Capítulo XV
Aunque inesperada, la partida de lady Walderhurst de Palstrey se llevó a cabo con tranquilidad y pareció de lo más natural. Los Osborn sólo supieron que se había visto obligada a marcharse a Londres un par de días y que, una vez allí, el médico le había aconsejado pasar una temporada en un balneario alemán. Emily escribió una bonita carta dando explicaciones y pidiendo disculpas: no podía regresar al campo antes del viaje y probablemente, dadas las circunstancias, volvería ya con su marido, que llegaría a Inglaterra en el transcurso de los dos meses siguientes.
—¿Sabe ya cuándo va a volver? —preguntó a su mujer el capitán Osborn.
—Le ha escrito para pedírselo.
Osborn sonrió.
—Se sentirá en la obligación de hacerlo. Está tremendamente satisfecho con la importancia que puede adquirir en este momento tan particular. Como tú y yo sabemos, es de esos hombres a quienes les encanta que los llamen para ponerse al frente de asuntos que suelen ser cosa de viejas.
De la carta que había visto en la bandeja del correo y cogido para examinarla ya se había encargado. Ésa, al menos, no llegaría a su destinatario. Después de informarse oportunamente de lo sucedido con la barandilla del puente, había tenido la astucia de dar por supuesto que la carta escrita inmediatamente después del incidente comunicaría tales impresiones que hasta un hombre como el marqués pensaría que su presencia en la casa se hacía completamente necesaria. La mujer se había asustado y, a buen seguro, había perdido la cabeza y actuado como una tonta. En pocos días se tranquilizaría y el episodio perdería relevancia. En todo caso, sin embargo, él ya se había encargado de la carta.
Osborn no sabía, sin embargo, que el azar había intervenido en su favor. Lord Walderhurst se hallaba temporalmente indispuesto por culpa de una mala digestión y había tenido que alterar sus planes por un repentino aunque nada peligroso acceso de fiebre, tras el cual había recibido órdenes de retirarse a una región montañosa donde el correo llegaba a duras penas. En consecuencia, varias cartas de su mujer se extraviaron y, aunque finalmente llegaron a su destino, lo hicieron con mucho retraso. En el preciso instante en que el capitán Osborn hablaba de él con Hester, el marqués cuidaba de sí mismo a regañadientes y con la ayuda de un médico e, irritado por la imprevista interrupción de sus planes, dedicaba, hay que decirlo, relativamente poco tiempo a pensar en su esposa, quien, por otra parte, encontrándose cómodamente instalada en Palstrey Manor, debía, él no tenía la menor duda, de dedicarse gozosamente al cuidado de la joven señora Osborn.
—¿A qué balneario alemán ha ido? —preguntó Alec Osborn.
Hester consultó la carta con lánguido interés.
—Qué propio de ella no tomarse la molestia de decírnoslo —respondió—. Tiene la manía de contarte cosas que no te interesan y se le olvidan las interesantes. Habla con todo detalle de su salud y de la mía y de cuánto nos aprecia. Es evidente que espera que volvamos a la Granja de los Perros y deplora su falta de hospitalidad con varios adjetivos.
No daba la impresión de interpretar un papel, pero lo estaba interpretando, y lo estaba interpretando bien. Era el papel de mujer egoísta y de mal carácter que acumula rencor cuando se ve obligada a abandonar un sitio en el que se encuentra cómoda.
—Veo que no sientes por ella más aprecio que yo —dijo Osborn tras observarla unos instantes. ¡Si hubiera confiado en ella como había confiado en Amira!
—¿Y por qué voy a sentir aprecio? —dijo Hester—. A una mujer rica le es muy fácil ser amable y simpática. Para ella no es una exigencia y no le cuesta tanto.
Osborn se sirvió un whisky con soda bien cargado. Regresaron a la Granja de los Perros al día siguiente y, aunque antes ya tenía por costumbre tomarse unos cuantos a diario, incrementó el número de «tragos» hasta que apenas quedaron en el día horas en las que supiera lo que hacía.
El balneario alemán de lady Walderhurst estaba mucho más cerca de Palstrey de lo que nadie sospechaba: a pocas horas de ferrocarril.
