Capítulo 11

LA oscuridad se había cerrado sobre la alfarería de Abijah en Jerusalén. En un rincón del patio, el cordero traído del templo aquella mañana después del sacrificio había sido ensartado en un palo de madera recién cortada. Habían abierto un hoyo en el suelo, y como el sol empezaba ya a declinar, en el fondo del mismo ardía una hoguera. Ahora el hoyo estaba lleno de ascuas y sobre ellas se había colocado el cordero desde hacía algunas horas. Verónica y Jonatán, a quienes pertenecía el cordero, habían cuidado de los preparativos, ya que no debía ser dañado en modo alguno ni tener ningún hueso roto, ya que de lo contrario, no sería apto para la fiesta ritual.

Mientras el cielo iba oscureciéndose con la aproximación de la noche, Quinto estaba de pie en el borde de la alfarería contemplando las colinas que circundaban Jerusalén. Parecía que mil hogueras se fuesen encendiendo a medida que las familias acampaban para celebrar la comida ritual de la fiesta de la Pascua.

Quinto no se dio cuenta de que Verónica había salido de la casa, donde estuvo vigilando los últimos preparativos de la fiesta, hasta que observó algún movimiento bajo las sombras del gran árbol, y al volverse la encontró allí. Iba vestida algo más lujosamente que durante la jornada de trabajo. La túnica de fino tejido de lana estaba bordada con hilos de oro, sin duda por sus mismos hábiles dedos.

La faja que llevaba alrededor de la cintura realzaba la esbeltez de su figura, y llevaba pocas joyas, porque su belleza era sana y natural, requiriendo pocos adornos.

—¿Has terminado ya tu trabajo? —le preguntó mientras salía de las sombras, a la luz de una antorcha que ardía sujeta a un poste del patio.

—Casi. Podremos empezar la fiesta pronto.

—Es una gran amabilidad por parte de tu familia aceptar a un extranjero a vuestra mesa, especialmente si no comparte vuestra fe.

—Jesús nos enseñó —dijo— que todo hombre es nuestro hermano. Tratamos de observarlo tan estrictamente como podemos.

—Hasta hoy hubiera podido decir lo mismo.

—Mi padre cree que tratarán de hacerte daño otra vez.

—Supongo que Caifás procurará buscarme nuevas complicaciones —reconoció Quinto—. Pero tendrá que andarse con mucho cuidado con lo que hace.

—Es malo, lo sabemos —dijo la muchacha estremeciéndose—.

Y lo que te ha ocurrido esta mañana prueba que tiene al gobernador bajo su puño.

Obedeciendo a un súbito impulso, Quinto preguntó:

—¿Querrías guardarme la comisión imperial si la confiase a tu cuidado?

—Desde luego, pero… ¿por qué dármela a mí?

—Pueden tratar de robármela como primer paso para desembarazarse de mí. Y no creo que piensen nunca que la tengas tú.

Abrió el fardo de su equipaje y sacó el rollo de pergamino cerrado con el sello imperial.

—Ponlo en un lugar seguro —le dijo—. Si me prenden ve al legado Vitelio de Antioquía. Sabe por qué estoy en Jerusalén y cuidará de que me suelten.

Jonatán se acercó a examinar el cordero que se estaba asando.

—Me parece que está casi a punto —dijo—. Recuerda que la carne tiene que ser comida antes de medianoche.

En honor al primer sacrificio de un cordero de Verónica y Jonatán, en casa de Abijah se había reunido un cierto número de parientes y amigos, entre ellos el mercader José de Arimatea. Pese a sus riquezas, que según había oído decir Quinto eran grandes, no iba mejor vestido que los otros. No había tampoco en él el menor signo de ostentación. A la llamada de Abijah se reunieron todos en torno a una gran mesa instalada en la habitación principal de la casa.

El alfarero, como cabeza de familia, tomó vino y lo bendijo, dando una copa a cada uno. Una vez lo hubieron bebido solemnemente, Verónica llenó de agua una jofaina y todos se lavaron las manos mientras José de Arimatea recitaba una oración. Después vino una vasija de dátiles mezclados con hierbas amargas y uvas secas y un poco de vinagre, de lo cual cada uno tomó una pequeña porción.

—El vinagre y las hierbas amargas son el símbolo de la arcilla con la cual nuestros antepasados fabricaban ladrillos durante su esclavitud en Egipto —explicó José a Quinto mientras se desarrollaba la ceremonia—. El sacrificio de la Pascua conmemora la ocasión en que el ángel de la muerte respetó las casas de los nuestros, pero mató a todos los primogénitos de las familias egipcias como advertencia al faraón de que debía liberarnos de la esclavitud.

Era una ocasión solemne y al mismo tiempo feliz ver aquel círculo de personas sentadas alrededor de la larga mesa a la luz de dos lámparas de aceite. De fuera llegaba el olor del cordero que se iba asando.

Una vez las solemnes ceremonias preliminares hubieron terminado, la fiesta adquirió un carácter menos sombrío. Fue traído el cordero, crujiente y sabroso, en una gran fuente de alfarería. Iba acompañado de tortas sin levadura, frutas y vino. La verdadera comida empezó entonces y continuó hasta que el cordero hubo sido consumido.

