Capítulo I

Cuando el autobús de dos peniques se detuvo, la señorita Fox-Seton, que estaba acostumbrada a subir y bajar de los autobuses de dos peniques y a abrirse paso por las embarradas calles de Londres, recogió su elegante falda a medida con pulcritud y decoro y se bajó. Una mujer cuya falda a medida tiene que durar dos o tres años aprende pronto a resguardarla de las salpicaduras y se esfuerza en que conserve la frescura de sus pliegues. En su largo y cansado paseo aquella mañana lluviosa, Emily Fox-Seton había sido muy cuidadosa y regresaba a Mortimer Street tan impecable como se había marchado. Había reflexionado mucho sobre su atuendo, y en particular sobre aquel tan fiel que ya llevaba luciendo doce meses. Las faldas habían experimentado otro de sus espantosos cambios. Al pasar por Regent Street y Bond Street, se había parado delante de los escaparates de una de esas tiendas donde puede leerse «Sastrería de señoras y confección de hábitos» y había observado los maniquíes de tersa vestimenta y delgadez sobrenatural, y en sus grandes y bonitos ojos color avellana había aparecido una mirada de angustia. Se había esforzado entonces en descubrir dónde había que colocar las costuras y, en caso de que hicieran falta, cómo ocultar los fruncidos. O tal vez hubiera que prescindir por completo de costuras y aceptar sin más un estilo sin concesiones que vedara a las mujeres honradas pero de escasos medios toda posibilidad de hacerle unos arreglos a la falda de la pasada temporada.

«Como es un marrón bastante corriente —se había dicho entre murmullos—, podría comprar un metro de tela de color parecido y, para que no se note, unir la nesga cerca de las tablas por la parte de atrás». Le habían brillado los ojos al hallar tan feliz solución. Era una mujer sencilla y normal, y poco bastaba para que se iluminase su visión de la vida y se esbozase su infantil y agradable sonrisa. Un gesto amable de cualquiera, una pequeña satisfacción o un breve consuelo, y resplandecía con cordial fruición.

Al bajar del autobús y recoger su falda marrón oscuro dispuesta a cruzar con brío el lodo de Mortimer Street hasta la casa donde vivía, tenía un aspecto radiante. No sólo era de niña su sonrisa, también lo era su semblante para su edad y tamaño. Había cumplido los treinta y cuatro y era de complexión fuerte: ancha de hombros, larga y esbelta cintura, y generosas caderas. Era grande pero no torpe, y, habiendo resuelto gracias a una energía y diligencia milagrosas el dilema de conseguir un buen conjunto al año, lo lucía tan bien, y arreglaba con tanta habilidad los que se habían pasado de moda, que siempre conseguía vestir con elegancia. Sus mejillas eran redondeadas, frescas y bonitas, y sus ojos, bonitos también y de mirada franca. Tenía una abundante melena castaña y lacia y la nariz recta y pequeña. Era distinguida y llamaba la atención, y el generoso y cordial interés que manifestaba por todo el mundo y el placer que extraía de todas las cosas de las que se puede extraer algún placer daban a sus ojos una mirada tan lozana que más parecía una muchacha demasiado crecida que una mujer madura cuya vida consistía en una batalla continua contra la más exigua de las fortunas exiguas.

Era de buena cuna y, dentro de los límites impuestos a las mujeres en sus mismas circunstancias, había recibido una buena educación. Tenía pocos parientes y ninguno con intención de echarse a las espaldas la carga de su escasez. Eran de excelente familia, pero bastante tenían con mantener a sus hijos en el ejército y la marina, y con encontrar marido para sus hijas. Cuando falleció su madre y con ella desapareció su pequeña asignación, ninguno quiso ocuparse de aquella niña alta y huesuda, si bien le explicaron la situación con toda claridad. A los dieciocho encontró trabajo de maestra en una pequeña escuela y al año siguiente de institutriz. Más tarde fue dama de lectura de una desagradable anciana de Northumberland que vivía en el campo y tenía unos parientes que la rondaban como buitres en espera de su muerte. Su casa era lo bastante lúgubre y horripilante para arrastrar a la locura de la melancolía a cualquier muchacha que no tuviera el más sano y pragmático de los temperamentos. Emily Fox-Seton, sin embargo, la soportó con infalible buen ánimo hasta que, transcurrido un tiempo, alumbró en el pecho de su señora un rayo de sentimiento. Cuando la señora Maytham murió por fin y ella se vio obligada a salir al mundo, Emily descubrió que le había legado unos cientos de libras y una carta en la que figuraban, concisamente expresados y en letra débil y abigarrada, ciertos consejos prácticos:

