Capítulo XIII
No podía haber, para la pura y constante afabilidad que caracterizaba a Emily Walderhurst, mayor alivio que advertir que la nube que oscurecía el humor de otra persona se había disipado.
Cuando Hester apareció en la mesa a la mañana siguiente, su ánimo era muy distinto al del día anterior. Estaba amable, casi afectuosa.
Al terminar el desayuno, salieron juntas al jardín.
Hester nunca había dedicado tanta atención a su anfitriona como aquella mañana. Emily reconocía en ella por primera vez un esfuerzo por hacerle preguntas cordiales, próximas a la confidencia. Hablaron mucho y sin reservas. Cuánta bondad manifestaba Hester, pensó Emily, al preocuparse por su salud y estado de ánimo, al mostrar interés por los pormenores de su vida cotidiana, por asuntos nimios como la forma en que le preparaban y servían las comidas, como si hasta lo más insignificante tuviera importancia. Qué injusta había sido, además, al dar por supuesto que le traían sin cuidado la ausencia y el regreso de Walderhurst. Por el contrario, había estado muy al tanto y, en realidad, opinaba que el marqués debía volver de inmediato.
—Mande a buscarlo —dijo de pronto—, mande a buscarlo cuanto antes.
En la oscura delgadez de su rostro se manifestaba una impaciencia que conmovió a Emily.
—Tanta preocupación es muy amable por su parte, Hester —dijo—. No sabía que le importara tanto.
—Tiene que venir —dijo Hester—. No hay más que decir. Mande a buscarlo.
—Ayer le escribí una carta —dijo lady Walderhurst con suavidad—. Estaba nerviosa.
—También yo estaba nerviosa —dijo Hester—. También yo.
Emily advirtió su inquietud. La risita con que acabó la frase era muestra de agitación.
Si, durante la estancia de los Osborn en Palstrey, las dos mujeres habían compartido muchos momentos, en los dos días siguientes apenas se separaron. Emily, que, sencillamente, estaba contenta y se sentía respaldada por haber encontrado en Hester una compañía tan placentera, no era consciente de algunos detalles. El primero, que la señora Osborn no la perdía de vista a menos que estuviera al cuidado de Jane Cupp.
—Será mejor que se lo diga con franqueza —le dijo—. Aunque hasta ahora no me haya atrevido a confesarlo, me siento responsable de usted. Supongo que en gran parte es algo histérico, pero es un sentimiento más fuerte que yo.
—¿Se siente usted responsable de mí? —exclamó Emily poniendo los ojos como platos.
—Sí —contestó Hester de inmediato—. Representa usted tanto… El marqués tendría que estar aquí. Yo no soy la más indicada para cuidar de usted.
—Soy yo quien debería cuidar de usted —dijo Emily, con amable gravedad—. Soy mayor y más fuerte. Usted está más delicada.
Hester rompió a llorar y Emily se sobresaltó.
—Pues siga mi consejo —dijo—. No vaya sola a ninguna parte. Llévese a Jane Cupp. Ha estado usted a punto de sufrir dos accidentes. Que Jane duerma en el vestidor.
Emily sintió escalofríos, e igual que aquel día, cuando se volvió lentamente y vio sorprendida a Jane en la avenida de los tilos, tuvo una sensación de extrañeza que la envolvió por completo.
—Haré lo que me pide —concluyó.
Antes de que el día siguiente tocara a su fin, Emily lo había comprendido todo: el espanto, la cruel e inhumana verdad de cosas que parecían imposibles y cuyas exageradas dimensiones las volvían, más que incoherentes, casi grotescas.
El precioso aspecto del florido tocador, la serena paz del aterciopelado jardín que se abría ante las ventanas, hacían que todo fuera más irreal.
Ese día —el segundo— empezó a percibir algo nuevo: Hester la vigilaba, Hester hacía guardia. Al darse cuenta, la sensación de anormalidad aumentó, y, con ella, el miedo. Tenía la impresión de que alrededor de ella se alzaba un muro, erigido por manos invisibles.
La tarde, de un sol dorado, la pasó con Hester. Estuvieron leyendo y charlando. Hester era la que más hablaba. Le contó anécdotas de la India: curiosas, vívidas, interesantes historias que la emocionaban.
