Capítulo X
La avenida de los tilos era un lugar oscuro, aunque precioso, a la hora del crepúsculo. Cuando se ponía el sol, anchas lanzas doradas penetraban a través de las ramas embelleciendo la frondosa vegetación con suaves manchas de luz. Más tarde, cuando caía la noche, bajo la bóveda umbría de las ramas, los troncos, que formaban líneas grises, recordaban las columnas de alguna desolada y espectral catedral en ruinas.
Mientras se internaba en tan sombrío paisaje cuando su señora estaba cenando, Jane Cupp, mirando continuamente a ambos lados, habría contemplado con éxtasis aquella quietud gris si el miedo no la hubiera embargado. Para empezar, la avenida de los tilos, que era el paseo preferido de Emily, no la frecuentaban los sirvientes. Ni siquiera los jardineros ponían el pie en ella si no era para barrer las hojas y recoger las ramas recién caídas. Jane nunca había estado en ella. Si esa tarde lo hacía, era porque seguía a Amira.
La seguía porque, durante el té de la tarde en las dependencias del servicio, había oído un par de frases en mitad de un chisme que la habían llevado a pensar que más tarde podría arrepentirse si no bajaba por el paseo hasta el lago para ver el agua, los botes, la escalinata y todo.
—¡Se lo juro, madre! —había dicho antes—. Para una doncella respetable de una gran mansión es muy raro tener que vigilar a una negra como si fuera un policía y no poder decir palabra. Porque, si dijera algo, el capitán Osborn, que es muy listo, me echaría en un santiamén. Y lo que es peor —retorciendo las manos—: en realidad es posible que no esté pasando nada. Si fueran inocentes como corderos, no actuarían de otra forma. Además, ¿quién nos dice que todo lo que ha ocurrido no ha sido por mera casualidad?
—Eso es lo peor —respondió la señora Cupp con preocupación—. El trozo de balaustrada se pudo caer por sí solo y cualquier dama delicada de salud puede tener pesadillas y dormir mal.
—Sí —admitió Jane con inquietud—, eso es lo peor. A veces me siento como una tonta y me enfado conmigo misma.
En las dependencias del servicio, los chismes abarcaban un buen número de temas. En las mansiones rurales, como es natural, se habla mucho de lo que ocurre en las inmediaciones: los incidentes de los pueblos, los escándalos de las casas y las tragedias de las granjas. Aquella tarde, en uno de los extremos de la mesa se comentó cierto escándalo que a punto había estado de acabar en tragedia. Una muchacha guapa, briosa y presumida había acabado por meterse en ese «lío» que amigos y enemigos llevaban vaticinando algún tiempo. Por ser la chica quien era, en el pueblo había corrido el veneno y se había organizado un gran revuelo. Muchos habían vaticinado que la muchacha acabaría «subiendo a Londres» o ahogada en el lago, porque era lanzada e impúdica, lo que en su peor hora le había valido no poco desprecio y bastantes burlas. Los criados de Palstrey la conocían bien porque recientemente había trabajado como sirvienta en la Granja de los Perros y sentía gran simpatía por Amira, con quien había querido entablar amistad. Cuando de pronto se puso enferma y, durante varios días, estuvo al borde de la muerte, corrió sigilosamente el rumor de que Amira —por sus pociones y conjuros de amor— podría haber dicho, si hubiera querido, algo que arrojara luz sobre su estado. La muchacha corrió un gran peligro. El médico del pueblo, a quien habían llamado con urgencia, llegó a declarar en cierto momento que la vida la había abandonado. Y fue Amira, de hecho, quien en ese momento insistió en que no estaba muerta. Tras un período de postración en el que tuvo todo el aspecto de un cadáver, regresó poco a poco a la existencia terrenal. La gráfica descripción de las escenas que se desarrollaron junto a su lecho —su óbito aparente, el cuerpo helado y exangüe, su demorado y fantasmal regreso a la conciencia— suscitó un interés febril en las dependencias del servicio. Le hicieron muchas preguntas a Amira, pero las respuestas sólo la satisfacían a ella. Conocía perfectamente la opinión de los demás criados y lo sabía todo de ellos, mientras que de ella ellos no sabían nada. Su limitado inglés tal vez contribuyera a frustrar su curiosidad. Cuando insistían mucho, sonreía y proseguía sus explicaciones en hindi.