Vuelve a Londres. No eres lo bastante lista y no te ganarás la vida con nada importante, pero tienes tan buen carácter que resultarás útil a muchas criaturas indefensas que te pagarán una miseria por ocuparte de ellas y de asuntos que, por pereza o estupidez, son incapaces de resolver. Podrías ponerte en contacto con uno de esos periódicos de moda de segunda clase y responder a preguntas ridículas sobre pecas, papeles pintados y tareas domésticas. Ya sabes de qué hablo. Puedes redactar notas, llevar las cuentas y encargarte de las compras de esas holgazanas. Eres una criatura honrada y práctica, y tienes buenos modales. Muchas veces he pensado que posees las cualidades comunes y corrientes que tantas personas comunes y corrientes esperan del servicio. Es muy probable que una antigua criada mía que vive en Mortimer Street pueda ofrecerte un alojamiento decente y barato, y, por mí, te tratará bien. Tiene motivos para estarme agradecida. Dile que vas de mi parte y que te alquile una habitación por diez chelines a la semana.

Emily lloró de gratitud y a partir de aquel día colocó a la anciana señora Maytham en un altar por ser una benefactora tan principesca y tan santa, aunque con la inversión de lo que le había dejado en herencia sólo obtuviera veinte libras al año.

—Fue tan amable… —solía decir con sincera humildad de espíritu—. Ni siquiera soñaba que pudiera ser tan generosa. Porque yo no tenía ni la sombra de un derecho, ni la sombra.

Era su énfasis al expresar emociones sinceras lo que, por así decirlo, escribía en cursiva sus manifestaciones de alegría o aprecio.

Regresó a Londres y se presentó en casa de la antigua criada. La señora Cupp tenía en efecto motivos para recordar a su ama con gratitud. En cierta ocasión en que la juventud y un indiscreto afecto la traicionaron con resultados desastrosos, la señora Maytham la salvó de una desgracia sin paliativos y se ocupó de ella. La dama, que por aquel entonces era una mujer madura llena de vigor y muy tajante, había obligado al soldado-amante a casarse con su desesperado amor y, cuando al poco el soldado se emborrachó hasta caer muerto, instaló a la viuda en una casa de huéspedes cuya prosperidad impulsó y que permitía que tanto ella como su hija salieran adelante decentemente.

En la segunda planta de su deslucida pero respetable casa, la señora Cupp tenía una pequeña habitación que se molestó en amueblar para la amiga de su difunta señora. La convirtió en dormitorio-cuarto de estar con la ayuda de un catre que la propia Emily compró y que de día disfrazaba decorosamente de sofá cubriéndolo, a modo de colcha, con una alfombra de Como roja y azul. La única ventana daba a un patio interior pequeño y oscuro con un muro negro de hollín sobre el que gatos huesudos reptaban con sigilo o se sentaban con la mirada perdida en su triste destino. Las alfombras de Como desempeñaban una función importante en la decoración del cuarto. Sujeta a la puerta con una cinta, otra colgaba a modo de portezuela y una tercera tapaba un rincón, convirtiéndolo en el único armario de la señorita Fox-Seton. Cuando empezó a tener trabajo, la animada y ambiciosa muchacha se regaló una alfombra cuadrada Kensington de un rojo tan vivo que casi violentaba las leyes de ese estilo. Tapizó las sillas de algodón de un rojo turco también muy intenso y las adornó con volantes. Sobre los económicos visillos (ocho con once el par en Robson’s) colgó cortinas también rojas. Encontró un cojín a buen precio en las rebajas de Liberty’s y, con varias piececitas de porcelana que le costaron entre medio y dos peniques, decoró la estrecha repisa de la chimenea. Una bandeja lacada y un juego de té compuesto por taza, platillo y tetera casi le parecían suntuosos. Al cabo de una jornada de fatigoso caminar bajo la lluvia y el frío, de hacer compras para algunas clientas y de buscar modistas y criadas para otras, Emily pensaba en su dormitorio-cuarto de estar con gozosa expectación. La señora Cupp siempre tenía un buen fuego preparado en el coqueto hogar y, a la señorita Fox-Seton, cansada como estaba y ligeramente empapada de lluvia, cuando encendía la lámpara japonesa de pantalla carmesí que ella misma había confeccionado, su viva luz y el ulular de su pequeña pero oronda tetera negra se le antojaban un lujo absoluto.

