Capítulo 11

PONCIO PILATOS salió de Lugduno para Avenio una semana más tarde. Claudia Prócula viajaba en un carruaje con el equipaje, pero Pilatos iba a caballo, de gran uniforme, y manteniéndose erguido como si hubiese sido el verdadero gobernador de Lugduno en lugar de ser un prisionero caído en desgracia que regresaba a Roma. Sólo una pequeña guardia lo acompañaba, sorprendentemente pequeña, pensó Quinto al verla. Entonces recordó que Pilatos hacía, en cierto modo, el viaje por su libre voluntad y por lo tanto no era probable que tratase de escaparse.

Quinto estaba ocupado curando las heridas, resultado de una de las frecuentes reyertas entre los soldados de la guarnición y la granujería de Lugduno, que no vacilaba ni en atacar un miembro de la legión con la esperanza de robarle su valioso equipo y armamento. Aquella revuelta callejera había sido particularmente sangrienta, teniendo como resultado dos cabezas abiertas, una pierna rota y una serie de heridas leves. Era ya mediodía, cuando Quinto terminó sus curas; los huesos rotos habían sido entablillados y las heridas de la cabeza cerradas, cosiéndolas con un fuerte hilo, porque la experiencia le había demostrado que las heridas de la cabeza se curaban con este tratamiento. Se estaba deleitando con un vaso de vino y un pedazo de pan en el cuarto de oficiales, cuando entró Cato y arrojó su casco empenachado sobre una silla.

—Me ha parecido oír pasar tropa hace un momento —dijo Quinto—. ¿Más algarabía en la ciudad?

Cato se escanció un vaso de vino y lo apuró.

—La patrulla que va a hacerse cargo de tu amigo Poncio Pilatos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Quinto súbitamente alarmado.

—Sabías que había salido para Avenio esta mañana, ¿no?

—Lo vi marchar. Pero de esto hace varias horas.

—Léntulo es un hombre ingenioso —dijo Cato—. Hoy es el final de Pilatos, puedes apostarlo.

—Pero ¿cómo? ¿No tenía que tomar el barco para Roma? Léntulo me lo dijo cuando firmé el certificado declarando que Pilatos estaba loco.

—El barco está esperando en Avenio, pero cuando Pilatos no llegue mañana, el capitán se cansará de esperar y zarpará sin él.

—No me crees problemas —dijo Quinto—. ¿Por qué no tiene que llegar?

Cato se encogió de hombros.

—Te lo hemos ocultado por orden de Léntulo, por temor a que lo previnieses.

—¿Ocultado, qué?

—El plan que Léntulo trazó para librarse de Pilatos. —Cato miró hacia la clepsidra—. Pero ha transcurrido ya bastante tiempo, no hay razón para seguir ocultándotelo.

—¿Pero de qué estás hablando?

—El carcelero de Pilatos le confió anoche que había recibido confidencias y se dejó sobornar. Entonces reveló a Pilatos que tenía que ser asesinado cerca de la ciudad de Vienne, situada entre aquí y Avenio. Pilatos comprendió que su única probabilidad de escapar a la muerte era huir de los guardias y encontrar una embarcación en el río que lo llevase hasta Masilia, de manera que el carcelero estuvo de acuerdo en arreglárselo todo por un precio convenido. El gobernador de Masilia recibe órdenes directamente de Roma, de manera que Pilatos podía tener la certeza de estar seguro…, si llegaba al mar.

—Cuando Pilatos trate de huir, supongo que los guardias lo detendrán…

Cato movió negativamente la cabeza.

—Esto hubiera podido parecer demasiado claro. A Pilatos se le permitió ir a caballo y el carcelero le había prometido tenerle una embarcación preparada en el río un poco más bajo de Vienne.

—Con una guardia tan reducida tiene que serle fácil escapar.

—Aquí es donde Léntulo se reveló como un verdadero genio —dijo Cato con admiración—. Queremos que Pilatos se escape. El segundo grupo que acaba de salir se supone que va persiguiendo una banda de galos que han estado robando por la región de Vienne.

Quinto veía ya todo el complot. Era claro como el cristal y prácticamente infalible.

—Supongo que el segundo grupo estará rondando casualmente por los alrededores de Vienne cuando Pilatos haga su evasión —dijo.

—Exacto. —Cato llenó de nuevo su vaso de vino—. Es un país montañoso y, a distancia, Pilatos puede fácilmente ser tomado por un bandido galo. Cuando se descubra el error estará muerto.

No era ciertamente un plan más siniestro que lo que ocurría con frecuencia en Roma, especialmente bajo el reinado de Calígula. Quinto se veía obligado a reconocerlo. Pero aunque no tenía parte alguna en ello no podía dejar de pensar que al certificar que Pilatos estaba loco había contribuido a mandarlo a la muerte.