Cuando, tras pasar el día en un tranquilo alojamiento de Londres, la señora Cupp volvió al lado de la marquesa y le informó de que había pasado por la casa de Mortimer Street y averiguado que la viuda que se había hecho con el mobiliario y el contrato de arrendamiento había tenido mala suerte y sufrido la falta de asiduidad de los inquilinos y sólo deseaba traspasar el negocio en condiciones no demasiado ruinosas, Emily lloró de alegría.
—¡Oh, cuánto me gustaría vivir allí! —dijo—. Era una casa tan bonita. Y ¿quién se va a imaginar que he vuelto? Además, no necesito a nadie más que a Jane y a usted. Es un sitio seguro y tranquilo. Dígale a esa señora que tiene usted una amiga a quien puede traspasar el contrato por… digamos un año, y que está dispuesta a pagar lo que sea.
—No pienso decirle nada de eso, milady —fue la sagaz respuesta de la señora Cupp—. Le haré una oferta en dinero contante y sonante y zanjaremos el asunto sin más preguntas. A esas personas les ofrecen alguna vez contratos temporales de alquiler que resultan más provechosos que seguir teniendo inquilinos. Todas las clases tienen sus problemas y a veces se encuentra gente que quiere alquilar sólo por unos meses una casa decente y que pueda pagar. Le haré una oferta y no se hable más.
A raíz de esta conversación, a la mañana siguiente y por primera vez en muchos meses, la viuda salió de su domicilio con el bolso cargado y la cabeza despejada. Esa misma noche, ingenuamente inconsciente de estar encarnando el papel de dama en ese tipo de aprietos y amparada por la discreta penumbra de un coche de alquiler, la buena y decorosa Emily Walderhurst se trasladó a Mortimer Street. Cuando se vio en la «mejor habitación» de la casa, que tan lejos había estado en otro tiempo de su alcance, y comprobó que sus cuatro sosas paredes, el tocador de caoba y los feos cojines con volantes eran, sin el menor toque melodramático, de lo más corriente y fiable, volvió a llorar de alegría.
—Es tan acogedora… —dijo, y a continuación, valientemente, añadió—: Es un sitio muy cómodo, lo digo de verdad.
—Lo arreglaremos y será mucho más alegre, milady —dijo Jane, que apreciaba sinceramente la casa y agradecía haber vuelto a ella—. Me da tanta tranquilidad estar aquí que para mí es como estar en el Paraíso. —Se dirigió a la puerta pero, antes de salir, se detuvo—: Ninguna persona blanca o negra va a pisar este felpudo, exceptuando a madre y a mí… —declaró, y se tomó la libertad de añadir—: hasta que vuelva el señor marqués.
Emily imaginó al señor marqués pisando el felpudo de aquella vivienda de Mortimer Street en busca de su marquesa, y se puso nerviosa. Aún no había tenido un momento para escribirle contándole el episodio del vaso de leche y la súbita confesión de Hester Osborn. Se había dedicado por completo a los laboriosos preparativos del viaje para que todo pareciera natural. Hester, que era muy astuta, había sugerido todos y cada uno de los pasos que debía dar y la había secundado en todo momento. Emily temía, no obstante, por ella, porque, a pesar de todo, podía delatarse con riesgo de graves consecuencias. No había tenido tiempo para escribir, no, pero cuando James recibiera su próxima carta (últimamente, cuando pensaba en él, muchas veces lo llamaba «James»), sabría lo único en realidad importante: que ella deseaba que volviera. Le pedía disculpas por los trastornos que pudiera causar a sus planes, pero, en efecto, le solicitaba con firmeza que regresara a su lado.
«Creo que volverá —se decía—. Sí, creo que lo hará. ¡Me voy a poner tan contenta! Tal vez no haya sido muy sensata, tal vez haya cometido algún error pero, si sigo en lugar seguro y no me ocurre nada hasta que él vuelva, habremos conseguido lo más importante».
Dos o tres días en aquella casa que tan familiar le resultaba, atendida únicamente por dos criaturas que tan bien conocía, bastaron para que recobrara la tranquilidad y el equilibrio. La vida volvió a ser confortable y prosaica. Gracias a la iniciativa de Jane y a sus recuerdos del mobiliario de Palstrey, la mejor habitación de la casa y el cuarto donde pasaba el día se llenaron de alegría. Jane le llevaba el té por la mañana, la señora Cupp estaba al mando en la cocina. El simpático médico, de quien tantas cosas buenas habían oído decir, iba y venía dejando a su paciente con la sensación de que entre ellos podía estar forjándose una amistad. Y parecía muy bueno y sagaz.