Cuando la luz del sol alcanzó su dorado más intenso, les sirvieron el té. Hester había salido poco antes de que entrara el criado, que llevaba la bandeja con ese aire de exagerada solemnidad con que cierto personal de servicio envuelve hasta la tarea más sencilla. Últimamente tomaban el té en el tocador de Hester muy a menudo, aunque desde hacía unos días lady Walderhurst pedía un vaso de leche. Lo prefería por sugerencia de la señora Cupp, que afirmaba que el té era «un excitante». Emily se sentó en la mesa y llenó la taza de Hester. Como ésta iba a volver al cabo de unos instantes, la dejó en el sitio donde se sentaba su amiga y esperó. Al poco, oyó los pasos de la joven y, justo en el momento en que abría la puerta, se llevó el vaso de leche a los labios.
Más tarde sería completamente incapaz de recordar con claridad lo que ocurrió a continuación. Estaba a punto de beberse la leche, Hester había corrido hacia ella y de un manotazo había tirado el vaso, que rodó por el suelo hasta quedar vacío. La señora Osborn se había plantado delante de ella.
—¿Ha probado la leche? —preguntó, apretando y aflojando los puños.
—No —respondió Emily—, la verdad es que no.
Hester Osborn se sentó, se inclinó hacia delante y se cubrió la cara con las manos. Parecía al borde de un ataque de nervios que sólo con gran esfuerzo podía contener.
Poco a poco, lady Walderhurst se fue poniendo del mismo color de la leche. Pero no hizo nada excepto quedarse inmóvil sin apartar los ojos de Hester.
—Espere un momento —dijo la muchacha, que trataba de recobrar el aliento—, espere que me tranquilice. Ahora le explico, ahora mismo le explico.
—Sí —respondió Emily, titubeando.
Le pareció que Hester tardaba veinte minutos en volver a hablar, y que ella no se había movido en todo ese tiempo, sin dejar de observar las delgadas manos de la joven, que parecían aferrarse con desesperación a su escondido rostro. Fue un error de percepción motivado por los nervios. Apenas habían transcurrido cinco minutos cuando Hester bajó las manos y, juntando las palmas, las ocultó entre las rodillas.
Habló con un hilo de voz. Si alguien hubiera escuchado detrás de la puerta, no habría oído nada.
—¿Sabe usted —preguntó— lo que representa para nosotros, para mi marido y para mí…? ¿Lo sabe?
Emily negó con la cabeza. Era más fácil hacer un gesto que hablar. Estaba agotada.
—No, no creo que lo sepa —dijo Hester—. Me parece que usted no se da cuenta de nada. No sé si es demasiado inocente o demasiado tonta. Usted representa lo que nosotros tenemos más derecho a odiar del mundo.
—¿Me odia usted? —preguntó Emily, que intentaba ajustarse mentalmente a la sinrazón de una situación tan extraordinaria y, al mismo tiempo, apenas comprendía por qué acababa de hacer esta pregunta.
—A veces sí. Y, cuando no, me pregunto por qué. —Hester se interrumpió un segundo, agachó la cabeza, y luego, alzando la vista otra vez, prosiguió arrastrando las palabras—: Supongo que, cuando no, es porque las dos somos mujeres. Antes… era distinto.
Emily le dirigió esa mirada que Walderhurst había comparado en cierta ocasión con la de «algún precioso animal de los que se ven en el zoo».
—¿Me haría daño? —preguntó ésta con voz vacilante, y de sus ojos brotaron dos sinceras lágrimas—. ¿Permitiría usted que otras personas me lo hicieran?
Hester había abierto tanto los ojos y la estaba mirando de una forma tan incisiva, histérica y terrible que Emily se estremeció.
—¿Todavía no se da cuenta? ¿Todavía no lo comprende? Si no fuera por usted, mi hijo sería marqués de Walderhurst… mi hijo, no el suyo.
—Comprendo —respondió Emily—. Comprendo.
—¡Escúcheme! —espetó Hester apretando los dientes—. Aun así, hay cosas para las que no tengo la necesaria sangre fría. Creía que podría, pero no puedo. El porqué es lo de menos. Voy a decirle la verdad. Usted representa demasiado. Ha sido una tentación demasiado grande. Al principio no teníamos intención, no teníamos ningún plan, pero fue surgiendo, poco a poco. Verla a usted sonreír y disfrutar con todo, ver cómo adora a ese idiota afectado, sólo puede inspirar ciertas ideas en la cabeza de la gente, ideas que van cobrando cuerpo, favorecidas por el azar. Si Walderhurst estuviera aquí…
Lady Walderhurst señaló la mesa, donde había una carta.