Quinto terminaba de comer. Dejó su vaso sobre la mesa.

—Estoy cansado —dijo—. ¿Puedo irme a casa?

—Ve donde quieras —dijo Cato—. Tendremos otra cosecha de cabezas rotas antes de la mañana, pero hasta entonces todo estará tranquilo.

Quinto salió del cuartel con mucho cuidado de no dar una sensación de prisa. Una vez lejos de allí, sin embargo, se apresuró a llegar a su villa. Verónica y José estaban tomando la comida del mediodía. Les explicó el plan que Léntulo había trazado para desembarazarse de Pilatos y la parte que involuntariamente había tomado en él.

—Léntulo hubiera asesinado a Pilatos de una manera u otra —dijo José—, pero comprendo que te sientas culpable.

—¿Qué puedes hacer? —preguntó Verónica.

—Has estado explorando el país en busca de artesanos, José —dijo Quinto—. ¿No describe el río una gran curva a la altura de Vienne?

—Sí. Pero el camino sigue el río.

—Si voy a caballo a campo traviesa puedo adelantarme a la patrulla y avisarlo que no trate de escapar.

—¿No lo matarán de todas formas? —preguntó Verónica.

—Los soldados romanos obedecen órdenes —explicó Quinto—. Si Pilatos no trata de escapar, los que lo custodian no tendrán motivo para hacerle daño. La segunda patrulla tiene que darle caza, pero no se atreverá a atacar a una escolta oficial y su prisionero.

—Será una dura carrera —dijo José—, pero tengo un buen caballo. Ve con Dios, hijo mío.

—Y llévate esto para protegerte —dijo Verónica sacando el velo de la caja de sándalo y poniéndoselo debajo del pecho de su túnica mientras lo despedía con un beso.

Montando el veloz caballo que José había comprado para sus andanzas por los alrededores de Lugduno, cortando a campo traviesa por cualquier sendero que pudiese encontrar y a campo abierto cuando no los había, Quinto tomó la dirección de la pequeña ciudad de Vienne, situada entre Avenio y la confluencia del Ródano y el Arar, en Lugduno. Había hecho ya también campañas a caballo como oficial de las legiones, pero de esto hacía ya tiempo y últimamente viajaba sobre todo en los carros que llevaban el material sanitario cuando las columnas estaban en marcha. Era duro seguir adelante, pero estaba seguro de que ganaba distancia sobre el segundo grupo de soldados, cuya misión era fingir estar dando caza a ladrones galos por las montañas, consiguiendo matar a Pilatos al mismo tiempo.

En la cumbre de una colina no alejada de Vienne, Quinto se detuvo y estudió el paisaje que tenía a sus pies. Veía la ciudad a distancia, hacia el sur. La mayoría de sus edificios estaban en la orilla montañosa del río, con sólo algunos campos en la opuesta. El camino ondulaba debajo de él y cuando no podía verlo tenía la esperanza de que el grupo de Pilatos, viajando despacio como se verían obligados a causa del carruaje, no hubiese llegado todavía tan lejos. De repente oyó gritos más abajo y vio el segundo destacamento romano que subía por una colina, a cierta distancia de allí. El paso que llevaban, así como los gritos que lanzaban, le dijo que había llegado tarde. Mientras miraba, en las colinas más altas, sobre un peñasco muy por encima de él, apareció la lejana figura de un hombre a caballo.

Pilatos había huido ya de la primera patrulla, pensó Quinto. Pero había visto el segundo destacamento de soldados y se dio cuenta de que Léntulo proyectaba matarlo. Su única salvación estaba en tratar de ganar Vienne, hacia el sur, antes que sus perseguidores. Allí, con las calles llenas de gente, podía por lo menos esperar no ser perseguido y muerto como un perro rabioso antes de haberse podido entregar. Pero los soldados que lo perseguían estaban igualmente decididos a no dejarlo llegar a Vienne para no caer en el disfavor de Léntulo por haber dejado escapar una importante presa.

Inmóvil en el nivel inferior e incapaz de hacer nada, Quinto sólo podía ser espectador del macabro drama que se estaba representando ante sus ojos. La estrategia de Pilatos era obvia. Si podía franquear con su montura la escarpada colina que iba subiendo, se encontraría delante de los soldados enviados para matarlo, con grandes probabilidades de alcanzar la ciudad y quizás incluso de esconderse en las orillas o encontrar una embarcación. Para conseguirlo, sin embargo, tenía que atravesar el estrecho y ondulante sendero que subía por la vertiente de la escarpada colina dominando un profundo valle a centenares de pies más abajo.