La señora Cupp y Jane Cupp eran muy amables y atentas con ella. Nadie que viviera bajo su mismo techo podía dejar de apreciarla. Daba tan pocos problemas, y recibía cualquier atención con tan expresiva gratitud, que las Cupp, con quienes a veces eran tan groseros los «profesionales» que generalmente ocupaban las demás habitaciones, habían llegado a sentir gran afecto por ella. A veces, aquellos «profesionales», damas y caballeros extraordinariamente inteligentes que hacían «turnos» en los salones o interpretaban pequeños papeles en los teatros, pagaban irregularmente o se marchaban sin haber liquidado sus deudas, pero la señorita Fox-Seton abonaba el alquiler todos los sábados por la noche sin excepción, y, de hecho, las veces que la suerte le era esquiva prefería pasar hambre toda la semana antes que comprar comida en un salón de té para señoras con el dinero del alquiler.

En la honrada cabeza de las Cupp, Emily se había convertido en una especie de posesión de la que estaban orgullosas. Parecía llevar a su mustia casa de huéspedes un poco de sabor del gran mundo, ése cuyos habitantes vivían en Mayfair y poseían casas de campo donde organizaban fiestas y partidas de caza, y donde había doncellas y gobernantas que, en frías mañanas de primavera, estremecidas y rodeadas de plumas de avestruz y nubes de tul, seda y satén, esperaban en su carruaje varias horas antes de entrar en el Palacio de Buckingham y ser admitidas en la sala de audiencias. La señora Cupp sabía que la señorita Fox-Seton tenía «buenos contactos», y sabía también que tenía una tía con título, que, sin embargo, no se trataba con su sobrina. Jane Cupp compraba Modern Society y de vez en cuando tenía el placer de leerle en voz alta a su joven prometido pequeños incidentes en palacios y mansiones que lady Malfry, la tía de la señorita Fox-Seton, compartía con condes y favoritos muy afectos del príncipe de Gales. Jane sabía también que a veces la señorita Fox-Seton enviaba cartas dirigidas «A la recta y honorable condesa de tal y de cual» y que recibía respuestas lacradas con corona nobiliaria. En cierta ocasión llegó una adornada con unas hojas de fresa, acontecimiento que Jane y la señora Cupp comentaron con vivo interés al calor de un té y unas tostadas con mantequilla.

Emily Fox-Seton, sin embargo, distaba mucho de hacer profesión de grandeza. Con el tiempo había cogido cariño a las Cupp y era muy sincera con ellas al hablarles de sus contactos con personas de importancia. Una condesa había sabido por una amiga que era ella quien le había encontrado una excelente gobernanta, y le había encargado que le buscara una costurera fiable y especializada en prendas para damas jóvenes. También había sido secretaria en una organización benéfica de la cual una duquesa era mecenas. En realidad, aquellas personas sólo la tenían por una mujer de noble cuna que, por una modesta remuneración, se hacía extraordinariamente útil en incontables asuntos prácticos. Sabía más de ellas que ellas de ella y, dentro de su afectuosa admiración por quienes la trataban con humana bondad, a veces las ensalzaba al hablar con Jane o la señora Cupp y destacaba su belleza o caridad con hermosa candidez. Como es natural, algunas de esas señoras también le cogieron cariño a ella y, como era una mujer joven, guapa y de exquisitos modales, le concedían pequeñas recompensas y la invitaban al almuerzo o al té, o se la llevaban al teatro.

