Capítulo IV

Los Osborn estaban desayunando en su nada acogedor cuarto de estar de Duke Street cuando llegó la carta de lady Walderhurst. Las tostadas estaban duras y quemadas, los huevos eran de los de «18 por un chelín», según la etiqueta de las tiendas, y el piso olía a arenque ahumado. El capitán Osborn estaba revisando la factura que la casera les entregaba todas las semanas cuando Hester abrió el sobre estampado con una corona de marquesado (cada vez que escribía una carta y veía la corona, Emily se sonrojaba ligeramente con la sensación de que debía despertar del sueño cuanto antes). Tampoco la señora Osborn parecía demasiado contenta. Estaba enferma, nerviosa e irritable y, de hecho, había estado llorando, deseando morirse, lo cual había creado una situación muy incómoda con su marido, que no estaba de humor para extremar su paciencia.

—Carta de la marquesa —dijo Hester con desdén.

—Yo no he recibido ninguna del marqués —respondió el capitán con mayor desprecio aún—. ¡Podría haberse dignado responder! ¡Qué frío es!

Hester leyó la carta. Al volver la primera página le cambió el semblante. Como ya hemos sugerido, los métodos epistolares de lady Walderhurst no eran ni brillantes ni literarios. Pese a todo, la señora Osborn parecía complacida con lo que leía. Al llegar a cierta frase puso una expresión de asombro y extrañeza que más tarde se convirtió en una de alivio.

—Sólo puedo decir que me parece un gesto muy decente por su parte —exclamó por fin—, ¡muy decente!

Alec Osborn levantó la vista, y torció el gesto.

—No veo ningún cheque —observó—. Eso sí sería decente. Y es lo que más necesitamos ahora que esa maldita mujer no deja de mandarnos facturas como ésta por sus condenados cuartuchos y por la comida de tercera clase con que tenemos que alimentarnos.

—Esto es mejor que un cheque. Nos ofrece algo que ningún cheque podría pagar: nos prestan una antigua y preciosa casa en la que vivir durante nuestra estancia en Inglaterra.

—¡Cómo! ¿Dónde?

—Cerca de Palstrey Manor, donde ellos se alojan.

—¡Cerca de Palstrey! ¿Cómo de cerca? —Estaba repanchingado en la silla, pero al oír la noticia se incorporó y apoyó los brazos en la mesa. Estaba ansioso.

—No lo dice —respondió Hester refiriéndose otra vez a la carta—. Parece una casa antigua. Se llama la «Granja de los Perros». ¿Has estado en Palstrey?

—No como invitado. —Por lo general, el capitán Osborn era sardónico al hablar de todo lo que tenía que ver con Walderhurst—. Pero en cierta ocasión estuve en el pueblo más cercano y me acerqué. ¡Dios Santo! —con un respingo—. A ver si es una casa antigua y rara por la que pasé una vez y en la que me detuve a echar un vistazo. Espero que lo sea.

—¿Por qué?

—Está lo bastante cerca de Palstrey. Puede sernos muy conveniente.

—¿Crees —vacilante— que los veremos mucho?

—Sí, si sabemos manejar la situación. A ella le gustas y es de esas mujeres a quienes les gusta trabar amistad con otra mujer y ocuparse de ella, particularmente si esta mujer está delicada y puede mostrarse sentimental con ella.

Hester empujaba unas migas en el mantel con el cuchillo. Un débil rubor coloreó sus mejillas.

—No pienso aprovecharme de las circunstancias —dijo con tristeza y hosquedad—. No lo voy a hacer.

No era una mujer fácil de manejar y más de una vez el capitán había tenido motivos para reconocer su maligna obstinación. En esos momentos, su mirada lo asustaba. Era indispensable que se apaciguara. Como era una muchacha afectuosa y él no lo era en absoluto, sabía bien lo que tenía que hacer.

Se levantó y se acercó a ella. Se sentó a su lado y la rodeó por los hombros.