Cosa de una hora antes de medianoche, una vez retirados los platos y bebida la última copa ceremonial de vino, Verónica trajo un arpa que tocó hábilmente.

Da gracias al Señor porque Él es bueno.

Por su constante amor que dura para siempre.

Presa de una súbita sensación de soledad, Quinto salió de la casa mientras cantaban. No podía entender las palabras, porque eran en el antiguo lenguaje de los hebreos, pero era imposible no sentir la exaltación y el júbilo en las voces de los cantores mientras daban las gracias a su Dios por su bondad durante el año transcurrido.

Fuera de la casa, las voces entonando el canto de gracias llegaban de todas partes. De las colinas los cantos se vertían sobre la ciudad desde las ardientes brasas de las hogueras donde habían sido asados centenares de corderos. Sobre su dominante altura el templo relucía como plata bajo la luz de la luna y de él llegaba el sonido de las trompetas celebrando una vez más el triunfo sobre la muerte que simboliza la fiesta de la Pascua.

Sólo la negra fortaleza de Antonia, con sus grandes torres irguiéndose sobre el templo, parecía mantenerse alejada de la escena, tétrica sombra de poderío militar, que no tenía lugar aquí en un momento en que la mayor preocupación de los hombres tenía que ser reconciliarse con su Dios.

La puerta de la casa se abrió y José de Arimatea fue a reunirse con Quinto en el extremo del patio de la alfarería.

—Veo que has salido de la habitación —le dijo—. ¿Estás preocupado?

—Me ha parecido inoportuno unirme a los cantos de agradecimiento a vuestro Dios.

—Mandó a su Hijo al mundo para decirnos que es el Dios de todos. Te basta creer en El, Quinto, y será tu Dios también.

—No puedo creer en algo que no puedo ver.

—¿Ves acaso la fiebre que alivias con tus drogas? —le preguntó José sonriendo.

—No, pero puedo ver sus efectos.

—También puedes ver los efectos de Dios por todas partes a tu alrededor, en la floración de los espinos en las colinas, incluso en las hogueras que arden en los campamentos. Nos da todo lo que tenemos, por lo tanto, cuanto poseemos le pertenece a El.

—¿No os pide más sino que creáis en El y hagáis este sacrificio una vez al año?

—Pide mucho más —dijo José—. Hace mucho tiempo, en la época de Moisés, el Altísimo nos dio los Mandamientos; las leyes que gobiernan las relaciones entre los hombres en la mayor parte del mundo están basadas sobre ellos. Más tarde, a través de Jesús nos dio un nuevo mandamiento: que debemos amarnos los unos a los otros como nos ama El.

—Extraña regla para un mercader… ¿Puedes amar a un hombre y sacarle provecho al mismo tiempo?

—Me he hecho también esta pregunta —confesó José—, y Dios me ha dado la respuesta. Abijah fabrica jarras y otros productos de alfarería en este patio. Otros hombres tejen telas en un telar y otros preparan el cuero y hacen zapatos. No pueden vender todos sus productos aquí, en Jerusalén, de manera que yo se los compro a buen precio y los vendo en otras ciudades donde tienen necesidad de ellos. El provecho que saco es la recompensa por el servicio que rindo, tanto al vendedor como al comprador. ¿Puedes censurarme por ello?

—No —reconoció Quinto—, porque nadie sale perjudicado con lo que haces.

—¿Has negado alguna vez tus servicios a alguien porque creías que no podría pagarte?

—¡Claro que no! Sería infiel al juramento que he prestado.

—Entonces haces lo que Jesús nos ordenó antes de abandonarnos. Prestas tus servicios porque amas al hombre, tu prójimo.

—No lo había pensado nunca de esta forma —confesó Quinto.

—Tampoco lo había pensado yo, hasta que oí seis enseñanzas. Antes era tan codicioso, supongo, como cualquier otro mercader. Pero ahora que sigo las enseñanzas del Nazareno me encuentro más recompensado que antes. Tengo representantes en Antioquía, en Corinto, en Roma y Alejandría, incluso en Cirene. Mis mercancías llegan a todos estos sitios y a muchos más; a cambio, compro los productos que más abundan en estas ciudades y los vendo en otras partes. Y mientras voy por el mundo ocupándome de mis negocios, digo a los otros lo que aprendí del Galileo.

—¿Cree que Jesús está todavía en Galilea?

—Algunos dicen que subió a los cielos cuarenta días después de haber muerto. Otros insisten en que se ha marchado por algún tiempo, pero que pronto regresara. Sé que fue visto por Pedro y algunos más en el lago de Galilea, porque lo oí de sus propios labios. Si estuviese en tu lugar, yo iría allí y hablaría con Pedro.

—¿Te ha hablado Abijah acerca de unirme a una de tus caravanas?

—Pasado mañana saldrá una de Jerusalén —asintió José—. Serás bienvenido acompañándola.

—Supongamos que encuentro a Jesús y me lo llevo a Roma. La cólera de Tiberio es terrible. Si no consigue curar al emperador es capaz de condenarlo a muerte.

José sonrió.

—Jesús ha triunfado ya de la muerte, Quinto. Estoy seguro de que ni el poder de Tiberio puede ya hacerle daño ahora.