Capítulo 7

LA tarea de educar a Adminio a la manera romana resultó más fácil y agradable de lo que Quinto había imaginado al principio. El joven hijo de Cunobelino era inteligente y estaba ansioso de aprender, inteligente discípulo para deleite de cualquier maestro. Quinto deseaba tener libros de texto, pero esto hubiera significado enseñar a su discípulo a leer en latín, largo y complicado procedimiento. Adminio aprendió, sin embargo, rápidamente, una forma rudimentaria de latín y Quinto empezó a hablar el lenguaje usado allí, en Camulóduno, de manera que pronto estuvieron en condiciones de comunicarse fácilmente. En realidad, había casi tantos dialectos como tribus diseminadas por el país y sólo allí, en el reino de Cunobelino, había algo que tuviese alguna semejanza con un lenguaje común.

Cada día, Quinto pasaba varias horas explicando a Adminio los misterios del mundo y su geografía, la distribución de los pueblos que habitaban sus diferentes partes y sus costumbres. Pudiendo Adminio encontrarse en situación de tener que mandar un ejército si se suscitaba un conflicto entre él y su hermano Caractaco. Quinto emprendió también enseñarle el arte de la guerra, el entrenamiento de un soldado romano, sus métodos de lucha y la estrategia, que había ganado batallas y llevado a Roma las águilas de oro desde los más recónditos países del mundo, incluyendo las costas de Aquitania por el sur, la salvaje tierra de los germanos por el norte y el vasto espacio llamado Arabia Desierta por el este. Adminio poseía también una considerable disposición mecánica, de manera que Quinto pudo familiarizarlo con las máquinas de guerra que los romanos llevaban tanto tiempo usando para sembrar el terror en el corazón de los pueblos salvajes.

Entre sesiones de geografía y el arte de la guerra, Quinto consiguió también iniciar a su discípulo en algo más de las enseñanzas de los grandes filósofos griegos, particularmente en los deberes del hombre para con el hombre. Pero en esto se encontraba en terreno menos seguro, puesto que no había dedicado nunca mucho tiempo a estos estudios. Carnu sentía deseos de aprender cuanto pudiese del arte de curar y asediaba a Quinto a preguntas siempre que se encontraban juntos.

Pero más que por las artes de la guerra —en las que hay que confesar que se revelaba un modesto estudiante—, Adminio se interesaba por el comercio y la industria, la habilidad de los artesanos que fabricaban objetos jamás soñados en Britania, herramientas para trabajar la madera y el metal, instrumentos agrícolas y nuevas cosechas que podían constituir fuentes adicionales de alimentación. Y siendo naturalmente observador, Quinto podía contarle muchas cosas, fruto de sus viajes por el mundo.

A medida que transcurrían los meses, Quinto iba dándose cuenta de que Cunobelino había valorado exactamente los caracteres de sus dos hijos. Caractaco parecía haber heredado la beligerancia, el valor y las dinámicas cualidades que habían hecho de su padre un gran jefe militar y le habían permitido consolidar, conquistar y asimilar un reino donde antes no había existido más que tribus autóctonas guerreras. Pero en el príncipe había un lado de crueldad y salvajismo que el viejo rey no poseía. Adminio, por otra parte —quizá porque era mucho más joven que Caractaco— había heredado al parecer las cualidades que habían hecho también de Cunobelino un gran gobernante: la cordura, la comprensión y un profundo deseo del bienestar de su pueblo bajo todos los aspectos de la vida.

Quinto pensaba que la clase de gobernante que Adminio probablemente sería, era lo que necesitaban los romanos. En realidad, éstos sólo tenían grandes soldados que eran pobres administradores, o, como Calígula, disolutos degenerados que no representaban más que el detritus de la humanidad.

Quinto iba aprendiendo también, porque a medida que Adminio mejoraba, llevaba a su maestro más y más lejos. Camulóduno, situado cerca de la costa, había sido elegida como sede por Cunobelino por ser la primera ciudad de los trinovantes, la más poderosa tribu conquistada por él en sus anteriores campañas. Allí acuñó moneda que fue de gran utilidad para cimentar su reino, proporcionando al pueblo la manera de cambiar en toda la región sur de Britania, reuniendo lo que habían sido las tierras de los catuvellauni, los trinovantes y los cantii.

