Capítulo V
Después de tomar el primer té de la mañana, Emily Fox-Seton se recostó en los cojines de la cama y contempló las tres ramas que se veían desde su ventana en estado de dicha. Estaba cansada pero feliz. ¡Qué bien había salido todo! ¡Qué satisfecha había quedado lady Maria y qué amable lord Walderhurst al pedir a los habitantes del pueblo tres hurras por ella! Nunca había soñado nada semejante. Estas atenciones nadie se las dispensaba. Con su infantil sonrisa, se sonrojó al recordar. Su impresión del mundo era que las personas son realmente buenas por norma. Al menos con ella siempre lo eran, pensó, y no se le ocurrió que, si no hubiera desempeñado su útil tarea tan sobresalientemente bien, habrían sido menos agradables. Jamás había puesto en duda que lady Maria era el más admirable y generoso de los seres humanos. No era en absoluto consciente de que la señora condesa sacaba de ella un magnífico partido. Por ser justos con ella, sin embargo, podría añadirse que lady Maria tampoco era plenamente consciente, y que Emily disfrutaba intensamente cuando le sacaban provecho.
Al levantarse esa mañana, sin embargo, estaba más cansada de lo que recordaba haber estado nunca, y podría fácilmente argumentarse que una mujer que recorre todo Londres haciendo recados para otras sabe bien qué se siente cuando duele todo el cuerpo. Se rio un poco al ver que tenía los pies bastante hinchados y que tenía que calzarse sus zapatillas más usadas.
«Hoy tengo que pasar sentada todo el tiempo que pueda —se dijo—. Aunque, como hay excursión por la mañana y luego está la cena, es posible que lady Maria quiera encargarme algunas cosillas».
Lady Maria, en efecto, se alegró extraordinariamente de poder pedirle varias cosillas. La excursión a las ruinas había que hacerla antes de comer, porque algunos invitados creían que, si iban por la tarde, estarían muy fatigados para la cena. Lady Maria no pensaba ir y, como en seguida resultó evidente, los carruajes irían demasiado llenos si la señorita Fox-Seton se unía al grupo. En realidad, Emily no lamentó tener una excusa para quedarse en casa. Los pasajeros subieron a los carruajes, ocuparon cómodamente sus asientos, y lady Maria y la señorita Fox-Seton los vieron partir.
—No tengo intención de que mis venerables huesos resuenen como un sonajero. No quiero pasarme colina arriba, colina abajo el día que doy una cena —comentó la condesa—. Emily, por favor, toca el timbre. Quiero comprobar cómo van con el pescado. Es uno de los mayores problemas de vivir en el campo. Los pescaderos son unos demonios, y cuando viven a diez kilómetros de una son capaces de despertar sus peores emociones.
Mallowe Court estaba a una distancia de la ciudad más cercana deliciosa a efectos de rusticidad, pero desoladora en materia de pescado. Una no podía cenar sin pescado, la ciudad era pequeña y desprovista de recursos, y su único pescadero, un pobre hombre de espíritu informal por naturaleza.
El criado que acudió a la llamada del timbre informó a su señoría de que la cocinera estaba tan nerviosa como siempre cuando había que hacer pescado. El pescadero se había mostrado un tanto dubitativo y no estaba seguro de poder cubrir sus necesidades. Por lo demás, su carro nunca llegaba hasta las doce y media.
—¡Dios mío de mi vida! —exclamó lady Maria cuando el sirviente se retiró—. ¿Y si nos quedamos sin pescado? ¡Menudo contratiempo! El viejo general Barnes es el gourmet más feroz de Inglaterra y aborrece a las personas que le dan una mala cena. Nos da miedo a todas, ésa es la verdad, y he de reconocer que soy muy quisquillosa con las cenas. Es el último atractivo que la naturaleza concede a una mujer: el poder de ofrecer una cena decente. Me resultaría terriblemente molesto que surgiera algún ridículo imprevisto.