Jane Cupp oyó las preguntas y las respuestas. Amira declaró que no sabía nada más que lo que sabía todo el pueblo. Hacia el final de la conversación, sin embargo, con una mezcla de parco inglés y de hindi, dijo que días antes se le había ocurrido que la muchacha acabaría ahogada. Cuando le preguntaron por qué, movió la cabeza y dijo que la había encontrado junto al lago de la memsahib, bajo los árboles. La chica le había preguntado si en la parte del puente el agua era lo bastante profunda para ahogarse y ella le había contestado que no lo sabía.
Todos reaccionaron con sorpresa, pues sabían que en aquel punto las aguas eran bastante profundas. Las mujeres se estremecieron al recordar cuán profundas les habían dicho que eran. En el pueblo decían que no tenían fondo. Todos se deleitaron con la horripilante idea de un lago sin fondo. Alguien recordó cierta historia a propósito. Hacía noventa años, dos jóvenes jornaleros andaban peleados por una muchacha. Cierto día, al calor de una riña por celos uno cogió al otro y lo arrojó literalmente al agua. Jamás lo encontraron. Dragaron el lago, pero no hallaron el cuerpo. Se había hundido en las tinieblas para siempre.
Amira se sentó a la mesa y bajó la vista. Tenía por costumbre guardar silencio con la cabeza gacha, cosa que Jane no podía perdonarle. Mientras tomaba el té, la estuvo observando sin poder evitarlo.
Al cabo de unos minutos, se le quitaron las ganas de pan con mantequilla, se levantó y salió del comedor. Estaba pálida.
Los procesos mentales que siguió aquella tarde desembocaron en la determinación de recorrer la avenida y llegar hasta el lago. Podía hacerlo mientras la marquesa y sus huéspedes estaban cenando. El vicario, su esposa y su hija también estaban invitados.
A Jane la impresionaron el misterioso silencio y la oscuridad de la avenida de los tilos, y sentía escalofríos a medida que iba avanzando. Procuraba conservar la calma con reflexiones prácticas que apenas decía entre susurros.
—Sólo voy a echar un vistazo para asegurarme, aunque sea una tontería. Me he cansado, estoy harta, pero no puedo dejar de vigilar a esa mujer. Y la mejor forma de tranquilizarme es comprobando lo tonta que puedo llegar a ser.
Apresuró el paso hasta llegar al lago. Divisó los reflejos del agua en medio de la penumbra, pero hasta que no pasó determinado árbol no vio el puente.
—¡Dios mío! ¿Qué es eso? —dijo de pronto.
Una mancha blanca se elevó, como salida de la tierra, de entre los juncos de la orilla del lago.
Jane se quedó parada un instante y contuvo la respiración. Entonces saltó como un resorte y corrió lo más rápido que pudo. La figura blanca se alejaba despacio entre los árboles. Ni se apresuraba ni parecía asustada. Jane corrió hasta alcanzarla y la agarró por su blanco ropaje. Se encontró, como muy bien sabía, con Amira, que se limitó a darse la vuelta y a sonreírle con una amabilidad capaz de aplacar toda agitación.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Jane—. ¿A qué has venido?
Amira respondió en hindi, con su costumbre de no tener en cuenta que se estaba dirigiendo a un extranjero que no la entendía. Explicó que, habiendo oído que la memsahib de Jane iba a aquel paraje a meditar por la tranquilidad que en él reinaba, se había aficionado también ella a orar y meditar a aquella hora, a la que ya no iba nadie. Recomendaba el sitio a Jane y a la madre de Jane, que le parecían personas religiosas e inclinadas a las prácticas devocionales. Jane empezó a zarandearla.
