Capítulo 1
QUINTO no dudo ni un sólo instante de que eran las propias manos de Verónica las que habían pintado aquella escena de la jarra; aquel estallido de matorrales rojos entre los espinos existía, estaba seguro de ello, sólo en las colinas que rodeaban Jerusalén. Aquella misma escena, lo recordaba perfectamente, era la que Jonás, el leñador, había descrito en casa de José de Arimatea; la señal de que Jesús lo había perdonado por haber recogido los espinos que los soldados romanos pusieron sobre la cabeza de Jesús como corona antes de ser crucificado.
Era como ver de nuevo a Verónica y por un momento se atrevió a esperar que su descubrimiento significara que estaba viva. Entonces la obvia explicación acudió a su mente, desvaneciendo sus esperanzas. Con el Imperio Romano generalmente en paz, el comercio era libre entre todas sus regiones. No era necesario ningún milagro para explicar cómo una jarra pintada en la otra parte del mundo, hacía por lo menos dos años, podía haberse convertido en un artículo de comercio en la ciudad de Londinio.
—¿Te pasa algo? —preguntó Carnu—. Parece que hayas visto un fantasma.
—Quizá lo haya visto —dijo Quinto levantando la jarra a fin de que el druida la viese—. Esto fue pintado por la mano de mi mujer.
—¡Pero si está muerta! Los que guardan la Arboleda de los Druidas me dijeron que todos los que sacrificaron aquella noche habían perecido.
—La jarra fue pintada hace mucho tiempo, cuando vivía en Jerusalén —explicó Quinto—. Debe haber llegado aquí en barco.
—No imaginaba que el comercio fuese tan extendido.
Carnu se acercó a la mesa y levantó otra jarra igualmente pintada. Buscando, encontraron dos más y se dirigieron al vendedor. Quinto pagó y salía de la tienda cuando el propietario dijo:
—Tenemos otras escenas pintadas por el mismo artista, si quieres verlas.
Quinto se detuvo en seco.
—¿Dónde están?
—Más allá, en otra mesa.
Las jarras de esta colección eran algo más grandes y tenían escenas diferentes, aunque similares en color y factura. Superficialmente, por lo menos, parecían haber sido pintadas por el mismo artista.
Los paisajes de las jarras más grandes no se parecían a nada de lo que Quinto había visto en la tierra natal de Verónica, sin embargo representaban un lago de aguas azules, rodeado de árboles y arbustos que crecían en la sombra, a sus orillas. A distancia había algo que parecía una cabaña, cubierta de vegetación y montada sobre estacas.
—Había oído hablar de lugares así en Britania —dijo Carnu que había cogido una de las jarras y la estaba examinando.
—También yo he visto jarras con este paisaje en otras ocasiones —asintió el propietario.
Quinto ponía un firme freno a sus emociones. No podía ser verdad, desde luego; tenía que haber otra explicación. Sin embargo, no podía ahogar la súbita oleada de esperanza que nacía en él.
—¿Estás seguro? —preguntó.
—He vendido muchas como ésta —insistió el mercader.
Creía que venían de otra parte del mundo, en barco.
—Todas han sido hechas en Britania, estoy seguro.
—¿Cómo las has obtenido?
—Son traídas al mercado de Londinio por hombres que viajan por todo el país comprando los productos de los alfareros.
—¿Puedes decirme de dónde vienen éstas?
El mercader movió dubitativamente la cabeza.
—Las compro a todos los que las venden a un precio que puedo pagar.
—¿Sabría el hombre que te ha vendido éstas de dónde viene?
—Es posible —asintió el vendedor—, pero no sé quién es.
—Piensa —insistió Quinto—. Piensa con fuerza.
En su excitación había agarrado la túnica del mercader.
—¡Señor! —protestó el hombre—. ¡No soy ningún ladrón!
Quinto hizo un esfuerzo por calmarse. No se atrevía a creer lo que sus desenfrenados pensamientos le estaban diciendo: que Verónica estaba viva, en algún sitio de Britania, viva y pintando jarras para los alfareros, como lo había hecho en Jerusalén. Si por algún milagro, algún acto de intervención de su Dios había escapado al fuego de los sacrificios de los druidas, no debía dejar piedra sin remover para encontrarla.
—No te quiero ningún mal —se excusó con el tendero—. Mi mujer, en otros tiempos, pintaba escenas como éstas. Creía que estaba muerta, pero si lo que dices es verdad, puede vivir todavía.
—No había visto nunca objetos de alfarería pintados así en Britania hasta hace seis meses —le dijo el mercader—. Desde entonces he vendido muchos.
—Entonces no debe ser difícil encontrar su origen.
—Si encuentro al hombre que me los vendió, no.
—¿Estás seguro de no recordar nada de él?
El hombre movió negativamente la cabeza.
—Como te he dicho, vienen muchos parecidos.
Quinto decidió seguir otra pista.
—¿Cada cuánto tiempo vienen a visitarte los alfareros?
—Cuando tienen un cargamento suficiente para venderlo…; a veces cada mes, otras sólo una vez en la temporada.
Quinto sabía que ahora no podía ya marcharse de Britania sin solucionar el misterio de los alfareros. Esto significaría quedarse en Londinio y tratar de encontrar un mercader ambulante que recordase dónde había comprado las exquisitas jarras pintadas, tarea casi sin esperanzas desde el principio, salvo por algo que estaba en su favor. Las jarras se diferenciaban tanto de todos los demás objetos, que el que las había traído una vez tenía forzosamente que recordarlas. El problema estaba, pues, en encontrar al vendedor.
Entonces se le ocurrió otra idea inquietante. Si Caractaco y Commio se enteraban de que no habían abandonado el país tratarían por todos los medios de matarlos.
Le quedaba por lo tanto una sola alternativa. Si Verónica estaba realmente viva en Britania, tenía que encontrarla rápidamente, antes de que sus enemigos se enterasen de lo que estaba haciendo. Esto requería un plan de acción, plan que empezaba a tomar forma en su mente.
—Te pagaré bien si quieres interrogar a todo el que venga a venderte alfarería —le dijo al mercader.
El hombre pareció perplejo.
—Hay muchos mercaderes que trafican en ella.
—Sólo tienes que preguntarles si fueron ellos los que trajeron estas piezas y de dónde. El que te las vendió tiene forzosamente que recordarlo, porque son de una calidad infinitamente superior a las demás y probablemente de más alto precio.
—Es verdad.
—Averíguame de dónde vienen y te daré dos veces esta cantidad… —Quinto contó algunas monedas en la curtida mano del vendedor—. ¿Me entiendes?
—Si es posible localizar el lugar lo haré —prometió el otro.