Capítulo 2

HABÍA en la voz de José una convicción tal que Quinto no dudó ni un instante de que decía la verdad.

—¿Puedes decirme dónde podría encontrarlo?

José movió la cabeza y dijo una cosa extraña.

—Nadie puede decir a otro dónde puede encontrar a Jesús, Quinto. Es una cosa que cada cual tiene que aprender por sí solo.

Quinto dominó su irritación ante la evasiva respuesta. Después de lo que Roma, a través de la autoridad de Poncio Pilatos, había hecho al sanador galileo, difícilmente hubiera podido censurar que no revelasen el verdadero paradero a un hombre que era, potencialmente por lo menos, su enemigo. Y no obstante, aquella reticencia no hacía más que estimular su interés en llevar a cabo la misión por la que había recorrido tantas leguas.

—¿Dónde está Pedro, entonces? —preguntó—. Quizá él quiera decirme dónde se halla el Nazareno cuando se convenza de que no le deseo ningún mal.

—Creo que Pedro podría llevarte al Maestro —dijo José—, pero no podremos encontrarlo inmediatamente. Después de que Herodes encarceló a Pedro, éste tuvo que ocultarse durante algún tiempo. Hay todavía quien le haría daño si pudiese.

—Pero dijiste que habías enviado a buscarle… para curarme.

—Así lo hicimos cuando estuvimos convencidos de que mi arte no podía salvarte. Cuando no pudimos encontrar a Pedro rápidamente, María pensó en otro medio. Hace una semana mandamos a Jerusalén a buscar a Verónica y el velo.

—¿El velo? —dijo Quinto frunciendo el ceño—. ¿Quieres decir la tela… la tela con la impresión del rostro del Galileo?

—La misma —confirmó José—, Verónica vino en un rápido camello procurado por José de Arimatea, pero cuando llego a Magdala yo había perdido toda esperanza de que sanaras. A su llegada le dije que te estabas muriendo.

—¿Cuándo dices que fue?

—Llego anteayer, cuando el sol se estaba poniendo.

Quinto quedó pensativo frunciendo el ceño.

—Si estaba tan mal como dices, no podría estar tan bien como estoy en tan poco tiempo.

José de Galilea asintió pausadamente.

—Como médico —afirmó—, diría lo mismo que tú. No podía ya contar tus pulsaciones y tu espalda estaba arqueada como un arco tendido por la inflamación de tu espinazo. Tu cuerpo temblaba y durante algún tiempo, antes de que Verónica llegase, tenía que poner un espejo delante de tu boca para saber si respirabas.

Era totalmente increíble. Los síntomas descritos por el médico eran los de la muerte cercana; jamás Quinto había visto un enfermo llegar a tal extremo y salvarse. Sólo un error de diagnóstico podía explicar el hecho de que dos días después estuviese en vía de restablecimiento, capaz de comer, beber y hablar, con sólo un vestigio de debilidad que observó al despertar hacía pocas horas, para recordarle que había estado gravemente enfermo. Y no obstante, en todo lo que José había dicho veía una convicción, una convicción a la que resultaba difícil no dar crédito.

—En cuanto Verónica llegó —continuó José— pusimos el velo sobre tu cuerpo.

—¿Se produjo un efecto inmediato?

—No vino la muerte, pese a que poco antes de que llegase no estaba ya seguro de que vivieses.

—¿Y entonces…?

—Tu estado mejoró perceptiblemente conforme las horas pasaban. Estábamos todos orando aquí, junto a tu cama, y con mi dedo en tu pulso sentí los latidos volver pese a que hacía muchas horas que no podía encontrarlo. Fue haciéndose más fuerte y hacia medianoche estaba casi seguro de que estabas fuera de peligro.

—¿Cómo te lo explicas… si es que puedes?

—Jesús tenía el poder de curar, e incluso de levantar a los muertos, como hizo con Lázaro, que llevaba tres días en la tumba. Cuando puso el velo de Verónica sobre su rostro yendo camino de la cruz y dejó la impresión de sus facciones, una parte de su poder se transfirió a la tela.

—¡Pero esto es imposible! —protestó Quinto—. Dices que estudiaste medicina en Alejandría, por lo tanto sabes que es una ciencia racional, no explicable por los caprichos de los dioses o las diosas.

—Hace cinco años hubiera estado de acuerdo contigo —dijo José gravemente—. Hasta que conocí a Jesús.

—¿Y crees realmente que este trozo de tela me sacó del borde mismo de la muerte?

—No has sido el primero en ser curado por el velo —dijo José—. Siempre le había dicho a Verónica que no sería nunca más que una inválida con una pierna que no podía sino empeorar por la inflamación del hueso. Y no obstante, en cuanto cogió el velo de las manos de Jesús, quedó tan sana como la otra.

Quinto movió la cabeza lentamente.

