Capítulo VII
Alec Osborn salió con frecuencia a montar aquellos días. También salió con frecuencia a pasear, unas veces escopeta al hombro y seguido por un guarda, otras solo. Apenas dejó sin pisar un metro cuadrado de las tierras de Palstrey. Se sabía la finca de memoria: sus bosques, granjas y páramos. Un morboso y secreto interés por sus bellezas y recursos lo dominaba. Cuando se topaba con ellos, no podía resistir la tentación de hacer a guardas y granjeros preguntas en apariencia sin importancia. Conseguía dar a sus pesquisas un aire casual, pero era consciente de que las motivaba una curiosidad febril, y de que había adquirido el insistente hábito de hacer planes sobre aquellas tierras. Se decía: «Si fueran mías, cambiaría esto o aquello. Si las tuviera en propiedad, modificaría esto y lo de más allá. Despediría a este guarda, dejaría esa granja en manos de aquel lugareño». Se paseaba entre los brezales alimentando tales ideas y conociendo la satisfacción que tener autoridad para acometer los cambios podría suponer para un hombre como él, que tenía una vanidad que no se saciaba jamás, vivas ansias de poder y deseos de vivir al aire libre.
«¡Si estas tierras fueran mías! ¡Si fueran mías! —se decía—. ¡Maldita sea! ¡Si fueran mías!».
Y había lugares igual de magníficos, lugares incluso mejores que aún no conocía —Oswyth, Hurst y Towers— y que también pertenecían a Walderhurst, a ese respetable y viejo canalla. Así resumía el carácter de su pariente. En cuanto a él, era joven, fuerte y con las venas henchidas por el deseo inagotable de llevar una vida gozosa y exultante. Pensar en la sudorosa, esforzada y jadeante existencia en la India le resultaba doloroso. Y no obstante se cernía en el horizonte, cada vez más próxima a medida que transcurrían los celestiales días de Inglaterra. No quedaba más remedio que regresar; regresar y meter otra vez la cabeza en el grillete, y sudar y tragar bilis hasta que todo acabara. No ambicionaba nada en su profesión. Con aborrecimiento se daba cuenta en aquellos días de que siempre había estado esperando… esperando.
Empezó a observar con inquietud a la mujer grandona y de semblante luminoso que revoloteaba en torno a Hester haciéndole favores. Desprendía lozanía, pero era tonta, sobre todo en lo que respectaba a Walderhurst. Había que ver cómo le brillaba la cara cuando recibía noticias del señor marqués.
Se le había metido en la cabeza un sentimental capricho de colegiala y en ausencia de su marido se había propuesto aprender a montar. Ya lo había intentado antes de su partida. De hecho, hablaron del asunto y él le regaló una yegua joven, preciosa y dócil. Era tan buena como ella era guapa. Y Osborn, que era célebre por su destreza montando, se había comprometido a darle lecciones.
A los pocos días de volver de Londres Emily invitó a los Osborn a comer a Palstrey. Durante la comida sacó el tema.
—Si tiene tiempo que dedicarme, me gustaría empezar cuanto antes —dijo—. Quisiera poder salir de paseo con mi marido en cuanto vuelva. ¿Tardaré en aprender? ¿Qué opina? Para montar bien, tendría, tal vez, que ser un poco más ligera.
—Estoy seguro de que acabará montando estupendamente —respondió Osborn—. Tiene aspecto de montar bien.
—¿Eso cree? ¡Qué amable es usted al darme tantos ánimos! ¿Cuándo empezamos?
La perspectiva era agradable y emocionante. En realidad, albergaba deliciosas e inocentes fantasías en las que se imaginaba como compañera ecuestre de Walderhurst. Tal vez si aprendía a sujetarse bien en la silla y a dominar el caballo, Walderhurst se sintiera satisfecho y, mientras cabalgaban a la par, se volviera a mirarla con esa aprobación e incipiente calidez que con tanto y secreto júbilo colmaba su espíritu.
—¿Cuándo me puede dar la primera clase? —preguntó con impaciencia al capitán Osborn, a quien un criado servía una copa de vino.
—En cuanto saque a la yegua a pasear un par de veces —respondió él—. Quiero conocerla bien. No dejaré que la monte hasta que no me sepa de memoria sus vicios y querencias.
