Capítulo XIV

Al oír que, tras aproximarse por la calle mojada, el cupé se detenía delante de la puerta, la señora Warren cerró el libro que estaba leyendo y lo dejó en su regazo. En su atractivo rostro se dibujaba un gesto de agradable expectación que por sí solo revelaba la presencia de interesantes y deseables cualidades en su marido, que en esos momentos introducía la llave en la puerta dispuesto a subir las escaleras para verla cuanto antes. El hombre que al cabo de veinticinco años de matrimonio da pie, con su regreso a casa, a tal gesto de una mujer inteligente tiene que ser, sin duda ni discusión algunas, un individuo con una vida y unas ocupaciones tan interesantes como su carácter y opiniones.

El doctor Warren tenía la constitución mental de un hombre de vida provechosa y plena de sentido, y así habría sido aunque hubiera transcurrido en una isla desierta o en la Bastilla. Poseía ese temperamento que combina acción y aventura y la perspicacia e imaginación de quien arroja luz hasta sobre el más fragmentario de los hechos. Por ser un hombre que llenaba sus días con el ejercicio de una profesión poco dada a los secretos y en la que la mayoría de los misterios se explican por sí mismos, su cerebro era una máquina registradora de impresiones que habrían estimulado en lo más vivo la imaginación de cualquier hombre más aburrido que él, e incitado al sentimiento a alguno menos emotivo.

Entró en la sala sonriendo. Tenía unos cincuenta años y era varonil y de complexión fuerte, muy ancho de hombros. Tenía también muy buen color, y los ojos, la nariz y la barbilla de esos hombres a quienes sería una estupidez tratar de engañar. Se sentó junto al fuego en su sillón y empezó a charlar, como tenía por costumbre, antes de ir con su esposa a cambiarse para la cena. Cuando durante la jornada estaba lejos de casa, pensaba a menudo en el momento de llegar a casa para tener esas charlas, y siempre tomaba buena nota de las cosas para contárselas a su Mary. Ella, a lo largo del día, que dedicaba en exclusiva a deberes y placeres femeninos, hacía con frecuencia exactamente lo mismo y, entre las siete y las ocho de la tarde, ambos tenían oportunidad de entregarse a sus deliciosas conversaciones. Aquella tarde, el señor Warren cogió el libro de su esposa y le echó un vistazo antes de hacer, como siempre, unas cuantas preguntas y dar otras tantas respuestas. Pero la señora Warren, en cuanto advirtió en él alguna que otra mirada perdida, se dio cuenta de que estaba preocupado. Así que aguardó tranquilamente a que se levantara del sillón, esperó que empezara a andar de un lado a otro con las manos en los bolsillos y la cabeza hacia atrás, y, en cuanto vio que fruncía el ceño y empezaba a silbar suavemente, lo interrumpió sin miedo, como cumpliendo con una costumbre establecida.

—Estoy completamente segura —dijo— de que tienes entre manos otro Caso Extraordinario.

Las dos últimas palabras las pronunció como entre comillas. De los múltiples y fascinantes intereses que su marido aportaba a su existencia, los Casos Extraordinarios eran de los más absorbentes. Empezó a comentarlos con ella el primer año de casados. De hecho, además, fue ella quien por casualidad se topó con el primero en el curso de sus quehaceres personales. Luego, su claridad de ideas y la sagacidad con que recopiló pruebas le fueron a él de tanta utilidad que a partir de entonces, cuando aparecían nuevos casos, recurría a menudo a su mujer por la ayuda que las simples deducciones lógicas que entre los dos entretejían le pudiera reportar. La señora Warren se había acostumbrado a esperar el Caso Extraordinario con una sensación rayana en la impaciencia. A veces, era cierto, el incidente era muy penoso, pero, invariablemente, resultaba interesante y, en ocasiones, también indescriptiblemente revelador. De nombres y personas ella no tenía por qué saber nada; con el dramatismo y la ética bastaba. Así que, por el respeto incuestionable que sentía por el secreto profesional, no le hacía a su marido ninguna pregunta que no pudiera responder con libertad, y evitaba seguir, siquiera inocentemente, cualquier indicio. El Caso Extraordinario tal cual era siempre suficiente. Por ello, al advertir un matiz remotamente especulativo en la mirada del señor Warren, sospechó que había vuelto a tropezarse con uno de esos casos, y, cuando lo vio levantarse del sillón y dar vueltas por la habitación con ese aire inquieto, y acto seguido arrancar sin darse cuenta con ese silbido sólo mínimamente más sonoro que el ruido de la respiración, supo que había acumulado pruebas suficientes y se dispuso a intervenir.