—Mi mente y mi sentido común me dicen que lo que explicas es imposible. Pero hablas con una convicción que encuentro difícil de resistir.

—No trates de resistirla, amigo mío —dijo José sonriendo—. Una vez has aprendido por ti mismo la verdad, traída a la tierra por Jesús de Nazaret, es más sencillo entregarte a Él y no resistirte más.

Quinto terminó su caldo y se recostó de nuevo sobre las almohadas, mientras María se llevaba el tazón a la cocina. Lo que le había dicho José era turbador, porque violaba todas sus creencias. En el Museo de Alejandría —actualmente una universidad construida alrededor de la gran colección de tabletas y papiros localizados allí, primero por Alejandro Magno y después por los Ptolomeos que le sucedieron en el trono de Egipto— la medicina era enseñada como una ciencia racional basada en las verdades observables, como las matemáticas, que habían florecido también ahí.

Sabía por su breve periodo de estancia en el Templo de Asklepios, en la isla de Cnido —uno de los centros de la práctica estrictamente ritual del arte de curar—, que las curaciones atribuidas a Asklepios eran en realidad el resultado de una hábil combinación de medidas médicas ordinarias —como la dieta y las purgas— con las llamadas sugerencias de los dioses, aportadas al paciente durante un trance provocado en parte por las drogas y en parte por los mismos sacerdotes. En este rito de incubatio el paciente era advertido de su estado y las medidas aconsejadas para su curación, no por un sacerdote terrenal o un médico, al parecer, sino por el dios mismo, en realidad un sacerdote llevando una máscara que representaba al divino Asklepios, dios de la curación.

Quinto había permanecido en Cnido y en la cercana Pérgamo —otro gran centro de adoración de Asklepios— sólo el tiempo necesario para convencerse de que toda aquella charlatanería no podía compararse en valor, en cuanto a la curación de los enfermos hacía referencia, con las enseñanzas racionales que había aprendido en Alejandría. Se había trasladado a Roma completando sus estudios con el gran Celso, que más que ningún otro maestro de la época daba el ejemplo del método racional de enfrentarse con la enfermedad como un fenómeno natural, con una causa y un efecto describibles.

Y no obstante, el mismo Quinto estaba vivo debido a un poder que no podía ni creer ni comprender, pero del que podía notar los efectos en las fuerzas que sentía paulatinamente renacer en su cuerpo. Para esto tenía que reconocer la existencia de un Dios que regía todas las cosas, un credo relativamente racional en sí mismo, porque los hombres creen instintivamente en un poder superior a ellos mismos, pero tenía que reconocer también que este Dios había mandado a su Hijo a la tierra en forma humana, como un oscuro maestro judío de una ciudad llamada Nazaret, que Quinto no recordaba siquiera haber visto en los mapas romanos.

Más increíble todavía, tenía que creer que este mismo Dios Todopoderoso había permitido que su Hijo fuese crucificado por unos hombres sin escrúpulos que trataban de mantener su dominio político sobre la mente y la fortuna de un pueblo. Y habiendo dejado que su Hijo muriese de la manera más ignominiosa —porque la crucifixión era ordinariamente reservada por los romanos a los más horrendos crímenes—, este mismo Dios Omnipotente lo había levantado después de su tumba. Y ahora este hombre, a quien creían el Hijo de Dios, estaba oculto en alguna parte, al parecer porque Herodes y Caifás trataban de acabar con él.

—Leo tus pensamientos —dijo José pausadamente—, y porque he conocido también estas dudas, las comprendo. Pero no te turbes más, Quinto. Ayer supimos que Pedro estará pronto otra vez en la región del lago. Una vez hayas hablado con él y oído de sus labios la historia de Jesús, creo que comprenderás mejor lo ocurrido anoche aquí.

—¿Es Pedro el jefe aquí, en Galilea? —preguntó Quinto.

José movió negativamente la cabeza.

—Pedro no era más que un pescador llamado Simón antes de conocer a Jesús. Pero para los que lo conocían y lo amaban, incluso entonces era una torre de fortaleza. Jesús lo llamó Pedro y lo nombró la piedra sobre la cual será edificada su Iglesia.

—En griego estas palabras tienen el mismo significado —le recordó Quinto.

—Creo que Jesús eligió este nombre por esa razón, y eligió bien. Herodes y Caifás no pudieron mantenerlo en la prisión cuando trataron de perseguir a los que seguían a Jesús. Le pusieron cadenas, pero los grilletes y las puertas se abrieron solos sin que la mano del hombre las tocase. —José se puso de pie—. Te has cansado ya bastante, Quinto. Trata de dormir y hablaremos más cuando hayas descansado.

—¿Dónde está Verónica? —preguntó Quinto—. Tengo que darle las gracias por haberme salvado la vida.

—La voz de que estaba aquí con el velo se ha extendido aprisa y está ocupada sanando a los enfermos. Volverá tarde hoy; mañana podrás verla.