Capítulo 12

ABIJAH, el alfarero, era un hombre obstinado pero precavido, con un profundo conocimiento de sus semejantes. Por esta agudeza Quinto tuvo motivos para estarle agradecido antes de que la noche terminase. Agotado por los acontecimientos del día se retiró al lecho de Jonatán en cuanto la celebración de la Pascua acabó. Si se hubiese tomado la molestia de mirar a su alrededor se hubiera dado cuenta de que un cierto número de alfareros y parientes de Abijah que habían asistido a la fiesta permanecían en la casa. Dormían con gruesos garrotes a su lado y algunos de ellos montaron la guardia toda la noche.

El ataque que esperaban se produjo poco antes del alba —con una silenciosa invasión del patio de la alfarería y de la casa por diferentes lados— por una media docena de hombres vestidos con túnicas negras y capuchas que ocultaban su rostro, la típica indumentaria de los asesinos llamados sicarios.

Indudablemente, habían contado con encontrar la casa de Abijah dormida e indefensa. En lugar de esto se encontraron con gruesos garrotes en manos de hombres fuertes y decididos.

Quinto no había sabido nada de las precauciones tomadas por Abijah y fue lento en despertar cuando resonó el grito de alarma. En medio de la oscuridad y confusión del temprano día se vio atacado por una pequeña figura vestida de negro, con una larga daga en la mano, y hubiera perdido la vida allí mismo de no haber acudido en su socorro su entrenamiento como soldado romano. Medio despierto todavía, se echó instintivamente a un lado cuando vio la sombría figura dirigirse a él, y así evitó la daga que apuntaba a su corazón.

Completamente despierto ya, Quinto luchó con el hombre que lo atacaba, agarrándolo con una muñeca de acero y consiguiendo mantener la daga alejada de su cuerpo. Los dos peleaban silenciosamente en la oscuridad: el atacante tratando de liberar el brazo con el que esgrimía el arma y asestar el golpe fatal; Quinto, por su parte, tratando de desarmar al asesino y capturarlo, con objeto de descubrir la identidad de los que lo habían pagado. Quienquiera que fuese, incluso Poncio Pilatos o Caifás, la comisión otorgada por el emperador le daba autoridad suficiente para detener al culpable y llevarlo a Roma para que recibiese su castigo.

El hecho de que prefiriese apoderarse del agresor que matarlo, situaba a Quinto en una cierta desventaja. Fuera de la habitación la lucha se desarrollaba rápida y eficientemente, mientras los parientes y servidores de Abijah rechazaban a los agresores con sus pesados garrotes. De todo el grupo, sólo el que estaba luchando con Quinto parecía haber entrado en la casa. Y habiéndolo conseguido sin que nadie se diese cuenta, Quinto estaba solo para defenderse.

Buscando la ventaja de la oscuridad, Quinto tropezó con el manto que se había echado encima para protegerse del frío de la mañana que se levantaba a aquellas alturas. Cayó de rodillas, pero consiguió mantener su presa sobre la muñeca, alejando el arma de su cuerpo. Los demás se habían dado finalmente cuenta de que uno de los sicarios estaba en la casa y llegaron corriendo a la habitación.

Un pie calzado con sandalias de un supuesto salvador dio en el codo a Quinto en la oscuridad, y el súbito dolor recorriendo su brazo lo paralizó, haciendo que los dedos soltasen su presa. Suelto ya, el hombre del manto negro tuvo libres la mano y la daga. Quinto sintió un agudo dolor cuando la hoja penetró en su carne en la parte alta del pecho y se hundió hasta la empuñadura. A la luz de una antorcha traída por uno de los salvadores vio a Abijah levantar el garrote y descargarlo sobre el cráneo del asesino.

Un velo de oscuridad envolvía ya a Quinto. Tuvo tiempo de dirigir una rápida mirada al pálido rostro de Verónica y a sus ojos abiertos y llenos de congoja antes de perder el conocimiento.