Una y otra vez Quinto perdía de vista caballo y jinete cuando la ondulación del camino pasaba detrás de la abrupta cumbre, para verlos aparecer otra vez sobre un nivel más alto. Una vez el camino parecía llevar hacia el borde mismo del precipicio y Quinto detuvo la respiración hasta que hombre y caballo lo hubieron franqueado con seguridad. Era obvio que Pilatos no podía abandonar el caballo, porque una vez hubiese alcanzado el otro lado y un camino más accesible, lo necesitaría para ganar distancia sobre sus perseguidores. Desde donde Quinto estaba, parecía que de un momento a otro hombre y caballo tuviesen que despeñarse.

Durante unos minutos que parecieron siglos, Quinto estuvo observando la desesperada ascensión de hombre y caballo. Pilatos era un jinete soberbio, pero tanto jinete como montura debían estar extenuados ya. El camino desapareció de nuevo y Quinto esperó que Pilatos hubiese llegado a la cumbre y estuviese galopando hacia la salvación por la otra ladera. Entonces caballo y caballero reaparecieron junto a la cresta de la montaña y Quinto lanzó un suspiro de alivio. Habiendo alcanzado la cresta, con un camino probablemente más accesible que llevaba hacia el otro lado, parecía que Pilatos hubiese conseguido huir.

En cuanto a lo que ocurrió en aquel preciso instante, Quinto sólo pudo conjeturarlo. En la cresta misma de la colina, el caballo se asustó de algo, quizá una serpiente o una piedra desalojada al trepar, o quizá Pilatos, intencionada o no intencionadamente pudo haber picado al exhausto animal con las espuelas. Horrorizado, Quinto vio al animal dar un respingo hacia el borde del risco y del abismo que se abría bajo él. En el último momento el animal clavó sus cascos para evitar resbalar por encima del borde del precipicio y caer de rodillas.

Como una diminuta figura de un espectáculo de autómatas, el cuerpo de Pilatos describió un lento salto mortal fuera de la silla y cayó por encima de la cabeza del caballo. Saltando limpiamente por encima del borde del despeñadero, la diminuta figura humana giró como una pluma cogida por una corriente de aire y se desplomó hacía abajo. A mitad de la ladera de la montaña el cuerpo golpeó el saliente de una roca y Quinto, espoleando su caballo hacia la parte profunda del valle bajo el lugar donde le parecía que la contorsionada forma iría a caer, esperó encontrarlo allá.

Pero el impulso de la caída hizo pasar el cuerpo por encima del borde del acantilado y, libre ya de obstáculos, el cuerpo de Pilatos cayó, como un halcón sobre su presa, hacia el valle inferior.

Quizá media hora después, Quinto llegó delante de lo que quedaba del antiguo procurador de Judea: un cuerpo destrozado yaciendo en una extraña postura, como una muñeca hecha de harapos, posición que por sí sola parecía indicar que la espina dorsal y gran número de otros huesos estaban rotos. Quinto ató su caballo y se arrodilló ante el cuerpo de Pilatos, meramente como último acto de respeto hacia el muerto; era obvio que nadie podía haber sobrevivido a aquella caída.

Y no obstante, cuando tomó la muñeca de Pilatos entre sus dedos con el gesto instintivo del médico en busca del pulso —cuya inmovilidad hubiera indicado infaliblemente la muerte como sus latidos rítmicos indican la vida—, Quinto se dio cuenta de que aquel cuerpo terriblemente quebrantado vivía todavía. El pulso no era más que un tenue aleteo entre sus dedos, pero indicaba que la muerte no había reclamado aún enteramente su presa.

En aquel momento Pilatos abrió los ojos. Estaban ya velados por la aproximación de la muerte, pero se aclararon un poco con la luz del reconocimiento.

—Quinto…

Era el más tenue de los susurros.

—No tengo nada que ver con este complot —le aseguró Quinto.

—Lo sé —Pilatos hizo un esfuerzo por respirar y, con una mueca de dolor, dijo—: Léntulo ha ganado.

—Quizá todavía no.

Quinto buscó el velo dé Verónica en el interior de su túnica. Era increíble que el velo pudiese salvar a un hombre que debería ya estar muerto. Y no obstante, no podía ocultar sus milagrosas propiedades… ni a Poncio Pilatos.

El velo estaba ya medio fuera de la túnica cuando Pilatos lo vio.

—¡No! —fue un grito de terror y sufrimiento—. ¡No!

Sus ojos se cerraron y su boca se abrió. Quinto creyó que había muerto, pero al cabo de un momento los labios heridos se agitaron de nuevo y las palabras fueron casi inaudibles.

—Si el Galileo… me curase ahora… lo habría perdido todo. Prométeme… no usar… el velo.

—Te lo prometo.

Hubiera sido una desesperada oportunidad, de todos modos, con muy pocas, si es que había alguna, esperanza de éxito. Antes incluso de que hubiese terminado de hablar, Pilatos había muerto.