Se quedaron en el cuarto de estar de las mañanas redactando notas y charlando, y, ya cerca de las doce y media, atentas a la ventana en espera del pescadero. Lady Maria habló una o dos veces de lord Walderhurst.
—A mi parecer, es una criatura interesante —dijo—. Siempre he sentido cierto aprecio por él. Tiene ideas originales, aunque no es ni mucho menos brillante. Creo que, en conjunto, conmigo habla con más libertad que con la mayoría, aunque no pueda decir que tenga una opinión particularmente buena de mí. Anoche se puso el monóculo y se me quedó mirando de esa forma tan rara, y me dijo: «Maria, tienes ese ingenio tan tuyo, pero eres la mujer más abominablemente egoísta que conozco». Y, sin embargo, sé que él también me aprecia. Yo le contesté: «Eso no es verdad, James. Soy egoísta, pero no abominablemente egoísta. Las personas abominablemente egoístas siempre tienen un carácter horrible, cosa que nadie podría decir de mí. Tengo la amable disposición de ánimo de un cuenco lleno de gachas». Emily —cuando las ruedas chirriaron en la avenida—, ¿es ése el pescadero?
—No —contestó Emily tras acercarse a la ventana—, es el carnicero.
—He disfrutado mucho viendo cómo se comportaba con las mujeres estos días —añadió lady Maria sonriendo. Observaba el gorro de punto de Los Pescadores de Altura que acababa de coger—. Ha estado maravillosamente bien con todas, pero no ha dado un solo paso en falso, así que ninguna de ellas tiene donde agarrarse. No obstante, te voy a decir una cosa, Emily —dijo, e hizo una pausa.
La señorita Fox-Seton aguardó con interés.
—Está pensando en acabar de una vez con el asunto y casarse con alguna mujer. Tengo ese presentimiento.
—¿Eso cree? —exclamó Emily—. Oh, no puedo evitarlo. Espero que… —Y también hizo una pausa.
—Esperas que sea Agatha Slade —dijo lady Maria, terminando la frase por ella—. Tal vez lo sea. A veces creo que, si tiene que ser alguien, será Agatha. Pero no estoy segura. Con Walderhurst nunca puede una estar segura. Siempre ha tenido la habilidad de mantener la boca bien cerrada. Me gustaría saber si tendrá a otra mujer escondida en la manga.
—¿Por qué cree que…?
Lady Maria se echó a reír.
—Por una razón curiosa. Los Walderhurst poseen un anillo familiar, ridículo de tan espléndido, que entregan de una manera muy particular a las mujeres con quienes se comprometen. Es ridículo porque… bueno, porque un rubí del tamaño del botón de un pantalón es ridículo. Y es imposible pasarlo por alto. Hay una historia relacionada con él, algo que ocurrió hace siglos y tiene que ver con la mujer para quien el primer Walderhurst lo hizo forjar. Una Dama de Nosequé que rechazó a un rey que quiso tomarse ciertas confianzas. Y al rey le sentó tan bien que lo rechazara que la tomó por santa y le regaló el rubí para su boda. Pues bien, por casualidad he descubierto que Walderhurst ha enviado a un criado a Londres a buscarlo. Ha vuelto hace dos días.
—¡Oh, qué interesante! —exclamó, Emily, emocionada—. Eso tiene que significar algo.
—Más bien una broma. Otro carro. Emily, ¿es el pescadero?
Emily volvió a acercarse a la ventana.
—Sí —respondió—, si se llama Buggle.
—Se llama Buggle —dijo lady Maria—. Estamos salvadas.
Pero cinco minutos después apareció por la puerta la cocinera. Era una mujer robusta que jadeaba, y, por respeto, se limpiaba con un pañuelo limpio gruesas gotas de sudor de la frente. Estaba todo lo pálida que una persona acalorada y de su peso podía estar.
—¿Qué pasa ahora, cocinera? —preguntó lady Maria.