Gozaba de estas distracciones con tanta franqueza y gratitud que las Cupp las contaban entre sus propios placeres. Jane Cupp —que algo sabía de costura— recibía como un premio el encargo de remozar un vestido viejo o de colaborar en la confección de uno nuevo para algún festejo. A las Cupp, su alta y robusta huésped les parecía una belleza y, cuando la ayudaban a vestirse para salir de noche desnudando sus fuertes brazos y su fino cuello blanco y adornando sus gruesas trenzas con algún ornamento tembloroso y brillante, tras dejarla en un coche de caballos volvían a la cocina y hablaban de ella y se preguntaban cuándo llegaría el día en que algún caballero en busca de una mujer atractiva y elegante que sentar a la cabecera de su mesa se pusiera y pusiera su fortuna a los pies de la señorita Fox-Seton.

—En los establecimientos de fotografía de Regent Street se ven muchas damas con corona de condesa que no son ni la mitad de guapas que ella —señalaba la señora Cupp con frecuencia—. Tiene un cutis precioso y una magnífica mata de pelo, y, si quieres saber mi opinión, un par de ojos claros tan bonitos como los de cualquier dama. Y fíjate en su figura: ¡qué talle! ¡Qué cuello! Qué hermoso luciría un buen collar de perlas o de diamantes en un cuello tan recio y tan esbelto. Y, ahí donde la ves, con esa manera de ser tan cordial y tan sencilla, es dama por nacimiento. Y dulce como no hay otra. En amabilidad y buen corazón no he conocido a otra igual.

La señorita Fox-Seton tenía clientas nobles y de clase media; en realidad, estas últimas eran mucho más numerosas que las primeras, lo cual le había permitido hacer más de un favor muy provechoso para la casa de las Cupp. Había conseguido encargos de costura en Maida Vale y Bloomsbury para Jane Cupp en muchas ocasiones, y el comedor de la señora Cupp había sido ocupado durante años por un joven recomendado por ella. Apreciaba tanto los favores que estaba impaciente por hacérselos a los demás. Nunca perdía la oportunidad de ayudar a nadie en cuanto podía.

En realidad, aquella mañana cruzaba el barro tan radiante a causa del gesto amable de una de las clientas que más la apreciaba. Le gustaba el campo casi desmesuradamente y, habiendo padecido lo que llamaba «un mal invierno», aun bien entrado ya el verano no se le había presentado ninguna oportunidad de salir de la ciudad. La temperatura era desacostumbradamente elevada y en su pequeña habitación roja, que tan acogedora resultaba en los meses más fríos, no entraba, el alto muro lo impedía, ni una pizca de aire. De cuando en cuando se echaba en el catre y respiraba con dificultad y tenía la sensación de que, si todos los ómnibus particulares se marchaban cargados de criados y baúles, petardeando y depositando su carga en las estaciones de la ciudad, la urbe se quedaría desierta. Todas las personas a quienes conocía se habrían marchado. En agosto, Mortimer Street se volvía muy melancólica.

Pero lo cierto era que lady Maria la había invitado a Mallowe. Cuánta suerte la suya, ¡qué amabilidad tan extraordinaria la de la gran dama!

No sabía por qué lady Maria pensaba que podría entretenerla, ni qué podía apreciar en ella una mujer tan mayor, perspicaz y con tanta experiencia. Lady Maria Bayne era la anciana más inteligente, astuta y mordaz de Londres. Conocía a todo el mundo y había tenido todo tipo de experiencias (en su juventud, algunas que la sociedad no consideraba precisamente apropiadas). Cierto duque real la encontró encantadora, y corrieron habladurías muy feas. Pero lady Maria no se dejó amilanar. También ella sabía replicar con comentarios desagradables y, como los sazonaba con ingenio, la gente solía escucharlos y luego contarlos.

