Capítulo IV
En las zonas contiguas a la casa ya había gran bullicio y ajetreo cuando la señorita Fox-Seton cruzó los jardines a la mañana siguiente. Unos sirvientes estaban poniendo las mesas y llevaban cestas de pan, bollos y comestibles a la carpa destinada para preparar el té. Lo hacían todo con interés y buen humor. Los hombres se tocaban el sombrero al ver a Emily y las mujeres le sonreían con cortesía. Todos sabían ya que era la representante de la señora condesa, y que era amable y podían confiar en su capacidad.
—Qué trabajadora es esta señorita Fox-Seton —le decía uno a un compañero—. Nunca había visto a una dama que se pusiera así a la altura de uno. Las damas, aunque tengan buenas intenciones, se te quedan mirando y te dicen las cosas, pero parece que no saben cómo se hacen. Esta mañana ha bajado a ayudar y ha cortado el pan y la mantequilla. Ayer estuvo preparando paquetitos de dulces. Los hacía con papeles de distintos colores y los adornaba con una cinta, porque dice que sabe que de esa manera los niños los aprecian más, que siempre han sido así y que así serán siempre. Para despertar la sonrisa de un niño bastan un poquito de rojo y otro poquito de azul, dice.
Emily cortó el pan, la mantequilla y el pastel, y estuvo toda la mañana colocando sillas y juguetes en las mesas. Hacía calor, pero el día era hermoso, y estaba tan ocupada que apenas tuvo tiempo de desayunar. En la fiesta reinó el más alegre de los ambientes. Lady Maria hizo gala de su mejor sentido del humor. Había planeado una excursión a unas interesantes ruinas para la tarde del día siguiente y una cena formal para la noche. Para gran satisfacción suya, acudirían sus vecinos preferidos, que acababan de volver a la casa de campo que poseían a pocos kilómetros. La mayoría de los vecinos la aburrían y, a base de cenas, los iba dosificando como si fueran medicamentos. Pero los Lockyer eran jóvenes, apuestos e inteligentes, y siempre se alegraba cuando se instalaban en Loche si ella estaba en Mallowe.
—No son ni aburridos ni rancios —comentó—. En el campo, la gente es aburrida y, cuando no, rancia. Y yo corro peligro de convertirme en ambas cosas, la verdad. Seis semanas de cenas con ciertas personas que conozco, y acabo poniéndome enaguas de lana y hablando de la deplorable condición moral de la sociedad londinense.
Después del desayuno, dirigió a todos sus invitados a la explanada de césped que se extendía bajo las encinas.
—Vamos a estimular la industria —dijo—. Veamos trabajar a Emily Fox-Seton. Es todo un ejemplo.
Curiosamente, aquél fue el día de la señorita Cora Brooke. De pronto, se vio caminando por el prado al lado de lord Walderhurst. No supo cómo ocurrió. Tal vez, simplemente, fuera simple casualidad.
—Apenas hemos hablado —dijo él.
—La verdad —replicó Cora— es que hemos hablado mucho, pero con otras personas. Yo, al menos, lo he hecho.
—Sí, usted ha hablado mucho —dijo el marqués.
—¿Quiere decir que he hablado demasiado?
Lord Walderhurst examinó la belleza de la muchacha a través de su monóculo. Quizá el ambiente festivo que impregnaba el aire inspirase su buen humor.
—Quiero decir que no ha hablado lo suficiente conmigo. Ha dedicado usted demasiado tiempo a la conquista del joven Heriot.
Cora se rio con cierto descaro.
—Es usted una jovencita muy independiente —comentó el marqués con un tono más frívolo de lo habitual—. Tendría usted que ofrecer una disculpa, mostrarse tímida, tal vez.
—No lo haré —dijo Cora tranquilamente.
—¿No lo hará o no quiere hacerlo? —insistió Walderhurst—. Son frases muy rotundas para que una niña, o una jovencita, responda así a sus mayores.
—Las dos cosas —respondió la señorita Cora Brooke con ligero sonrojo de satisfacción—. Vayamos a las carpas a ver qué hace la pobre Emily Fox-Seton.
—Pobre Emily Fox-Seton —repitió el marqués mecánicamente.