El señor Warren se detuvo y se volvió hacia ella.

—Mi buena Mary —dijo sin más preámbulos—, lo extraordinario del caso radica en que resulta asombroso precisamente porque es ordinario.

—Bueno, pero eso no es nada frecuente, al menos. ¿Cómo calificarías su naturaleza? ¿Espantosa, triste, excéntrica? ¿Es de locos o de cuerdos? ¿Se ha producido entre criminales o en el seno de una familia?

—Nada de eso, pero es muy sugerente y, como el asunto es misterioso, me siento menos un médico serio, que es lo que soy, que un detective profesional.

—¿Se trata, pues, de un caso en el que tal vez vayas a necesitar ayuda?

—Se trata de un caso en que, si veo que resulta necesaria, me sentiré obligado a ofrecer mi ayuda. La mujer es excepcionalmente agradable.

—¿Y eso es bueno, malo o da igual?

—De una bondad, diría yo, que impide a su cerebro desarrollar la actitud que hoy exige, en mera defensa propia, este mundo brutal, una bondad que quizá la haya traicionado y metido en el más lamentable de los aprietos.

—Un aprieto de tipo… —sugirió la señora Warren.

—Un aprieto de ese tipo —sentenció el señor Warren con mirada de preocupación—. Pero está casada.

Dice que está casada.

—No, no lo dice, lo parece. Es lo principal del caso. Nunca en mi vida me había topado con una mujer que exhibiera de un modo tan patente el respetable sello del matrimonio británico.

La señora Warren adoptó una expresión asaz intriguée que, pese a todo, no carecía de espontaneidad.

—Pero si exhibe el sello y también el nombre… ¡Cuéntame todo lo que se pueda contar! Ven aquí, siéntate, Harold.

Harold se sentó y entró en detalles.

—He tenido que visitar a una dama que, si bien no se encuentra enferma, parecía fatigada por la premura de un viaje y, a mi parecer, tenía síntomas de haber reprimido mucha ansiedad y nerviosismo. La encontré en una pensión de mala muerte en una calle de tercera categoría. Parecía un sitio muy escasa y apresuradamente acondicionado y con motivo de algún imprevisto. Era obvio que habían invertido algún dinero, pero no habían tenido tiempo de arreglar bien la casa. No es la primera vez que veo algo así y, cuando me llevaron al cuarto de estar de mi paciente, ya imaginaba con qué me iba a encontrar. Siempre es más o menos lo mismo: una chica o una mujer muy joven, guapa, refinada y atemorizada, o guapa, vulgar y orgullosa, transparente en sus pretensiones y con mucho gracejo y muchos aires. Pero en absoluto, nada más lejos de la realidad.

—¿No era joven ni guapa?

—Treinta y cinco o treinta y seis, muy lozana y con buen tipo, y una mirada cándida como la de una niña de seis años. Muy discreta y de modales exquisitos, pero algo preocupada por su salud. Su confianza en mis consejos y su sincera intención de obedecer hasta la más nimia de mis instrucciones me han parecido conmovedoras. Diez minutos de conversación han bastado para que saliera a la luz mi profunda, y durante tanto tiempo oculta, naturaleza romántica. Mentalmente le juré lealtad.

—¿Te ha dicho que su marido está fuera?

—Me ha sorprendido especialmente que ni siquiera se le haya ocurrido que su marido debe estar al corriente de la situación, lo cual es de una ingenuidad impresionante. Pero, si no ha hablado con su madre o sus tíos, ¿por qué iba a hacerlo con su marido? Su actitud mental es de una transparencia increíble. Quería ponerse en manos de un médico y, aunque se hubiera tratado de una dama amable pero en absoluto brillante de la mismísima casa real, se habría dirigido a mí exactamente como lo ha hecho.

