Capítulo II
Otras dos invitadas a Mallowe Court viajaban en el tren que salía de Paddington a las dos y media, pero eran mucho más finas que la señorita Fox-Seton, así que un mozo con casaca larga y escarapela las condujo a un vagón de primera clase. Emily, que se acomodó en un vagón de tercera junto a unos trabajadores con fardos, las vio pasar por la ventanilla, y, de no haberse encontrado de tan boyante ánimo, muy posiblemente habría exhalado un leve suspiro. Se había puesto su resucitada falda de color marrón y una blusa de lino blanca con lunares marrones. Al cuello de la blusa, que era nuevo, llevaba anudado un lazo de seda marrón claro. Además, se había puesto un sombrero marinero recién comprado. Sus guantes eran marrones también, como el parasol. La ropa le sentaba bien, y estaba nueva y bien planchada, pero se veía que era barata. Las personas asiduas de las rebajas que compraban artículos de tres con once, o de cuatro con tres el metro, habrían podido hacer la suma y extraer el total. Pero en Mallowe no habría nadie capaz de tales cálculos. Ni siquiera, probablemente, los criados, que no podían saber más de precios que aquella invitada en particular. Las viajeras a quienes el mozo de casaca larga acompañó al coche de primera clase eran madre e hija. La madre tenía el rostro pequeño y de rasgos simétricos, y habría sido guapa de no haber estado tan rellenita. Llevaba un vestido de viaje extraordinariamente elegante y un guardapolvo de seda muy fina y color pálido. No era una persona distinguida pero su ropa sí lo era, e indulgente con su exceso de peso. Su hija era bonita, de cintura delgada —con un vaivén al andar— y mejillas tersas y sonrosadas; y hacía un mohín con los labios. Llevaba una gran pamela azul cielo con lazo de gasa y rosas aplastadas de estilo quizá exageradamente parisino.
«Demasiado llamativa —pensó Emily—, pero ¡qué encantadora está! Supongo que le favorecía tanto que no pudo evitar comprarla. Estoy segura de que es de Virot».
Mientras observaba a la muchacha con admiración, pasó un hombre junto a su ventana. Era alto y de rasgos marcados. Al llegar a su altura, traspasó a Emily con la mirada como si fuera transparente o invisible. Subió al vagón de fumadores, que era el siguiente.
Cuando el tren llegó a la estación de Mallowe fue una de las primeras personas en bajar. Dos criados de lady Maria aguardaban en el andén. Emily los reconoció por la librea. Uno se acercó al hombre alto y lo saludó tocándose el sombrero. Lo acompañó a un coche alto a cuyas varas iba enganchada una espléndida yegua gris acero que estaba nerviosa y bailoteaba. El recién llegado se sentó en el pescante, con el lacayo detrás, y la yegua salió al trote. La señorita Fox-Seton siguió al otro criado y a la madre y a la hija hasta un landó que esperaba a la puerta de la estación. El criado se adelantó tras saludar a Emily tocándose también el sombrero, consciente de que era perfectamente capaz de cuidar de sí misma.
Emily reaccionó de inmediato y echó un vistazo a su baúl, que viajaba a buen recaudo en el ómnibus de Mallowe. Cuando llegó al landó, las otras dos invitadas se encontraban ya en él. Subió y, con gran satisfacción, se sentó de espaldas a los caballos.
Por unos minutos madre e hija dieron muestras de incomodidad. Eran, evidentemente, personas sociables, pero no sabían cómo entablar conversación con una dama que nadie les había presentado e iba a alojarse en la misma casa de campo a la que ellas también habían sido invitadas.
Emily resolvió el dilema recurriendo al lugar común con sonrisa tímida y cordial.
—¿No les parece un paisaje precioso? —dijo.
—Es perfecto —respondió la madre—. Nunca había estado en Europa, pero la campiña inglesa me parece deliciosa. Tenemos una casa de verano en América, pero este paisaje es completamente distinto.