Quinto juzgó que Camulóduno era una ciudad de dimensiones considerables, incluyendo seis legiones de habitantes. Muchas de las calles estaban pavimentadas con losas de piedra a la manera romana y algunas de las casas, como el palacio del rey, eran bastante lujosas. La capital del reino, era una población populosa y la acuñación de moneda daba trabajo a bastante gente, como lo daba la recaudación de impuestos y los asuntos de los druidas que tenían allí una de sus más importantes escuelas.

A cierta distancia hacia el sudoeste iba creciendo otra ciudad mucho más rápidamente que la capital y que amenazaba seriamente sobrepasarla en extensión. Situada a orillas del Támesis, que le daba un puerto protegido y le procuraba un acceso al mar, la ciudad de Londinio (Londres) era un próspero centro comercial. Allí llegaban barcos de puertos tan distantes como Alejandría en Egipto, intercambiando objetos de vidrio, joyas, alfarería y otros productos de toda la costa del Mediterráneo por estaño, lana, plomo y otras materias primas.

Gracias a estos barcos, los britones pudieron por lo menos dirigir una mirada al prolífero pueblo que se extendía más allá de su fortaleza insular. Pero no era más que una mirada y las informaciones traídas por las naves, raras veces llegaban más allá de las orillas acuáticas del mismo Londinio. Quinto estaba seguro de que gran parte de esta dificultad de acelerar las comunicaciones con el mundo romano venía de la oposición de los druidas, particularmente Commio, a cuanto tuviese relación con Roma.

Y así transcurrió un año sin que Quinto se diese cuenta. Ocupado con la educación de Adminio, el dolor de la pérdida de Verónica se había ido aletargando sin tener conciencia de ello. Pensaba todavía en ella, particularmente cuando tenía tiempo de pasear por el jardín que Cunobelino cultivaba, e imaginaba cuánto hubiera gozado ella con las flores. Cuando esto ocurría el dolor era tan grande que se preguntaba si podría soportarlo. Pero cuando estaba ocupado entrenando físicamente a Adminio en el arte de la guerra o instruyéndole a él o a Carnu, no le quedaba tiempo para pensar en su dolor.

Quinto veía muy poco a Caractaco, que pasaba la mayor parte del tiempo cazando o sosteniendo choques con las tribus fronterizas, que seguían produciéndose o haciendo incursiones a través del canal. Quinto no dudaba de que el hijo mayor de Cunobelino no sentía el menor afecto hacia él. Sus actividades en favor de Adminio sólo podían ser interpretadas como lo que efectivamente eran: preparar al hermano menor para el momento en que tendría que tomarse la decisión final de quién tenía que gobernar el reino. Quinto no hacía nunca el menor gesto que pudiese ofender a Caractaco cuando estaba en casa, prestándole siempre el acatamiento debido por un esclavo a su señor, pero el duro rostro del príncipe britón no delataba simpatía por él. Cuando finalmente se suscitó abiertamente el conflicto, fue sobre algo que pareció completamente ajeno a las maquinaciones de Caractaco.

Una vez Quinto obtuvo permiso para acompañar a Adminio a una breve visita a Londinio, a fin de presenciar la llegada de un barco mercante romano y comprar para su esposa Cymbala algunas de las exquisitas joyas que estas naves traían. El hecho de que Cunobelino y Adminio tuviesen confianza en él, hacía inconcebible para Quinto toda tentativa de fuga. Además, los dueños de las naves romanas se daban perfecta cuenta de que si se les permitía visitar la bulliciosa ciudad de Londinio era sólo por tolerancia de Cunobelino. Destruir esta tolerancia por contribuir a la fuga de un esclavo hubiera sido la peor de las locuras.

Adminio no sólo compro en Londinio las joyas que quería, sino que pudo también adquirir, a sugerencia de Quinto, algo mucho más importante: una espada forjada con el bello acero de Damasco, ciudad lejana del este, acero que según le aseguró Quinto podía cortar las blandas armas de bronce usadas por los britones como un hacha corta la madera. Quinto había reconocido además, por sus facciones, un esclavo fenicio y aconsejó a Adminio que lo comprase, después de cerciorarse de que era hábil en el arte de la construcción naval.

En conjunto fue un alegre grupo que regreso a Camulóduno de la ciudad marítima del Támesis. Su felicidad, sin embargo, se cambió en desesperación cuando supieron que Carnu había sido detenido durante su ausencia por orden de Commio, acusado del grave delito de revelar secretos druidas a otros, en este caso Quinto.

