Capítulo 3

POR orden de Calígula, Quinto volvió a ocupar el puesto de médico de la Guardia Pretoriana, acuartelada en Roma. En tiempos de Augusto sólo tres de las nueve cohortes de las tropas personales del emperador se había estacionado en la ciudad; el resto había sido acuartelada en las diferentes grandes ciudades de Italia, principalmente para tener la seguridad de que las insurrecciones que siguieron al asesinato de Julio César no se repetirían. Tiberio, sin embargo, había estado más seguro de su pueblo, y menos quizá de Roma, debido a sus largas estancias en Capri. Había instalado nuevamente a los pretorianos en Roma, en un campamento junto a la Puerta Vitiminale, y siendo éstos conocidos como fuertemente favorables a la forma centralizada de gobierno representada por un emperador —más que a la forma de gobierno más disuelta en la que el Senado ejercía el mayor control—, Calígula los había conservado también en Roma.

Mientras pasaban las semanas, Quinto iba adaptándose fácilmente a la rutina de su trabajo, cuidando a los pretorianos enfermos y las heridas que sufrían en las frecuentes escaramuzas con civiles y jactanciosos gladiadores que reinaban brevemente como favoritos populares después de los juegos y trataban de probar su valor atacando a los miembros de la cohorte de élite.

Ya antes de los tiempos de Julio César, las murallas que protegían a los habitantes de Roma de la invasión de los galos, habían empezado a constreñir la ciudad y limitar su vida. La primera zona de expansión se había abierto entre la capital y el Tíber. Cuando César extendió los límites de Roma una legua más allá, no hizo sino dar legalidad a un estado de cosas que llevaba ya mucho tiempo existiendo.

Augusto —el primero en llamarse a sí mismo divino— había dividido la ciudad en catorce zonas, trece en la orilla izquierda del Tíber y la decimocuarta —llamada Regio Transtiberina—, en la derecha. En ella, los judíos habían empezado pronto a establecerse, siguiendo su táctica inveterada de agruparse, como lo habían hecho en las grandes ciudades del imperio. En Alejandría ocupaban todo un barrio de la ciudad, con un gobierno casi autónomo, y en otros grandes centros de población, como Éfeso y Corinto, existían situaciones similares.

La ínsula que José había alquilado estaba situada en un lugar elevado que dominaba el río y la ciudad que se extendía más allá de él. No era ninguna habitación suntuosa, siendo sólo algo más que una casa, o residencia de un próspero agricultor, y ni de mucho tan bella como un domus, o palacio, de un noble rico.

La fachada de la ínsula que daba a la calle formaba una especie de rectángulo abierto con un pequeño patio en el centro en el que cantaba una fuente. Las ventanas daban a los dos lados y al interior, haciéndola fresca en verano y dando libre acceso al sol en invierno.

En el interior del edificio, cada piso era un cenaculum o apartamento separado. José se había instalado en la planta baja y dedicado el segundo, al que se accedía por una escalera exterior, a Quinto y Verónica. La paga de Quinto como oficial romano era bastante elevada e insistió en satisfacer el alquiler. Allí, en la Transtiberina, los edificios no habían alcanzado la altura impresionante de la mayor parte de los de la ciudad del otro lado del río; en parte porque la población judía se había concentrado allí y no era partidaria de las altas casas de la Roma central.

José había arreglado la planta baja de la ínsula —como era costumbre en muchas estructuras similares— como tienda o taberna, dando directamente a la calle por medio de un arco. Allí había instalado dependientes para comprar y vender mercancías de todas las partes del mundo. Verónica ayudaba a su tío durante el día y pintaba pequeños objetos de loza que compraba a un alfarero vecino que le fijaba los colores en su horno una vez había terminado de pintarlos.

De día, las estrechas calles de Roma bullían de humanidad —nobleza y vulgo mezclados—, afanosa en sus quehaceres, y el rumor de sus conversaciones era un constante rugido. Por orden de Julio César todos los vehículos, salvo algunos muy raros medios especiales de locomoción, habían sido suprimidos de las calles desde la salida del sol al crepúsculo. Sólo de esta forma la gente conseguía moverse libremente. Con la oscuridad, los habitantes desaparecían de las calles por dos razones poderosas. Una, el peligro de ser atropellado por los carros y carretas que atestaban las calles por la noche trayendo productos y comida a las tiendas y mercados. La segunda razón era el ejército de ladrones, salteadores de caminos y bravucones —muchos de ellos pertenecientes a la nobleza— que poblaban las calles por la noche. Si un hombre rico tenía necesidad de salir por la noche, iba acompañado de esclavos llevando luces y por los guardias fuertemente armados llamados sebaciarii, que patrullaban en grupo con antorchas.

En virtud de su rango de oficial del ejército romano, Quinto —y su mujer por derecho de matrimonio— pertenecían a la clase social alta llamada honestiores, para distinguirla de los bumiliores, algunas veces llamados plebeii. Como extranjero, José de Arimatea no tenía derecho a un inmediato reconocimiento social. En la práctica, sin embargo, su fortuna pronto niveló la diferencia, ya que sus negocios lo ponían casi cotidianamente en contacto con los principales comerciantes de la ciudad.