La primera tarea de Emily Fox-Seton consistió en redactar notas durante una hora todas las mañanas. Cursaba, declinaba y aceptaba invitaciones, y rechazaba actos benéficos y a personas aburridas. Escribía con letra elegante y suelta, y tenía una comprensión y un conocimiento de las cosas muy pragmáticos. Lady Maria empezó a depender de ella y comprobó que podía encargarle recados. La dependencia se amplió a otras muchas facetas. En consecuencia, Emily acudía a South Audley Street con frecuencia. En cierta ocasión lady Maria enfermó de pronto y se asustó terriblemente. Emily era para ella un consuelo tan grande que la conservó a su lado tres semanas.

—Es una criatura tan animada y tan completamente libre de vicios que es todo un alivio —comentaría después la señora a su sobrino—. Demasiadas mujeres parecen gatitas afectadas. Ella sale de compras y trae un frasco de pastillas o un emplaste para los poros, pero, al mismo tiempo, tiene la simplicidad y la falta de resentimiento y envidia naturales en una princesa.

Así, de vez en cuando, Emily se ponía su mejor vestido y su más elaborado sombrero e iba a South Audley Street a tomar el té (en ocasiones se dirigía previamente en autobús a un remoto rincón de la City para comprar algún té especial del que se empezaba a hablar). Conocía a personas muy inteligentes y, rara vez, a algunas estúpidas. Lady Maria se había envuelto en una franca y perfecta armadura de egoísmo jovial que había sido capaz de quemar el aburrimiento en la hoguera.

—No pienso recibir a ninguna persona aburrida —decía—. Para aburrida, yo misma.

Cuando Emily Fox-Seton se dirigió a su casa la mañana que comienza esta historia, la encontró consultando su libro de visitas y escribiendo listas.

—Estoy preparando grupos para Mallowe —dijo. Estaba enfadada—. ¡Qué fatiga! Quieres juntar a determinadas personas, y siempre tienen compromisos en la otra punta del planeta. Y luego se descubren ciertos asuntos de alguna gente y no la puedes invitar hasta que no caen en el olvido. ¡Esos ridículos Dexter! Eran la pareja más encantadora del mundo: guapos los dos y preparados para coquetear con cualquiera, pero… Supongo que coquetearon demasiado. ¡Dios mío! Si no puedes con un escándalo sin que se sepa, pues huye de los escándalos. Ven a ayudarme, Emily.

Emily se sentó a su lado.

—Verás, es mi fiesta de primeros de agosto —dijo la señora, rascando su delicada, pequeña y vieja nariz con el lápiz— y va a venir Walderhurst. Siempre me divierte que venga. En cuanto entra por la puerta un hombre como él, las mujeres empiezan a retozar y a dar vueltas, y palidecen. Y luego están las que intentan sacar algún tema de conversación interesante para captar su atención. Todas creen que se va a casar con ellas. Si fuera mormón, tendríamos marquesas de Walderhurst de todas las formas y tamaños.

—Supongo —intervino Emily— que estaba muy enamorado de su primera mujer y no se volverá a casar.

—No estaba más enamorado de ella que de su sirvienta. Era consciente de que debía casarse y le parecía un engorro. Yo creo que ahora, como la chica murió, cree que volver a contraer matrimonio es un deber. Pero odia la idea. Es un aburrido y no soporta que las mujeres quieran que las corteje y revoloteen a su alrededor.

Hojearon el libro de visitas y, con la mayor seriedad, se ocuparon de las fechas y las personas. Antes de que Emily se marchara, la lista de invitados estaba completa y las invitaciones, redactadas. Cuando ya se había levantado y se estaba abrochando el abrigo, lady Maria hizo su proposición.

—Emily —le dijo—, me gustaría que vinieras a Mallowe el día 2. Quiero que me ayudes con todos y no quiero que me aburran ni se aburran. Aunque que se aburran no me preocupa tanto como que me aburran a mí. Deseo retirarme cuando me plazca y echarme la siesta a la hora que me apetezca. No pienso ser la diversión de nadie. Tú, en cambio, puedes llevártelos a comprar cositas y a visitar campanarios. Espero que vengas.

Emily Fox-Seton se sonrojó ligeramente y abrió mucho sus chispeantes ojos.