Emily recuperó su sonrisa infantil. La señora Cupp y Jane comentaban en privado que, si no fuera una dama ya casada, tendrían la sensación de que disfrutaban de nuevo de la compañía de la señorita Fox-Seton. Volvía a ser la misma de siempre, con su buen color y sus preciosos y alegres ojos. ¡Parecía mentira que se hubieran producido tantos cambios y hubieran pasado tantas cosas!
Los londinenses no saben nada —o lo saben todo— de sus vecinos. Los que vivían en Mortimer Street pertenecían a la clase —muy— trabajadora, y vivían de alquiler con no pocas inquietudes siempre relacionadas con la renta, los impuestos y la cuenta del carnicero para tener encima que preocuparse de sus vecinos. La vida en la casa de huéspedes que había cambiado de manos no ofrecía nada digno de atención. Parecía, desde fuera, la misma de siempre. La entrada estaba impoluta, el lechero seguía dejando su mercancía dos veces al día y los repartidores del barrio entregaban la suya como era su costumbre. De vez en cuando venía un médico a visitar a alguien y la única persona que se interesó por la paciente (una criatura afable a quien la señora Cupp había conocido en el puesto de verduras y con quien tenía las conversaciones típicas de buena vecindad) fue informada de que las damas que vivían mano sobre mano en apartamentos amueblados encontraban muy interesante recibir a médicos para que les tratasen dolencias por las que las mujeres trabajadoras no tenían tiempo de preocuparse. La señora Cupp, al parecer, opinaba que las visitas del médico y los frascos de medicina eran muy entretenidos. La señora Jameson tenía muy buen color y tanto apetito como usted o como yo, pero afirmaba que se resfriaba con facilidad y le daban mucho miedo las corrientes.
El interés del doctor Warren por su Caso Extraordinario aumentaba con cada visita. No volvió a ver la sortija de rubí. Después de su primera visita, la señora Cupp había llamado la atención de lady Walderhurst explicándole que esa sortija no era congruente con una habitación en una primera planta de Mortimer Street. Emily se había asustado y se la había quitado.
—Pero lo que más me molesta cuando llega el doctor —le confesó Jane a su madre con nerviosismo— es la mirada de milady. Ya sabes de qué mirada hablo, madre, esa tan amable y desenvuelta que no puede evitar, esos ojos de buena. Pero nunca nos hemos atrevido a hablar con ella. Tendríamos que decirle que es muy probable que el doctor se imagine lo que no es. Cuando lo pienso, me enfado, pero, si no pusiera esos ojos, si pareciera más incómoda, o menos digna, o un poquito presumida y nerviosa, sería más coherente. Y hay otra cosa. Ya sabes que siempre ha llevado muy alta la cabeza, incluso cuando no era más que la pobre señorita Fox-Seton y tenía que ir de compras por las calles embarradas de Londres. Pero, desde que es marquesa, y consciente de que lo es, hasta se ha acostumbrado a serlo, y a veces tiene un aire inocentemente señorial. No se da cuenta, pero yo le digo, madre, que, alguna vez, mientras está aquí charlando con su habitual amabilidad, me dan ganas de decirle: «¡Por favor, milady, si pudiera usted dejar de comportarse como si llevara una tiara!».
—¡Ay! —suspiró la señora Cupp, negando con la cabeza—, es que el Creador la ha hecho así. Nació como es ahora, y parece exactamente lo que era al nacer: una mujer respetable.
Entre tanto, el doctor Warren seguía desconcertado.
—Sólo sale por la noche, Mary, para hacer ejercicio. Por lo que dice, veo que se cree la Biblia al pie de la letra, y, si supiera que hay personas que no aceptan el credo de Atanasio, se quedaría horrorizada. Le duelen y sorprenden las maldiciones que contiene ese credo, pero está segura de que haría mal en poner en duda lo que se dice en misa. La excepcionalidad de esta mujer consiste en ser inexplicable.