Fueron, pero no se quedaron mucho tiempo. El convite iba cobrando forma. Emily Fox-Seton estaba muy atareada y concentrada en la tarea. Los criados se dirigían a ella para pedirle instrucciones. Tenía mil cosas que hacer y supervisar además lo que ya se había hecho. Había que preparar los premios de las carreras y los regalos de los niños: cosas para niños y cosas para niñas, regalos para los más pequeños y regalos para los mayores. Nadie podía quedarse sin el suyo, y nadie debía recibir el que no le correspondía.
—Sería horrible, ¿se dan cuenta? —decía Emily a la pareja cuando entraron en la carpa y empezaron a hacerle preguntas—, que a un niño mayor le diéramos un caballito de madera y a una niña pequeña un bate y una pelota de críquet. Y luego, si a una niña pequeña le diéramos una caja de coser y a una mayor una muñeca, se llevarían una gran decepción. Hay que ponerlo todo en orden. Llevan días esperando este momento y sería terrible desilusionarlos, ¿no les parece?
Walderhurst se quedó mirando, inexpresivo.
—¿Quién se encargaba de todo esto antes de que lady Maria contara con usted? —preguntó.
—Pues otras personas. Pero dice que resultaba muy cansado. —A continuación, con sonrisa luminosa—: Me ha pedido que venga a Mallowe para organizar la fiesta los próximos veinte años. Es tan buena.
—Maria es una mujer buena —con lo que a Emily le pareció deliciosa cortesía—. Es buena con sus fiestas y es buena con Maria Bayne.
—Es buena conmigo —dijo Emily—. No sabe usted cuánto disfruto con todo esto.
—Esa mujer disfruta con todo —comentó lord Walderhurst cuando se hubo alejado con Cora—. ¡Qué naturaleza tan envidiable! Yo daría diez mil libras al año por ella.
—Tiene tan poco —dijo Cora— que todo le parece bonito. No es de extrañar. Pero es muy simpática. Madre y yo la admiramos mucho. Estamos pensando en invitarla a Nueva York y que se divierta de verdad.
—Le encantaría Nueva York.
—¿Lo conoce, lord Walderhurst?
—No.
—Tiene que venir, lo digo en serio. Ahora vienen muchos ingleses, y a todos les gusta.
—Puede que vaya —respondió Walderhurst—. Lo he pensado alguna vez. Uno se cansa del Continente y ya conozco la India. No he paseado por la Quinta Avenida, ni por Central Park, ni he estado en las Montañas Rocosas.
—Hay que conocerlas —sugirió la señorita Cora.
Aquél, sin duda, era su día. Lord Walderhurst las invitó a ella y a su madre a dar un paseo en su coche alto antes de la comida. Le gustaba llevar las riendas, así que había llegado a Mallowe con coche y caballos propios. Sólo sacaba a pasear a sus favoritos, y aunque en esta ocasión se aburrió con aire calmo, el acontecimiento levantó una pequeña ráfaga de sonrisas en el jardín. Por lo menos, cuando el coche aceleró por la avenida abajo con la señorita Brooke y su madre, ligeramente acaloradas y embargadas de emoción, en los asientos más altos, los de honor, varias personas intercambiaron miradas y enarcaron cejas.
Lady Agatha subió a su cuarto y escribió una larga misiva a Curzon Street. La señora Ralph departió sobre el drama de tesis con el joven Heriot y el grupito cercano.
Esa tarde, radiante y soleada, llegaron nuevas visitas para colaborar con su presencia en el festín. Lady Maria, siempre que organizaba una gran fiesta, convocaba a invitados del vecindario para animarla.
A las dos en punto, una procesión de niños con amigos y padres, encabezada por la banda del pueblo, desfiló por la avenida y pasó por delante de la casa en su camino a su rincón especial del parque. Desde la ancha escalinata, lady Maria y sus invitados dieron la bienvenida a la ruidosa multitud según iba entrando, con hospitalarios asentimientos, reverencias y alegres sonrisas. Todo el mundo estaba de un espléndido humor.
A medida que los aldeanos se congregaban en el jardín, el grupo de la casa se iba uniendo a ellos. Un prestidigitador de Londres ofreció sus números a la sombra de un árbol, y, con gritos de alegría y chillidos de asombro, los niños se encontraron con que de sus bolsillos salían conejos y de sus gorros, naranjas. Los invitados de lady Maria se paseaban por el jardín observándolos y riendo.