Parecía bondadosa y con disposición a conversar, así que, con la amable ayuda de Emily Fox-Seton, la charla fluyó sin mayores contratiempos. Antes de llegar a la mitad del camino, Emily sabía ya que madre e hija procedían de Cincinnati y que después de pasar el invierno en París, y dedicarlo mayormente a visitar Paquin, Doucet y Virot, habían alquilado una casa en Mayfair para pasar la temporada. Se apellidaban Brooke. Emily creyó recordar que alguien le había comentado que eran aficionadas a gastar mucho dinero y que frecuentaban las fiestas, siempre con un vestido nuevo y favorecedor. El embajador americano había presentado en sociedad a la muchacha, que había obtenido cierto éxito porque vestía y bailaba de forma exquisita. Era una de esas chicas americanas que acababan casándose con un título. Su mirada era chispeante y tenía la nariz respingona y delicada. Pero hasta Emily se daba cuenta de que era una personita muy astuta.
—¿Conoce usted Mallowe Court? —preguntó esa personita.
—No, pero tengo muchas ganas de conocerlo. Tiene que ser precioso.
—¿Es usted amiga de lady Maria?
—Hace tres años que la conozco. Ha sido muy buena conmigo.
—Pues yo no la tengo por una persona particularmente buena. Es demasiado mordaz.
Emily sonrió con cordialidad.
—Es muy inteligente —señaló.
—¿Conoce al marqués de Walderhurst? —preguntó la señora Brooke.
—No —respondió la señorita Fox-Seton. No desempeñaba papel alguno en esa parte de la vida de lady Maria que estaba adornada con primos marqueses. Lord Walderhurst no iba nunca a tomar el té. Se reservaba para cenas y ocasiones especiales.
—¿Se ha fijado en el caballero que iba en el coche alto? —prosiguió la señora Brooke con vivo interés—. Cora cree que es el marqués. El criado que lo recibió llevaba la misma librea que el nuestro —dijo, indicando el pescante con un movimiento de cabeza.
—Era uno de los criados de lady Maria —aseguró Emily—. Lo conozco de South Audley Street. Lord Walderhurst también pasará unos días en Mallowe. Lady Maria lo ha invitado. Se lo oí decir.
—¿Lo ves, madre? —exclamó Cora.
—Si también él está invitado, todo será más interesante —respondió la señora Brooke con vaga pero inconfundible sensación de alivio. Emily se preguntó si ella habría querido ir a alguna otra parte y su hija había insistido en dirigirse a Mallowe—. A lo largo de la temporada hemos oído hablar mucho de él en Londres.
La señorita Cora Brooke se echó a reír.
—Hemos oído que hay por lo menos media docena de mujeres resueltas a casarse con él —señaló con menosprecio—. Yo creo que tiene que gustarle conocer a una chica a quien le sea indiferente.
—Ojalá no te sea demasiado indiferente, Cora —dijo su madre con cándida indiscreción.
Fue una torpeza mínima y tonta, pero a la señorita Brooke le brillaron los ojos. Si Emily Fox-Seton hubiera sido una mujer avispada, se habría percatado de que, si el rôle de jovencita indiferente y lista podía resultar peligroso para lord Walderhurst, lo sería precisamente durante aquella visita. El marqués corría peligro ante la belleza de Cincinnati y su indiscreta madre, aunque, bien mirado, el caballero podría aprovechar, aunque fuera inconscientemente, la indiscreción de la señora Brooke como escudo de protección.
Emily se limitó a reír amablemente, como ante un comentario gracioso. Estaba predispuesta a aceptar casi todo con humor.
—Lo cierto es que sería un gran partido para cualquiera —dijo—. Es rico, ¿saben? Muy rico.
Llegaron a Mallowe y las condujeron al jardín. El té estaba servido en un prado bajo árboles frondosos. Encontraron a un grupo de invitados comiendo pastelitos calientes con una taza de té en la mano. Había varias mujeres jóvenes. Emily se fijó en una de ellas, alta, muy guapa, de ojos muy grandes y azules como nomeolvides, con vestido largo azul del mismo tono y una graciosa cojera; había sido una de las bellezas de la temporada. Se trataba de lady Agatha Slade. Emily empezó a admirarla en cuanto la vio. Le pareció una especie de suerte inesperada que un destino amable le concedía. Era tan delicioso que esa mujer estuviera en aquella fiesta y en aquella casa, una criatura tan encantadora a quien hasta ese momento sólo conocía por las ilustraciones de las revistas femeninas. Si quería convertirse en la marquesa de Walderhurst, ¿qué podría impedir la consumación de sus deseos? Sin duda, no el propio lord Walderhurst, si era humano. Lady Agatha se apoyaba suavemente en una encina. A su lado había un borzoi blanco como la nieve que apoyaba su larga y delicada cabeza en el vestido de la dama pidiendo las caricias de su hermosa mano. En tan atractiva pose se encontraba cuando lady Maria se volvió para decir:
—Ahí está Walderhurst.