—No entiendo una palabra de lo que dices —le gritó—. Y lo sabes. ¡Habla en inglés!
Amira asintió con la cabeza lentamente y volvió a sonreír con paciencia. Se esforzó por explicarse en inglés, pero nunca había hablado un inglés peor, de eso estaba segura. ¿Acaso los criados tenían prohibido acercarse al lago?
Fue demasiado para Jane, que, hecha un amasijo de nervios, rompió a llorar.
—Estás planeando alguna maldad, lo sé —dijo entre sollozos—. Esto es intolerable. Voy a escribir a unas personas que pueden hacer, porque tienen derecho, lo que yo no me atrevo. Y voy a volver a este puente.
Amira la miró con confuso candor unos instantes. Alzó la mano pidiendo silencio, pero prosiguió con nuevas disculpas y explicaciones en hindi. En mitad de ellas, frunció el ceño y un leve brillo iluminó sus ojos. Volvió a hacer el mismo gesto con la mano.
—Vienen hacia aquí. Es su memsahib y su gente. Los estoy oyendo.
Era verdad. Jane había calculado mal la hora, o la cena había durado menos de lo habitual. Lady Walderhurst había llevado a sus invitados a ver cómo la luna creciente se asomaba entre los tilos, algo que le gustaba hacer en noches cálidas.
Jane huyó rápidamente. Amira también se marchó, pero sin precipitación ni señal de nerviosismo.
—Tienes mala cara, Jane. ¿No has dormido bien? —le dijo lady Walderhurst a la mañana siguiente mientras Jane le cepillaba el pelo. Había levantado la vista y observado su pálido semblante en el espejo. El pálido semblante, además, tenía los ojos enrojecidos.
—He tenido dolor de cabeza, milady —respondió Jane.
—Yo también… o algo parecido —dijo lady Walderhurst, en cuya voz se echaba en falta la alegría habitual. Tenía la mirada apagada—. No he descansado bien. Llevo así una semana. Esa costumbre de desvelarme pensando que he oído un ruido empieza a afectarme. Anoche volví a soñar que alguien me tocaba el costado. Creo que no tendré otro remedio que llamar a sir Samuel Brent.
—¡No deje de hacerlo, milady! —exclamó Jane con apremio—. ¡No deje de hacerlo!
Lady Walderhurst la miró con inquietud.
—¿Crees que…? ¿Cree tu madre que no estoy todo lo bien que debería estar, Jane?
A Jane le temblaban las manos.
—¡Oh, no, milady! ¡Oh, no! Pero si mandase a buscar a sir Samuel Brent, o a lady Maria Bayne, o al… o al marqués…
La expresión de lady Walderhurst pasó de la inquietud a la alarma. Empezaba a estar verdaderamente asustada y cada vez más pálida. Se volvió hacia Jane.
—¡Ay! —gimió, con una mezcla de temor y súplica casi infantil—. ¡Seguro que crees que estoy enferma! ¡Seguro! ¿Qué tengo? ¿Qué tengo?
Se inclinó súbitamente y apoyó los codos en el tocador, escondiendo la frente entre las manos. El pánico la había vencido.
—¡Ay! Si algo saliera mal… —con un débil quejido—, ¡si ocurriera algo malo! —No podía ni imaginárselo. Le partiría el corazón. Era tan feliz… Dios había sido tan bondadoso…
A Jane la removía por dentro el arrepentimiento y la rabia por su propia torpeza y estupidez. Había sido ella quien había «perturbado» ahora a la marquesa, quien la había asustado hasta hacerla palidecer y temblar. ¡Qué no merecería por ser tan insensata y tan tonta! Tendría que haberlo pensado antes de decir nada. Con el mayor respeto y afecto, de sus labios empezaron a manar las disculpas.
