomas con ingeniosas amigas con las que, al mismo tiempo, departía sobre todo tipo de cosas.

El doctor Warren era un viejo conocido suyo y estaba a punto de irse cuando lady Maria entró y le estrechó la mano.

—Qué infortunado para un hombre que una sólo se alegre de verlo en casa de algún enemigo —dijo la mujer—. Necesito saber qué hace usted aquí. No me creo que lady Walderhurst se haya asustado con alguna pamplina sólo porque a su marido le haya dado por contagiarse de unas fiebres en la India.

—No, lady Walderhurst se está portando maravillosamente en todos los aspectos. Lady Maria, ¿le importaría que hablásemos unos minutos antes de que entre a verla?

—Cuando alguien te solicita unos minutos para hablar es que tiene que contarte algo divertido o peculiar y sorprendente. Vamos al salón de las mañanas.

Fue delante entre el frufrú de las enaguas y la promesa de nuevas sorpresas. Tenía la sensación de que el asunto sería más peculiar que divertido. ¡Gracias a Dios! Era imposible que Emily se hubiera metido en algún embrollo. ¡Con lo molesto que habría sido! Pero no una mujer así.

Cuando salió del salón unos veinte minutos después no parecía la misma. Su elegante sombrero no iba tan bien colocado sobre su delicado y pequeño rostro, y estaba inquieta, furiosa y satisfecha.

—Es ridículo que Walderhurst la dejara sola —decía—. Es ridículo que ella no le pidiera que volviese inmediatamente. Y es muy propio de ella, porque es encantadora y ridícula.

A pesar de su agitación, al subir las escaleras para ir a ver a Emily la situación le pareció un tanto grotesca, porque estaba obligada a admitir que nunca en su vida había sentido tanta emoción y curiosidad. Así debían de sentirse las mujeres cuando se permitían compartir unas lágrimas de emoción. Ella no lloraba, pero, como solía decir, estaba «afectada».

Cuando se abrió la puerta, Emily, que estaba junto a la chimenea, se acercó lentamente a ella con una sonrisa extraña pero preciosa.

Lady Maria dio unos pasos y le cogió las manos.

—¡Mi buena Emily! —exclamó, y la besó—. ¡Mi excelente Emily! —otro beso—. Estoy consternada. En toda mi vida había oído una cosa igual. El doctor Warren me lo ha contado todo. Pero ¡esas criaturas están completamente locas!

—Ya terminó —respondió Emily—. Y ahora casi no puedo creer que fuera verdad.

Condujo a lady Maria hasta el sofá. La dama seguía inquieta, furiosa y satisfecha.

—Me quedo aquí —dijo con determinación—. Se acabaron las locuras. Pero debo decirte que han vuelto a la India, y que han tenido una niña.

—¿Una niña?

—Sí, mira qué cosa tan absurda.

—¡Ay! —suspiró Emily con pena—. Estoy segura de que Hester estaba asustada y por eso no me ha escrito.

—¡Pamplinas! —dijo lady Maria—. En todo caso y como te acabo de decir, me quedo hasta que vuelva Walderhurst. El hombre va a enloquecer, viendo su vanidad satisfecha, cuando sepa la noticia.