—Esta mañana he recibido noticias suyas —dijo—. Lo han trasladado a las montañas porque tiene algo de fiebre. Debe descansar. Así que, como ve, todavía no puede venir. —Temblaba, pero había tomado la decisión de ser firme—. ¿Qué tenía la leche?
—La misma raíz de una planta india que Amira dio a esa chica del pueblo. Anoche, en el jardín, se lo oí decir en la oscuridad. Sólo algunas nativas, muy pocas, la conocen.
Lo que la pobre lady Walderhurst dijo a continuación sonó con una singular gravedad.
—Eso habría sido la mayor crueldad.
La señora Osborn se acercó más.
—Si hubiera montado en esa yegua —le dijo—, habría tenido un accidente. Tal vez no habría muerto, o tal vez sí, pero habría sido un accidente. Si Jane Cupp no hubiera visto aquel trozo de balaustrada y se hubiera caído por las escaleras, también podría haberse matado… y también habría sido un accidente. Si se hubiera apoyado en la barandilla del puente, se habría ahogado, y no habrían podido acusar a nadie, a nadie podrían haber echado la culpa.
Emily respiraba con dificultad. Estiró el cuello como si quisiera asomar la cabeza por encima del muro que poco a poco se había ido levantando a su alrededor.
—No harán nada que se pueda demostrar —dijo Hester Osborn—. He vivido entre nativos y lo sé. Si Amira me odiase y yo no pudiera deshacerme de ella, acabaría muerta y todo parecería muy natural. —Se agachó para recoger el vaso de la alfombra—. Es una suerte que no se haya roto —dijo, y lo colocó en la bandeja—. Amira pensará que se ha bebido la leche y que el veneno no ha surtido efecto, que usted siempre consigue salvarse, y se asustará. —Al decir estas palabras, empezó a llorar como una niña—. A mí nada me salvará. Tendré que volver… tendré que volver.
—¡No, no! —exclamó Emily.
Hester se limpió las lágrimas con el dorso de la mano encogida.
—Al principio, cuando la odiaba —dijo, incluso con petulancia y un dolido resentimiento—, creía que sería capaz de seguir adelante. Observaba, vigilaba, y lo resistía. Pero el esfuerzo era demasiado grande y me vine abajo. Creo que fue la noche en que sentí que algo parecido a un latido empezaba a palpitar en mi vientre.
Emily se levantó y se puso delante de Hester. Tal vez tuviera el mismo aspecto que cuando se levantó delante del marqués de Walderhurst en una memorable ocasión (aquella tarde en el páramo). Se sentía más serena y segura.
—¿Qué debo hacer? —preguntó como si hablara con una amiga—. Tengo miedo. Dígame.
La pequeña señora Osborn, inmóvil, la miró a los ojos. Y se le ocurrió algo totalmente incongruente en esos momentos. Se admiró, por extraño que pueda parecer, del porte con que lady Walderhurst lucía su cabeza de tonta, de lo espléndidamente que la sostenía sobre los hombros y de que, con un estilo digno de la Royal Academy, Emily era una moderna Venus de Milo. Era insólito pensar algo así en tales circunstancias, pero lo pensó.
—¡Váyase de aquí! —respondió—. Parece una obra de teatro, pero sé de qué hablo. Diga que ha recibido órdenes del extranjero. Sea fría, que todo parezca muy natural, no les dé pie a intervenir. Váyase sin más y escóndase en algún sitio. Y luego escriba a su marido y dígale que vuelva en cuanto pueda viajar.
Emily Walderhurst se pasó la mano por la frente.
—Igual que en una obra de teatro —dijo, confusa y asombrada—. Ni siquiera es muy decoroso.
Hester se echó a reír.
—No, ni siquiera es muy decoroso —dijo, y volvió a reír muy oportunamente, porque justo en ese momento se abrió la puerta y entró Alec Osborn.
—¿Qué no es ni siquiera muy decoroso? —preguntó.
—Una cosa que le estaba contando a Emily —contestó Hester, exagerando su risa—. Pero eres demasiado joven para saberlo. Tienes que observar el decoro a toda costa.
Osborn sonrió y, al mismo tiempo, frunció ligeramente el ceño.
—Se os ha caído algo —señaló, mirando la alfombra.
—Pues sí —dijo Hester—. Una taza de té con leche. Va a dejar una mancha en la alfombra. ¡Qué poco decoroso!
De niña había trasteado mucho entre criados nativos, y había aprendido a mentir. Y tampoco andaba escasa de recursos.