—Le ruego que me perdone, milady. ¡He sido una tonta! Ayer mismo decía madre que nunca había visto una dama con tan buena salud y buen ánimo. Por favor, señora… Ay, ¿me permite que llame a madre para que venga un momento a hablar con usted?
Emily iba recobrando el color poco a poco. Jane fue a buscar a su madre y la señora Cupp estuvo a punto de arrancarle las orejas.
—No sé qué os pasa a las chicas de hoy —dijo—. Tenéis menos seso que un mosquito. Si no te puedes quedar calladita, mejor dejas el trabajo. Como es natural, la marquesa ha creído que había que mandar a buscar a esas personas porque nosotras teníamos la certeza de que iba a morir. ¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¡Largo de aquí, Jane Cupp!
La señora Cupp disfrutó mucho de su breve entrevista con lady Walderhurst. Una mujer cuya opinión resultaba valiosa en momentos tan graves tenía motivos para disfrutar. Al volver a su habitación, se sentó tranquilamente, se abanicó con el pañuelo e inició trámites judiciales contra Jane.
—Lo que hay que hacer —afirmó— es pensar, y eso vamos a hacer: pensar. No podemos decirle las cosas así, sin más, antes hay que contar con hechos ciertos y probados. Y entonces podemos llamar a las personas que tienen el poder en sus manos. No podemos llamarlas hasta que tengamos algo que nadie pueda negar. El puente, es verdad, es lo bastante viejo y se puede manipular con facilidad, para que, si se rompe, parezca un accidente. Dices que hoy no irá por allí. Muy bien, pues esta tarde mismo en cuanto anochezca, tú y yo nos acercamos y le echamos un vistazo. Es más, nos haremos acompañar por un hombre, Judd, que es de fiar. Si sucede lo peor: sólo nos estamos tomando la libertad de comprobar que es seguro, porque sabemos que es viejo y no escatimamos a la hora de tomar precauciones.
Como Jane había deducido de su escrupulosa pero en apariencia casual investigación, Emily no tenía intención de visitar su refugio favorito. Por la mañana no se había sentido bien. La pesadilla la había trastornado mucho más la segunda vez. En esta ocasión parecía que la mano furtiva no se conformaba con tocar, sino que también quería sujetarla. Después de despertar necesitó varios minutos para sentirse físicamente capaz de levantarse. La experiencia, pues, tuvo consecuencias físicas y mentales.
No vio a Hester hasta el almuerzo y, cuando la encontró, tenía uno de esos momentos de humor extraño. Aquellos días los tenía a menudo. Su mirada era nerviosa, crispada, y muchas veces daba la impresión de haber llorado. Asimismo, de tanto fruncir el ceño, habían aparecido arrugas entre sus cejas. Emily, siempre comprensiva, había tratado en vano de levantarle el ánimo con una cordial conversación femenina. Pero había días en que, por algún motivo, tenía la impresión de que Hester no deseaba verla.
Esa impresión tuvo aquella tarde, y, no encontrándose ella misma en la pleamar de la alegría, advirtió cierto desaliento. Apreciaba mucho a Hester, había deseado sinceramente trabar amistad con ella y hacerle la vida más fácil. Sin embargo, tenía la sensación de haber fallado. Y todo porque distaba tanto de ser una mujer inteligente… Quizá habría fracasado en otros aspectos también por falta de inteligencia. Quizá no fuera capaz de dar a otras personas lo que querían, lo que necesitaban. Una mujer brillante tenía poder para conseguir y conservar el amor.
Al cabo de una hora intentando elevar la temperatura mental del florido tocador de la señora Osborn, se levantó y, cogiendo su pequeño costurero, dijo:
—Me marcho para que pueda reposar un poco. Creo que me voy a acercar al lago dando un paseo.
Salió discretamente, dejando a Hester en sus cojines.