Además de las actividades como comerciante, José tenía ocupación en otro campo, la de enseñar la historia de Jesús de Nazaret a los habitantes de la pacífica Transtiberina. Quizá debido a que estaban muy lejos del rito ortodoxo del Templo de Jerusalén, como del carácter más griego de sus ceremonias religiosas en las grandes ciudades del imperio, encontró gran número de conversos entre los judíos. Muchos gentiles adoptaron también la nueva doctrina de que todos los hombres eran iguales ante Dios.

Las enseñanzas del Nazareno constituían una filosofía particularmente aceptable para los humiliores o plebeyos, cuya posición en el mundo romano era, en el mejor de los casos, humillante. En realidad, no sabían nunca cuándo, debido a la menor infracción de la ley, podían ser mandados ad metella (a las minas), arrojados a las bestias en la arena para el placer del vulgo o incluso crucificados públicamente.

Deliberadamente, Quinto no llevó a Verónica a presencia de Calígula durante los meses que siguieron su llegada a Roma. El emperador había adquirido ya una reputación de libertinaje y degeneración sexual superior a la de cualquier otro gobernante anterior. El cuantioso tesoro dejado por el frugal gobierno de Tiberio iba siendo paulatinamente dilapidado y era versión común que Calígula había empezado a tomar baños de perfume en lugar de agua y a gastar hasta un millón de sestercios en un banquete.

En los astilleros de las márgenes del Tíber reinaba actividad construyendo barcas de placer con jardines o árboles en toneles de piedras preciosas, en lugar de construir naves de guerra o las mercantes, que mantenían el vasto comercio del imperio y a Roma abastecida de cereales. Se decía que Calígula había dado un millón de sestercios a un auriga favorito como recompensa por haber ganado una carrera y desde el techo de la basílica Julia arrojaba con frecuencia monedas de oro y plata al pueblo. Los nobles que no lo adulaban buscando prosperar, lo temían y lo odiaban como el monstruo que indudablemente era, pero el rastrero que gastaba su oro y vivía sin trabajar de las generosidades del Estado, lo adoraba.

Mientras los días se iban convirtiendo en meses; Verónica estaba ocupada realizando milagros de curación con el velo entre los pobres que poblaban la Transtiberina. Pronto su fama se extendió más allá y la miserable plebe de la suburra —barrio de burdeles y sucias insulae atestados de gente que vivía entre el Viminale y el Esquilmo— empezó a buscarla. Mujeres con chiquillos casi ciegos, con inflamación en los ojos. Ancianos tambaleantes acudían con los residuos de un viejo ataque de parálisis. Y mujeres jóvenes de los burdeles, con los cuerpos abrasados por el fuego de la inflamación, venían en busca de auxilio. A todos, cumpliendo la tradición del hombre a quien seguía, prestaba sus servicios igualmente.

Quinto, sin embargo, no podía ver lo que ocurría sin aprensión. Porque a medida que la fama de Verónica —y de José— se extendía, aumentaban rápidamente las probabilidades de que llegase a oídos de Calígula. Sin embargo, no podía hacer nada, porque no quería prohibir a su mujer realizar la tarea que tanta felicidad le procuraba, y ella no la hubiera abandonado ni aun para salvar la vida. Quinto no ejercía tampoco control alguno sobre las actividades de José de Arimatea.

Si Quinto tenía sus preocupaciones, Simón, al parecer, no tenía ninguna. Como centro del mundo civilizado, Roma estaba poblada por gente de todas clases. Charlatanes de todos los tipos acudían a explotar a los ricos y los nobles. Echadoras de buena ventura, agoreros, magos, oráculos, granujas de toda especie y variedad se hallaban por doquier, desde los más altos niveles sociales hasta el más miserable cenaculum en las, con frecuencia, largas insulae de la Via Nova, Olibus Victoria (Colina de la Victoria) o Palatino, o en la misma saburra. Había víctimas a montones para todos estos granujas en todos los círculos, desde el palacio de Calígula, pasando por las casas de los senadores y los nobles, hasta los descargadores del muelle que habitaban el Emporium, los vendedores de pescado del Forum Piscicatorum, los carniceros que poblaban el Forum Boarium y por todas partes.

Inteligente como indudablemente era, Simón el Mago tenía una ventaja sobre sus competidores. No solamente había comparecido ante el emperador inmediatamente después de su llegada a Roma, produciéndole una excelente impresión, sino que gozaba del apoyo de Poncio Pilatos, que había sido rehabilitado por Calígula y repuesto en su cargo de gobernador de provincia, esperando un nuevo destino. El ascenso de la popularidad de Simón fue rápido y pronto en toda Roma resonó el nombre del mago, que no solamente tenía que ejecutar ante el emperador el experimento de resucitar a un muerto, sino que había anunciado también que por la Saturnalia anual —que tuvo lugar más tarde, en diciembre— se remontaría por los aires con unas alas de su propia invención.

Un día, mientras Quinto estaba trabajando en el campamento pretoriano, quedó sorprendido al recibir una llamada al despacho del comandante. Lucio Stulia era un viejo amigo, pero no era el comandante quien quería verlo aquel día. Una mujer bella y enjoyada lo esperaba allí: Claudia Prócula, la esposa de Poncio Pilatos.