Capítulo 5

FIEL a su promesa, Pedro habló con Verónica y la muchacha aceptó acompañar a Quinto a Roma llevando el velo. Quinto recuperó rápidamente las fuerzas y pronto sintió deseos de emprender el viaje. Proyectó, sin embargo, detenerse en la ciudad de Samaria y ver al hombre llamado Simón el Mago, quien, según le había dicho Pedro, pretendía ser el divino guiador llamado Mesías por el que este agitado pueblo parecía constantemente suspirar. María de Magdala accedió a acompañarlos hasta la ciudad de Sechem, donde un amigo de Simón Pedro, llamado Felipe, tenía su casa.

La ruta más directa de Galilea a Jerusalén cruzaba la región de Samaria. Había una enemistad tradicional entre samaritanos y judíos, que consideraban a los primeros como una raza mezclada. Y en realidad lo eran, pues descendían de los israelitas originales que habían permanecido allí después de que Sargón II, rey de Asiría, se llevara a veintisiete mil de ellos en cautiverio, remplazándolos por hombres del este. Los samaritanos odiaban a los judíos particularmente porque Juan Hircano, hacía ciento cincuenta años, había atacado a Samaría y destruido el templo del monte Gerizim. Más tarde, en los tiempos de Arquelao, que había sido uno de los herederos de Herodes el Grande, los samaritanos habían mancillado el Templo de Jerusalén en represalia, arrojando a él cuerpos de hombres muertos durante la noche. Más recientemente, sin embargo, había reinado una paz relativa entre judíos y samaritanos, especialmente desde que la fuerte mano de Poncio Pilatos gobernaba las dos regiones como procurador.

Abandonando la bella región del lago, el grupo de Quinto penetró en el distrito montañoso que se extendía hacia el oeste. Allí, un angosto desfiladero daba acceso a lo que era llamado Valle de las Palomas, donde miles de estas aves anidaban en los árboles y las grietas de las rocas. Los cazadores de palomas estaban en acción, con trampas y redes, cogiéndolas para venderlas en los mercados de las pacíficas ciudades que circundaban el lago, de manera que el lugar era un constante clamor de hombres gritando y aves chillando.

Más allá del valle se extendía una región tortuosa de abruptas colinas y estrechos valles, a través de los cuales el camino, bastante maltrecho, se inclinaba hacia el sudeste. En aquel momento estaban atravesando el llamado Camino del Mar, antigua ruta de las caravanas entre Damasco y las ciudades del este y Egipto, más lejos, al sur. Rodeaba la punta norte del mar de Galilea y, cortando a través de su desfiladero en las montañas de detrás de Magdala, torcía hacia el sudeste.

Habiendo salido temprano de Magdala, los viajeros pasaron por Nazaret antes de mediodía y prosiguieron su camino. Por el oeste se alzaba una elevación de montañas entre ellos y el lejano mar. Por el sur se extendía una gran llanura conocida por Esdraelón y por el este un monte llamado Tabor se elevaba por encima de las colinas circundantes. Lejos, hacia el norte, había una cresta coronada de nieve a la que Verónica dio el nombre de monte Hermón y en el cual, según dijo, las aguas del Jordán que forman el mar de Galilea tienen su origen.

—Seforis se halla en el norte —dijo—. La guarnición romana de Galilea está acuartelada allí.

Mientras Quinto contemplaba la impresionante ciudad reluciente bajo el sol, un destello metálico llego hasta él. Entornando los ojos para ver mejor, reconoció una columna de soldados en marcha. Se dirigían hacia el sudeste, por un camino que ondulaba entre las colinas de Seloris a Nazaret y el gran camino central que llevaba hacia el sur a través de las cimas montañosas de Jerusalén.

Mucho antes de que Quinto, Verónica y María se detuviesen para pasar la noche en una posada, a la entrada de un pueblecito llamado Ginae, los soldados romanos los habían alcanzado y pasado, caminando a un paso marcial con pleno equipo militar. El conjunto de carretas que normalmente hubiera debido seguir a aquel numeroso grupo de hombres para llevar sus equipos y suministros, no aparecía. Quinto, por su larga familiaridad con las legiones, dedujo de ello que los soldados iban a marchas forzadas por algún caso de urgencia.

Cuando un alto legionario que avanzaba al final de la columna pasó por su lado, Quinto lo interpeló en griego.

—¿Adonde van los romanos tan aprisa?