—Tranquila, pequeña —dijo—. Y, por Dios, no te lo tomes así, no creas que no entiendo cómo te sientes.

—No creo que tengas la menor idea de cómo me siento —replicó Hester apretando sus blancos dientes, con un aspecto de nativa desconocido para Osborn. No contribuía a que sintiera más afecto por ella que ciertos estados de ánimo acentuaran los rasgos indios de su belleza hasta el punto de recordarle indeseables acontecimientos del pasado.

—Pues lo sé, claro que lo sé —se quejó, sosteniendo su mano y tratando de que lo mirase—. Una mujer como tú no puede evitar ciertos sentimientos. Por ese motivo precisamente no debes renunciar a tu orgullo. Dios sabe que tienes agallas… y que en estas circunstancias me tienes que apoyar. ¿Qué iba a ser de mí, Dios mío, si no lo hicieras? —Eran tantos, en efecto, los apuros que estaba teniendo en su vida que el matiz de emoción de su voz no era ni mucho menos fingido—. ¡Dios mío! ¿Qué iba a ser de todos nosotros si no lo hicieras?

Hester levantó la vista y miró a su marido. Tenía los nervios a flor de piel y era consciente de que podía echarse a llorar en cualquier momento.

—¿Hay cosas peores de las que me has contado? —dijo con la voz entrecortada.

—Sí, cosas peores… tanto que no sería justo preocuparte con ellas. No quiero que te atormentes. Yo era un idiota antes de conocerte y empezar a sentar la cabeza. Empiezan a saberse cosas que no habrían salido a la luz si Walderhurst no se hubiera casado. ¡Malditos sean todos! Y él… él tendría que hacer por mí lo único decente. Le debe algo al hombre que, después de todo, puede calzarse sus zapatos.

Hester volvió a levantar sus insinuantes ojos.

—Ya no tienes muchas posibilidades —dijo—. Es una mujer sana y fuerte.

Osborn se levantó de un salto y se paseó por la habitación impulsado por un espasmo de rabia e impotencia. Chasqueó los dientes como un perro.

—¡Maldita sea ella también! —exclamó—. Enorme, lozana y redomada bruta. ¿Por qué ha tenido que entrometerse? De todos los males que pueden cernirse sobre un hombre, el peor es nacer en el lugar y las circunstancias en que he nacido yo. Saber toda tu vida que no estás más que a un tiro de piedra del rango, la riqueza y el esplendor, y tener que vivir mirándolo todo como un extraño. Por eso, te doy mi palabra, me he sentido siempre un extraño. Durante años y al menos una vez al mes se me ha repetido el mismo sueño: abro una carta y me entero de que ha muerto; o aparece un hombre en mi cuarto o en la calle y de pronto me dice: «¡Walderhurst murió anoche! ¡Walderhurst murió anoche!». Siempre se repiten las mismas palabras: «¡Walderhurst murió anoche!». Y me despierto temblando y con un sudor frío por la inmensa suerte que por fin me ha sonreído.

Hester profirió un débil grito, como el de una lechuza, y apoyó la cabeza en los brazos, que tenía sobre la mesa, entre tazas y platos.

—¡Tendrán un hijo! ¡Tendrán un hijo! —dijo, sollozando—. Y entonces dará lo mismo que muera o no.

Osborn gruñó entre dientes.

—Nuestro hijo podría haberlo heredado todo, ¡todo! ¡Maldita sea, maldita sea!

—Ya no… ya no. Aunque sobreviva y nazca sano —dijo Hester entre lamentos y aferrando el raído mantel con sus pequeñas y delgadas manos.