—Oh, lady Maria, qué buena es usted —dijo—. Ya sabe que me encantaría ir. He oído hablar tanto de Mallowe. Todos dicen que es precioso y que no hay en Inglaterra unos jardines más bonitos.

—Son bonitos, sí. A mi marido le volvían loco las rosas. El tren que más te conviene es el que sale a las dos y media de Paddington. Llegarás a la casa justo a tiempo para tomar el té en el jardín.

Emily habría dado un beso a lady Maria si la relación que existía entre ellas hubiera dado pie a demostraciones de cariño. Y también habría besado a Bibsworth, el mayordomo, cuando en la cena se colocó a su lado para, inclinándose con elegancia, ofrecerle vino.

—¿Jerez u oporto, señorita?

Pero Bibsworth no se habría quedado menos atónito que lady Maria y, sin duda, habría muerto allí mismo de repugnancia y horror.

Se sentía tan feliz cuando paró con un ademán el autobús de dos peniques, que al subir su semblante resplandecía con esa dicha que añade frescura y atractivo a todas las mujeres. ¡Y pensar que ella era el objeto de tan buena suerte! ¡Y pensar que saldría de su pequeño cuarto para visitar como invitada una de las mansiones más bellas de Inglaterra! ¡Qué delicioso sería vivir unos días y de manera tan natural la vida que las personas afortunadas vivían año tras año, formar parte de aquel hermoso orden y de su encanto y dignidad! ¡Dormir en una habitación maravillosa, que por las mañanas la despertase una doncella perfecta, tomar el té de la mañana en una taza de porcelana y escuchar, mientras lo bebía, el trino de los pájaros en los árboles del jardín! Apreciaba con sinceridad los placeres materiales más sencillos, así que pensar en lucir todos los días sus prendas más bonitas y en cambiarse para la cena le parecía delicioso. Disfrutaba de la vida mucho más que otras personas, pero no era consciente de ello.

Abrió la puerta de la casa de Mortimer Street, que siempre estaba cerrada con llave, y subió. Casi no sentía el calor, que era húmedo y sofocante. En las escaleras se cruzó con Jane, que bajaba, y le dirigió una alegre sonrisa.

—Jane —le dijo—, si no estás ocupada, me gustaría hablar contigo un momento. ¿Puedes subir a mi habitación?

—Sí, señorita —respondió Jane con la actitud respetuosa de siempre, la de una criada con su señora. Su mayor ambición era convertirse algún día en doncella de una gran dama y estaba secretamente convencida de que nada podía prepararla mejor que su relación con la señorita Fox-Seton. Cuando ésta salía, le pedía que le dejara ayudarla a vestirse, y «hacerle» el peinado era un gran privilegio.

Ayudó a Emily a quitarse el vestido de calle y dobló con cuidado el velo y los guantes. Se arrodilló delante de ella en cuanto vio que se sentaba y le quitó las botas embarradas.

—Oh, gracias, Jane —dijo Emily, marcando sus palabras con la habitual cursiva—. Eres muy amable. Estoy cansada, muy cansada. Pero me ha pasado algo muy bonito. He recibido una bonita invitación para la primera semana de agosto.

—Estoy segura de que va a disfrutar mucho, señorita —comentó Jane—. En agosto hace tanto calor…

—Lady Maria Bayne ha tenido la amabilidad de invitarme a Mallowe Court —explicó Emily, y sonrió al mirar la zapatilla barata que Jane colocaba en su largo y bien formado pie. Era una mujer a gran escala, y, aunque bien formado, su pie no era como el de Cenicienta precisamente.

—¡Oh, señorita! —exclamó Jane—. ¡Qué alegría! El otro día hablaban de Mallowe en Modern Society y decían que es precioso, y que las fiestas que ofrece la condesa son elegantes y maravillosas. Era un párrafo dedicado al marqués de Walderhurst.

—Es primo de lady Maria —aclaró Emily—. Coincidiré con él en Mallowe.