—A Sebaste —respondió el soldado—. Los samaritanos se han rebelado en esa región.

Quinto recordó lo que Pedro le había dicho acerca de las perturbaciones en la ciudad samaritana llamada por los romanos Sebaste, nombre con el cual Herodes el Grande la había bautizado cuando la reconstruyó y dotó con un gran templo dedicado al emperador Augusto. Si Poncio Pilatos había mandado parte de la guarnición de Galilea a la región de Samaria, había sido sin duda con la intención de evitar que las riendas se le escapasen de las manos y le hicieran perder el dominio de la situación.

En la posada donde pasaron la noche se hablaba mucho de Simón el Mago, cuyos seguidores, según se decía, lo llamaban abiertamente Mesías, el jefe político-religioso que tanto los judíos como los samaritanos esperaban para ser liberados del yugo romano. Se relataban con excitación las maravillas realizadas por el mago, y se decía que había prometido a los samaritanos su dominio sobre los odiados judíos, cuyo centro religioso estaba en Jerusalén.

Ansioso de encontrar al nuevo sanador sobre el que tan fantásticas historias se contaban, Quinto despertó a Verónica y a María al alba y emprendieron el camino que llevaba hacia el sur a través de las cumbres de las montañas. El camino estaba muy poblado por hombres que se dirigían apresuradamente hacia las ciudades de Samaria. Uno de ellos informó a Quinto de que el Mesías estaba en Sechem, la ciudad samaritana al pie del monte Gerizim, más que en el mismo Sebaste.

Felipe, de quien Pedro había hablado a Quinto, era, según María y Verónica, el jefe de los que seguían a Jesús en Samaria. Al atardecer, a medida que se iban acercando a Sechem encontraron los caminos atestados de gente, mucha de ella terriblemente excitada, algunos incluso en los límites de un frenesí religioso. Por todas partes se veían dagas, espadas cortas y gruesos garrotes, y no queriendo problemas mientras Verónica y María estuviesen bajo su responsabilidad, Quinto las puso a salvo. No podía dejar de preguntarse cómo iba Poncio Pilatos a sofocar aquel pueblo excitado si se veía en la necesidad de ejercer la autoridad de Roma.

Situada en un angosto valle, escasamente de media legua romana de anchura, Sechem se extendía entre dos alturas montañosas, una frente a la otra. El pico del norte, según le dijo Verónica, era el monte Ebal. Por el sur, y ligeramente más abajo, se alzaba el monte Gerizim, donde según la gente del camino Simón el Mago pretendía haber encontrado los sagrados vasos tan venerados por los samaritanos; durante mucho tiempo se sintieron avergonzados por la pretendida presencia de las sagradas reliquias en el Templo de Jerusalén.

Las colinas que rodeaban Sechem aparecían verdes y bien regadas. Mientras seguían el camino que llevaba a la ciudad, Quinto iba reconociendo plantaciones de nogales, almendros, granados, olivos, perales y ciruelos. Pequeños torrentes se precipitaban por las laderas de las colinas cruzando el camino con las orillas llenas de rutilantes florecillas. Cuando bajaron de la colina hasta el valle en el que se extendía Sechem, vieron que la ciudad estaba llena de huertos y jardines y sobre el cálido aire del verano parecía flotar una azulada bruma como un dosel.

—Es casi tan bello como Galilea —dijo Quinto.

—Así lo creyó nuestro padre Abraham —dijo María con una sonrisa—. Cuando salió de Ur, en Caldea, acampó en esta región. Dicen que plantó su tienda en este mismo sitio, donde hoy se levanta la ciudad.

—¿Cuánto tiempo hace de eso?

—Ni los maestros de la escuela de los escribas a la que va Jonatán lo saben —dijo Verónica—. Algunos creen que hace algo así como tres mil años, mucho antes de que nuestro pueblo fuese llevado en cautiverio a Egipto.

Quinto hizo un cálculo mental y quedó asombrado al ver que los judíos habían ocupado aquella región durante un periodo de tiempo cinco veces superior al que hacía que existían los romanos, mucho antes incluso de la aparición de sus antecesores, los griegos. Antes de llegar a Jerusalén siempre había considerado a los judíos como un pueblo sin importancia situado en el borde del Imperio Romano, conocido especialmente por sus luchas, no tanto con Roma como unos contra otros. Ahora los veía bajo una luz diferente.