Adminio no podía hacer nada por Carnu. El respeto a los druidas estaba profundamente arraigado en él desde su nacimiento, pero Quinto no sentía el mismo respeto por el hombre que había matado a Verónica. Carnu había sido falsamente acusado de haber traicionado los secretos de los druidas revelándoselos a él y, por lo tanto, se sentía en cierto modo responsable y era su deber ayudar al joven druida en lo que pudiese.

En cuanto se enteró de la noticia, Quinto se precipitó hacia el lujoso palacio que era, a la vez, residencia de Commio y cuartel general de los druidas. Un sirviente le dio entrada, pero le hicieron esperar mucho rato —no dudó de que con intención— antes de ser finalmente admitido a la cámara de las audiencias, donde el archidruida juzgaba a los acusados de crímenes de suficiente gravedad para justificar el caso personalmente.

Commio estaba sentado delante de una gran mesa. No dijo una palabra mientras Quinto se acercó a ella y se inclinó respetuosamente ante el cargo que ostentaba, si no ante el hombre.

—¿Qué quieres, romano? —preguntó con un gruñido profundo y amenazador.

Entre sus espesas cejas los ojos brillaban cargados de odio y de rencor.

—He oído decir que has acusado a Carnu de haberme revelado secretos druidas —dijo Quinto.

—Has oído bien.

—Juro que jamás me ha revelado nada que tenga relación con los usos y principios secretos druidas.

—¿Mentirías por salvarlo? —dijo Commio encogiéndose de hombros—. También esto es una infracción a la ley.

—No me ha revelado ningún secreto —insistió Quinto—. Ni a nadie en mi presencia.

—Carnu ha sido juzgado ya —dijo Commio ampulosamente.

—¿Con qué sentencia?

—A ser descastado y repudiado por los hombres.

Quinto se sintió enfermo. Durante el último año había llegado a conocer muy bien a Carnu. El joven druida era sensible e inteligente. El ostracismo que seguía a la condena de los jueces druidas pronto quebrantaría su espíritu y probablemente lo llevaría a poner fin a su vida —como lo hacían la mayoría de los así sentenciados— por medio del suicidio.

—Lo he juzgado yo mismo —añadió Commio—. No hay nada más que decir.

—¿Te niegas a escuchar la prueba que gustoso te aportaré de su inocencia? —preguntó Quinto.

—Eres un esclavo —respondió Commio con la misma voz dura—. Los esclavos no pueden prestar declaración. No tiene valor.

—¿Y condenas a Carnu sin darle la oportunidad de defenderse?

—Si es capaz de revelar los secretos que juró guardar inviolados, mentiría también en su defensa.

Era la más vil perversión de la justicia, pero durante el año que Quinto llevaba de esclavo había aprendido ya, que la justicia druídica era muy a menudo igualmente severa y desleal.

—¿No hay recurso?

—Ninguno.

Lo categórico de la palabra pareció poner fin a la entrevista. Quinto se alejaba ya cuando Commio añadió:

—A menos que alguien quiera arriesgar su vida por él.

—¿Es posible? —dijo Quinto volviéndose.

—Sí, peleando.

Las esperanzas de Quinto renacieron. El antiguo rito del juicio por combate era conocido de los pueblos más primitivos y no le sorprendía que estuviese permitido aquí, en Britania.

—Entonces pido el derecho de representar a Carnu en combate —dijo rápidamente.

Con gran asombro por su parte, Commio pareció súbitamente más afable. Incluso casi complacido.

—Tendrás este derecho dentro de tres días —dijo el druida—. El combate tendrá lugar en el viejo campo delante de las puertas de la ciudad, contra un campeón elegido por mí.

—Dentro de tres días, en el campo delante de las puertas de la ciudad —repitió Quinto—. ¿Puedo ver a Carnu y decírselo?

Commio se puso de pie.

—Haré que te acompañen hasta él —dijo.

El joven druida estaba prisionero en una celda con una ventana pequeña. Al entrar Quinto levantó la mirada, pero su rostro podía verse velado por una máscara de dolor y desesperación.

—No te acerques —dijo—. Está prohibido tocar a un hombre bajo sentencia de ostracismo.

—Has sido condenado injustamente —protestó Quinto—. Commio me ha dicho que no te permitieron siquiera hablar en tu defensa.

—Es la ley de los druidas. El hombre acusado de haber infringido sus votos es sospechoso de mentir y por lo tanto no sería creído.

—¡Pero esto no es leal!

—Es la ley druídica. La sentencia de Commio no puede ser cambiada ni por el rey.

—Hay un recurso.

—Te equivocas, estoy condenado —dijo Carnu moviendo la cabeza.

—El derecho a juicio por combate, olvidas esto.