Salieron a los establos después de comer para ver a la yegua, que tenía una cuadra para ella sola. Era un animal excelente, y parecía dócil como una niña.
El capitán Osborn hizo varias preguntas al mozo de caballos. La yegua tenía una fama excelente pero, antes de que lady Walderhurst la montara, había que llevarla unos días a los establos de la Granja de los Perros.
—Habrá que extremar las precauciones —le dijo Osborn a su mujer esa noche—. Si algo saliera mal, nos costaría muy caro.
Fue a buscar la yegua a la mañana siguiente. Era una baya muy lustrosa y se llamaba Faustina.
Por la tarde, la sacó a pasear. La llevó muy lejos y quiso conocer todas sus mañas antes de regresar. Era viva como un gato y mansa como una paloma. Habría sido imposible encontrar un caballo más dócil y seguro. Superó todos los obstáculos, ni siquiera la inesperada aparición de una máquina que estaba arreglando el camino la perturbó perceptiblemente.
—¿Se porta bien? —se interesó Hester a la hora de cenar.
—Eso parece —respondió Osborn—, pero quiero volver a sacarla un par de veces.
La sacó más veces y sólo tenía elogios para ella. Pero las lecciones de monta tardaban en comenzar. En realidad y por varias razones, el capitán estaba sombrío y poco sociable, sin el menor deseo de cumplir su compromiso. Adujo diversas excusas para posponer las clases y salía a montar a Faustina casi a diario.
Hester, sin embargo, tenía la impresión de que su marido no disfrutaba de sus paseos. Solía regresar con mirada lúgubre y resentida, como si sus pensamientos no fueran una compañía agradable. Lo acosaban ideas por las que no exactamente quería ser acosado, ideas que lo llevaban más lejos de lo que quería ir y que no lo predisponían a compartir su tiempo con lady Walderhurst. Eran esas ideas las que lo guiaban en sus largas cabalgadas y fue una de ellas la que una mañana le impulsó, al pasar por unas piedras amontonadas en las obras del camino, a espolear a Faustina y golpearla con la fusta. Atónito, el joven animal se apartó de un salto, levantando las cuatro patas del suelo. No comprendía, y para un caballo, lo que no comprende es signo de alarma. Se quedó más perplejo aún y también se asustó más cuando, al pasar por otro montón de piedras, Osborn lo espoleó de nuevo. ¿Qué significaban aquellos pinchazos? ¿Debía sortear las piedras, saltar al verlas, qué tenía que hacer? Ladeó la cabeza delicadamente y resopló. El camino estaba a cierta distancia de Palstrey y era poco frecuentado. No se veía a nadie. Osborn se aseguró de que, en efecto, nadie los miraba. Ante él se extendía un largo trecho jalonado de montones de piedras a intervalos regulares. Había tomado un whisky con soda en la última posada que había encontrado, pero se le había subido a la cabeza; más bien estaba furioso. Espoleó a la yegua otra vez, con la intención de hacer algunos experimentos.
—Alec está decidido a que Faustina no te dé un disgusto —le dijo Hester a Emily—. La saca todos los días.
—Qué amable por su parte —respondió Emily.
Hester advirtió que estaba un poco nerviosa y se preguntó por qué. No había dicho nada de las lecciones de monta. De hecho, parecía menos impaciente, como si hubiera perdido interés. Primero fue Alec quien las pospuso, ahora era ella. Siempre había algún inconveniente.
—Esa yegua es más segura que un lecho de plumas —le dijo Osborn una tarde a la marquesa mientras tomaban el té en el jardín de Palstrey—. Sería bueno que empezara con las lecciones ya si quiere aprender algo antes del regreso de lord Walderhurst. Por cierto, ¿sabe cuándo volverá? ¿Ha tenido noticias suyas?
Emily creía que el regreso se demoraría más tiempo del esperado. Al parecer, era lo normal cuando se trataba de asuntos diplomáticos. Walderhurt estaba molesto, pero no podía hacer nada. Emily parecía cansada y estaba más pálida de lo normal.
—Mañana voy a Londres —dijo—. Podemos empezar las lecciones a mi vuelta.