El caballero que había llegado de la estación manejando las riendas de su carruaje cruzaba el césped en dirección a ellas. Había superado la mitad de la vida y parecía un hombre sencillo, llano, pero era de buena estatura y se daba ciertos aires. A decir verdad, se daba aires de saber lo que quería.
Emily Fox-Seton, que para entonces estaba confortablemente sentada en una silla de mimbre con cojín y tomaba el té, le concedió el beneficio de la duda y se preguntó si en realidad no sería tan distinguido y aristocrático. Porque, ciertamente, no era ninguna de ambas cosas, sino más bien fornido y, por supuesto, bien vestido, y tenía los ojos castaños y agrisados, casi del color de su cabello. Entre aquellas personas tan amablemente mundanas a quienes en modo alguno movía un impulso altruista, Emily no tenía mayor capital que no esperar que nadie le prestase atención. No era consciente, sin embargo, de que ése era su capital, porque tal actitud estaba tan intrínsecamente ligada al sencillo conformismo de su naturaleza que ni siquiera reparaba en ella. Para entretenerse le bastaba con formar parte del público, con ser espectadora.
No se le ocurrió pensar que, cuando le iban presentando a las invitadas, lord Walderhurst apenas se fijaba en ellas. Hacía una reverencia, pero se podía decir que las olvidaba al instante, porque apenas se tomaba la molestia de reconocerlas. Mientras saboreaba su deliciosa taza de té y su bollito de mantequilla, Emily también disfrutaba observando discretamente al marqués e intentando resolver la inocente suma de sus actitudes mentales.
Daba la impresión de que a lady Maria le agradaba y de que le complacía su presencia. Y a él, aunque no lo manifestara, también parecía gustarle lady Maria. Evidentemente, se alegró de poder probar por fin su taza de té, y la paladeó después de sentarse al lado de su prima. No prestaba demasiada atención a nadie más. Emily se sintió ligeramente decepcionada al comprobar que no miró a la guapa ni al borzoi más de dos veces, y de que, de hecho, parecía más interesado en examinar al galgo que a la guapa. También se dio cuenta, era imposible no hacerlo, de que el círculo estaba más animado desde su llegada, al menos en lo que respectaba a las damas. Asimismo, recordó el comentario de lady Maria sobre el efecto que producía en las mujeres al entrar en una sala. Varios comentarios interesantes o chispeantes se habían hecho ya. Hubo más conversaciones y risas que en cierto modo parecían surgir a propósito del marqués aunque no se dirigieran directamente a él. La señorita Cora Brooke, sin embargo, dedicó sus atenciones a un joven con pantalón de franela y aspecto de ir a jugar al tenis. Se sentaron aparte y le habló en un tono tan confidencial que hasta lord Walderhurst quedó excluido de la conversación. Al cabo de un rato, Cora y su amigo se levantaron y se marcharon. Bajaron por la antigua escalinata de piedra que conducía a la pista de tenis, que se divisaba completamente desde el prado. Se pusieron a jugar al tenis. La señorita Brooke correteaba y saltaba como una golondrina. Los remolinos de sus enaguas resultaban de lo más atractivo.
—Esa chica no debería jugar al tenis con esos tacones tan ridículos —señaló lord Walderhurst—. Va a estropear la pista.
Lady Maria se rio entre dientes.
—No quería esperar, le apetecía jugar ya —comentó—. Y, como acaba de llegar, no se le ha ocurrido bajar a tomar el té con calzado de tenis.