—¿Tan respetable es?

—Hasta un tanto victoriana, mi querida Mary. Una especie de límpido y sano ángel de la mejor época victoriana.

—Detecto, sin embargo, cierta incoherencia en el personaje. Porque resulta evidente que se está escondiendo… en una pensión de mala muerte —observó la señora Warren, entregándose a sus reflexiones.

—No te puedo describir hasta qué punto. Y aún no te lo he contado todo. Quería dejar para el final el elemento que de forma concluyente le da derecho a constituirse en Caso Extraordinario. Supongo que cuando uno, o una, hace algo así es porque no le falta sentido dramático.

—Cuéntamelo todo —rogó la señora Warren interrumpiendo sus especulaciones.

—¿Qué conclusión decorosa puede uno sacar del hecho de que en la mesita hubiera una carta sellada con un imponente escudo de armas (habiéndose los ojos de uno topado accidentalmente con la misiva, uno, naturalmente, se vio obligado a hacer los mayores esfuerzos para no volver a mirar)? Como es de suponer, no pude establecer nada definitivo. Asimismo, cuando anunciaron mi inesperada llegada, observé que apartaba rápidamente la mano de los labios. Estaba besando una sortija que tenía, y, mi buena Mary, no pude dejar de fijarme, era un enorme y rutilante rubí digno de las Mil y una noches.

La señora Warren empezaba a resignarse.

—No —dijo—, no se puede extraer ninguna conclusión decorosa. Es trágico y prosaico al mismo tiempo. Habrá sido gobernanta o dama de compañía en alguna mansión. Hasta es posible que sea de buena cuna. Para ella, por otra parte, la situación debe de ser diez veces más espantosa que para una jovencita. Tiene que ser estremecedor saber que tanto tus amigas como tus enemigas dicen que no tienes excusa, porque ¿cómo alegar en tu defensa que eras demasiado joven para saber lo que hacías?

—Lo que dices bien podría ser cierto —admitió el señor Warren—, pero la verdad es que no parece que para ella sea tan estremecedor. Parece tan desgraciada como tú o como yo. Está impaciente, ansiosa, nada más, pero podría asegurar que lo está por un motivo muy concreto. Le juré lealtad eterna en el mismo momento en que la oí decir: «No quiero contratiempos… hasta después. Me da igual lo que pueda pasarme. Lo aguantaré todo, haré lo que me pida. Sólo una cosa es importante. Prometo ser una paciente excelente»; y se le llenaron los ojos de lágrimas y apretó los labios con gran decoro para que no le temblaran.

—Normalmente no se comportan así —señaló la señora Warren.

—Nunca se comportan así —aseguró su marido.

—Tal vez crea que se va a casar con ella.

El doctor Warren profirió una extraña, de tan inesperada, carcajada.

—Mi querida esposa, si la hubieras visto… Me río por lo absurdo de la situación. Con su rubí y su corona nobiliaria, instalada en una pensión de mala muerte… pero es de una impecabilidad… Ni se le pasa por la cabeza que alguien pueda dudar de su palabra. Quince años de matrimonio en South Kensington, tres niñas en edad escolar y cuatro niños en Eton no habrían cristalizado en serenidad más incuestionable. Y ahora tú dices, completamente en serio: «Tal vez crea que se va a casar con ella». No sé cuál será la situación en realidad, pero, sea cual sea, estoy totalmente seguro de que ella nunca se lo ha planteado.

—Entonces —dijo la señora Warren—, se trata del Caso más Extraordinario con el que nos hayamos topado.

—Pero le he jurado lealtad —concluyó el señor Warren—. Y ya me irá contando más adelante… —Negó con la cabeza como si dudara—. Sí, más adelante sentirá la necesidad de contarme más.

Subieron a cambiarse para la cena y el resto de la velada, que pasaron a solas, la dedicaron casi por entero a charlar del asunto.