Poco a poco el doctor Warren y Emily fueron consolidando la amistad que ella había creído posible. El doctor Warren se quedó a tomar el té un par de veces. La franca e insólita hospitalidad de su paciente era tan incompatible con su situación como todo lo demás. Se comportaba con desenvoltura, como si llevara toda la vida recibiendo invitados. Ninguna mujer en circunstancias tan inciertas atendería con tanta soltura sus pequeños deberes sociales. Sus ingenuos comentarios y sus cursivas entusiastas resultaban deliciosos para el hombre que la estudiaba. También él había advertido el magnífico porte que Jane Cupp deploraba.
—Yo diría que es de buena cuna —le comentó a su mujer—. Ninguna mujer corriente se comportaría con esa dignidad.
—¡Ya sabía yo que era de buena cuna, pobrecita!
—No, «pobrecita» no. Una mujer tan feliz como ella no necesita la compasión de nadie. Ha tenido tiempo de descansar y está radiante.
Iban pasando los días y, sin embargo, la marquesa estaba menos radiante cada vez. Todos sabemos lo que es esperar respuesta cuando escribimos al extranjero. Es imposible calcular cuánto tiempo tardarán en contestar a la última carta que enviamos. Quien espera siempre hace cálculos prematuros. Está seguro de que tiene que recibir correspondencia tal fecha en concreto. La carta la pueden escribir un día y llevarla al correo inmediatamente. Pero la fecha que uno ha calculado llega y pasa, y no hay respuesta. ¿A quién no le ha ocurrido?
Emily Walderhurst había tenido esa experiencia y la conocía bien. Ninguna de las cartas que había escrito anteriormente, sin embargo, había sido de importancia vital. Es cierto que, cuando la respuesta tardaba, aguardaba con impaciencia al cartero y estaba muy inquieta, pero había aprendido a resignarse a lo inevitable. Ahora la vida había cambiado en la forma y en el fondo. Con ayuda de la imaginación, que nunca había puesto a prueba, se esforzaba en figurarse el momento en que su marido recibía la carta y leía lo que tenía que leer. Se preguntaba si reaccionaría con sobresalto, si se asombraría, si sus ojos, medio grises medio castaños, brillarían de alegría. ¿Y si no quería verla? ¿Y si no contestaba de inmediato? Cuando pensaba en la carta del marqués, no pasaba de las primeras líneas:
Mi querida Emily:
La magnífica e inesperada noticia que me das en tu carta supone para mí la mayor de las satisfacciones. Quizá no sepas hasta qué punto deseaba…
Se ponía colorada de felicidad al llegar a este punto y tenía que sentarse. Ojalá fuera capaz de imaginar el resto de la carta.
Calculó con mucho cuidado la probable fecha de llegada contando con los posibles retrasos. Con la ayuda de Hester se había asegurado de que sus cartas llegaran a su destinatario. Se las enviaba a unos banqueros, y ellos las remitían al marqués. Las cartas de la India eran poco importantes e infrecuentes: así pues, se dijo, esta vez tendría que ser todavía más paciente de lo normal. Cuando llegase la carta, si Walderhurst le decía que creía conveniente volver, la extraña aventura que había tenido que vivir habría merecido la pena. Cuando viera el decoroso y noble rostro y oyera la perfecta y educada voz de su marido, lo demás sería un mal sueño.
Al principio y gracias a la decencia, alivio y tranquilidad que se respiraban en la primera planta de Mortimer Street, los días transcurrieron con rapidez, pero, a medida que se acercaba la fecha calculada, era imposible reprimir una natural impaciencia. Consultaba mucho el reloj y no dejaba de pasearse por la habitación. Se alegraba de que llegara la noche para poder irse a la cama, y por la mañana se alegraba también, porque faltaba un día menos para que todo acabase.
—Hoy no se encontraba bien —le comentó una tarde el doctor Warren a su mujer—. Cuando he llegado, estaba pálida, nerviosa. Se lo he dicho y me ha respondido que había sufrido una gran decepción. Ayer esperaba una carta importante y no llegó. Claramente, estaba en horas bajas.
—Puede que estos días de atrás estuviera de tan buen ánimo porque creía que esa carta estaba a punto de llegar —sugirió la señora Warren.
—Eso creía, sin duda.
—Y, tú, Harold, ¿qué crees?