—¿Está preocupada por algo? —le preguntó Hester cuando se disponía a regresar a la Granja de los Perros.
—No, no —dijo Emily—. Es sólo que…
—¿Es sólo…?
—Desearía… que no estuviera tan lejos.
Hester le dirigió una mirada pensativa. A Emily le temblaban ligeramente las mejillas.
—Jamás había visto a una mujer tan prendada de un hombre —dijo la señora Osborn.
Emily se quedó inmóvil y guardó silencio. Poco a poco, los ojos se le fueron llenando de lágrimas. Nunca había sido capaz de expresar lo que sentía por Walderhurst. Su afecto era mudo, primario e inmenso.
Aquella tarde estuvo mucho tiempo sentada junto a la ventana abierta. Apoyó la barbilla en la mano y se quedó mirando al cielo, de un azul intenso y salpicado de un diamantino polvo de estrellas. Era como si fuera la primera vez que veía aquella miríada de astros. Se sentía trémula y elevada, a distancia de todos los asuntos mundanos. Había pasado dos semanas en un torbellino de asombro, pavor, esperanza y miedo. No era de extrañar que se hubiera puesto pálida y que en su semblante se dibujara una inquieta añoranza. El mundo estaba repleto de maravillas y al parecer ella, Emily Fox-Seton, no, Emily Walderhurst, las tenía a su alcance.
Juntó las manos y se asomó a la noche volviendo el rostro al cielo. Unas lágrimas enormes resbalaron por sus mejillas. Un observador científico tal vez habría argumentado que sufría un ataque de histeria, pero, con razón o sin ella, no habría podido demostrarlo. Lo cierto es que Emily no intentó contener el llanto, porque ni siquiera sabía que estaba llorando. Empezó a rezar e invocó a Dios como si fuera una niña.
—Padre nuestro que estás en los Cielos… Padre nuestro que estás en los Cielos, santificado sea Tu nombre —murmuró, implorando.
Terminó la oración y volvió a empezar. La repitió tres o cuatro veces y al pedir el pan de cada día y el perdón de los pecados manifestó lo que, por su parquedad en la expresión de las emociones, no habría sido capaz de decir con palabras. Bajo la oscura bóveda del cielo en ningún lugar se oyó aquella noche elevar a lo Desconocido una oración más humildemente intensa, más suplicante en su gratitud que la de su susurro final:
—Porque Tuyo es el reino, el poder y la gloria, por los siglos de los siglos… Amén. Amén.
Cuando se apartó de la ventana y se volvió hacia la habitación, Jane Cupp, que estaba ocupada en los preparativos del viaje del día siguiente y entraba con un vestido sobre el brazo, contuvo un suspiro al verla.
—Espero que se encuentre bien, milady —dijo.
—Me encuentro bien —respondió lady Walderhurst—, creo que me encuentro muy bien, Jane. ¿Tendrás todo listo para el tren de primera hora de la mañana?
—Sí, milady, naturalmente.
—Estaba pensando —sugirió con suavidad, como si acabara de despertar de un sueño— que, si tu tío no la quisiera tanto, sería maravilloso tener aquí a tu madre con nosotras. Tiene mucha experiencia y es muy buena. Nunca olvidaré lo buena que fue conmigo cuando vivía en aquella habitacioncita de Mortimer Street.
—¡Oh, milady, fue usted la que fue buena con nosotras! —dijo Jane, con emoción.
Después recordaría con lágrimas que en ese mismo instante su señora se acercó a ella y le cogió la mano con «su maravillosa mirada llena de bondad», como la propia Jane decía, y que siempre le ponía un nudo en la garganta.
—Pero siempre conté con vosotras —dijo Emily—. Siempre pude contar con vosotras, en cualquier circunstancia.
—¡Oh, milady! —repitió Jane llorando—. Me consuela tanto creer que es verdad. Daría la vida por usted, señora. Puede creerme.
Emily se sentó. Estaba triste y su rostro así lo denotaba, pero sonrió.
—Sí —dijo. Jane advirtió que el tono volvía a ser reflexivo y que no se dirigía exactamente a ella—, es como si siempre estuviéramos dispuestos a dar la vida por la persona que amamos. Y casi se diría que sería para nosotras poca cosa, ¿verdad?