—Ese Buggle, señora —respondió la mujer—, dice que no puede sentirlo más que usted, pero que, cuando el pescado se estropea por la noche, pues por la mañana no puede estar bueno. Lo ha traído para que yo lo vea, y está en un estado de nervios como en mi vida he visto yo a nadie. Ay, señora, estoy tan disgustada que me ha parecido que tenía que venir yo personalmente a decírselo.
—¿Qué podemos hacer? —exclamó lady Maria—. Emily, tienes que pensar en algo.
—Y no podemos estar seguras —prosiguió la cocinera— de que Batch tenga algo que nos venga bien. Batch a veces tiene algo, pero es el pescadero de Maundell y hasta Maundell hay siete kilómetros y no andamos muy sobrados de gente, señora, que la casa está muy llena y ni un solo criado está mano sobre mano.
—¡Dios mío! —exclamó lady Maria—. No me digas, Emily, que no es para volverse loca. Si hubiera quedado un solo caballo en los establos, estoy segura de que podrías acercarte a Maundell. Eres una caminante tan extraordinaria… —con un brillo de esperanza—. ¿Podrías ir andando? ¿Tú qué crees?
Emily trató de sonreír, de parecer contenta. Lo cierto es que la situación de lady Maria era horrible para una anfitriona, y a ella no le habría importado caminar, porque era fuerte y estaba sana, de no haber estado tan cansada. Era, además, una andarina excelente y, normalmente, andar catorce kilómetros no la habría fatigado nada. Estaba en buena forma gracias a sus paseos por la ciudad. El blando suelo del páramo, que recorría una suave brisa, no se parecía a las calles de Londres.
—Sí, creo que podré —dijo con tono amable—. Si ayer no hubiera tenido tanto ajetreo, no me costaría nada. Y usted necesita el pescado, por supuesto. Iré andando hasta Maundell. Cruzaré el páramo y le diré a Batch que tiene que mandárselo de inmediato. Y volveré despacio. Puedo descansar de camino, en el brezal. El páramo está precioso por las tardes.
—¡Querida mía! —exclamó lady Maria—. ¡Qué grandísima ayuda es usted para una mujer!
Sentía una enorme gratitud. Tuvo el impulso de pedir a Emily Fox-Seton que se quedara junto a ella el resto de su vida, pero tenía demasiada edad y experiencia para ceder a sus impulsos. Íntimamente, sin embargo, tomó la decisión de invitarla muy a menudo a South Audley Street, y de hacerle varios regalos decentes.
Cuando Emily Fox-Seton, ataviada con su vestido más corto, de lino y color marrón, y el sombrero que más la protegía del sol, cruzó el vestíbulo, el chico que traía el correo entregaba las cartas del mediodía a un criado. El sirviente le mostró la bandeja con una carta para ella colocada encima de otra dirigida «A lady Agatha Slade», según ponía en la letra de lady Claraway. Emily reconoció en ella otra de las epístolas de muchas hojas que con tanta frecuencia eran causa de que la pobre Agatha se sintiera abatida y derramara unas lágrimas. Su carta estaba escrita con la bien conocida letra de la señora Cupp. Se preguntó cuál sería su contenido.
«Espero que a las pobrecitas no les pase nada —pensó—. Temían que el joven del cuarto de estar se hubiera prometido. Si se casa y las deja, no sé qué van a hacer. ¡Siempre ha pagado con tanta regularidad!».
Aunque el día era caluroso, hacía un tiempo perfecto y, habiendo cambiado sus zapatillas usadas por unos zapatos casi igual de cómodos, Emily comprobó que sus cansados pies aún podían servir de algo. Por su predisposición a extraer lo mejor de todo se tomó el paseo de catorce kilómetros con valor. El aire del páramo era muy agradable, el zumbido de las abejas en el brezo tan grato y apacible que se convenció de que los siete kilómetros hasta Maundell serían muy placenteros.
Tenía tantas cosas bonitas en que pensar que olvidó que se había metido la carta de la señora Cupp en el bolsillo y no se acordó de ella hasta que se encontraba a mitad de camino.