—¿Yo? Es ella quien lo cree. Daba pena ver lo mucho que se esforzaba para que no notara su impaciencia. Me ha dicho que, en el extranjero y si uno está muy ocupado, el correo se puede retrasar por muchos motivos.
—Por muchos motivos, yo opino lo mismo —dijo la señora Warren con amargura—, pero, normalmente, no por los que dan las mujeres que esperan, y desesperan.
El doctor Warren, que se había acercado a la chimenea, contemplaba el fuego con el ceño fruncido.
—Quería contarme o preguntarme algo —dijo—, pero no se ha atrevido. Es como una niña buena que ha hecho alguna trastada. No creo que tarde mucho en hablar.
Los días iban pasando y cada vez parecía más una niña buena que ha hecho alguna trastada. Llegaba el correo, pero sin carta para ella. No comprendía por qué. Perdió su buen color. Mataba el tiempo inventando causas para el retraso. Ninguna era deshonrosa ni suponía menoscabo para lord Walderhurst. Ella se aferraba sobre todo a motivos de salud. Siempre había una razón para no escribir si un hombre no se encontraba bien. Pero, si hubiera empeorado, lo habría sabido por su médico. No quería considerar esa posibilidad, pero, por otra parte, si estaba débil y tenía fiebre, habría ido posponiendo la redacción de la carta un día tras otro. El motivo era plausible, porque el marqués nunca fue un corresponsal pródigo. Sólo escribía con decente regularidad, por así decirlo, cuando tenía tiempo libre.
Por fin, sin embargo, un día que la espera se hacía especialmente penosa y, sin ánimo para hacerle frente, contaba los minutos echada en el sofá mientras Jane hacía pesquisas fuera de casa, oyó de pronto que su doncella subía las escaleras con tanto apremio y alegría que alimentó nuevas esperanzas.
Se incorporó con un brillo en el rostro y la mirada ansiosa. ¡Qué tonta había sido! ¿Por qué se había preocupado tanto? Ahora… ahora todo sería distinto, se dijo, y dio gracias a Dios por haber sido tan bueno con ella.
—Creo que me has traído una carta, Jane —dijo en cuanto se abrió la puerta—. Lo sé por lo rápido que has subido.
Los ojos de Jane, era conmovedor, brillaban de alivio y afecto.
—Sí, milady, aquí la tengo. En el banco me han dicho que ha llegado en un vapor que venía con retraso por culpa del mal tiempo.
Emily cogió el sobre. Le temblaba la mano, pero de alegría. Se olvidó de que Jane estaba delante y lo besó antes de abrirlo. Debía de ser una carta larga y preciosa, porque era bastante grueso.
Al abrirla comprobó, sin embargo, que no era muy larga. El marqués había adjuntado varias hojas de notas o instrucciones (qué más daba lo que fueran). Como a Emily le temblaban las manos, se le cayeron al suelo. Estaba tan nerviosa que Jane prefirió retirarse discretamente y esperar detrás de la puerta.
Al poco rato se alegró de no haber bajado. La marquesa profirió una exclamación de sorpresa y preocupación, y la llamó.
—¡Jane! ¡Jane, ven aquí, por favor!
No se había levantado del sofá y estaba pálida y temblorosa. Tenía la carta en la mano, apoyada en el regazo. Parecía perpleja, abatida, indefensa.
—Jane —dijo con un hilo de voz—, creo que vas a tener que darme un vaso de vino. No voy a desmayarme, no creo, pero estoy muy… preocupada.
Jane se arrodilló a su lado.
—Por favor, milady, échese —suplicó—. Por favor…
Emily no se tumbó. No dejaba de temblar. Miró a Jane confusa, con lástima.
—No es posible —balbució— que el marqués haya recibido mi carta. No es posible… No dice nada… ni una palabra…
Era una mujer muy equilibrada, no tenía ataques de nervios, y nunca se había desmayado, así que no comprendía por qué, mientras hablaba, Jane no dejaba de moverse a derecha e izquierda, ni por qué se hacía de noche en plena mañana.
Jane tuvo que emplear toda su fuerza para que no se cayera del sofá y, al conseguirlo, dio gracias a Dios. Alargó como pudo la mano para alcanzar la campanilla. En cuanto la oyó, la señora Cupp subió las escaleras trabajosamente pero con la máxima rapidez.