—Da igual, va a estropear la pista —insistió el marqués—. ¡Y qué ropa! Es asombroso cómo visten hoy las chicas.
—Ojalá yo pudiera vestir así —respondió lady Maria, y volvió a sonreír—. Tiene los pies muy bonitos.
—Con tacones Luis XV —respondió Walderhurst.
En todo caso, Emily Fox-Seton pensaba que la señorita Brooke prefería tener lejos al marqués a poner en práctica sus delicados encantos. Cuando el partido terminó, subió tranquilamente con su compañero por el prado y las terrazas. Llevaba el parasol apoyado en el hombro e inclinado en un atractivo gesto; formaba un fascinante fondo para su rostro y cabeza. Parecía dedicada en exclusiva a entretener al joven. Las sonoras carcajadas de él y la plateada y alegre música de la risa de ella eran un tanto incitantes.
—Me gustaría saber qué le estará diciendo —dijo la señora Brooke dirigiéndose a todos—. Siempre consigue que los hombres se rían.
Logró suscitar el interés de Emily. Tanta alegría llamaba la atención. Se preguntó si tal vez para un hombre acostumbrado a que lo persiguieran, una muchacha que no demostraba el menor interés y entretenía a otros hombres resultaría agradable.
Pero aquella noche el marqués se fijó más en lady Agatha Slade que en cualquier otra de las presentes. La sentaron a su lado en la cena. Con su vestido de gasa verde pálido, estaba realmente radiante. Tenía la cabeza pequeña y exquisita, y el cabello suave y recogido con una maravillosa impresión de ligereza. Su largo y delgado cuello se mecía como el tallo de una flor. Era tan encantadora que daba en quien la observaba la sensación de ser un poco tonta, pero no lo era en absoluto.
Lady Maria incidió en este particular aquella noche cuando se encontraba en su cuarto con la señorita Fox-Seton. A la señora le gustaba intercambiar impresiones todos los días a última hora, y la curiosidad y admiración de Emily Fox-Seton por todo lo que decía eran estimulantes y reparadoras. Era una mujer mayor que se recreaba y se inspiraba en una sabiduría epicúrea. Aunque no quería tontos a su alrededor, tampoco deseaba la permanente compañía de los más inteligentes.
—Me tengo que esforzar demasiado —decía—. Los epigramáticos me tienen todo el día saltando obstáculos. Además, los epigramas quiero acapararlos yo.
Emily Fox-Seton ocupaba el justo medio y la admiraba sinceramente. Era lo bastante inteligente para no echar a perder la gracia de un epigrama cuando lo contaba, y se podía confiar en que lo haría otorgando a su autora toda la gloria. Porque lady Maria conocía personas que, después de oír un comentario ingenioso, se apropiaban de él sin el menor escrúpulo.
Aquella noche comentó con Emily muchos detalles de sus invitados y sus características.
—Walderhurst ha venido tres veces y las tres estaba convencida de que no escaparía sin una nueva marquesa bajo el brazo. Creía que acabaría aceptando una para acabar con el engorro de estar colgado de una rama como si aún le salieran las plumas. Cuando tiene carácter para elegir, un hombre de su posición puede evitar que su esposa se convierta en una molestia. Le puede proporcionar una buena casa, regalarle las joyas de la familia, buscarle una mujer mayor y decente como dama de compañía, y guardarla en el potrero para que se desquite a sus anchas dentro de los límites del decoro. Y sus propias habitaciones, que estén consagradas sólo a él. Y que cuente con sus clubes e intereses personales. Los matrimonios se molestan poco en estos días. Comparativamente, la vida de los casados se ha vuelto muy decente.
—Yo diría que su esposa podría ser muy feliz —comentó Emily—. Parece muy agradable.
—No sé si es agradable o no. Nunca he tenido que pedirle dinero. —Lady Maria, que alargaba las sílabas al hablar y tenía una voz muy fina, era capaz de los comentarios más extraños—. Es más respetable que la mayoría de los hombres de su edad. Posee diamantes magníficos y no sólo tiene tres casas espléndidas, sino dinero suficiente para mantenerlas. Hoy, aquí en la fiesta de Mallowe, contamos con tres candidatas. Imagino, Emily, que ya supones quiénes son.
