Capítulo 5

LAS calles estaban todavía atestadas de gente que circulaba por la ciudad mientras ellos avanzaban en dirección a la colina oeste, donde se alzaba la parte conocida por Ciudad Alta. A su alrededor oían hablar el griego con tanta frecuencia como el arameo, lengua favorita de lo judíos. Abijah le explicó que había además otro lenguaje, el hebreo, que era principalmente usado en las ceremonias religiosas, ya que la mayoría de la gente hablaba la lengua aramea, que en esta región del extremo oriental del Gran Mar había remplazado al hebreo.

—La Pascua es una de nuestras épocas más sagradas —añadió el alfarero—. Consiste en una comida ritual que empieza con lo que nosotros llamamos la Semana del Pan sin Levadura. Una vez hemos hecho la comida de la mañana, no podemos poner levadura en el pan durante una semana.

—¿Cómo hay tantos griegos y gentes de otras nacionalidades aquí, cuando esto es una ceremonia estrictamente judía? —preguntó Quinto.

—Nosotros los judíos hemos sido dispersados muchas veces —le explicó Abijah—. Encontrarás a nuestro pueblo en las ciudades más remotas del Imperio Romano; la colonia judía de Alejandría es más vasta que la ciudad de Jerusalén. Y, no obstante, todo el mundo, sea lo que sea, suspira constantemente por Jerusalén y su templo. En cuanto puede, hace una peregrinación a la ciudad para sacrificar ante Dios en el templo.

—Esto debe dar un gran auge a la vida comercial de la ciudad.

—Últimamente —asintió Abijah— ha habido demasiados judíos más interesados por los beneficios que obtienen que por la verdadera razón de las festividades. En el templo, la única moneda que puede usarse es el seguel, todas las demás tienen que ser cambiadas y los cambistas con frecuencia estafan a los peregrinos. Como los sacerdotes del templo los protegen, nadie se atrevía a llamarles ladrones, hasta que vino Jesús de Nazaret. Esta fue otra de las razones por las que escribas y sacerdotes conspiraron para llevarlo a la muerte.

—Si era hijo de Dios, como dices —protestó Quinto—, ¿por qué lo mataron?

—No digo que yo mismo lo entienda enteramente —reconoció Abijah—. Pero creo, por todo lo que pude ver, que Jesús era el verdadero Mesías y que podía triunfar sobre la muerte.

Iban subiendo ya por las calles de la Ciudad Alta. Abajo, las luces de las antorchas de los transeúntes iban parpadeando y apagándose y subía un murmullo mientras cada cual se dirigía a su casa para pasar la noche. Abijah pasó por una puerta al sendero que, a través de un jardín amurallado, llevaba hacia una casa aislada de muros recubiertos de tierra que formaban un pequeño patio. En él había un pozo y se sentía la frescura de un recinto sombreado.

Un hombre viejo, encorvado y gruñón a quien Abijah dio el nombre de Jonás, los llevó a una habitación del interior de la casa. En una mesa con una lámpara encendida, estaba trabajando un anciano, sobre cuya larga túnica podía verse la cadena de oro del mercader acomodado.

—¡Abijah! —exclamó con calor, poniéndose de pie y abrazando al alfarero—. Es muy agradable ser visitado por un pariente en la época de las fiestas.

—He traído a un médico de Roma, Quinto Volusiano, a verte, José —dijo Abijah.

El anciano se inclinó cortésmente.

—Bienvenido seas a mi casa, Quinto de Roma —dijo—. Te hubiera tomado más por un soldado que por un médico.

—Mi padre era liberto y soldado de la Guardia Pretoriana —explicó Quinto—. Yo fui criado en la corte del emperador y fui soldado antes de estudiar la ciencia de la medicina en Alejandría, Cnido y Pérgamo.

José de Arimatea mandó traer vino y pasteles. Una vez los hubieron traído sirvió personalmente a sus huéspedes.

—¿Cómo está tu encantadora hija, Abijah? —preguntó.

—Sana de cuerpo y feliz de espíritu —dijo el alfarero—. He traído a Quinto a verte porque está encargado de una misión especial.

—El emperador me mandó que llevara a Roma a un hombre llamado Jesús de Nazaret —explicó Quinto—. Tiberio necesita sin pérdida de tiempo el poder curativo que el Nazareno tenía, según dicen las gentes.

—No tenía, tiene —corrigió José suavemente—. Jesús cura cada día.

—He oído hablar del velo y de la milagrosa manera en que curó a Verónica.

—Hablo de los poderes concedidos por Jesús a sus discípulos, especialmente al que los guía hoy.

—¿Quién es este hombre? —preguntó Quinto rápidamente. Puesto que el sanador había muerto, era posible que el que guiaba a sus seguidores pudiese servir para el propósito por el cual él había venido a Jerusalén; acaso alguna de las mágicas propiedades poseídas por Jesús hubiese descendido sobre su discípulo.

—Se llama Simón Pedro.

—¿Puedes decirme dónde podría encontrarlo?

—No. Por una parte, no lo sé; y por otra, eres romano.

—¿Es Pedro un fugitivo?

—La mayor parte del tiempo. Tanto Herodes como Poncio Pilatos quisieran prenderlo y ejecutarlo, porque anda diciendo que Jesús despertó de la muerte.

—También yo lo encuentro difícil de creer…

—Vi crucificar a Jesús —dijo José—. Y con mis propias manos ayudé al descendimiento de la cruz y lo puse en la tumba horadada en la gran roca del rincón de mi jardín. Mis servidores hicieron rodar una gran piedra para cerrarla y desde esta misma habitación podía ver las antorchas de los soldados que hacían guardia delante de ella.

—¿Cómo puedes decir que no está muerto, entonces?

La voz del mercader adquirió una calidad más profunda, un tono de solemne reverencia.

—La mañana del tercer día, María de Magdala fue a la tumba y encontró la piedra apartada, pero no por las manos de los hombres. Se asomó a ella y la encontró vacía.

—Alguien pudo llevarse el cuerpo.

—El sumo sacerdote y sus lacayos tuvieron la misma pretensión —reconoció José—. Pero no pudieron encontrar a nadie que lo hubiese visto. La piedra no hubiera podido ser quitada por menos de media docena de hombres. Y tantos seguramente hubieran sido vistos u oídos por los soldados.

—A menos que estuviesen dormidos.

—El ruido de la piedra seguramente los hubiera despertado.

—Pudieron haber sido sobornados.

—Muchos fueron quienes vieron a Jesús vivo después de que yo lo hubiera puesto en el sepulcro. —El mercader se acercó a la puerta—. ¡Jonás! —gritó—. Ven aquí, por favor, queremos hablar contigo.

El taciturno jorobado que los había hecho entrar se acercó y se quedó mirándolos con ojos macilentos.

—Siéntate aquí con nosotros, Jonás —dijo José escanciando una copa de vino y tendiéndola al sirviente—. Quiero que le cuentes a mi huésped cómo recogiste la corona de espinas.