—¿Quién arriesgaría su vida por mí? —los ojos de Carnu se llenaron súbitamente de horror—. ¡Tú no, Quinto!

—Commio me ha dado ya el permiso de representarte.

—¡Pero vas a la muerte!

—Un soldado romano es el igual de cualquiera en el arte de la guerra —dijo Quinto, confiado.

—Pero no será igual. Tendrás que luchar desarmado contra un guerrero con todas sus armas.

La naturaleza de la trampa que Commio le había tendido aparecía ahora en toda su claridad. Todo, la detención de Carnu, la rápida sentencia mientras Adminio y Quinto estaban en Londinio, su admisión para poder hablar con el archidruida, todo se amoldaba perfectamente. Commio le había incluso insinuado el juicio por combate, ahora Quinto lo recordaba. Y había aceptado el combate con ansia, sin darse cuenta de la naturaleza de la lucha impuesta, que lo condenaba a una muerte inevitable.

—¡No lo comprendes! —gritó Carnu—. ¡El rey te prohibirá tomar parte en el combate cuando sepa que has sido engañado!

Quinto se había repuesto ya de su impresión, y su mente trabajaba.

—¿Cuál es la naturaleza del combate? ¿No dan arma alguna?

—Sólo una espada, contra un hombre armado de escudo, venablo y espada.

—Pero esto hace las condiciones iguales… para un romano.

Carnu movió tristemente la cabeza.

—Primero tienes que llegar a la espada. Estará en un extremo del campo y tú en el otro, con el guerrero con quien tienes que luchar entre los dos. He visto varios de estos juicios y ni un solo hombre ha llegado a la espada. Ve a ver al rey, Quinto. Dile que has sido engañado y puede oponerse a dejar que te asesinen. Cumpliré mi condena.

—Eres inocente y no obstante sufres por mi causa —dijo Quinto con firmeza—. Te representaré en el combate; ocurra lo que ocurra, tu vida estará a salvo.

Carnu movió tristemente la cabeza.

—Me mataría aquí mismo en mi celda, pero no serviría de nada ya. Una vez el combate está fijado tiene que llevarse a cabo. Y puedes estar seguro de que Commio eligirá un diestro guerrero como ejecutor tuyo.

—La destreza no siempre vence a la inteligencia —aseguró Quinto—. Pensaré algo. Lo más importante es que seas liberado.

Una vez lejos de Carnu, Quinto sintió muy poco del optimismo que había fingido en la celda del druida. Un hombre desarmado frente a otro armado hasta los dientes no tiene, por decirlo así, la menor probabilidad de sobrevivir. Había visto criminales lanzados así contra los gladiadores en las arenas de Roma; el final había sido invariablemente el mismo.

A la caída de la tarde la noticia del próximo combate se había extendido como una conflagración por todo el palacio y la ciudad. El rostro de Adminio era grave cuando al terminar la comida de la tarde se dirigió a Quinto. Como era costumbre entre los britones, los esclavos comían en el extremo más lejano de la larga mesa montada sobre caballetes, en el gran comedor de palacio.

—¿Conocías nuestras costumbres en el juicio por combate cuando te has ofrecido hoy? —le preguntó el príncipe.

—No implica ninguna diferencia. Salvaré a Carnu si puedo.

—Lo salvarás… dando tu vida por él.

—Es injustamente acusado por mi causa, de manera que la responsabilidad es mía.

—Commio sólo trata de librarse de ti.

—Lo sé. Me odia desde que te salvé.

—Más aún, desde que me has enseñado las costumbres romanas y el saber.

—Por lo menos tengo un motivo para estar orgulloso —dijo Quinto logrando sonreír—. Has sido un discípulo insuperable.

—¡El esclavo fenicio que compré en Londinio! —exclamó Adminio con el rostro iluminado—. ¡Puedo sustituirlo por ti!

—¿Puede un dueño mandar a un esclavo a la muerte?

El príncipe movió tristemente la cabeza.

—Lo había olvidado. Nuestra ley nos lo prohíbe.

—Correré el riesgo. Nosotros, los romanos, sabemos algunos trucos de combate.

—Entonces usa la espada que traje de Londinio. Si logras alcanzarla las probabilidades serán por lo menos más iguales.

Era una pobre esperanza, muy pobre, realmente… Era cierto que el acero de Damasco podía permitirle hendir el escudo de bronce que usaban los guerreros de Britania y nivelaba las probabilidades en contra de él. Pero primero tenía que llegar a la espada.