Emily Fox-Seton casi se sonrojó. Tenía la sensación de ser poco delicada.
—Lady Agatha sería muy apropiada —dijo—. Y la señora Ralph es muy lista, por supuesto. Y la señorita Brooke, verdaderamente preciosa.
Lady Maria no quiso contener su discreta risa.
—La señora Ralph es de esas mujeres que siempre hablan en serio. Acapararía a Walderhurst y hablaría de literatura y pondría los ojos en blanco y él llegaría a odiarla. Esas mujeres que escriben, cuando tienen además cierto atractivo, están tan pagadas de sí mismas que se creen capaces de casarse con cualquiera. La señora Ralph tiene unos ojos bonitos y es aficionada a ponerlos en blanco. Walderhurst no se dejará engatusar. Esa chica, la señorita Brooke, es más astuta que la Ralph. Esta tarde lo ha sido y mucho. Empezó nada más llegar.
—Pues no he visto… —respondió Emily con vacilación.
—Sí has visto, sólo que no has comprendido. ¡El partido de tenis y las risas con el joven Heriot en la terraza! Va a interpretar el papel de joven ocurrente y viva a quien todo resulta indiferente y desdeña la jerarquía y el esplendor; de joven que se ha educado con novelitas, pero no fuera de ellas. Las mujeres que tienen éxito son las que saben adular sin que se note. Walderhurst tiene una opinión demasiado elevada de sí mismo para verse atraído por una jovencita que juguetea con otro hombre. Ya no tiene veinticinco años.
Emily Fox-Seton recordó a su pesar el lamento de la señora Brooke: «Ojalá no te sea demasiado indiferente, Cora». No quería recordarlo porque las Brooke le caían simpáticas y habría preferido pensar que eran mujeres desinteresadas. Pero, al fin y al cabo, reflexionó, ¿no era natural que una muchacha tan bonita viera al marqués de Walderhurst con perspectiva de futuro? Por encima de todo, sin embargo, sintió admiración por la sagacidad de lady Maria.
—Maravillosa capacidad de observación, lady Maria. —Y exclamó—: ¡Maravillosa!
—He asistido a cuarenta y siete temporadas en Londres. Y son muchas, ¿sabes? Cuarenta y siete temporadas de madres y debutantes constituyen una magnífica escuela. Luego está Agatha Slade. ¡Pobre chica! Conozco bien a las mujeres como ella. Es guapa y de buena cuna, pero perfectamente incapaz. Su familia es tan pobre que merecen cualquier acto de caridad. Y han tenido la indecencia de alumbrar seis hijas, ¡seis! Y todas de delicada piel, exquisita nariz y celestiales ojos. La mayoría de los hombres no pueden permitírselas y ellas no pueden permitirse a la mayoría de los hombres. En cuanto empiece a echarse un poquito a perder y si aún no se ha casado, tendrá que dejar paso a sus hermanas. Todas tendrán su oportunidad. Agatha ha disfrutado de la publicidad de las revistas ilustradas esta temporada, y le ha ido bien. En estos días, de cada nueva belleza se habla como si fuera un jabón. No les ponen hombres-anuncio, pero, excepto eso, no les niegan nada. Agatha, sin embargo, no ha recibido ninguna proposición especial y sé que tanto ella como su madre están un poco preocupadas. Alix será presentada la próxima temporada, y no tienen dinero para vestir a dos hermanas a la vez. Tendrán que mandar a Agatha a Castle Clare, la casa de Irlanda, que es casi lo mismo que mandarla a la Bastilla. No saldrá viva. Tendrá que quedarse y ver cómo se va quedando cada vez más delgada, que no esbelta, y cada vez más pálida, que no rubia. Su naricita se irá afilando e irá perdiendo el pelo poquito a poco.
—¡Qué pena sería! —dijo Emily Fox-Seton con compasión—. Yo creía… yo pensaba… Me parecía que lord Walderhurst la miraba con admiración.
—Todo el mundo la mira con admiración si vamos a eso, pero, si nadie da el paso, la pobrecita no se salvará de la Bastilla. Bueno, Emily, hay que irse a la cama. Ya hemos charlado bastante.