Era una mujer sociable, pero llevaba una vida tan aislada y privada de compañía que sus sencillas y breves conversaciones con Jane y la señora Cupp le agradaban enormemente. Las Cupp no eran ni chismosas ni entrometidas. De hecho, las tenía por amigas. Recordó que en cierta ocasión estuvo una semana seguida enferma y de pronto se dio cuenta de que no tenía ninguna amiga íntima, ningún pariente de confianza, y de que, si moría, los de la señora Cupp y Jane serían los últimos rostros que vería. Aquella noche derramó unas lágrimas, pero luego se dijo que ideas tan lúgubres sólo podían ser producto de la fiebre y la debilidad.

—Por eso quería hablar contigo, Jane, a propósito de esa invitación —explicó—. Verás, vamos a tener que inventarnos algunos vestidos.

—Desde luego, señorita. Es una suerte que podamos aprovechar las rebajas de verano, ¿verdad? Ayer vi unas prendas de lino de varios colores preciosas. Son muy baratas, y elegantes para el campo. Y tiene usted el Tussore nuevo de cuello azul y banda en la cintura, que tanto le favorece.

—He de decir que un Tussore siempre parece recién estrenado —comentó Emily—. Y he visto un gorrito de paja muy suave y precioso por tres con once. Con una gasa azul y el ala que le añadamos, quedará muy bien.

Era sumamente hábil y obtenía resultados excelentes con un ala y un trozo de gasa, o con unos metros de lino o muselina y algún retal de seda comprado en las rebajas. Pasó con Jane una tarde feliz de atenta y congraciada contemplación de los recursos de su limitado guardarropa. Descubrieron que la falda podía arreglarse, y que, con la adición de cuello, solapas y un volante de seda coloreada, parecería nueva. Un vestido de noche negro, que una de sus clientas había tenido la amabilidad de regalarle el año anterior, se podía reformar y modificar fácilmente. A su lozano rostro y a sus hombros anchos y blancos les sentaba particularmente bien el negro. Tenía un vestido blanco que podía mandar limpiar y uno viejo rosa demasiado ancho con el que, combinado con encaje, podría hacer maravillas.

—De hecho, creo que voy bien servida de trajes de noche —comentó Emily—. Nadie espera que me cambie todos los días. Todo el mundo sabrá… Si se fijan.

No se daba cuenta de que era humilde y angelical y se contentaba con poco. En realidad, no le interesaba la contemplación de sus propias virtudes, sino admirar las cualidades de los demás. Había que proporcionar a Emily Fox-Seton comida y alojamiento, y guardarropa suficiente para que diera buena imagen ante sus conocidas de mayor fortuna. Había trabajado mucho para alcanzar tan modestos objetivos y estaba muy satisfecha. Encontró en las tiendas con rebajas de verano dos vestidos de algodón que, gracias a su estatura y a su larga y fina cintura, podía lucir con cierta elegancia. Un sombrero marinero con una cinta y una pluma colocadas con buen gusto, fruslerías para colgarse al cuello, un lazo, un pañuelo de seda de atrevido nudo y un par de guantes nuevos, y se sintió suficientemente equipada.

En su última expedición a las rebajas se topó con un bonito traje de chaqueta de tafetán blanco que consiguió comprar para Jane. Tuvo que contar lo que llevaba en el monedero muy cuidadosamente y posponer la adquisición de un paraguas que le había gustado, pero lo hizo con gusto. Si hubiera sido rica, habría comprado regalos para todos sus conocidos y, en realidad, era un lujo para ella poder hacer algo por las Cupp, porque tenía la sensación de que siempre recibía de ellas más de lo que en justicia le correspondía por lo que les estaba pagando. El cuidado con que se ocupaban de su pequeño cuarto, el té recién hecho que siempre tenían preparado cuando llegaba, el puñado de narcisos que a veces colocaban en su mesita, gestos amables que agradecía enormemente.

—Estoy en deuda contigo, Jane —le dijo al subir al coche de caballos de la decisiva jornada en que partió rumbo a Mallowe—. No sé qué habría hecho sin ti. Me siento muy elegante con este vestido ahora que lo has arreglado. Si la doncella de lady Maria la deja alguna vez, estoy segura de que puedo recomendarte para que ocupes su puesto.