Tras la representación del mago llegó el gran acontecimiento del té. No hay convite digno de tal nombre si los niños no se empachan hasta rebosar de té, bollos y, principalmente, de grandes porciones de pastel de frutas. Lady Agatha y la señora Ralph repartían el pastel entre las filas de niños sentados en la hierba. La señorita Brooke estaba hablando con el señor Walderhurst cuando empezó la tarea. Llevaba amapolas en el sombrero y un parasol adornado con esa misma flor. Se sentó debajo de un árbol y estaba ciertamente seductora.
—Tendría que ayudar a repartir el pastel —dijo.
—Es mi prima Maria la que tendría que ir —señaló lord Walderhurst—, pero no piensa hacerlo, y yo tampoco. Hábleme del tren elevado y de la calle Quinientos Cincuenta Mil.
Su actitud era ligeramente ruda y lánguida, pero digna, y a Cora Brooke la impresionó.
Emily Fox-Seton repartió pastel y administró los víveres con alegre tacto y mejor disposición. Cuando les sirvieron a los mayores su té, pasó por las mesas atendiendo a todo el mundo. Se volcó tanto en ser hospitalaria, que no encontró tiempo para lady Maria y su grupo en la mesa colocada bajo las encinas. Comía pan y mantequilla y bebía té mientras charlaba con unas ancianas de quienes se hizo amiga. Disfrutaba enormemente, aunque a veces se veía obligada a sentarse unos momentos para dar descanso a sus fatigados pies. Los niños se acercaban a ella como a un ser omnipotente y benigno. Sabía dónde estaban los juguetes y qué premios había que entregar en cada carrera. Representaba la ley, el orden y la generosidad. Las demás damas se paseaban con vestidos maravillosos, sonriendo, exaltadas; los caballeros colaboraban en los concursos tal y como hacen los aficionados y bromeaban unos con otros como patricios; pero aquella mujer era la única que parecía formar parte del convite. No iba tan bien vestida como las demás: llevaba un vestido de lino azul con bandas blancas y un sencillo sombrero de marinero con lazo y hebilla; y, aunque pertenecía al mundo de la señora condesa y al de Londres, nunca una dama les había gustado tanto. Era un banquete estupendo y parecía responsabilidad suya. En Mallowe nunca habían celebrado un festín tan jovial y variado.
La tarde se aproximó a su punto culminante y luego fue decayendo. Los niños gozaron de los juegos y las carreras hasta que sus jóvenes miembros empezaron a fallarles. Las personas mayores deambulaban tranquilamente o se sentaban en grupos para charlar o escuchar a la banda del pueblo. Habiendo tenido bastantes festejos rurales, los invitados de lady Maria regresaron al jardín de un humor excelente y charlaron y vieron un partido de tenis que se había organizado en la pista.
El gozo de Emily Fox-Seton no decayó, pero el color de su rostro sí. Le dolían piernas y brazos, y su risueño semblante se puso pálido. Debajo de un haya observaba las últimas ceremonias, que lady Maria, que había vuelto con sus invitados del rincón de las encinas, ya presidía. El himno nacional se escuchaba con vigor y la señora condesa fue objeto de tres sonoros vítores. Fue un saludo tan sincero y jubiloso que Emily estuvo a punto de llorar de la emoción. En todo caso, a sus hermosos ojos de color avellana estuvieron a punto de asomarse unas lágrimas. Era una criatura que se conmovía con facilidad.
Lord Walderhurst, al lado de lady Maria, también parecía satisfecho. Emily vio que hablaban y que ella sonreía. Luego dio un paso y, con ese aire distanciado tan propio de él, se quitó el monóculo.
—Niñas y niños —dijo con voz clara y resonante—, quiero que deis los tres hurras más grandes que podáis a la dama que ha trabajado para que el convite fuera el éxito que ha sido. Lady Maria acaba de decirme que nunca había organizado una fiesta así. ¡Tres hurras por la señorita Fox-Seton!
Emily dio un respingo y se le hizo un nudo en la garganta. Tenía la sensación de que, de pronto y sin previo aviso, se había convertido en un personaje de la realeza. Y no sabía qué hacer.
Todos los invitados, los jóvenes y los adultos, las hembras y los varones, prorrumpieron en hurras, vítores y chillidos, y lanzaron al aire gorras, gorros y sombreros, y todos se volvieron hacia la señorita Fox-Seton, que se puso colorada e hizo reverencias, trémula de gratitud y alegría.
—¡Oh, lady Maria! ¡Oh, lord Walderhurst! —les dijo cuando consiguió acercarse—. ¡Qué buenos son ustedes conmigo!