—¡Dios mío! —exclamó al hacerlo—. Tengo que saber lo que ha pasado.
Abrió el sobre y empezó a leer sin dejar de andar. No había andado muchos pasos cuando profirió una nueva exclamación y se paró.
—¡Cuánto me alegro por ellas! —dijo, aunque se había puesto pálida.
Desde un punto de vista material, las noticias de la carta eran muy buenas para las Cupp, pero incidían en un aspecto doloroso de los sencillos asuntos de la pobre señorita Fox-Seton.
Por un lado se trata de una gran noticia —escribía la señora Cupp— y, por otro, Jane y yo no podemos evitar cierta tristeza al pensar en los cambios que supondrá, y, si me lo permite, señorita, que viviremos en un sitio donde usted no va a estar. Mi hermano William hizo un buen puñado de dinero en Australia, pero siempre sintió añoranza de su vieja patria, como le gusta llamar a Inglaterra. Su mujer era colona como él y, cuando murió hace un año, mi hermano tomó la decisión de regresar para establecerse en Chichester, su tierra natal. Dice que no hay nada como la sensación de una ciudad con catedral. Ha comprado una casa muy bonita, un poco apartada, con un jardín muy grande, y quiere que Jane y yo vayamos a vivir con él y formemos un hogar. Dice que ha trabajado mucho toda su vida, que ahora quiere vivir cómodamente y que no quiere molestarse con las tareas de la casa. Promete mantenernos bien y quiere que vendamos Mortimer Street y nos traslademos lo antes posible. Pero la echaremos de menos, señorita; y, aunque su tío William tiene una calesa y cosas así, y Jane agradece su amabilidad, se ha venido abajo y estuvo llorando toda la noche y me ha dicho: «Oh, madre, si la señorita Fox-Seton pudiera tomarme como criada, nada me gustaría más. Las calesas no alimentan el corazón, madre, y lo que siento por la señorita Fox-Seton tal vez sea indecoroso en mi posición». Pero ya tenemos a los hombres de la casa preparando la mudanza, señorita, y querríamos saber qué tenemos que hacer con los enseres de su dormitorio-cuarto de estar.
La amistad de las dos fieles Cupp y los humildes lujos rojo turco de su dormitorio-cuarto de estar habían sido un hogar para Emily Fox-Seton. Cuando concluían los desalentadores recados, las incomodidades y las pequeñas humillaciones, apartaba de la calle el rostro y sus agotados pies y los volvía a su dormitorio-cuarto de estar, a la pequeña chimenea, a su rechoncha y cantarina tetera y a su juego de té de dos chelines con once peniques. Poco dada a cruzar puentes antes de alcanzarlos, nunca había contemplado la temible posibilidad de que le arrebataran su refugio. No había pensado que no tenía otro lugar sobre la tierra.
En ese mismo instante, mientras caminaba entre brezos calentados por el sol y el rumor armonioso y cansino de las abejas, cayó en la cuenta con un repentino sentido de la realidad. Su alma cobró conciencia y sus ojos rebosaron de lágrimas que rodaron por sus mejillas. Cayeron en la pechera de su blusa de lino dejando marcas.
«Tendré que encontrar un nuevo dormitorio-cuarto de estar —se dijo, respirando con dificultad—. ¡Qué distinto va a ser compartir casa con unos extraños… Jane… Señora Cupp! —Se vio obligada a sacar el pañuelo en ese momento—. Me da miedo no poder encontrar nada respetable por diez chelines a la semana. Era muy barato. Y ellas son tan buenas».
Le vino toda la fatiga de aquella mañana. Los pies empezaron a dolerle, a arder, y el calor le pareció sofocante, casi insoportable. La niebla que velaba sus ojos le impedía ver el camino. Tropezó una o dos veces.
«Me parece que ese pueblo está a más de siete kilómetros —se dijo—. Y luego tengo que volver. Estoy cansada. Pero tengo que seguir. No me queda más remedio».