Era difícil para ella. Había tenido un millar de sueños febriles de los que su marido nada sabía. Había pasado en vela muchas horas, tendida en la cama, en medio de la oscuridad, con los ojos abiertos de par en par, sumida en lo más profundo de su alma, imaginando el espectáculo esplendoroso del que formaría parte, consuelo de pasadas miserias, magnífica venganza de antiguas ofensas de la que gozaría cuando oyera las palabras que Osborn acababa de pronunciar: «¡Walderhurst murió anoche!». ¡Ay, si la fortuna los hubiera ayudado! ¡Si los conjuros que en secreto había aprendido de su aya hubieran surtido efecto! ¡Ay, si los hubiera preparado como debía, como hacían las nativas! En cierta ocasión urdió uno que, según le había jurado Amira, el aya, no fallaba jamás. Tardó diez semanas en completarlo tras conocer en secreto la historia de un hombre sobre quien sí había actuado. Se enteró en parte por algunas insinuaciones veladas que había ido desentrañando con su conocimiento aproximado de lo sucedido y en parte gracias a una atenta vigilancia. Aquel hombre había muerto. Había muerto. Con sus propios ojos lo había visto enfermar y más tarde había tenido noticia de las fiebres, los dolores y, por último, del deceso. ¡Había muerto! Lo había sabido y había probado el mismo conjuro con absoluto sigilo. Y a la quinta semana, e igual que le sucedió al nativo muerto, se enteró de que Walderhurst se había puesto enfermo. Vinieron luego cuatro semanas de incertidumbre, horror y alegría. Pero Walderhurst no murió a la décima. A la décima, los Osborn supieron que había viajado a Tánger con un grupo de notables y que se había curado totalmente de su «ligera» indisposición y gozaba de una salud de hierro y un ánimo admirable.

Su marido nada supo de su obsesión. No se habría atrevido a confesársela. Había muchas cosas que no le contaba. Él solía reírse de sus historias de nativos y ciencias ocultas, aunque, como muchos extranjeros, había sido testigo de acontecimientos inexplicables. Osborn, sin embargo, los observaba con desprecio y presuponía en las personas que realizaban actos mágicos una agilidad, destreza y saber universal a los que achacaba el aspecto portentoso de todo lo oculto. Le desagradaba que su mujer afirmara creer en «trucos de nativos», como él los llamaba. Que una mujer fuera tan crédula, afirmaba, la hacía parecer tonta.

Los últimos meses Hester había vivido atormentada por otra fiebre distinta. Había despertado a sentimientos nuevos. Había pensado en cosas en las que nunca había reparado. Tener hijos nunca le había preocupado ni jamás había sospechado que pudiera tener instinto maternal. Pero la naturaleza había obrado un cambio en ella. Ciertas cosas empezaron a interesarle más que otras. Daba menos importancia al estado de ánimo de Osborn y le plantaba cara con más facilidad. Desafiarlo empezó a gustarle y él empezó a temer sus arrebatos. Habían organizado escenas terribles y en ellas Hester respondía con furia a amenazas que antes la acobardaban. Cierto día le había hablado, con la grosera ligereza de un bruto irritable, del acontecimiento doméstico que ya se avecinaba. Y él nunca decía dos veces la misma cosa.

Hester se puso en pie de pronto y lo amenazó. Tanto aproximó el puño a su cara que Osborn se asustó.

—¡No digas una palabra! —exclamó—. ¡No te atrevas… no te atrevas! Te lo digo en serio, apártate si no quieres acabar muerto.

En aquella demostración de furia, Osborn observó a su mujer bajo una luz enteramente nueva e hizo algunos descubrimientos. Lucharía por su cachorro como una tigresa lucha por los suyos. Alimentaba una pasión secreta de la cual él no sabía nada. Ni por un instante había sospechado que la albergara. Nunca le pareció de ese tipo de mujeres. Siempre le habían preocupado su apariencia, la relevancia social y el favor del mundo, pero no los sentimientos.

La mañana que llegó la carta de lady Walderhurst, la vio sollozar, agarrar con desesperación el mantel, y reflexionó. Se paseó arriba y abajo, meditabundo. Tenía que pensar en muchas cosas.

—También podemos aceptar su invitación sin más —dijo—. Arrástrate todo lo que puedas. Cuanto más, mejor. A ellos les gusta.